Sunday, April 30, 2006

TESTIGOS DEL RESUCITADO

TESTIGOS DEL RESUCITADO

Domingo III de Pascua-B/ 30-abril-2006

Los dos discípulos contaron lo sucedido en el camino de Emaús y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: "Paz a ustedes." Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: "¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo." Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: "¿Tienen aquí algo que comer?" Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos. Jesús les dijo: "Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: "Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto”. Lc 24,35-48.

Las cualidades gloriosas de cuerpo resucitado de Jesús desconciertan a sus discípulos: el cuerpo resucitado del Maestro supera las limitaciones de tiempo, espacio y la materia. Entra a puertas cerradas, se presenta y desaparece de improviso en cualquier lugar...

Su aparición inesperada en medio de ellos los asusta, y lo creen un espíritu. Al verlos temblar de miedo, los tranquiliza con cariño: “Paz a ustedes”. Y los invita a tocarlo sin recelos, para que se convenzan de que su cuerpo sigue siendo el mismo, de carne y hueso, no obstante su condición de resucitado. El hecho era tan sorprendente y era tanta la alegría que les causaba la sola posibilidad de que fuera cierto, que les costaba creerlo a pesar de verlo.

Comprendiendo Jesús los sentimientos de ellos, decide darles la prueba irrefutable de que es Él mismo: les pide algo para comer, a fin de que vean que su cuerpo sigue siendo humano, pues los espíritus no pueden comer alimentos físicos.

Y por fin les abre la mente para que entiendan todo lo que sobre Él estaba ya predicho en Sagradas Escrituras: su encarnación, su pasión, muerte, resurrección y vuelta al Padre.

No cuesta mucho creer mentalmente en la resurrección de Jesús y confesarlo de labios afuera; pero lo decisivo es que Él abra nuestras mentes y corazones a su presencia real, y vivamos la increíble alegría de saberlo vivo, presente y actuante en nuestra vida, para ser así sus testigos creíbles mediante la fe en su presencia viva y el consiguiente gozo que contagia fe, al creer y vivir su promesa infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días”.

Jesús mismo nos asegura que son más dichosos quienes creen sin verlo, que quienes creyeron al verlo. Pero es necesario pedirle esa fe y cultivarla cada día hablándole y escuchándole. Es necesario que la catequesis y la predicación se fundamenten decididamente en la persona de Cristo resucitado, de lo contrario no lograrán su objetivo de salvación.

Fe gozosa y pascual que se fomenta y crece sobre todo con la Eucaristía, la lectura de la Biblia y la contemplación de la creación, realidades privilegiadas de la presencia y acción salvadora de Cristo Resucitado. Pero la prueba definitiva de la fe en el Resucitado se realiza en la ayuda amorosa al prójimo necesitado, con el cual él se identifica. De lo contrario, la fe estaría muerta, como la del demonio, que cree, pero no le sirve de nada, porque no ama.

Hechos 3, 13-15. 17-19

En aquellos días, Pedro dijo al pueblo: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de Él delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes. Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados».

Los oyentes de Pedro habían sido cómplices la muerte injusta de Jesús, gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, y habían forzado la decisión de Pilatos para que liberara a un homicida y mataran a Jesús, renegando así del mismo Mesías que esperaban, “el autor de la vida”. Pedro se lo echa en cara sin atenuantes.

Sin embargo, nadie le refuta ni se rebela contra lo que dice, sino que se reconocen verdaderos cómplices. Entonces, viéndolos compungidos, los llama hermanos y minimiza su culpa a causa de su ignorancia, recordando sin duda la oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Pedro se gana al auditorio, y lo ve dispuesto a recibir la gran noticia de que es testigos: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”. Y nadie lo tacha de mentiroso e iluso. Viendo su fe en la resurrección de Cristo, los invita a la penitencia para ser perdonados por aquel mismo que ellos habían condenado.

Y se convertían por miles al oír hablar por boca de los mismos testigos directos de la presencia de Jesús resucitado durante cuarenta días. Desconcierta ver cómo a aquellos “enemigos” de Jesús les costaba menos creer en la resurrección del Señor en base a la palabra de los discípulos, a quienes tanto les había costado creer en la palabra del mismo Cristo sobre su resurrección.

¿No se refleja en todo esto nuestra historia personal, familiar, social? Condenamos a Cristo en el prójimo, lo desconocemos en la Eucaristía y en su Palabra, y lo echamos de todos los ambientes… Y él sigue orando por nosotros: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Recibimos su perdón y su paz, ¿y dudamos de que está resucitado y presente entre nosotros, con nosotros? ¿Llegamos a la fe de aquellos judíos convertidos al oír hablar de Jesús resucitado?

1 Juan 2, 1-5

Hijos míos, les he escrito estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos.

San Juan, el discípulo amado, y el discípulo del amor, nos invita a reconocer el inmenso amor de Jesús por nosotros al merecernos la salvación, la resurrección y la gloria eterna e interceder por nosotros sin cesar. La respuesta justa y necesaria es corresponder con amor, que es la mejor medicina contra el pecado, pues no se ofende a quien se ama. Y se ofende, es que no se ama de verdad.

El amor a Cristo se manifiesta cumpliendo sus mandamientos, el primero y principal de los cuales es el amor, que brota del conocer y valorar la inmensidad de su amor, de sus beneficios impagables. El amor es la mejor reparación del pecado: “Se le perdonó mucho, porque amó mucho”, dijo Jesús de la Magdalena.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 23, 2006

RESURRECCIÓN Y MISERICORDIA

RESURRECCIÓN Y MISERICORDIA

Domingo 2° de Pascua – a / 23-04-2006


Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también." Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo: a quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos." (Jn 20,19-31).

Nadie fue testigo de la resurrección, excepto los guardias que custodiaban el sepulcro. Pero estos, sobornados con fuertes sumas de dinero, aseguraron que “los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús mientras ellos dormían”. Si dormían, ¿cómo pudieron ver el robo?


Curiosamente, María Magdalena, al ver el sepulcro vacío, también dijo que “se habían llevado el cuerpo del Señor”. No creía en la resurrección de Jesús. Y todos los discípulos se resistieron a creer antes de ver; y cuando la mayoría creyó por haber visto, Tomás los tachó a todos de visionarios, hasta que vio a Jesús en persona que, con las puertas cerradas, entró a la sala donde estaban. Y Jesús nos declaró dichosos: “Felices los que crean sin haber visto”.

El hecho de que los mismos discípulos se hayan resistido a creer la resurrección de Jesús y terminaran creyendo, confirma la verdad de la misma. Luego fueron testigos de al menos ocho apariciones de Jesús resucitado durante los cuarenta días que precedieron a la ascensión, narrados en libros históricos por varios de esos testigos directos, presenciales.

Sin embargo, al estilo de los guardias del sepulcro de Jesús, hay quiénes siguen ingresando cantidades astronómicas por la venta de novelas y la exhibición de películas que niegan la resurrección de Cristo: Código Da Vinci , Santo Grial, El Cuerpo, el Evangelio de Judas, muy posteriores, incluso de siglos, a la resurrección. Todos ellos son historia-ficción (ciertos como documentos, pero falsos en su contenido) que pretenden eclipsar los escritos de los testigos presenciales de Jesús: los evangelios de san Mateo y de san Juan, compañeros de Jesús; el de san Marcos, intérprete de san Pedro; el de san Lucas, que recoge la predicación de san Pablo –quien recibió su evangelio directamente de Jesús resucitado-. San Lucas escribió también los Hechos de los Apóstoles, cuyo mensaje es la Resurrección, o mejor dicho: Jesús resucitado, que aseguró: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Todas esas creaciones son obra de sectas adversas al cristianismo y a la Iglesia; pero muchos cristianos y católicos, en lugar de leer los Evangelios, se tragan esas fábulas como verdaderas, quizá con la ilusión inconsciente de esquivar la cruz que lleva a la resurrección y que nos libera de vivir y morir como simples animales destinados al matadero, cegados por el disfrute idolátrico del placer, del poder y de la plata, negándose a creer que Cristo resucitado tiene el poder de “transformar nuestro pobre cuerpo en cuerpo glorioso como el suyo”.

Los soldados creyeron en la resurrección porque la presenciaron, pero la negaron por dinero; y los jefes religiosos, por conveniencia, se cerraron a la verdad contada por los soldados. Creer en la resurrección como hecho histórico, importa poco. Pero creer y vivir en Cristo resucitado presente cambia totalmente la vida: nos hace cristianos, imitadores suyos.

La experiencia de Jesús Resucitado, presente entre nosotros y en nosotros, es la fuente de la paz, de la alegría de vivir y de la fortaleza en la lucha, las dificultades y sufrimientos de la existencia. Y también nos da la alegría de morir, porque la muerte ha sido convertida por Cristo en puerta de nuestra resurrección. Sabemos que viviendo unidos al Resucitado, tenemos asegurada la victoria sobre el pecado, sobre el sufrimiento, el mal y la muerte; victoria total por la resurrección, la vida y gloria eternas.

En el evangelio se narra cómo Jesús resucitado les da la paz a sus discípulos y les transmite el poder de perdonar los pecados: “A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados”. A pesar de que es un poder exclusivo de Dios, como lo afirmaban los mismos fariseos, que al oír a Jesús decir: “Tus pecados te son perdonados”, protestaban: “Este blasfema, pues sólo Dios puede perdonar los pecados”. Fue uno de los pretextos para matarlo.

San Pablo condiciona el perdón de los pecados a la Resurrección de Jesús: “Si Cristo no hubiera resucitado, seguiríamos en nuestros pecados”, pues sólo él, por ser Dios, puede perdonar, también cuando se sirve de sus ministros, los sacerdotes, que absuelven del pecado en su nombre, mediante el entrañable sacramento del perdón, que es una fiesta.

En la perspectiva del perdón, el calendario litúrgico de la Iglesia ha establecido en este domingo la “Fiesta de la Misericordia”, según le pidió el mismo Jesús, el 22 de febrero de 1931, a santa a Faustina Kowalska (canonizada por Juan Pablo II en el 2000):

“Deseo que el primer domingo después de Pascua de Resurrección se celebre la Fiesta de la Misericordia”. “Ese día están abiertas las entrañas de mi misericordia. Quien se confiese y reciba la santa Comunión, obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas”. “Cuanto más grande sea el pecador, tanto mayor es el derecho que tiene a mi misericordia”. ¡Inaudita paradoja del amor misericordioso de nuestro Salvador, que pagó por nuestros pecados!

Jesús le dijo también en la aparición a santa Faustina: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y firma: Jesús, en ti confío… Prometo que quien venere esta imagen, no perecerá. También prometo, ya aquí en la tierra, la victoria sobre los poderes del mal, y sobre todo a la hora de la muerte”.

Otra petición de Jesús a la santa: “Deseo que los sacerdotes proclamen esta gran misericordia que tengo para con los pecadores. Que el pecador no tenga miedo de acercarse a mí... La desconfianza de los hombres desgarra mis entrañas. Y más aun me duele la desconfianza de los escogidos; a pesar de mi amor inagotable, no confían en mí”. Y le mandó escribir: “Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de la Misericordia”.

Le sugirió también esta jaculatoria por la salvación propia y ajena: “Oh Sangre y Agua que brotasteis del Corazón de Cristo como una fuente de misericordia para nosotros, en vos confío”.

En otra revelación Jesús le dijo: “Quien confía en mi misericordia, no perecerá, porque todos sus asuntos son míos y los enemigos se estrellarán contra el escaño de mis pies”. “Nadie queda excluido de mi Misericordia”.


Rosario de la Misericordia

Este rosario se lo enseñó Jesús a santa Faustina Kowalska, con la promesa explícita de que “quienquiera que lo rece, recibirá gran misericordia a la hora de la muerte. Los sacerdotes se lo recomendarán a los pecadores como última tabla de salvación. Hasta el pecador más empedernido, si reza este rosario una sola vez, recibirá la gracia de mi Misericordia infinita. Deseo que el mundo entero conozca mi Misericordia; deseo conceder gracias inimaginables a quienes confíen en mi Misericordia”.

Esta coronita consiste en rezar con fe, al empezar, un Padrenuestro, Avemaría, Gloria al Padre y el Credo, y a continuación 5 decenas precedidas de la jaculatoria: “Padre eterno, yo te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de tu amadísimo Hijo nuestro Señor Jesucristo, como propiciación por nuestros pecados y por los pecados del mundo entero”; y seguido se repite 10 veces la invocación: “Por su dolorosa pasión, ten compasión de nosotros y del mundo entero”. Al final de cada decena –y antes de “Padre eterno, yo te ofrezco…”- se dice 3 veces: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten compasión de nosotros y del mundo entero”.

P. Jesús Alvarez, ssp.

Sunday, April 16, 2006

LA RESURRECCIÓN, FUNDAMENTO DE LA FE

LA RESURRECCIÓN, FUNDAMENTO DE LA FE

Domingo de Resurrección / 16 abril 2006

El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos ten el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no estaba por el suelo como los lienzos, sino que estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero; vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: que él "debía" resucitar de entre los muertos. (Jn. 20,1-9).


Jesús, siempre que les anunciaba su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección, pero no entendían que era eso de la resurrección. En la muerte sí creían sin más. Pero la resurrección no les entraba, a pesar de haber presencia la resurrección de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo. Sólo creyeron cuando lo vieron.

La resurrección era cosa tan maravillosa e inesperada, que ni se atrevían a pensarlo. Y esta actitud persiste hoy en gran parte de los cristianos, que acompañan las imágenes del crucificado en celebraciones y procesiones, hasta que lo entierran. Y desde ese momento lo olvidan como a un muerto más, hasta el siguiente Viernes Santo.

Pero si Cristo no hubiera resucitado, de nada le valdría ni nos valdría su muerte. Y de nada vale la muerte de Jesús para quienes no lo creen, celebran y tratan como resucitado.

Serio cuestionamiento para cierta pastoral “dolorista” y evangelización “fúnebre” que descuidan la perspectiva pascual de la Semana Santa, y de la vida cristiana, pues la una y la otra reciben su sentido redentor de la Resurrección. Lo afirma categóricamente san Pablo: “Si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil..., y nuestros pecados no han sido perdonados” (1Co 15, 14-16).

Ritos, celebraciones y procesiones en los que se ignora a Cristo resucitado presente, no son cristianos, por más que pretendan honrar a Cristo crucificado. Lo mismo pasa con las predicaciones, confesiones, misas, comuniones que no se fundamentan en la persona viva de Cristo resucitado presente y actuante. Pues al prescindir de él, se prescinde de quien habla en la predicación, del único que puede perdonar, de quien hace la Eucaristía... Así se cae en el fatal “cristianismo sin Cristo”, en el ritualismo, tan frecuente en nuestra Iglesia y en las otras.

La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a Cristo resucitado, Persona presente, actuante, y fe en nuestra propia resurrección. Esta es la verdad que fundamenta nuestra fe y nuestra experiencia cristiana. Desde que Jesús resucitó, la muerte ya no es una desgracia, sino un don, por ser puerta de la resurrección y de la gloria eterna.

La verdadera fe en el Resucitado y en nuestra resurrección enciende en nosotros el anhelo de vivir a fondo con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar como él.

Hay personas, realidades, situaciones y alegrías tan maravillosas en este mundo, que suscitan el deseo de resucitar para gozar de ellas eternamente; lo cual es posible en el paraíso, gracias a la resurrección, que es victoria definitiva sobre la muerte.

En esta jubilosa perspectiva y convicción surge la alegría pascual de vivir y de morir para resucitar, que invade nuestra existencia, aligera nuestras cruces, y nos lleva a la plenitud gozosa de la vida cristiana: la vida en Cristo Resucitado, que él nos garantiza con palabra infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28,20).

Entonces sí surge espontáneo "el amor a su venida gloriosa" al final de nuestros días terrenos y al fin del mundo.

Hechos 10, 34. 37-43

Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de ante­mano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y a atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su nombre».

Los apóstoles, a partir de su fe pascual, gracias a la experiencia de Jesús resucitado, ya son capaces de salir a las calles, plazas y e ir al templo para testimoniar la resurrección del crucificado. Pero cuando sólo creían en el crucificado, hasta vergüenza les daba hablar de él, y llegaron a traicionarlo con el abandono durante su pasión.

La cobardía e ineficiencia de muchos cristianos, evangelizadores, catequistas y pastores, ¿no tienen el mismo origen y las mismas consecuencias: la falta de fe en Cristo resucitado presente y actuante en el Iglesia y en el mundo?. Por lo demás, ¿hay algo: predicación, testimonio, fe, sacramentos, sufrimientos, penitencias... que tenga algún valor sin la fe viva y amorosa en la Persona de Jesús resucitado presente?

Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la resurrección pasa al terreno de la leyenda, y la vida cristiana se evapora en puras apariencias, pues se vuelve a “matar” a Cristo excluyéndolo de la existencia.

Pero Jesús no se encontró por sorpresa con la resurrección, sino que halló en su muerte lo que había sembrado en su existencia: vida. Y así será para nosotros, si pasamos por la vida haciendo el bien, dando vida y sembrando la vida como él para recuperarla de su mano en plenitud.

Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Jn 11, 25).

Colosenses 3, 1-4

Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Por que ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.

La resurrección no alcanza sólo a Cristo, sino también a toda la humanidad y a toda la creación, que “está en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios” por la resurrección y la gloria, el “cielo donde está Cristo” resucitado.

Todos los bienes, alegrías, placeres y felicidad en esta tierra no son más que una sombra, un aperitivo, una prueba de lo que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar y que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.

Las maravillosas realidades temporales son dones de Dios para que ansiemos sus dones eternos, inmensamente superiores. Sin embargo, podemos cede a la tentación fatal de cerrarnos idolátricamente sobre esos dones temporales, olvidando a Dios y sus dones eternos, que son la meta de los temporales, si estos los gozamos con gratitud y orden, en la espera de la resurrección que nos dará la posesión de los eternos.Todo lo temporal se pierde con la muerte; pero se recupera maravillosamente mejorado y multiplicado con la resurrección, si hemos pasado por esta vida haciendo el bien.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Thursday, April 13, 2006

SENTIDO DE LA SEMANA SANTA

SENTIDO DE LA SEMANA SANTA



- Jesús acepta la cruz y la muerte en vista de la resurrección. Por eso hablamos de Triduo Pascual, y no sólo de pasión. Es cruz cristiana solamente la que se asocia a la de Cristo para alcanzar la resurrección. La cruz sin resurrección es cruz infernal.

- El Padre no quiso ni planificó la muerte de su Hijo: la quisieron y la planificaron libremente los hombres. El Padre opuso su plan del amor divino al plan del odio humano. El Padre sólo quiso y planificó la resurrección de su Hijo Jesús y de sus hijos los hombres, entrando en sus sufrimientos y en su muerte para cambiarlos en felicidad y resurrección. Esto merece nuestra inmensa y permanente gratitud.

- Jesús nos aclara el sentido de la pasión hoy y siempre: “No lloren por mí, sino por ustedes y por sus hijos”. Hoy Jesús ya no sufre ni muere en su persona, y nos indica de quién hemos de compadecernos y a quiénes acompañar: los crucificados de hoy, en los cuales él sigue sufriendo, muriendo y resucitando, como Él mismo nos lo asegura: “Todo lo que hagan con uno de estos, lo hacen conmigo”.


- Cada cual debe verificar si está crucificando o está crucificado; o las dos cosas a la vez; qué papel está representando y viviendo en la pasión y muerte de Cristo en los que sufren y mueren hoy de muerte física, afectiva, moral, psicológica, social... Y reflexionar sobre cómo se está llevando la propia cruz, para asegurarse que termine en el triunfo de la resurrección, como la de Cristo.

- Todos estamos invitados a compartir la cruz de Cristo por la salvación propia y la ajena, según nos enseña san Juan: “Como Cristo dio la vida por nosotros, así también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. Es la manera más feliz de sufrir y de morir para resucitar. Y eso todos lo podemos y debemos hacer para alcanzar la resurrección y la gloria. “Si sufrimos con él, reinaremos con él”. Pero también podemos y debemos asociar a Cruz de Cristo todas las cruces de los nuestros y del mundo, para que sean cruces salvadoras.


- Y todo eso es posible porque tenemos asegurada la compañía infalible de Jesús Resucitado: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta al fin del mundo”.

¡Que tu cruz sea la llave de tu feliz resurrección!

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, April 09, 2006

CRUCIFICADOS y CRUCIFICADORES

CRUCIFICADOS y CRUCIFICADORES

Domingo de Ramos - B / 9-4-2006

Cuando se aproximaban a Jerusalén, cerca ya de Betfagé y de Betania, al pie del monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos diciéndoles: - Vayan a ese pueblo que ven enfrente; apenas entren encontrarán un burro amarrado, que ningún hombre ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta: ¿Por qué hacen eso?, contesten: El Señor lo necesita, pero se lo devolverá cuanto antes. Se fueron y encontraron en la calle al burro, amarrado delante de una puerta, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les dijeron: - ¿Por qué sueltan ese burro? Ellos les contestaron lo que les había dicho Jesús, y se lo permitieron. Trajeron el burro a Jesús, le pusieron sus capas encima y Jesús montó en él. Muchas personas extendían sus capas a lo largo del camino, mientras otras lo cubrían con ramas cortadas en el campo. Y tanto los que iban delante como los que seguían a Jesús gritaban: - ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Ahí viene el bendito reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas! Mc 11,1-10

Jesús se había ocultado cuando intentaban proclamarlo rey temporal. Pero ya a las puertas de la muerte y de la resurrección, deja que la multitud lo aclame rey, puesto que lo es. Y sabe que buena parte de esa misma multitud, por las mismas bocas y con mayores gritos, pedirá su muerte, porque él no respondía a las esperanzas de ellos sobre un reino temporal como el de David, para librarlos de la dominación romana.

También muchos que se hacen pasar por creyentes, siguen viviendo hoy un mesianismo fácil, una religión que no compromete a nada y que sirve para disimular intereses, ambiciones, egoísmos, idolatrías, blasfemias y atropellos a los derechos ajenos. Aclaman a Jesús, ponen velas a las imágenes, hacen donativos, integran hermandades y hasta van a misa y reciben la comunión, y luego condenan a Cristo y lo maltratan en el ambiente familiar o laboral, sobre todo en el más débil, en la muchacha de servicio, o en los depedientes, o en la calle, o en el grupo. Y para colmo se jactan de ser intachables ante Dios y ante los hombres.

¡Absurda conducta! Pero… ¿no es así también, al menos en parte, nuestra conducta? Cuando una persona nos favorece y consiente a nuestros fallos y egoísmos, la ensalzamos y la buscamos. Pero si otra persona o la misma nos cuestiona y exige, encontramos cualquier pretexto para deshacernos de ella, marginarla o hacerle la guerra fría.

Hoy empieza la Semana Santa, en la que celebramos el Misterio Pascual; o sea, la pasión, muerte y resurrección de Jesús, no sólo su pasión y muerte. Él probó todos los sufrimientos físicos, morales, y psicológicos. Pero ya no vuelve a sufrir en su persona, aunque sí sufre, muere y resucita cada día en multitud de sus hermanos, con quienes se identifica: “Todo lo que hagan a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacen”. Consideremos lo que dijo a las mujeres camino del Calvario: “No lloren por mí, sino por ustedes y por sus hijos”.

Por eso el objetivo principal de la Semana Santa no es compadecerse y conmoverse ante los sufrimientos y muerte de Jesús, sino verificar cuál es nuestro papel hoy en la pasión, muerte y resurrección de Cristo presente en nuestro prójimo. Y cómo llevamos nuestras cruces: si les damos sentido de salvación, de resurrección y de vida para nosotros y para los otros, cargándolas tras él; o las hacemos estériles por falta de fe y de amor a Dios y al prójimo, sin el cual resultan mucho más dolorosas.

Es necesario discernir si somos verdugos y crucificadores de nuestro prójimo - en el hogar, en el trabajo, evasión, placer, negocio, política...-, construyendo nuestra felicidad a costa del sufrimiento ajeno; o si tal vez estamos crucificados.

La cruz es el camino, pero la resurrección es el destino. Semana Santa sin Pascua de Resurrección, sería una semana pagana. Y así parece ser para muchos, que celebran la pasión y muerte de Cristo, pero no les interesa Cristo resucitado, ni creen en su amor hacia ellos ni en su presencia permanente, por él asegurada: “Estoy con ustedes todos los días".

Si sufrimos con Cristo y como Cristo, reinaremos con él; si morimos con Cristo viviremos con él. He ahí la verdadera perspectiva del sufrimiento, de la muerte y de la alegría verdadera: la resurrección y el paraíso eterno. Sólo con esta perspectiva es posible y razonable llevar una vida auténticamente cristiana.

Isaías 50, 4-7

El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, Él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.

La experiencia de Isaías es un fiel anticipo de la experiencia de Jesús, incluida la experiencia de discípulo, como él mismo dice: “Yo hablo de lo que el Padre me enseñó”, “Yo no hago sino lo que veo hacer a mi Padre”. Y por eso puede reconfortarnos de verdad: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré”. El Maestro nos enseña a ser discípulos verdaderos, atentos, el único camino para ser verdaderos maestros a ejemplo suyo.

En la pasión de Jesús se repiten, casi a la letra, pero aumentados, los sufrimientos del profeta: brutal flagelación atado a la columna, coronación de espinas que herían hondo su cabeza al golpear con la caña sobre la corona, burlas, salivazos, bofetadas, desafío a que adivine, con los ojos vendados, quién le pega, sin dejar entender que no necesita adivinarlo, sino que lo sabe perfectamente; y él se calla, no respira venganza, no se lamenta, no llora…

Endurece su rostro como si fuera de piedra, y se pone camino del calvario y de la muerte porque quiere, nadie lo fuerza, y por eso el Padre lo ama, no lo defrauda, sino que lo acompaña en su dolor para transformar la derrota de la cruz y de la muerte en el triunfo glorioso de la resurrección. Su paz y su resistencia se apoyan en la esperanza del premio.

Ese es también el camino triunfal del verdadero cristiano: luchar por arrancar todas las cruces evitables, -ajenas y propias-, y acoger las cruces inevitables –las propias y las ajenas- para asociarlas a la cruz redentora de Cristo por la salvación del mundo, y así llegar de su mano al triunfo de la resurrección, junto con muchos otros por cuya salvación trabajamos.

Filipenses 2, 6-11

Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor».

Adán quiso ser Dios, y fracasó, y con él toda la humanidad. Pero Dios (en Jesús) eligió ser hombre, hasta las últimas consecuencias, incluida la muerte, y triunfó con la resurrección para él y para toda la humanidad, mereciendo el “Nombre sobre todo nombre”, ante el cual se dobla toda rodilla en la tierra, en el cielo y en los abismos”.

Jesús ocultó su divinidad, y vivió en humildad, como un hombre cualquiera, por amor a Dios y al hombre, a cada uno de nosotros. Por eso exclamaba emocionado san Pablo: “¡Me amó y se entregó por mí!” Pero a veces lo tratamos como un “don nadie”, aprovechando que no se manifiesta con la omnipotencia y gloria de Dios, como quien es, y lo desafiamos: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz -y sube a tu divinidad, haz milagros-, y creeremos”.Con su abajamiento, Jesús quiere restablecer las relaciones filiales del hombre con Dios (vivir como hijos de Dios), y las relaciones fraternales entre los hombres (ser hombre con los hombres), lo cual sólo posible renunciando al orgullo, a creerse más, y viviendo en la humildad y la sencillez, en la verdad. A la humildad en el mundo corresponde, para Jesús y para nosotros, la exaltación en el cielo. Por la resurrección Jesucristo es constituido “Señor” de toda la creación visible e invisible, y desea compartir con nosotros su glorioso señorío eterno.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, April 02, 2006

La MUERTE que engendra VIDA

La MUERTE que engendra VIDA

Domingo 5° de Cuaresma-B / 2-4-06

También un cierto número de griegos, de los que adoran a Dios, habían subido a Jerusalén para la fiesta. Algunos se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron: "Señor, quisiéramos ver a Jesús." Felipe habló con Andrés, y los dos fueron a decírselo a Jesús. Entonces Jesús dijo: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad les digo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que pretenda salvar su vida, la destruye; y el que entrega su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Y al que me sirve, el Padre le dará un puesto de honor. Ahora mi alma está turbada. ¿Diré acaso: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si precisamente he llegado a esta hora para enfrentarme con todo esto! Padre, da gloria a tu Nombre." Entonces se oyó una voz que venía del cielo: "Lo he glorificado y lo volveré a glorificar." Los que estaban allí y que escucharon la voz, decían que había sido un trueno; otros decían: "Le ha hablado un ángel." Entonces Jesús declaró: "Esta voz no ha venido por mí, sino por ustedes. Ahora es el juicio de este mundo, ahora el que gobierna este mundo va a ser echado fuera, y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí." Con estas palabras Jesús daba a entender de qué modo iba a morir. Jn 12, 20-33

Los paganos griegos que adoran a Dios, piden ver a Jesús y reconocen en él al enviado de Dios. Representan al mundo pagano que recibirá la salvación de Cristo. La “hora” del Maestro – su muerte y resurrección – abrirá el Evangelio a todos los hombres. Jesús no propone una doctrina o una ideología, sino los valores de su reino: vida, verdad, justicia, paz, libertad, amor, dignidad humana, fraternidad universal, alegría de vivir y vida eterna.

Valores que llevan a la plenitud y felicidad imperecedera a quienes los acogen, los viven y los promueven. Por esos valores Jesús nació, vivió, padeció, murió, resucitó y así conquistó la gloria eterna para él y para cuantos con él colaboran en la implantación de esos valores, y pasan por la vida haciendo el bien, a imitación suya, tal vez hasta sin conocerlo.

Los humanos nada tenemos más importante que la vida. Pero nuestra vida implica dos formas de existencia: la biológica, perecedera, y la espiritual, imperecedera, que es la esencia de la persona humana, con destino de eternidad gloriosa; destino que compartirá también el cuerpo de quienes se acogen a la redención de Cristo.

Teniendo en cuenta estas dos vidas, podemos comprender mejor, aclarándola, esa contundente y decisiva afirmación de Jesús: “Quien pretenda salvar su vida (la biológica a costa de la vida espiritual), la perderá (la biológica y la espiritual); pero quien entregue su vida (biológica) por mí y por el Evangelio (por los valores de mi reino), la ganará (la biológica y la espiritual) para la gloria eterna”. Ambas vidas pasan, por la muerte biológica aceptada y ofrecida, a la resurrección y a la gloria. Este fue el camino de Cristo, y lo tiene abierto para todo el que quiera seguirlo, viviendo como cristiano (persona unida a Cristo).

En esta perspectiva se puede comprender también mejor la afirmación de Jesús: “Si el grano de trigo (la envoltura física de la persona) no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” de salvación y vida eterna para sí y para otros.

Y san Pablo clarifica esta realidad que nos toca en lo más vivo: “La semilla que tú siembras, no es lo que nace, sino la planta”. La planta que brota (la persona nueva con cuerpo glorioso) supera con mucho la semilla biológica o cuerpo que se entierra. El labrador renuncia gustoso a comer o vender la semilla destinada para la siembra, y que brotará para poder continuar viviendo; así es necesario no consumir el cuerpo con necio egoísmo.

La vida verdadera sólo está en el amor. El que ama se siente libre y capaz de dar la vida. Y “no hay amor más grande que dar la vida por los que se ama”, como dijo e hizo Jesús.

Dar la vida por los que se ama, es compartir con Jesús la lucha por los valores de su reino, asociando a la suya, ya desde ahora, nuestra vida con sus alegrías, penas, y la muerte, para compartir con él su fiesta de la resurrección y de la gloria eterna.

La vida tenemos que darla, tarde o temprano, queramos o no. Démosla por amor a Cristo y por la salvación nuestra, del prójimo y del mundo, desde ya, a imitación suya.

Jeremías 31, 31-34

Llegarán los días --oráculo del Señor-- en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque Yo era su dueño --oráculo del Señor--. Ésta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días --oráculo del Señor--: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: «Conozcan al Señor». Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande --oráculo del Señor--. Porque Yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.

Hacer alianza consiste en establecer relaciones de amistad verdadera y duradera. Eso quiso Dios al establecer la alianza con el pueblo israelita, su pueblo escogido, pero que terminó rompiendo esa alianza con la idolatría, la rebelión, el rechazo de su Dios, “Dueño y Amigo”. La rompieron como se rompió la piedra en que estaba escrita.

Pero Dios por su parte no rompe su alianza, sino que promete una nueva alianza escrita, no en piedras, sino en los corazones. Una alianza que no se funda en el cumplimiento de leyes, sino en una relación sincera, leal, dialogante, amorosa entre Dios y el hombre. Y que no se romperá, porque es alianza de perdón y de misericordia, no del castigo.

El centro y garante de la nueva alianza es el mismo Hijo de Dios, que la sella con su propia sangre, no con sangre de animales, como la antigua alianza. Él carga sobre sus hombros el peso de la iniquidad de sus hermanos los hombres, y asume el sufrimiento humano para aliviarlo y hacerlo fuente de salvación y felicidad eterna.

Esta alianza la renueva constantemente con nosotros Cristo resucitado en la Eucaristía.

Hebreos 5, 7-9

Hermanos: Cristo dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquél que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

En este pasaje de la carta a los hebreos, se presenta a Jesús fiel al plan del Padre y obediente a su voluntad, que no consiste en que su Hijo sufra y muera, sino en que acepte el sufrimiento y la muerte –planeada por los hombres- para vencerla con la resurrección, a fin de que los hombres, sus hermanos, recorran su mismo camino oscuro de cruz hacia la luz de la resurrección. Jesús es la misericordia de Dios en persona.

Probablemente Jesús, previendo la pasión y muerte que le esperaba, había orado muchas veces al Padre para que lo librara de ese trance. Y esa petición alcanza la máxima intensidad en el Huerto de los Olivos, donde ora con gritos y súplicas, con lágrimas y sudor de sangre. Y dice el texto que “fue escuchado por su humilde sumisión”. Sin embargo, termina muriendo en la cruz… ¿Cómo se explica?

Sí, fue escuchado de dos maneras: recibiendo la fortaleza para ser fiel a Dios y al hombre en el sufrimiento y la muerte (se le apareció un ángel consolándolo), y recuperando una vida inmensamente superior mediante la resurrección. Afrontó el sufrimiento en vista del premio que esperaba para él y para sus hermanos los hombres que le obedecen y lo imitan.La oración de Jesús es modelo y luz para nuestra oración: no dejemos nunca de pedir y agradecer, sobre todo la salvación –que es lo que más necesitamos-, aunque nos parezca que Dios no escucha, pues él no desoye jamás una oración sincera, y concede mucho más de lo que pedimos. Y sobre todo, compartamos su Sacerdocio ofreciendo, junto con él, vida, sufrimientos y muerte por la salvación de los hombres, empezando por los de casa. En la Eucaristía es donde compartimos más directamente su sacerdocio, al ofrecernos con él.

P. Jesús Álvarez, ssp.