Sunday, July 30, 2006

MULTIPLICAR y COMPARTIR

MULTIPLICAR y COMPARTIR

Domingo 17º del tiempo ordinario - B / 30 julio 2006

Juan 6, 1-15

Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía sanando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a Él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?» Él decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan». Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» Jesús le respondió: «Háganlos sentar». Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron.

Jesús dice a los discípulos que den ellos de comer a la multitud, que por sí sola no puede valerse. Pero tampoco los discípulos pueden conseguir comida para tanta gente en un despoblado. En realidad Jesús no pretende que proporcionen la comida, sino que repartan la que él les va a dar multiplicando lo poco que tienen.

El Maestro prepara a los suyos para la revelación sobre el Pan Eucarístico, que ellos multiplicarán y repartirán, junto con el Pan de la Palabra, para la vida y salvación del mundo. Pero ellos no serán dueños de ese Pan que Jesús les dará.

El Maestro quiere enseñarles a la vez que no sólo han de preocuparse de lo espiritual y de la doctrina, sino también de las necesidades materiales y humanas de la gente. Porque él no vino sólo a predicar, sino también para ayudar de forma concreta a los necesitados de pan, salud, amor, sentido, consuelo, paz, alegría.

Cuando socorremos necesidades del prójimo, también compartimos con Jesús su obra evangelizadora y salvadora. Él mismo se identifica con los necesitados: “Lo que hagan con uno de estos, conmigo lo hacen”. Ya se trate de alimento espiritual, cultural, moral, afectivo o físico.

Multiplicar los panes es compartir lo que Dios nos ha dado para vivir y compartir: vida, capacidad de amar, fe, alegría, talentos, profesión, tiempo, salud, alimentos, bienes materiales... E invitar a quienes más han recibido a que compartan más.

Es necesario mentalizar a los grandes de la tierra –hombres y pueblos- para que cambien su corazón de piedra, pues les sobra mucho más de lo que necesitan para vivir, y lo peor es que lo usa para matar. Ellos se apropian los bienes que sobrarían para dar casa, comida y vida digna a todos los humanos.

Pero también hay quiénes reparten o comparten el Pan Eucarístico y el Pan de la Palabra, mas se quedan impasibles ante el hambre física o moral. Entonces no toma cuerpo el Pan divino ni produce vida...

Compartir es la mejor forma de agradecer, conservar y multiplicar lo que se tiene, se es, se sabe y se espera: todo don de Dios. Si ponemos lo que está de nuestra parte, Dios pondrá lo demás. “Den y se les dará... con una medida rebosante”. “Felices los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”.

Dios no se compromete a conservarnos lo que se quita o se niega al necesitado. Sólo nos devolverá el ciento por uno de lo que damos. Seamos sabios calculadores y administradores de lo que recibimos para vivir y compartir. Así podremos escuchar al fin de la vida las palabras consoladoras de Jesús: “¡Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes!”

2 Reyes 4, 42-44

En aquellos días: Llegó un hombre de Baal Salisá, trayendo pan de los primeros frutos para el profeta Eliseo, veinte panes de cebada y grano recién cortado, en una alforja. Eliseo dijo: «Dáselo a la gente para que coman». Pero su servidor respondió: «¿Cómo voy a repartir esto a cien personas?» «Dáselo a la gente para que coman -replicó él-, porque así habla el Señor: "Comerán y sobrará"». El servidor se lo sirvió; todos comieron y sobró, conforme a la palabra del Señor.

El profeta Eliseo, con la multiplicación de los veinte panes para cien hombres, anticipa los milagros de Jesús que multiplica el pan material para las multitudes, signo de la multiplicación del Pan Eucarístico y del Pan de la Palabra para todo el mundo en todos los tiempos hasta el fin de la historia humana.

Si un hombre de Dios, nueve siglos antes de Cristo, multiplicó los panes, cuánto más el mismo Hijo de Dios multiplicará el pan material, el pan espiritual de la Eucaristía y de la Palabra para la vida y salvación de la humanidad.

Dios no falta a la humanidad; es el hombre quien puede faltar y falta a Dios, a sus hermanos y a sí mismo.

¡Ay de quienes monopolizan el pan material! Y ¡felices quienes hacen lo posible para multiplicar el pan material, y más quienes multiplican el Pan de la Eucaristía y de la Palabra para las multitudes de los hijos de Dios!

Efesios 4, 1-6

Hermanos: Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido. Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor. Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos.

La vocación a la que hemos sido convocados es la unidad y la fraternidad en el amor mutuo. El secreto y la fuente de esta unidad –familiar, comunitaria, social y global- se encuentra en la vida común de la Santísima Trinidad, nuestra comunidad familiar de origen y de destino; fuente fecunda de toda comunidad, de la fraternidad familiar y de la fraternidad en la familia universal.

Para lograr esta unidad es necesario decidirse a vivir la fe en Jesús resucitado presente, que en él nos une a la Trinidad, e imitarlo en su amor, humildad, paciencia, dulzura, misericordia, perdón, ayuda...

Esa es la forma de compartir el amor misericordioso y universal de las tres Personas de la Trinidad: del Padre que nos ama como hijos, del Hijo que nos salva como hermanos, del Espíritu Santo que nos sana en el amor del Padre y del Hijo, y nos integra en la Familia Trinitaria.

Esa es nuestra verdadera vocación, el único camino por donde encontraremos la satisfacción de nuestros deseos y la verdadera felicidad en el tiempo y en la eternidad: la esperanza a la que hemos sido llamados. Quien no responde a esta vocación y toma por felicidad lo que es sólo satisfacción superficial y pasajera, camina hacia la infelicidad, hacia el sufrimiento sin sentido y hacia la muerte sin esperanza.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 23, 2006

TRABAJO Y DESCANSO

TRABAJO Y DESCANSO

Domingo 16º durante el año - B / 23-07-2006

Marcos 6, 30-34

Al regresar de su misión, los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco». Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo en­señándoles largo rato.

Los apóstoles, contentos de su misión, le cuentan a Jesús cómo les ha ido, pero están cansados, y Jesús los invita a un lugar retirado para reposar, orar, reflexionar, dialogar. El Maestro quiere evitar que la actividad apostólica los lleve al estrés paralizante o al triunfalismo estéril.

Dios puede hacer siempre más y mejor a través de nosotros si actuamos con humildad y generosidad. O sea, conscientes de que la eficacia salvadora de nuestra vida cristiana y de nuestra actividad evangelizadora y laboral se debe sólo al único Salvador, Cristo. Así lo afirma Él mismo: "Quien permanece unido a mí produce mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada" (Jn, 15, 5).

Jesús y los discípulos, al llegar al lugar retirado, se encuentran con la multitud de la que escapaban. Entonces él echó mano del único recurso que le quedaba ante el fracaso de su plan de necesario descanso y aente la multitud de “ovejas sin pastor: “Se puso a enseñarles con calma”.

En situaciones semejantes, acojamos la experiencia a la que el Maestro nos invita: “Vengan a mí todos los que andan cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28). Encontrarse con Jesús y estar con él, es el descanso más productivo de paz y salvación. Es lo que siempre han hecho grandes mujeres y hombres sobrecargados de una actividad abrumadora. Dos ejemplos recientes: Madre Teresa de Calcuta y Santiago Alberione.

Es indispensable recurrir a esa experiencia pacificadora de la contemplación del Maestro en nuestra misión de cristianos, la cual consiste en evangelizar a los demás con la vida, con las obras y con la palabra. “Para hablar de Dios a los hombres, hay que hablar y escuchar primero al Dios de los hombres”. Y convencernos de que es más eficaz la palabra de la vida y de las obras que la de los labios o de la pluma, cuya eficacia brota sólo de la vida en unión con el Divino Pastor.

Mas puede haber circunstancias en la vida en no se tenga tiempo ni para comer. Pero si no tuviéramos tiempo para estar con Cristo (dentro o fuera de las actividades absorbentes), correríamos el grave riesgo de estar perdiendo el tiempo en actividades privadas de sentido liberador y salvífico.

A falta de tiempo material, disponemos siempre del tiempo “mental”, “imaginativo” y “cordial”, que nadie nos puede arrebatar. Jesús nos advierte: “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6, 21), “Donde estoy yo, allí estará también mi discípulo”.

Nadie nos puede privar de la posibilidad y la alegría de orientar, a diario y en todo momento, nuestra mente, nuestra imaginación, nuestro corazón y nuestra oración hacia el Resucitado presente, que nos asegura su promesa infalible de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida. Pero es decisivo que nosotros nos decidamos a estar de veras con Él.

Jeremías, 23, 1-6.

¡Ay de los pastores que pierden y dispersan el rebaño de mi pastizal! -oráculo del Señor-. Por eso, así habla el Señor, Dios de Israel, contra los pastores que apacientan a mi pueblo: Ustedes han dispersado mis ovejas, las han expulsado y no se han ocupado de ellas. Yo, en cambio, voy a ocuparme de ustedes, para castigar sus malas acciones -oráculo del Señor-. Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, de todos los países adonde las había expulsado, y las haré volver a sus praderas, donde serán fecundas y se multiplicarán. Yo suscitaré para ellas pastores que las apacentarán; y ya no temerán ni se espantarán, y no se echará de menos a ninguna -oráculo del Señor-. Llegarán los días -oráculo del Señor- en que suscitaré para David un germen justo; Él reinará como rey y será prudente, practicará la justicia y el derecho en el país.


Este paso de Jeremías es de una actualidad sorprendente... Falsos pastores o líderes que en todos los tiempos y en todas las religiones extravían a sus hermanos con falsas doctrinas, o con una vida que contradice la verdadera doctrina que predican, pues hacen de su predicación un negocio.

También en nuestra Iglesia hay falsos pastores a causa de la incoherencia de su vida. Debemos reconocerlos para no imitarlos; para orar, ofrecer por ellos y darles ejemplo. Nosotros no creemos en los pastores, ya sean buenos o malos, sino en el Supremo Pastor resucitado, quien, en una eventual falta de buenos pastores, nos guiará personalmente hacia las verdes praderas de la vida eterna.

Al Buen Pastor tenemos que mirar y seguir, para no dejarnos llevar por el mal ejemplo de los falsos pastores y para no ser merecedores el mismo castigo que vendrá sobre ellos por haberse desviado del Divino Pastor, quien, a la hora de las cuentas, les dirá: “No los conozco; aléjense de mí, obradores de iniquidad”.

Efesios 2, 13-18

Hermanos: Ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que antes estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz: Él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separa­ba, y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamien­tos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. Y Él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca. Porque por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu.


Jesús, con su palabra y con su cruz, derriba los muros del nacionalismo religioso judío, que luego los apóstoles abatirán dispersándose por todo el mundo para llevar el mensaje de la paz y la fraternidad universal promovido por el Maestro, Príncipe de la Paz, nuestra paz.

La paz tiene dos direcciones: una vertical, paz con Dios; y otra horizontal, paz con todos los hombres, hermanos de Cristo e hijos del mismo Padre. Sólo si tenemos paz con Dios, la tendremos con los hijos de Dios, y con nosotros mismos. Somos familia de Dios, en la que todos somos amados como hijos y todos iguales.

Dios ama a todos los hombres y quiere su salvación. Es un deber y un gozo compartir ese amor y esa voluntad salvífica de Dios, abriendo el corazón y la oración – sobre todo la Eucaristía – a todos los hombres hermanos nuestros.¿Cuántas veces hemos orado por aquellos hermanos nuestros que los medios de comunicación social nos presentan cada día sufriendo hambre, injusticia, violencia, violaciones, engaños, desgracias, guerra, muerte..., en nuestro país y en todo el mundo?

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 16, 2006

PREDICAR, CURAR Y EXPULSAR DEMONIOS

PREDICAR, CURAR Y EXPULSAR DEMONIOS

Domingo 15º tiempo ordinario - B /16 julio 2006

Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan en la alforja ni dinero en la faja; que llevasen sandalias y un manto solo. Y añadió: - Quédense en la casa donde les den alojamiento, hasta que se vayan de ese sitio. Y si en algún lugar no los reciben ni escuchan, al salir sacudan el polvo de sus pies para dar testimonio contra ellos. Salieron, pues a predicar la conversión; echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. (Mc 6, 7-13)

Jesús envía a los suyos a proclamar el evangelio del reino, y les pide vayan con lo indispensable, para que apoyen sólo en Él la eficacia de su misión salvadora y no sólo en los medios materiales, aunque deban usar todos los que contribuyan a la difusión de la buena noticia, incluidos los costosos medios masivos, imprescindibles hoy en la evangelización, como usaron la escritura en el Antiguo Testamento.

El mensaje del Evangelio es el centro de la vida y acción de los discípulos. Ellos no pueden ocupar su corazón y su tiempo con otras cosas. Pero los destinatarios, agradecidos, deben sostener con sus bienes a los mensajeros que les ofrecen el bien máximo: el evangelio de Cristo, su único Salvador. Es un don absolutamente impagable.

Jesús manda a sus discípulos no sólo a predicar, sino también a obrar como él: curar enfermos, echar demonios, denunciar injusticias de toda clase... Y así lo hacen.

¿En qué consiste hoy ese curar enfermos y echar demonios? A parte que también hoy existen sacerdotes y laicos que hacen curaciones y expulsan demonios, las deficiencias de la salud física se remedian con los adelantos de la medicina y a manos de los médicos, entre los cuales hay también verdaderos discípulos Cristo, declarados o anónimos. Ellos son los nuevos “samaritanos”.

Y los discípulos siguen hoy la lucha contra el maligno oponiéndose a todo lo que amenaza al hombre: egoísmo, injusticia, vicio, violencia, pobreza, hambre, corrupción, explotación, mentira, hipocresía... Donde llega la palabra y la acción del discípulo unido a Cristo, el mal queda al descubierto y retrocede.

Quienes se agarran al poder como autoservicio y no como servicio al pueblo, pretenden que la Iglesia se limite a cosas espirituales y de sacristía, que sólo rece y no se meta en otros asuntos sociales o políticos. O sea, que no se ponga a favor de la vida, la verdad, la justicia, la paz, la fraternidad universal, el progreso; que no se ponga al lado de los pobres y los explotados por los poderes o superpoderes, pues así los poderosos de turno podrían navegar impunemente en riquezas acumuladas a costa de la pobreza de los más, gozar a costa del sufrimiento ajeno, e incluso vivir a costa de la muerte de otros. Actitudes claramente diabólicas, que un día se volverán contra los mismos que las secundan.

Valiente la palabra, la denuncia y la acción de obispos, sacerdotes, religiosos, laicos y personas de bien en todas las confesiones, incluso arriesgando sus vidas, frente a tantas situaciones de hambre, enfermedad, engaño, explotación, injusticia, violencia, muerte, que son acciones “demoníacas” en nuestro mundo de hoy.

El seguimiento de Cristo no es privilegio del clero, sino competencia, derecho y vocación de todo bautizado. Teniendo en cuenta que la palabra más eficaz no es la que sale de los labios, sino la que brota de la vida, de la fe y de la unión con Cristo. Esa forma siempre actual y eficaz de predicar y echar demonios es privilegio de todos, para cada cual según su condición.

Por otra parte, todos corremos el peligro de cerrar los oídos, la mente y el corazón a la Palabra de Dios que nos transmiten sus enviados, mereciendo que nos sacudan en la cara el polvo de sus pies, con grave riesgo de nuestra propia salvación.

No nos busquemos fáciles pretextos para no escuchar esa Palabra y no ponerla en práctica, siendo uno de los más frecuentes alegar que el predicador no nos simpatiza, no es muy ejemplar, no tiene preparación, etc. Con todo, siempre podemos encontrar la Palabra de Dios genuina y directa en la Biblia, y de modo especial en los Evangelios.


Isaías 55, 10-11.

Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.

La Palabra de Dios no es como nuestras palabras, sino que hace realidad lo que anuncia: la salvación a quien la busca, la espera y la acoge. Es fuente de vida, y no simple sonido que comunica ideas, sentimientos, información, verdades, o mentiras.

La palabra predicador y del simple cristiano, para que tenga eficacia salvadora, debe inspirarse en la Palabra de Cristo, sintonizar con ella y reflejarla, en especial la palabra más elocuente y que todo el mundo entiende: la palabra de la propia vida y obras, que son como un evangelio abierto, el único que podrán leer muchos de su entorno, empezando por el propio hogar.

Cuando el cristiano lo es de verdad –persona unida a Cristo-, es imposible que su vida no “hable” ni actúe en su ambiente, aunque ni él ni los demás se den cuenta. Pues está de por medio la palabra infalible de Jesús y su misma persona: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. Ahí está el secreto de la eficacia de la palabra y de la vida del cristiano.

Romanos 8,18-23.

Hermanos: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.

San Pablo había estado en el “tercer cielo”, aunque no sabe si “dentro o fuera del cuerpo”, y recordando esa experiencia, exclamó: “Ni oído oyó, ni ojo vio, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. Por eso decía también: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Él habla con conocimiento de causa cuando afirma que los sufrimientos temporales son nada en comparación con la inmensa gloria y gozo que Dios un día nos concederá en su casa eterna. Gloria y gozo que compartirá también con nosotros toda la creación una vez liberada de la esclavitud del egoísmo y del afán de dominio por parte de unos pocos hombres pervertidos, que la acaparan para su servicio a costa del sufrimiento de muchos.

Esos dolores de parto, inútiles por sí solos, Dios los transforma en fecundos dolores que darán vida, y por la resurrección darán a luz un mundo nuevo presidido por Cristo, Rey del Universo; un mundo donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, el amor y la libertad.

En esa perspectiva tenemos que valorar y aprovechar nuestros sufrimientos, los de todos los hombres y los de la creación entera, asociándolos a los de Cristo crucificado, con él en camino hacia la resurrección y la gloria. Esa es nuestra esperanza segura, anclada en Jesús crucificado y resucitado, el único que puede y quiere liberarnos del sufrimiento y de la muerte para glorificarnos con él en su reino eterno.

Cristo ha tomado muy en serio nuestra salvación. Él hizo y hace lo indecible por salvarnos. Tenemos que pedir con insistencia lo mismo que él desea para nosotros y hacer lo imposible para conseguirlo. Entonces el éxito estará asegurado.

Dice San Agustín: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Dios ha dejado a nuestra elección libre y condiciona a nuestro esfuerzo el éxito eterno que nos ofrece. Dios nos ofrece el éxito, pero nosotros podemos acogerlo y secundarlo, o bien ignorarlo y despreciarlo. Verifiquemos cuál es nuestra actitud frente la oferta gratuita de salvación por parte de Dios. Deseemos y preparemos en serio “la hora de ser hijos de Dios, la resurrección de nuestro cuerpo”, “que él transformará en cuerpo glorioso como el suyo”.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 09, 2006

ESCUCHAR A LOS PROFETAS Y SER PROFETAS

ESCUCHAR A LOS PROFETAS Y SER PROFETAS

Domingo 14º Tiempo Ordinario-B / 9-7-2006

Al irse Jesús de allí, volvió a su tierra, Nazaret, y sus discípulos se fueron con él. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga y mucha gente lo escuchaba con estupor. Se preguntaban: “¿De dónde le viene todo esto? ¿De dónde esta sabiduría, y cómo salen esos milagros de sus manos? Si no es más que el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y Simón. Y sus hermanas ¿no están aquí entre nosotros? Se extrañaban y no querían darle crédito. Jesús les dijo: “Un profeta no es despreciado sino en su tierra, entre su parentela y en su familia”. (Mc 6, 1-6).

Los vecinos de Nazaret conocían a Jesús desde la infancia: era un carpintero, sin carrera, hijo de una vecina y un vecino como todos. Y también él era uno más. Según ellos, no podía ser profeta, ni enseñarles algo nuevo. Y mucho menos podía ser el Profeta-Mesías, pues este debería aparecer con gran poder y majestad, para asumir portentosamente el poder político y religioso en el pueblo de Israel y librarlos de la opresión de Roma.

Profeta, en el lenguaje bíblico, no es tanto quien predice el futuro, sino quien ve y valora las cosas, los acontecimientos y a las personas con los ojos de Dios, y habla en nombre de Dios. El profeta no es necesariamente un santo. Pero tiene conciencia de que Dios lo elige para hablar y obrar en su nombre y que no puede guardarse para sí el mensaje.

El profeta choca contra quienes se han instalado en formas egoístas de religiosidad y de vida. Y se atreven a toda clase de injusticias, e incluso asesinatos, como lo intentaron con Jesús los vecinos de Nazaret cuando quisieron despeñarlo. Y como lo hicieron luego quienes lo crucificaron; y cuantos, a lo largo de la historia, han realizado persecuciones, torturas, martirios…

Procuremos no sumarnos a quienes se dicen “muy religiosos”, que tienen imágenes, comulgan, rezan el rosario, asisten a procesiones, reuniones, ocupan puestos eclesiales o sociales de privilegio…; pero si se sienten denunciados por el profeta, no tratarán de mejorar, sino que lo descalificarán de mil maneras e intentarán acallarlo por todos los medios: difamación, calumnia, cárcel, muerte... Mas Dios saldrá a favor de su profeta, devolviéndole la vida con la resurrección, como a Cristo Jesús, mientras que a los verdugos les llegará la hora de la ruina.

¿Qué sucedería, por ejemplo, si alguien dijera a ciertos grupos o personajes religiosos: "Ustedes rezan el Padrenuestro con frecuencia...; pero no basta: hay que vivirlo en el hogar, en el trabajo, en las relaciones, en la universidad...?” El Padrenuestro no es sólo una oración para recitar, sino un programa de vida cristiana propuesto por el mismo Hijo de Dios.

La vocación del profeta es riesgo constante, pues debe denunciar a quienes manipulan, utilizan, alienan y engañan a la gente sin los suficientes recursos culturales y de autodefensa. Y animar a ese pueblo a no dejarse engañar, a luchar por una vida y una sociedad mejor, según los valores humanos y cristianos.

Pero también hay falsos profetas. ¿Cómo distinguirlos de los verdaderos? “Por sus obras los conocerán”, nos dice Jesús. No por sus solas palabras, ideas, ritos o apariencias.

Por otra parte, todo cristiano recibe en el bautismo la vocación de profeta, y debe realizarla con la vida, la palabra y las obras. La religiosidad estática, de rutina, de sólo cumplimiento, es un escándalo; y constituye el mayor obstáculo para vivir, transmitir y aceptar la fe, para la relación filial con Dios en comunicación salvífica con los hermanos.

Ezequiel 2, 2-5

Un espíritu entró en mí y me hizo permanecer de pie, y yo escuché al que me hablaba. Él me dijo: “Hijo de hombre, Yo te envío a los israelitas, a un pueblo de rebeldes que se han rebelado contra mí; ellos y sus padres se han sublevado contra mí hasta el día de hoy. Son hombres obstinados y de corazón endurecido aquellos a los que Yo te envío, para que les digas: «Así habla el Señor». Y sea que escuchen o se nieguen a hacerlo -porque son un pueblo rebelde- sabrán que hay un pro­feta en medio de ellos”.

Si la Palabra de Dios no nos conmueve ni molesta, si no nos dice nada, es señal de que no la escuchamos, de que somos rebeldes y sordos como los israelitas. Pero si la escuchamos con gusto y avidez, si nos escuece, nos dejamos cuestionar, nos denuncia, nos anima y ayuda a mejorar, es buena señal.

El verdadero profeta, evangelizador o catequista, no va ni habla en nombre propio, sino que es enviado, se siente enviado y habla movido por la fuerza del Espíritu: “No serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu Santo hablará por ustedes”; “Quien a ustedes los escucha, a mí me escucha; y quien me escucha a mí, escucha a mi Padre”, asegura Jesús.

Dios habla e interviene a través de personas y de palabras humanas. Y hemos de estar bien atentos a esas palabras e intervenciones, pues son más frecuentes de lo que pensamos. Y es muy fácil buscar pretextos - las deficiencias del enviado, por ejemplo- para cerrarnos a la palabra exigente de Dios.

Por otra parte, todo cristiano es un enviado a sus hermanos para hablarles de parte de Dios e intervenir en sus vidas con la palabra, el ejemplo, la oración, el sufrimiento ofrecido… Negarse a este envío, equivale a no escuchar la Palabra de Dios ni llevarla a la práctica.

2 Cor 12, 7-10

Hermanos: Para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere. Tres veces pedí al Señor que me librara, pero Él me respondió: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad». Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecucio­nes y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.

Pablo ha sido descalificado por algunos como evangelizador y como persona, a causa de su pobre apariencia, lo cual podría ser un riesgo para la fe de los corintios. Entonces revela los prodigios que Dios ha realizado en él y por él, a pesar de sus debilidades, enfermedad y lo poco que humanamente es.

Pero en lugar de gloriarse de la grandeza de las revelaciones y de las intervenciones de Dios en su vida, se gloría en sus debilidades y enfermedad, a pesar de las cuales el poder de Cristo se manifiesta en él y en su predicación, revelando así la fuerza de la cruz y de la resurrección.

Quien conoce sus debilidades y reconoce sinceramente sus pecados entonces la humildad (que es verdad) hace lugar al poder salvador de Cristo. Pero quien está pagado de su saber, de su hacer y de su profesionalidad, no deja lugar para la omnipotencia salvadora de Dios, y se atribuye sus obras.

El sufrimiento, la calumnia y la persecución no deben ser motivo de desaliento y desesperanza para el cristiano, para el evangelizador o el catequista, sino ocasión para que actúe en ellos la fuerza salvadora de Cristo resucitado.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, July 02, 2006

FE, COMPASIÓN Y RESURRECCIÓN

FE, COMPASIÓN Y RESURRECCIÓN

Domingo 13º del tiempo ordinario-B / 2-7-2006

En aquel tiempo Jesús atravesó el lago, y al volver a la otra orilla, una gran muchedumbre se juntó en la playa en torno a él. En eso llegó un oficial de la sinagoga, llamado Jairo, y al ver a Jesús, se postró a sus pies suplicándole: “Mi hija está agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo”. Jesús se fue con Jairo; caminaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía. De pronto llegaron algunos de la casa del oficial de la sinagoga para informarle: “Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar ya al Maestro? Jesús se hizo el desentendido y dijo al oficial: “No temas, solamente ten fe”. Pero no dejó que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Cuando llegaron a la casa del oficial, Jesús vio un gran alboroto: unos lloraban y otros gritaban. Jesús entró y les dijo: “¿Por qué este alboroto y tanto llanto? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban de él. Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los que venían con él, y entró donde estaba la niña. Tomándola de la mano, dijo a la niña: “Talitá kumi”, que quiere decir: “Niña, yo te lo mando, ¡levántate!.” La jovencita se levantó al instante y empezó a caminar (tenía doce años). ¡Qué estupor más grande! Quedaron fuera de sí. Pero Jesús les pidió insistentemente que no lo contaran a nadie, y les dijo que dieran algo de comer a la niña. Mc 5,21-43.

Jesús se conmueve ante la muerte “absurda” de una niña de doce años, y la devuelve viva a sus padres. Pero ¿qué es la resurrección de una sola niña, frente a millones de niños, jóvenes y adultos que mueren o son eliminados cada día sin compasión alguna? Mas Jesús resucita a esa niña para hacernos com-prender que tiene poder para resucitar a los muertos, con su dominio absoluto sobre la muerte, y son multitud los que él resucita cada día a la vida eterna.

Con la resurrección de la hija de Jairo, así como la de Lázaro y del hijo de la viuda de Naín, y sobre todo con su propia resurrección, Jesús nos demuestra que la muerte no es el final de vida humana; que él tiene poder sobre la muerte; que Dios nos ha creado inmortales; que la muerte del cuerpo no es la muerte de la persona, sino que esta, al despojarse del vestido corruptible, el cuerpo, atraviesa el umbral de la muerte hacia la plenitud de la vida eterna.

San Pablo asegura que Jesús “transformará nuestro pobre cuerpo mortal y lo hará semejante a su cuerpo glorioso” (Flp 3, 21), “Lo que es corruptible debe revestirse de incorruptibilidad y lo que es mortal debe revestirse de inmortalidad” (1 Cor 15, 53). La muerte, por lo tanto, no es de por sí una desgracia, sino la puerta de la máxima gracia y máxima suerte: la resurrección y la vida eterna.

El mismo Apóstol nos legó su convicción de fe: “Para mí es con mucho lo mejor el morirme para estar con Cristo”; “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”; “Pongan su corazón en los bienes del cielo, donde está Cristo”.

No podemos, pues, pensar nunca en la muerte sin pensar a la vez, y sobre todo, en la resurrección; de lo contrario viviremos como esclavos del temor a la muerte, en lugar de vivir en la alegría del esfuerzo por conquistar la resurrección a través de la muerte, pasando por la vida haciendo el bien en unión con Cristo.

La fe verdadera no se rinde ante el poder de la muerte. ¿De qué nos valdría la fe si no nos llevara a la vida más allá de la muerte? Si no se cree en la resurrección, la fe resulta un engaño y la predicación un fracaso.

Creámosle a nuestro Salvador: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá". Y vivamos en coherencia con esa fe.

Sab 1, 13-15; 2, 23-24

Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza, pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla.

El misterio del sufrimiento y de la muerte sólo se nos desvelará en la eternidad. Pero, entretanto, Dios mismo nos confirma con su palabra infalible que él no es autor del sufrimiento ni de la muerte, sino el autor de la vida y de la felicidad. El misterio de la omnipotencia de su amor consiste en que él cambia la muerte en resurrección para la vida sin fin, y el sufrimiento en deleite eterno.

Por tanto, es irrazonable e injusto, si no blasfemo, atribuir a Dios el sufrimiento y la muerte. En contra de las muchas apariencias, la muerte no tiene dominio sobre la creación ni sobre el hombre, sino que el poder absoluto lo tiene Cristo, Rey del universo y de la historia, quien domina también sobre la muerte, destruyéndola al resucitar a todos los que pasan por la vida haciendo el bien.

Pero queda en pie la tremenda posibilidad de la “muerte segunda” para quienes se hacen colaboradores de las fuerzas del mal y de la muerte, pues se autoexcluyen de la felicidad y deleites eternos por haber pretendido construir su cielo terreno a costa de hacerles el infierno en la tierra a sus hermanos.

Hay que “entrar por la puerta estrecha que conduce a la gloria” y ayudar a otros entrar, porque “muchos toman el camino ancho que lleva a la perdición”.

2 Cor 8, 7. 9. 13-15

Hermanos: Ya que ustedes se distinguen en todo: en fe, en elocuencia, en ciencia, en toda clase de solicitud por los demás, y en el amor que nosotros les hemos comunicado, espero que también se distingan en generosidad. Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza. No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad. En el caso presente, la abundancia de ustedes suple la necesidad de ellos, para que un día, la abundancia de ellos supla la necesidad de ustedes. Así habrá igualdad, de acuerdo con lo que dice la Escritura: "El que había recogido mucho, no tuvo de sobra, y el que había recogido poco, no sufrió escasez".

La sabiduría, la fe, el amor deben expresarse en la generosidad concreta con los necesitados. Si por la fe nos sabemos hermanos del pobre, por ser él hijo de Dios como nosotros, no le cerraremos el corazón ni la mano. Además, si somos conscientes de que todo lo hemos recibido de Dios, seremos generosos en compartir con el necesitado, como gratitud y motivo para que Dios nos conserve y aumente sus dones. Quien no da de lo recibido, no merece recibir.

La limosna tiene sentido teologal y salvífico: el donante alcanza al mismo Cristo con su limosna: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”, y contribuye a la propia salvación: “La limosna cubre multitud de pecados”. Además suscita en el destinatario la alabanza a Dios, pues intuye que el donante le ayuda por creer en Dios y por considerarlo hermano en Dios Padre.

Estas motivaciones deben ser el móvil de toda acción solidaria, limosnas y colectas, a fin de promover la generosidad y evitar la mezquindad de la moneda más chiquita o dar sólo de lo superfluo, de lo que sobra. Quien se cree favorecido por Dios, será capaz de dar hasta que duela, a imitación del Pobre de Nazaret, que siendo rico se donó a sí mismo hasta la dolorosa pobreza de Belén y del Calvario.

P. Jesús Álvarez, ssp