Sunday, September 24, 2006

AMBICIÓN Y SERVICIO

AMBICIÓN Y SERVICIO


Domingo 25º durante el año -B / 24- 9- 2006


Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquél que me ha enviado». Mc. 9,30-37

Ante la incomprensión de los discípulos, Jesús les repite el anuncio de su pasión y de su resurrección. Mas para ellos Jesús no puede ni debe ser sino el Mesías victorioso que les asigne los nombre ministros en su reino temporal.

Y mientras Jesús anuncia sufrimientos –que han de ser coronados por la resurrección-, surge entre ellos una vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino terreno de Jesús.

Hoy sigue siendo tan difícil seguir el camino de Cristo: por la cruz a la resurrección y a la gloria eterna, porque la voluntad de poder, de ambición y de placer está muy arraigada en el hombre, y al resultar costosa la renuncia, se camuflan esos vicios bajo apariencias de religiosidad superficial y culto hipócrita.

El fracaso de la cruz –enfermedad, dolor, agonía, muerte ofrecidos en unión con Cristo- sigue siendo para nosotros el único camino a la resurrección y a la gloria, como lo fue para él, la única manera de triunfar sobre el dolor y la muerte.

El fracaso de la cruz es obligado para evitar el fracaso final de la vida y lograr la felicidad y gloria por las que suspira nuestro ser desde sus más profundas raíces. Es necesario asumir la realidad de la cruz para acceder a la resurrección.

También a los discípulos o cristianos de hoy Jesús nos dirige el mismo anuncio que a los de entonces: "Si alguno quiere ser mi discípulo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo".

La cruz del servicio a Dios y al prójimo es ya una cruz pascual, porque Cristo resucitado nos la alivia al cargarla con nosotros, no ya camino del Calvario, sino camino de la resurrección y de la gloria. “Los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”, dice san Pablo.

Sin embargo, tal vez nos resistimos una y mil veces al servicio generoso y a la renuncia a lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo", como si la cruz fuera causa de infelicidad, y no causa de resurrección y felicidad, como lo fue para Cristo.

Pero es admirable cómo Jesús, ante las ambiciones y ceguera de los discípulos, no se pone a reprenderlos con enojo, sino que se sienta y los instruye de nuevo con infinita paciencia. ¡Buen ejemplo para los catequistas, padres y pastores!

A los discípulos de entonces y de hoy Jesús les propone como modelo a un niño. Los niños no cuentan, no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos a todos, sin malicia ni ambición posesiva; son sencillos, pacíficos, felices. Y ante la cruz, no se revelan ni protestan.

Sufren al estilo de Cristo: como corderitos. Pero ¡ay de quienes hacen sufrir a los niños! Dios saldrá en defensa de ellos en contra de sus verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados.

Lo que hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, pobres y despreciados. Porque todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace. “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre a poseer el reino”.

Sabiduría 2, 12. 17-20

Dicen los impíos: Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que le pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo visitará.


Los impíos, que son multitud en todos los tiempos y lugares, viven con la esperanza puesta únicamente en las realidades materiales, sobre las que se creen con dominio absoluto; y demás creen tener incluso derecho de vida o muerte sobre sus hermanos. Muerte en sus múltiples formas: desde la indiferencia, el desprecio y la marginación, hasta el asesinato, hoy tan extendido, y tantas veces impune.

El impío no aguanta a una persona honrada, porque el bueno con su conducta denuncia la mala conducta del impío, que hará la guerra de mil maneras al bueno. El sufrimiento y la muerte de los buenos e inocentes, junto con la impunidad temporal de los verdugos, constituyen para muchos la prueba de que Dios no existe, o no es bueno y despreocupa de sus hijos que sufren y mueren.

Quienes hacen el mal porque no creen en Dios al ver que no actúa de inmediato contra ellos a favor de los inocentes; y quienes piden cuentas a Dios o lo acusan porque permite las fechorías de los impíos contra los buenos, pero se quedan de brazos cruzados e indiferentes ante el mal, no creen en la otra vida y, por no creer, la perderán a causa de su fatal autoengaño, que lamentarán eternamente .

El bueno, el inocente que sufre será liberado de sus verdugos a través del sufrimiento y de la misma muerte que le causan, como sucedió con el Bueno y Justo por excelencia: Cristo, liberado y liberador por la resurrección.

Santiago 3, 16 - 4, 3

Hermanos: Donde hay rivalidad y discordia, hay también desorden y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y además, pacífica, benévola y conciliadora; está llena de misericordia y dispuesta a hacer el bien; es imparcial y sincera. Un fruto de justicia se siembra pacíficamente para los que trabajan por la paz. ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que combaten en sus mismos miembros? Ustedes ambicionan, y si no consiguen lo que desean, matan; envidian, y al no alcanzar lo que preten­den, combaten y se hacen la guerra. Ustedes no tienen, porque no piden. O bien, piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones.

He aquí una radiografía de tantas familias cristianas, comunidades religiosas, grupos parroquiales donde impera la discordia, la rivalidad, las envidias…; y la indicación de las causas vergonzosas de esa situación: pasiones, ambición de poder, e incluso la oración mal hecha, porque con ella se intenta encubrir esas situaciones, en lugar de vivir y promover la unión con Dios y con el prójimo. Juntos para hacer cosas, en lugar de unidos a Cristo para vivir y ayudarse en el camino de la fe y de la salvación.


Un cristiano sólo se puede sentir cristiano, puede estar unido a Cristo por la oración, la Eucaristía ni por la misma comunión, si ama a quien Cristo ama, si perdona a quien Cristo perdona, si pide y sufre por la salvación de quienes Cristo ha venido a salvar y cuya salvación quiere que compartamos con él.


Pero Santiago también indica el remedio a tanto desconcierto escandaloso: la sabiduría de la fe, que es pura, pacificadora, conciliadora, imparcial, sincera, llena de misericordia… “Los que trabajan por la paz, serán llamados hijos de Dios”.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, September 17, 2006

Cristianos con CRISTO, cristianos sin Cristo

Cristianos con CRISTO, cristianos sin Cristo


Domingo 24º tiempo ordinario-B / 17 sept. 2006


Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: «Algunos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías o alguno de los profetas.» Entonces Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Pero Jesús les dijo con firmeza que no conversaran sobre él. Luego comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, que sería condenado a muerte y resucitaría a los tres días. Jesús hablaba de esto con mucha seguridad. Entonces Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo por lo que había dicho. Pero Jesús, dándose la vuelta de cara a los discípulos, reprochó a Pedro diciéndole: «¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tus intenciones no son las de Dios, sino de los hombres.» Luego Jesús llamó a sus discípulos y a toda la gente y les dijo: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, y el que dé su vida (por mí y) por el Evangelio, la salvará”. Marcos 8,27-35.

Por la confesión de Pedro, los discípulos reconocen a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Y Jesús se apoya en esa fe para revelarles su camino: por la muerte de cruz a la resurrección y a la vida.


La referencia a la resurrección no la comprendían para nada. La muerte en la cruz, sí. Y ésta desbarataba sus ilusiones de un reino temporal presidido Jesús. Por eso Pedro se lleva al Maestro a parte y protesta diciéndole que no puede someterse a la muerte. Y Jesús, delante de todos, le llama satanás a Pedro, pues se opone al plan de Dios que consiste en la resurrección y la gloria a través de la muerte.

La respuesta -expresada con la vida- a la pregunta de Jesús: “Ustedes ¿quién dicen que soy yo?”, divide a los cristianos en dos grandes categorías:

- Bautizados que creen en Cristo y se esfuerzan por vivir con él y como él, y
- bautizados que dicen creer en Cristo, pero en realidad lo excluyen de su vida práctica, del hogar, de las relaciones humanas y laborales, de sus penas y alegrías; e incluso lo excluyen de sus prácticas de piedad, al realizarlas por cumplir, no para encontrarse y comprometerse con él. Son cristianos sin Cristo.

Es decisivo hacerse sinceramente la pregunta: “Jesús, ¿quién eres tú en realidad para mí en la vida de cada día?” Y responderse con la misma sinceridad, sin escudarse bajo las apariencias de una religiosidad superficial del cumplimiento.

Jesús no se anda con medias tintas: “Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama”. “Quien trate de reservarse la vida, la perderá; y quien pierda la vida por mí, la salvará”. “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y se venga conmigo”.

Muchos creyentes y no creyentes reconocen a Jesús como un personaje extraordinario, un líder, un super-estrella, un rey. Y admiran sus enseñanzas por su sencillez, profundidad y realismo. Y no van más allá.

Pero el cristiano de verdad –persona que cree y ama a Cristo, y vive unida a él-, se siente acompañado por él: “Yo estoy con ustedes todos los días”; lo escucha, lo reconoce en Eucaristía, en la Biblia, en el prójimo, en la oración como trato personal con él, en la vida, en la creación, en las alegrías, en el dolor…

Jesús es el Compañero resucitado de nuestro caminar hacia la eternidad. Sólo él puede dar sentido de eternidad y de gloria a nuestra vida con todo lo que supone. Sólo él hace eternas nuestras alegrías, alivia nuestras cruces y elimina la muerte con la resurrección, la cual nos sitúa en su misma felicidad eterna.

La fe viva en Cristo resucitado presente y en la propia resurrección, es el distintivo del verdadero cristiano. Quien no vive esa fe pascual, no es cristiano.

Isaías 50, 5-9

El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor vino en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado. Está cerca el que me hace justicia: ¿quién me va a procesar? ¡Comparezcamos todos juntos! ¿Quién será mi adversario en el juicio? ¡Que se acerque hasta mí! Sí, el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me va a condenar?

Es fácil olvidar que la vida temporal es sólo un anticipo de la eterna, y en consecuencia volcarse sobre los bienes temporales como si fueran definitivos, con riesgo de perderlos para siempre. Jesús nos alerta: “¿Qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”

El sufrimiento no es enemigo de la felicidad temporal y eterna. El renunciar al abuso de los bienes y goces materiales supone sufrimiento y cruz, pero es la condición de que los bienes y deleites terrenos se hagan eternos, y la cruz se convierta en felicidad sin fin.

El sufrimiento no viene Dios, sino que Dios viene al sufrimiento y a la muerte del hombre para convertirlos en fuente de felicidad y vida eterna, como hizo con el sufrimiento y la muerte de su Hijo, devolviéndole la vida mediante la resurrección.

Nuestra condición de seres finitos supone el sufrimiento y la muerte, pero con sentido y destino de felicidad y vida eterna. Sólo esta perspectiva da valor para aceptar y ofrecer el sufrimiento y la muerte por nuestra salvación y la salvación de los nuestros, en unión con Cristo, accediendo así al amor más grande que consiste en “dar la vida por los que se ama”. Dios viene en ayuda de quien sufre amando.

Debemos ofrecer a Dios, en unión con sufrimientos de Cristo, los sufrimientos del prójimo y los del mundo entero, para que contribuyan a la salvación universal.

Santiago 2, 14-18

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta. Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la fe y otro, las obras». A éste habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe».

Cuando hablamos de fe, hay que entender bien en qué consiste la fe verdadera, la fe bíblica, que no se limita a creer verdades, a creer lo que no vimos ni vemos, sino que exige amar a Dios en quien creemos y amar al prójimo a quien Dios ama.

Ni las buenas obras solas ni la fe sola pueden salvarnos. Las obras sin fe-amor están muertas, sin fuerza para producir vida eterna; y la fe sin obras-amor no da señales de vida, no existe.

No basta decir que se cree, que se reza, que no se hace daño a nadie, sino que es necesario demostrarlo a los demás y a sí mismo con obras de amor que brotan de la fe y de la oración verdaderas.

Jesús nos lo dice claramente: “No todo el que me dice: ‘¡Señor, Señor!’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos”.

Y la voluntad de Dios es que lo amemos a él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos; amores que existen sólo si se concretan en la voluntad efectiva de hacer el bien. No podemos engañarnos a nosotros mismos.


P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, September 10, 2006

TODO LO HA HECHO BIEN

TODO LO HA HECHO BIEN


Domingo 23º tiempo ordinario –B / 10 –9-2006


Saliendo de las tierras de Tiro, Jesús pasó por Sidón y, dando la vuelta al lago de Galilea, llegó al territorio de la Decápolis. Allí le presentaron un sordo que hablaba con dificultad, y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo apartó de la gente, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. En seguida levantó los ojos al cielo, suspiró y dijo: - “Effetá” (que quiere decir: ábrete). Al instante se le abrieron los oídos, le desapareció el defecto de la lengua y comenzó a hablar correctamente. Jesús les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más insistía, tanto más ellos lo publicaban. Estaban fuera de sí y decían muy asombrados: - “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Mc. 7,31-37.

Jesús hacía curaciones milagrosas para demostrar la cercanía de Dios al hombre y su interés por remediar el sufrimiento humano. Pero sobre todo para hacernos entender cuál es el proyecto definitivo de Dios para nosotros: la vida eterna, donde no haya llanto ni dolor, ni odio ni muerte; donde el hombre pueda conseguir la realización total, la plena comunicación en el amor, la paz y la felicidad sin fin en la Familia eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Hoy sigue habiendo curaciones que se deben a la intervención de Dios en atención a la fe y a la oración, y otras mediante poderes parapsicológicos o de energía vital de muchas personas. Igualmente existen curaciones portentosas realizadas por la ciencia médica que está en continuo progreso. Todo esto es obra del amor de Dios hacia el hombre a través del hombre. Pero hay que guardarse de curanderos, hechiceros y brujos, que utilizan sus poderes y la ciencia para explotar al enfermo y hacer daño.

Jesús y sus discípulos curan sin otro interés que el de indicarnos que Dios nos quiere sanos y puede, desea darnos otra vida inmensamente feliz, incluso a través de la enfermedad y de la muerte, que en esa vida estarán excluidas para siempre.

A San Pablo le fue dado ver por un momento la felicidad del paraíso y dijo como fuera de sí: “Ni ojo vio ni oído oyó ni mente humana puede imaginar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. “Los padecimientos de la vida presente no tienen comparación con el inmenso peso de gloria que nos espera”.

La enfermedad sumerge al sordomudo del evangelio en el gran sufrimiento de la incomunicación con sus semejantes. Esta enfermedad simboliza la gran enfermedad de hoy: la incomunicación en la era de las comunicaciones, donde los medios de comunicación ocasionan a menudo incomunicación en el hogar, en la sociedad, con la naturaleza, con Dios, con el misterio de la propia persona. Y simboliza sobre todo la ceguera espiritual, la falta de fe, que es incomunicación de los hijos con su Padre Dios, la más triste de todas las incomunicaciones.

Tienen que dolernos los sordos que no escuchan nunca una palabra de amistad y aprecio, ni de consejo o corrección. Asimismo quienes no saben salir de sí mismos para abrirse, recibir y dar algo a los demás. Las personas que se alienan con lo que ven y oyen o leen en los medios de comunicación, que así terminan haciéndose “medios de manipulación”.

Jesús sigue hoy entre nosotros para curarnos con su presencia viva en la oración, en su Palabra, en la Eucaristía, en la ayuda al prójimo. Y nos llama a curar las sorderas que se dan a nuestro alrededor, en nuestro mismo hogar.

Las palabras y gestos que curan a fondo surgen del silencio en la adoración, comunicación y escucha amorosa de Dios, de los demás, de nuestro interior y de la creación, donde se transparenta el Dios-Amor-Comunicación.

Isaías 35,4-7

Díganles a los que están asustados: "Calma, no tengan miedo, porque ya viene su Dios a vengarse, a darles a ellos su merecido; Él mismo viene a salvarlos a ustedes”. Entonces los ojos de los ciegos se despegarán, y los oídos de los sordos se abrirán, los cojos saltarán como cabritos y la lengua de los mudos gritará de alegría. Porque en el desierto brotarán chorros de agua, que correrán como ríos por la superficie. La tierra ardiente se convertirá en una laguna, y el suelo sediento se llenará de vertientes. Las cuevas donde dormían los lobos, se taparán con cañas y juncos...

Ante los acontecimientos capaces de tambalear a los más fuertes: la inseguridad, la corrupción generalizada, las injusticias, los accidentes, la delincuencia, la pobreza, la enfermedad…, podemos perder la fe y la esperanza en Dios presente en este mundo, entre nosotros, en cada uno de nosotros.

Lo peor que nos puede suceder es asustarnos y desalentarnos, quedarnos mudos ante Dios y sordos ante el grito de los que sufren, o ante nuestro sufrimiento. Pues, en lugar de mejorar el mundo, lo haríamos sumándonos a la fila de quienes andan de manos caídas y con el alma en los pies...

El mundo empieza a mejorar si cada uno de nosotros mejora con la ayuda de Dios, que no se hace el sordo ante quien le suplica: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. Y quien lo invoca a favor del afligido, también será escuchado. Dios quiere repartir su felicidad y alegría, pero “bajo pedido”.

Y Jesús sigue con su promesa infalible: “No teman: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. “Al que venga a mí, no lo rechazaré”.

Así, cuando sucede lo peor, estará surgiendo algo mejor. Dios multiplicará nuestra pequeña aportación sincera, si pasamos por la vida haciendo el bien.

Santiago 2,1-5.

Hermanos, si realmente creen en Jesús, nuestro Señor, el Cristo glorioso, no hagan diferencias entre personas. Supongamos que entra en su asamblea un hombre muy bien vestido y con un anillo de oro y entra también un pobre con ropas sucias, y ustedes se deshacen en atenciones con el hombre bien vestido y le dicen: "Tome este asiento, que es muy bueno", mientras que al pobre le dicen: "Quédate de pie", o bien: "Siéntate en el suelo a mis pies". Díganme, ¿no sería hacer diferencias y hacerlas con criterios pésimos? Miren, hermanos, ¿acaso no ha escogido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe? ¿No les dará el reino que prometió a quienes lo aman?

Las calamidades que sufre el pueblo y la humanidad son causadas en gran parte por quienes pretenden conciliar la riqueza injusta y egoísta con la religión y el culto, con Dios, ya se trate de clero, laicos, políticos, gobernantes...

La religión y el culto que no producen una vida social y eclesial justa, está fallando por la base. Valorar a los hombres por lo que tienen y no por lo que son, es negarles su condición de hijos de Dios y la paternidad del mismo Dios.

El contenido de Eucaristía es la misericordia y la bondad, que dan valor a todo acto de culto. No se puede acoger a Cristo en la Eucaristía y luego ignorarlo en prójimo. No se puede agradar a Dios despreciando a los que él ama. Si Dios tiene predilección por los pobres, el creyente deberá tener la misma predilección.

Si los pobres son herederos del reino de Dios, ellos son los verdaderos ricos en la fe y herederos del reino eterno. Sin embargo, la pobreza material no tiene la exclusividad de la salvación, pues los ricos que remedian la pobreza, hacen de su riqueza un medio de salvación. “Todo contribuye al bien de los que aman a Dios”.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, September 03, 2006

¿CULTO o HIPOCRESÍA?

¿CULTO o HIPOCRESÍA?

Domingo 22° T.O.-B / 3-09-06

Los fariseos y algunos maestros de la ley de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos se ponían a comer con manos impuras; es decir, sin habérselas lavado. Porque los fariseos y todos los judíos, siguiendo la tradición de sus mayores, no se ponen a comer sin haberse lavado cuidadosamente las manos; y si vienen de la plaza, no comen sin haberse lavado. Y tienen otras muchas prácticas que observan por tradición, tales como lavar copas, jarros y bandejas. Así que los fariseos y los maestros de la ley preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no observan la tradición de los mayores, sino que comen con las manos impuras?» Él les contestó: «Hipócritas, Isaías profetizó muy bien acerca de ustedes, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto enseñando doctrinas que son preceptos humanos’. Ustedes dejan el mandamiento de Dios y se aferran a la tradición de los hombres». Llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Óiganme todos y entiendan bien: Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre, porque del corazón proceden los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricia, maldad, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, soberbia y necedad. Todas esas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre». Marcos 7, 1-23

Jesús no les reprocha a los fariseos y maestros de la Ley que se laven las manos, sino que con leyes y tradiciones humanas sustituyan la Ley divina del amor a Dios y al prójimo, hasta el punto de sentirse con derecho a abandonar a sus padres enfermos si daban al templo el dinero necesario para sostenerlos.

La habilidad para sustituir las exigencias del amor a Dios y al prójimo por ritos externos, normas y leyes fáciles, costumbres cómodas, etc., es también hoy el virus fatal de la religión y de las relaciones familiares, humanas y sociales. Muchos pretenden casar la religión con el dogmatismo, el legalismo, el culto al placer, al consumismo, a la moda, al dinero, a las apariencias, a la violencia, a la guerra, al poder, al racismo, al nacionalismo... Fatal hipocresía y perversión de la religión, equivalente a la idolatría, ya que suplanta a Dios por intereses humanos.
El mero cumplimiento del culto externo merece la temible descalificación de Isaías repetida por Jesús: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. El culto es cuestión de corazón o se reduce a hipocresía.

A Dios sólo le agrada el culto vivido en el amor efectivo a él y al prójimo, pues en eso consiste la verdadera religión, que es la fuente de la verdadera felicidad, de la santidad y la salvación: “Les ruego, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como sacrificio vivo y santo, capaz de agradarle; este es el culto verdadero” (Romanos 12, 1); “La religión verdadera consiste en socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Carta del apóstol Santiago 1, 27).

La intención profunda, que brota del corazón, es la que hace grandes o pervierte nuestras obras, palabras, culto, alegrías, penas y la vida. Todo que Dios ha creado es bueno. Nuestro corazón, con sus intenciones, puede consagrar la bondad de las cosas en función del amor a Dios y al prójimo; o pervertirlas con el egoísmo, la hipocresía y la idolatría, sustituyendo a Dios por las apariencias, los ritos, las conveniencias, las costumbres, las ideologías...

Jesús nos invita hoy a una revisión profunda y sincera de nuestro modo de celebrar y vivir el culto en el templo y de proyectarlo a la existencia cuotidiana, desde lo profundo de nuestro corazón, donde acogemos o rechazamos a Dios y al prójimo, donde consagramos o profanamos las cosas, las obras y la vida. La hipocresía y la idolatría nos tientan de continuo, quizás sin darnos cuenta.

Deutoronomio 4, 1-2. 6-8

Y ahora, Israel, escucha las leyes y prescripciones que te voy a enseñar y ponlas en práctica, para que tengan vida y entren a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. No añadirán ni suprimirán nada de las prescripciones que les doy, sino que guardarán los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo os los prescribo hoy. Guárdenlos y pónganlos por obra, pues ellos los harán sabios y sensatos ante los pueblos. Cuando estos tengan conocimiento de todas estas leyes, exclamarán: ”No hay más que un pueblo sabio y sensato, que es esta gran nación”. En efecto, ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, siempre que le invocamos? ¿Qué nación hay tan grande que tenga leyes y mandamientos tan justos como esta ley que yo les propongo hoy?

Los mandamientos dados por Dios a los israelitas superaban con mucho en sabiduría y equidad a las leyes de los demás pueblos, porque eran obra del Dios verdadero, el único que está real y amorosamente cercano a su pueblo, en medio de él, para escucharlo y socorrerlo siempre que lo invoquen.

Los ídolos eran y son expresión de lejanía y tiranía que comienza con halagos, pero termina en destrucción sin piedad, por haber abandonado a Dios.

Pero Dios llega al máximo de su cercanía y presencia en su nuevo Pueblo, la Iglesia, con la encarnación de Cristo, Dios-hombre; cercanía que se hace identificación inefable con quienes lo acogen, especialmente en el sacramento de la Eucaristía y en el “sacramento del prójimo” necesitado, realidades privilegiadas de la presencia salvadora de Dios uno y trino.

Carta del Apóstol Santiago 1,17-18. 1,21-22. 27

Todo don excelente y todo don perfecto viene de lo alto, del Padre de las luces, en el que no hay cambio ni sombra de variación. Él nos ha engendrado según su voluntad por la palabra de la verdad, para que seamos como las primicias de sus criaturas. Por eso, alejen de ustedes todo vicio y toda manifestación de malicia, y reciban con docilidad la palabra que ha sido plantada en ustedes y que puede salvarlos. Cumplan la palabra y no se contenten sólo con escucharla, engañándose a ustedes mismos. La práctica religiosa pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y en guardarse de los vicios del mundo.

Todo lo bueno: lo que somos, lo que tenemos, lo que amamos, lo que esperamos, todo nos viene del corazón amoroso de la Trinidad. Y el don natural más grande es la vida inteligente, con la que nos sitúa por encima de toda otra criatura de este mundo. Don para agradecer con amor fiel toda la vida y toda la eternidad.

Pero por sobre esa vida está la vida divina que Dios mismo injerta en nuestra vida humana mediante su Palabra viva, Cristo Jesús, que vino para hacernos capaces de su vida y felicidad eternas a través de la resurrección. Si no nos esforzamos en asegurar las condiciones para acceder a esta vida divina a nuestro alcance sin merecerla, más nos valiera no haber nacido.

El infierno consiste en el tormento de haber perdido la gloria eterna que Cristo nos mereció con su vida, muerte y resurrección. No puede haber mayor suplicio que el remordimiento de haber perdido el puesto que Cristo Jesús, por puro amor, nos tenía preparado en el paraíso: “Voy a prepararles un puesto”.

Para no perderlo, tenemos que vivir una “religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre”, que consiste ante todo en ayudar a los necesitados, sin dejarse contaminar por los vicios de este mundo, ni dejarse llevar por un culto de puro cumplimiento y apariencia, sin amor verdadero a Dios y al prójimo.

P. Jesús Álvarez, ssp