Sunday, February 26, 2006

AYUNO Y FIESTA

AYUNO Y FIESTA

Domingo 8º tiempo ordinario -B / 26-02-06

Un día estaban ayunando los discípulos de Juan el Bautista y los fariseos. Algunas personas vinieron a preguntar a Jesús: - Los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan; ¿por qué no lo hacen los tuyos? Jesús les contestó: - ¿Quieren ustedes que los compañeros del novio ayunen mientras el novio está con ellos? Mientras tengan al novio con ellos, claro que no pueden ayunar. Pero llegará el momento en que se les arrebatará el novio, y entonces ayunarán. Nadie remienda un vestido viejo con un pedazo de género nuevo, porque la tela nueva encoge, tira de la tela vieja, y se hace más grande la rotura. Y nadie echa vino nuevo en envases de cuero viejos, porque el vino haría reventar los envases y se echarían a perder el vino y los envases. ¡A vino nuevo, envases nuevos! (Mc 2,18-22).

El ayuno entre los judíos era un gesto de conversión para adelantar y preparar la venida del Mesías, para hacerle espacio en la vida individual, familiar y social, eliminando todo lo que podría retrasar su llegada.

Los judíos todavía no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado, y por eso seguían ayunando para acelerar la venida del Enviado de Dios. Y en esa situación se encuentran todavía hoy. Mientras que los discípulos de Jesús estaban ciertos de que él era el Mesías esperado, y sería un contrasentido ayunar para que venga el que está ya entre ellos. Para los discípulos de Jesús era ya tiempo de fiesta, no de ayuno.

Los fariseos imponían al pueblo una religión ritualista y de ayunos; mientras que Jesús propone la religión de la vida, de la lucha y de la fiesta. Sustituye la práctica del sacrificio por la comida fraternal y festiva, característica de la comunidad mesiánica y pascual de Jesús. Con el novio presente, no puede haber ayuno, sino banquete y fiesta alternados con la lucha diaria por el reino. ¿Qué pasa entonces con tantas eucaristías y rezos tristones?

La imagen del banquete de bodas y del matrimonio, frecuente en la Biblia, es un signo de la relación de amor entre Dios y sus hijos. Sin embargo, debemos esforzarnos para entender y vivir la relación con Dios como una amistad con un Padre que nos ama más que nadie, que se compromete a sernos fiel hasta el final, y que quiere que vivamos gozosamente como hermanos, porque todos somos hijos suyos.

Hoy tenemos al Novio con nosotros, Cristo Resucitado, que nos asegura su presencia "todos los días hasta el fin del mundo". Vivimos en tiempo pascual, aunque cargados con la cruz hacia la resurrección y la gloria con el Señor en el banquete eterno.

Vivimos en tiempo de fiesta y de lucha. Fiesta porque Jesús vive resucitado entre nosotros; y lucha por implantar los bienes del reino por los que él nació, vivió, trabajó, predicó, murió y resucitó: la vida y la verdad, la justicia y la paz, el amor y la libertad…

Esa lucha constituye el ayuno necesario hoy, empezando por erradicar del mundo el horrible ayuno del hambre, síntesis de todas las injusticias para gran parte de la humanidad.

Los ritos suntuosos y los ayunos ostentosos pueden ser una hipocresía y una evasión frente a las exigencias de la justicia y de la misericordia. Es fácil refugiarse en costumbres, tradiciones, prácticas vacías, seguridades, cumplimientos, legalismos y moralismos, al estilo de los escribas y fariseos (odres viejos). Pero podemos y debemos abrimos a la novedad del Evangelio y de la presencia real de Cristo Resucitado (vino nuevo) entre nosotros.

No es suficiente echar remiendos de Evangelio a una vida cómoda y aburguesada, estudiar la Biblia y hacer rezos para acallar la conciencia y sofocar los gritos de los necesitados cercanos y lejanos a nuestro alcance. Seríamos “cristianos sin Cristo”. Triste paradoja: estaríamos proclamando a Cristo con la boca y negándolo con la vida.

La novedad es vivir en Cristo día a día y luchar con él por la humanización, liberación y salvación del hombre. Y no nos pide lo imposible, pues lo imposible lo hace él... Sólo pide que lo apoyemos con las manos, la palabra, el corazón, el sufrimiento, las cualidades...

Oseas 2, 16. 17. 21-22

Así habla el Señor: Yo la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón. Allí, ella responderá como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor.

Quien ha estado alguna vez enamorado-a de verdad, puede comprender mejor este lenguaje de Dios, enamorado de su pueblo, enamorado de cada uno de nosotros. Como el enamorado quiere tener la exclusiva del amor y tiende a separar a la amada a lugares retirados, sin testigos que puedan distraerla o atraerla, así Dios quiere verse a solas con su pueblo, con cada uno de nosotros, libres de otros dioses o ídolos que lo puedan suplantar en nuestro corazón y en nuestra vida: cosas, personas, placeres, prestigio.

Y como el verdadero enamorado olvida todo defecto e infidelidad si hay conversión, así a Dios le importa más nuestro amor y nuestro ser mucho más que nuestros fallos, y lo olvida todo, con tal que rechacemos los ídolos y correspondamos a su amor.

Tal vez aleguemos escandalizados: “¡Yo no tengo ídolos!” Pero ¿nos hemos detenido a comprobarlo? Si Dios, su amor y su voluntad es lo que menos nos ocupa y preocupa en la vida, es evidente que “acariciamos” ídolos. Y puede que no queramos darnos cuenta. Pero de la abundancia del corazón habla la boca” y piensa la mente. Por ahí podemos localizar certeramente a nuestros ídolos, y decidirnos a dar a Dios el lugar que le corresponde.

Pero Dios puede usar otro “truco” para que volvamos a él de verdad: permitir que nuestros ídolos se derrumben con una enfermedad, una desgracia, un sufrimiento que nos demuestren su inutilidad a la hora de la verdad. ¡Cuántos vuelven a Dios por este camino!

Sin embargo, la máxima desgracia sería que Dios nos abandonase a merced de nuestros ídolos, que lo más que hacen es ir destruyendo, sin darnos cuenta, nuestra vida temporal y cerrarnos las puertas de la vida eterna. Vale la pena reaccionar y demolerlos.

2 Corintios 3, 1-6

Hermanos: ¿Acaso tenemos que presentarles o recibir de ustedes cartas de recomendación, como hacen algunos? Ustedes mismos son nuestra carta, una carta escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres. Evidentemente ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones. Es Cristo el que nos da esta seguridad delante de Dios, no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios. Él nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida.

Pablo no necesita dar ni recibir ninguna carta de recomendación que apoye su obra de evangelización, puesto que no es cosa suya, sino gracia de Dios a través de él. Él es sólo la pluma con que Dios escribió la carta del evangelio en los corazones de Pablo, de sus colaboradores y de los mismos corintios. Es más: los mismos corintios son la carta que Cristo escribió con la fuerza del Espíritu Santo a través de Pablo.

Todo predicador, catequista y cristiano debe tener la actitud, la humildad y la convicción de Pablo: que la evangelización es obra del Espíritu de Cristo a través del hombre; que no es obra del hombre: este sirve sólo de instrumento. Toda la eficacia salvadora de la evangelización viene de Dios, que quiere compartir con el hombre su obra redentora.

La ley de Moisés fue escrita en tablas de piedra; pero la ley de Cristo, ley del amor y de la vida, se escribe en corazones de carne, mas sólo por la fuerza del Espíritu, con la colaboración de los seguidores de Cristo. Nada vale saber, oratoria, dinámicas, si no se evangeliza en nombre de Cristo y confiados en la fuerza del Espíritu Santo. Quien se fía de sí mismo y prescinde del Espíritu, recibirá el reproche final: “No los conozco”. No podemos correr ese riesgo fatal.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, February 19, 2006

EL HOMBRE Y DIOS CONTRA LA PARÁLISIS

EL HOMBRE Y DIOS CONTRA LA PARÁLISIS

Domingo 7º tiempo ordinario - B / 19-02-2006

Tiempo después, Jesús volvió a Cafarnaún. Apenas corrió la noticia de que estaba en casa, se reunió tanta gente que no quedaba sitio ni siquiera a la puerta. Y mientras Jesús les anunciaba la Palabra, cuatro hombres le trajeron un paralítico que llevaban tendido en una camilla. Como no podían acercarlo a Jesús a causa de la multitud, levantaron el techo donde él estaba y por el boquete bajaron al enfermo en su camilla. Al ver la fe de aquella gente, Jesús dijo al paralítico: - Hijo, se te perdonan tus pecados. Estaban allí algunos maestros de la Ley, y pensaron en su interior: - ¿Cómo puede decir eso? Realmente se burla de Dios. ¿Quién puede perdonar los pecados, fuera de Dios? Pero Jesús supo en su espíritu lo que ellos estaban pensando, y les dijo: - ¿Por qué piensan así? ¿Qué es más fácil decir a este paralítico: Se te perdonan tus pecados, o decir: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues ahora sabrán que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder para perdonar pecados. Y dijo al paralítico: - Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El hombre se levantó, y ante los ojos de toda la gente, cargó con su camilla y se fue. La gente quedó asombrada, y todos glorificaban a Dios diciendo: - Nunca hemos visto nada parecido. (Mc 2,1-12.)

Una vez más Jesús demuestra que el objetivo de la evangelización es el hombre total, necesitado de una curación total: del espíritu, de la psique y del cuerpo. Los pastores, evangelizadores, catequistas, misioneros que sólo se interesaran por el espíritu de sus oyentes: que vayan a misa, se confiesen, comulguen, escuchen, lean, vean…, sin preo-cuparles sus problemas, sus angustias y tristezas, su vida, no están evangelizando. Como tampoco evangelizan quienes se quedan sólo en lo material y lo social.

Los "samaritanos" del paralítico deseaban sólo su curación física. Pero Jesús deseaba su curación total, y empezó sanándolo del pecado, parálisis del espíritu, que es la raíz de todo mal, y luego lo curó de su parálisis física. No se contentó con curarlo sólo de su pecado.

Jesús, al curar al paralítico, premia la fe de sus portadores, quienes sin duda recibieron también el perdón gracias al "sacramento del hermano"; o sea, por la ayuda amorosa al necesitado, según lo expresa el mismo Jesús: "Estuve enfermo y ustedes me socorrieron…, vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino que les tengo preparado".

Hoy siguen curándose y salvándose multitudes que no tienen a su alcance la confesión sacramental ni la eucaristía, pues Dios les hace llegar su perdón por los “sacramentos” del prójimo necesitado y socorrido, del perdón mutuo, de la defensa de la vida, de la promoción de la paz, de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, de la dignidad humana... Mientras que no es raro encontrarse con quienes confiesan y comulgan, pero no dan espacio ni a Dios ni al prójimo en sus vidas, desviándose así del camino de la salvación.

Nuestra sociedad, nuestros pueblos y el mundo entero están paralizados por un sin fin de males y pecados. Nosotros mismos, los seguidores de Cristo, corremos el riesgo de sentirnos paralizados e impotentes ante tan inmensa parálisis. Sin embargo Jesús vino y está entre nosotros para curarnos y curar al mundo. Pero quiere y acoge nuestra colaboración para curar al mundo, como valoró y aprovechó la colaboración de los amigos del paralítico.

Nos pide nuestra pequeña aportación de poner cada día en su presencia a tantos paralíticos: en la Eucaristía, en la oración, en el sufrimiento reparador, en la acción a nuestro alcance, convencidos de que lo poco que podemos hacer nosotros está en función de lo mucho que no podemos hacer, y que sólo Dios puede hacer. ¿No será la pretensión de prescindir del Resucitado la causa de tanta parálisis y sensación de impotencia?

Si la fe en Cristo Resucitado no vale para transformar y salvar el mundo, la familia y los individuos, ¿para qué vale? Con nuestra pobre aportación facilitémosle a Jesús su acción omnipotente de sanación y salvación universal.

Isaías 43, 18-19. 20-22. 24-25

Así habla el Señor: No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta? Sí, pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa, para dar de beber a mi Pueblo elegido, el Pueblo que Yo me formé para que pregonara mi alabanza. Pero tú no me has invocado, Jacob, porque te cansaste de mí, Israel. ¡Me has abrumado, en cambio, con tus pecados, me has cansado con tus iniquidades! Pero soy Yo, sólo Yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados.

¿Quién puede afirmar que nunca ha abrumado a Dios con sus pecados de palabra, obra y omisión, incluso apoyados tal vez en la injuriosa confianza de que al fin “el buen Dios lo perdona todo”? Pero cuando, tarde o temprano, nos alcanzan las consecuencias del pecado personal y social: la enfermedad, las desgracias, la muerte que nos ronda, etc., nos abruma la convicción de que nuestros pecados son imperdonables. Así se pasa de la ligereza a la desesperación, a cuál más pecaminosa, pues ambas nos alejan de Dios.

Entonces debemos abrir nuestros oídos, mente y corazón a la voz misericordiosa de Dios: “Sólo yo puedo borrar tus crímenes y sepultar tus pecados, en consideración a mí, porque tú eres hijo mío, y me dueles”. Lo único que espera de nosotros, hijo pródigos, es que nos volvamos a él pidiéndole perdón, y que se lo agradezcamos con una vida mejor.

Pero se cierra al perdón quien pretende encubrir o disimular los propios pecados con prácticas religiosas externas, de puro cumplimiento sin corazón ni conversión, pues eso es querer manipular a Dios, y constituye una abominación, una hipocresía que atraerá mayores males, tal vez irremediables por cerrarse a la misericordia.

Por otra parte el perdón de Dios no se debe a méritos propios, sino a su amor misericordioso y gratuito, y actúa en vista de nuestro deseo y petición sincera de perdón, de lo contrario nos merecemos el reproche: “Tú no me has invocado porque te cansaste de mí”. Digámosle más bien con humildad: “No merezco tu perdón, pero lo necesito... Perdóname mis pecados como yo perdono a quienes me ofenden... No me dejes caer en la tentación”.

Y Dios nos responderá: “No importa lo que fuiste, sino lo que decidas ser de ahora en adelante”. ¿Puede haber mayor misericordia, consuelo, paz y alegría?

Corintios 1, 18-22

Hermanos: Les aseguro, por la fidelidad de Dios, que nuestro lenguaje con ustedes no es hoy «sí», y mañana «no». Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes --tanto Silvano y Timoteo, como yo mismo-- no fue «sí» y «no», sino solamente «sí». En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su «sí» en Jesús, de manera que por Él decimos «Amén» a Dios, para gloria suya. Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu.

Pablo había cancelado su visita prometida a los corintios, porque la comunidad no había reaccionado como era debido ante un grave escándalo. Entonces alguien aprovechó maliciosamente para descalificarlo como apóstol y descalificar su predicación, por haber dicho “no” después de haberles prometido ir a visitarlos, faltando así a la palabra dada.

Pero el apóstol reacciona afirmando con fuerza que la fe en Jesucristo, anunciado por la predicación, no está sujeta a un simple cambio humano, sino que está inconmoviblemente fundada en Dios y en sus promesas, que se realizan en Jesús, el “Sí” del Padre al hombre.

¡Cuántos cristianos apoyan su fe en los pastores y evangelizadores, y la pierden abandonando a Cristo y a su Iglesia si algunos de ellos no cumple como es debido o como esperaban! Se podría decir que tales cristianos tienen una fe clerical, no una fe cristiana.

Pero la fe no la dan los ministros ni se funda en ellos, sino que viene de Dios a través de ellos, y se fundamenta en Cristo resucitado, que “es el mismo hoy, ayer y siempre”. Sin embargo, es necesario que los ministros sean fieles en el decir y en el vivir, para facilitar a los fieles la sinceridad en la fe y en la vida.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, February 12, 2006

MARGINADOS y MISERICORDIA

MARGINADOS y MISERICORDIA

Domingo 6° durante el año – B / 12-02-06

Se le acercó un leproso, que se arrodilló ante él y le suplicó: - Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: - Quiero, queda limpio. Al instante se le quitó la lepra y quedó sano. Entonces Jesús lo despidió, pero le ordenó enérgicamente: - No cuentes esto a nadie, pero vete y preséntate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que ordena la Ley de Moisés, pues tú tienes que hacer tu declaración. Pero el hombre, en cuanto se fue, empezó a hablar y a divulgar lo ocurrido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en el pueblo; tenía que andar por las afueras, en lugares solitarios. Pero la gente venía a él de todas partes. (Mc 1,40-45).

Al tiempo de Cristo había colonias de leprosos, totalmente marginados. Todos pensaban, incluidos los leprosos, que esa enfermedad era castigo por un gran pecado, que los hacía indignos de la mínima compasión, pues por culpa propia vivían el infierno ya en esta vida.

Quien tocara o se dejara tocar por un leproso, era considerado impuro y debía marginarse con los leprosos, y el leproso responsable de haber tocado, debía morir apedreado.

El leproso que se acercó a Jesús, aun consciente del riesgo para él y para el Maestro, se saltó la Ley y se arrodilló con fe suplicante a los pies de Jesús, sin atreverse a tocarlo para no contagiarlo. Y Jesús, movido a compasión, también se saltó la ley y lo tocó con su divina mano, quedando así curado el enfermo y ambos libres del castigo que imponía la Ley. Jesús, en vez de ser contagiado por el enfermo, contagió la salud y el amor al enfermo.

¿No sucede todo lo contrario con nosotros? No nos acercamos a personas marginadas de muchas maneras, porque tenemos miedo de ser contagiados y no nos decidimos a hacer algo por ellas para mejorar su situación. Porque tal vez no tenemos a Cristo para llevárselo y que él las alivie con su presencia en sus penas, les revele el sentido de la vida y del sufrimiento.

Jesús cura al ciego también de sus pecados, “lepra del espíritu”. Y al sentirse curado de ambas enfermedades, el hombre salta y grita de gratitud y de júbilo, proclamando por doquier lo que ha hecho Jesús por él, a pesar de que el Maestro le había prohibido divulgar el milagro.

El pecado es mucho más peligroso que la lepra corporal. Por eso Jesús ha dado a su Iglesia el poder de perdonar el pecado en su nombre. Y la Iglesia invita presentarse al ministro de la reconciliación para recibir el sacramento del perdón. A ejemplo de leproso al sentirse curado, deberíamos saltar de júbilo y gratitud cada vez que recibimos el perdón, como los ángeles del cielo que hacen fiesta por un pecador que se convierte.

Pero, ¿sólo son perdonados y se salvan quienes acuden a la confesión sacramental? ¿No perdonó Jesús sin que le manifestaran los pecados y antes de presentarse a los sacerdotes? Quienes no tienen la posibilidad de acudir a un sacerdote, ¿se condenan sin remedio? No: Dios tiene muchas maneras de hacer llegar su perdón a quienes se arrepienten de verdad y se deciden a mejorar evitando el mal y haciendo el bien.

Dios perdona sin más a todo el que le pide sinceramente perdón, si a la vez se compromete a esforzarse en serio para evitar el pecado, reparar, perdonar a los otros, hacer obras de misericordia por amor a Dios y al prójimo, hacer oración, ofrecer el sufrimiento...

Pero los católicos, en caso de pecados mortales, tenemos además el sacramento del perdón, necesario para acercarnos a la comunión y fortalecernos contra el pecado. Pero si nos negamos a buscar la absolución, ¿no nos cerramos al perdón? Por otra parte, no se ha de olvidar que los pecados leves se perdonan por la limosna, la oración, la comunión recibida con fe y amor, el sufrimiento ofrecido..., si se da el arrepentimiento y la lucha decidida contra ellos.

Cada noche debemos arrepentirnos ante Dios para no dormir sobre nuestros pecados.

Levítico 13, 1-2. 45-46

El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Cuando aparezca en la piel de una persona una hinchazón, una erupción o una mancha lustrosa, que hacen previsible un caso de lepra, la persona será llevada al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos, los sacerdotes. La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento.

En el Antiguo Testamento no se conocía remedio contra la lepra, enfermedad que destruye el cuerpo: la carne se va cayendo a pedazos. Y era causa de un terrible destrozo de la persona: la expulsión de la familia y la total marginación de la sociedad. ¡Insoportable!

Todavía el siglo pasado, en la Isla de Molokai (Hawai), había una colonia de leprosos, a cuyo servicio se puso el P. Damián, marginándose con los marginados, hasta caer víctima de la lepra y hacerse mártir del amor más grande al “dar la vida por quienes amaba”, como Jesús.

Hay lepras siempre actuales que marginan de Dios y a Dios, y las principales son el orgullo y la hipocresía, que suelen ir siempre juntas, y destruyen a la persona desde dentro en sus valores más altos, profundos y perennes: el amor, la paz, la alegría del corazón, la justicia, la vida del espíritu y la salvación. ¿Qué puede quedar de esa persona cuando todo lo material se le desplome de un solo golpe? Se quedará en la automarginación total y eterna.

Y esas son también las principales lepras que marginan del prójimo y al prójimo, pues la hipocresía es la mentira de la vida, mentira que destroza toda relación humana; y por su parte el orgullo pone por pedestal a los demás por o para creerse superior a ellos.

Por fin, la automarginación se da cuando uno se niega a compartir de palabra y de obra lo que es, lo que sabe, lo que posee y ama, debido a la lepra del corazón, que es el egoísmo.

¡Hay tanta lepra que prevenir y curar! Nuevas lepras físicas, morales y espirituales, que la medicina no logra erradicar, y que sólo la omnipotencia del Médico divino puede curar.

Sumémonos con decisión a la acción silenciosa pero triunfante de Cristo resucitado contra el pecado, el sufrimiento y la muerte. Es lo máximo que podemos hacer.

Corintios 10, 31-11,1

Hermanos: Sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios. No sean motivo de escándalo ni para los judíos ni para los paganos ni tampoco para la Iglesia de Dios. Hagan como yo, que me esfuerzo por complacer a todos en todas las cosas, no buscando mi interés personal, sino el del mayor número, para que puedan salvarse. Sigan mi ejemplo, así como yo sigo el ejemplo de Cristo.

San Pablo pide a los corintios, y a nosotros, que obremos con recta intención en todo: que lo hagamos todo para agradar a Dios, para su gloria, que consiste en que quienes nos observen y traten, reconozcan que estamos unidos a Dios, que obra en nosotros y por nosotros.

Mientras que seremos motivo de escándalo si nos presentamos o aparecemos como adoradores de Dios y seguidores de Cristo –cristianos-, pero no lo reflejamos en nuestras obras, actitudes y conducta. Tanto si los que nos observan son cristianos como si son no creyentes.

El escándalo –o el buen ejemplo- podemos darlo tanto en la calle, en la familia, en el trabajo, en la universidad..., como en el templo. Y los mayores escándalos suelen tener relación con la asistencia al templo, cuando se acude a él por cumplir, con hipocresía, y en la vida práctica se vive en contradicción vital con la fe y con lo que en el templo se celebra.

El escándalo tiene sus raíces en el egoísmo, en el interés personal, que rehuye todo esfuerzo por hacer el bien a los demás. Mientras que cuando buscamos el bien de la mayoría, en especial el bien máximo de los otros: la salvación, estamos siguiendo el ejemplo de Cristo.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, February 05, 2006

DIOS NO QUIERE EL SUFRIMIENTO

DIOS NO QUIERE EL SUFRIMIENTO

Domingo 5° durante el año. / 5-2-2006

Al salir de la Sinagoga, Jesús fue a la casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, por lo que enseguida le hablaron de ella. Jesús se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. Se le quitó la fiebre y se puso a atenderlos. Antes del atardecer, cuando se ponía el sol, empezaron a traer a Jesús todos los enfermos y personas poseídas por espíritus malos. El pueblo entero estaba reunido ante la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos con dolencias de toda clase y expulsó muchos demonios; pero no los dejaba hablar, pues sabían quién era. De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario. Allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron a buscarlo, y cuando lo encontraron le dijeron: - Todos te están buscando. Él les contestó: - Vamos a las aldeas vecinas, para predicar también allí, pues para esto he venido. Mc 1, 29-39.

Con Jesús entra en el mundo y en los individuos la novedad de Dios, la Buena Nueva del Mesías, Hijo de Dios, que viene a salvar a la humanidad de los grandes males que la atormentan: el pecado, el sufrimiento y la muerte.

Dios no hizo ni quiere el sufrimiento. Lo demuestran las innumerables curaciones, el perdón de los pecados y las resurrecciones realizadas por Jesús durante su vida terrena. En el evangelio de hoy se narra la curación de la suegra de Pedro, seguida de un gran número de curaciones y expulsión de demonios en un solo día.

Tal vez se nos ocurre preguntarnos por qué Jesús no curó a todos los enfermos, no perdonó a todos los pecadores y no resucitó a todos los muertos. La respuesta es que con esas victorias parciales sobre el pecado, el dolor y la muerte, nos demuestra su poder divino para realizar la victoria total y definitiva sobre esos males en su última venida triunfante.

La comprensión más satisfactoria del sufrimiento y de la muerte como victoria sobre todo mal, se basa en la pasión y muerte de Jesús a consecuencia del pecado de los hombres: Jesús entra con la fuerza de su vida divina en el sufrimiento y en la muerte, y los transforma en fuente de felicidad y de vida con la resurrección. Lo que hizo con el buen ladrón en el Calvario, lo sigue haciendo a través de todos los siglos y de todo el orbe con millones y millones de pecadores y de inocentes liberados del sufrimiento y de todo mal mediante la muerte, por la cual les abre las puertas de la resurrección y de la gloria.

Hay que vencer el terror a la muerte con la esperanza y la preparación para la resurrección. Jesús nos hace espacio en la casa de su Familia Trinitaria; y a nosotros nos corresponde hacerle día a día espacio de fe y de amor en nuestro corazón, en nuestra oración, trabajo y descanso, alegrías y sufrimientos, salud o enfermedad. Y si lo acogemos todos los días de la vida, él nos acogerá en la hora de la muerte, puerta de acceso a la resurrección y a nuestra herencia eterna. La muerte ya es un don, no castigo, aunque duela.

Cuando Jesús nos dice: “Quien desee ser mi discípulo, tome su cruz cada día y se venga conmigo”, no se refiere sólo a seguirlo hasta el Calvario, sino hacia la resurrección y la vida eterna a través de la cruz, que él hace liviana a sus seguidores. La “puerta estrecha” del sufrimiento y de la muerte ofrecidos por amor, nos abren la puerta ancha y esplendorosa de la resurrección, de la vida gloriosa y eterna del mismo Dios.

Es injusto, pues, e injurioso echar la culpa a Dios del sufrimiento y de la muerte, cuando lo cierto es que él acude compasivo para transformar el dolor y la muerte en fuente de felicidad y de vida eterna. Lo hizo con su Hijo Jesús y quiere hacerlo con nosotros, hijos suyos y hermanos de su Hijo. Hagámosle espacio en nuestras alegrías y sufrimientos, y confiémosle nuestra muerte, para que la transforme en vida y gloria eterna.

Job 7, 1-4. 6-7

Job habló diciendo: ¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra? ¿No son sus jornadas las de un asalariado? Como un esclavo que suspira por la sombra, como un asalariado que espera su jornal, así me han tocado en herencia meses vacíos, me han sido asignadas noches de dolor. Al acostarme, pienso: «¿Cuándo me levantaré?» Pero la noche se hace muy larga y soy presa de la inquietud hasta la aurora. Mis días corrieron más veloces que una lanzadera: al terminarse el hilo, llegaron a su fin. Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la felicidad.

El Maligno pide a Dios que le permita poner a prueba la fidelidad de Job. Y Dios se lo permite, pero a condición de que respete su vida. Y así el buen Job lo pierde todo: salud, bienes e hijos, y para colmo, sus mismos amigos se le vuelven enemigos, y su propia esposa se burla de él por seguir fiel a Dios, que parece haberlo abandonado completamente.

Tarde o temprano todos pasamos por la experiencia de sufrimiento, que tiene una cruel expresión en el estrés o la depresión, compendio de todos los sufrimientos físicos, morales, psíquicos y espirituales. Que hace ver la vida como un fracaso total, aumentado por la indiferencia real o aparente de familiares, amigos y conocidos. Pero el máximo tormento consiste en creerse abandonados por el mismo Dios, la máxima esperanza de quien cree. Entonces asalta la peor tentación: desearse la muerte e incluso buscársela.

Y sin embargo, en contra de toda apariencia y experiencia, Dios sigue siendo la única esperanza de curación. Y hay que seguir confiando y suplicando, aunque resulte incluso odioso dirigirse a Él por creerlo el causante de esos males y, por tanto, el peor enemigo.

Como Job, podemos creer que nuestros “ojos ya no verán más la felicidad”. Pero si seguimos fieles a Dios y usamos los medios de la ciencia médica a nuestro alcance, podremos recuperarlo todo, como Job; y no sólo eso, sino que nos brillará su misma esperanza: “Con mis propios ojos veré a mi Dios”, por la resurrección, que nos lo devuelve todo casi al infinito. Porque “si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”, pues él “está en el fondo de toda pena”.

Corintios 9, 16-19. 22-23

Hermanos: Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! Si yo realizara esta tarea por iniciativa propia, merecería ser recompensado, pero si lo hago por necesidad, quiere decir que se me ha confiado una misión. ¿Cuál es, entonces, mi recompensa? Predicar gratuitamente el Evangelio, renunciando al derecho que esa Buena Noticia me confiere. En efecto, siendo libre, me hice esclavo de todos, para ganar al mayor número posible. Y me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio. Y todo esto, por amor a la Buena Noticia, a fin de poder participar de sus bienes.

Por creer que evangelizar se reduce a predicar o sermonear de palabra, la mayoría de los cristianos se sienten dispensados de evangelizar.

Mas para Jesús su forma de vivir y de obrar fueron la primera y más eficaz evangelización durante 30 años. Esta es para todo cristiano la forma necesaria, accesible, gratuita y más eficaz de evangelizar. No se trata de una iniciativa propia, sino de un privilegio y una misión que se nos ha confiado, y que nos da derecho a participar de los bienes eternos. Por eso san Pablo exclama: “¡Ay de mí si no evangelizo!”, aplicable a todo cristiano.

La eficacia de la evangelización no depende del saber hablar, sino de la unión con Cristo resucitado, que nos garantiza la eficacia salvífica de la vida: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. He ahí para todos la evidente posibilidad y necesidad de evangelizar.

P. Jesús Álvarez, ssp