Sunday, February 25, 2007

LAS TENTACIONES DE JESÚS Y NUESTRAS

LAS TENTACIONES DE JESÚS Y NUESTRAS

Domingo 1º de Cuaresma / Ciclo C / 25-02-2007.


Jesús volvió de las orillas del Jordán lleno del Espíritu Santo y se dejó guiar por el Espíritu a través del desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. En todo ese tiempo no comió nada, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: - Si eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: - Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan. Lo llevó después el diablo a un lugar más alto, le mostró en un instante todas las naciones del mundo y le dijo: -Te daré poder sobre estos pueblos, y sus riquezas serán tuyas, porque me las han entregado a mí y yo las doy a quien quiero. Si te arrodillas y me adoras, todo será tuyo. Jesús le replicó: - La Escritura dice: Adorarás al Señor tu Dios y a él sólo servirás. A continuación el diablo lo llevó a Jerusalén, y lo puso en la muralla más alta del Templo, diciéndole: - Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, pues dice la Escritura: Dios ordenará a sus ángeles que te protejan; y también: Ellos te llevarán en sus manos, para que tu pie no tropiece en ninguna piedra. Jesús le replicó: - También dice la Escritura: No tentarás al Señor, tu Dios. Al ver el diablo que había agotado todas las formas de tentación, se alejó de Jesús, a la espera de otra oportunidad. (Lucas. 4,1-13).

Jesús hace ayuno como entrenamiento de libertad frente a las exigencias del cuerpo, y también como experiencia de compartir el hambre, ese tormento de tantos humanos.

El tentador le pide que venda su conciencia por un trozo de pan gratuito que Jesús mismo podía sacar de las piedras. Frente a la solución milagrera, Jesús declara que por encima de las necesidades del cuerpo, hay necesidades más profundas y altas del espíritu y de la persona. El hombre no sólo estómago y vientre, sino un ser con hambre insaciable de Dios.

A la segunda propuesta de ambición y esclavitud al poder, Jesús responde que el poder y la libertad suprema están en servir, adorar y amar a Dios, de quien recibimos todo lo que somos, tenemos y amamos y esperamos. Servir a los ídolos del placer, del poder y del dinero es perderlo todo al final.

Y por último, la tentación de la fama, el aplauso y la admiración de los adoradores idolátricos. Es la peor de las tentaciones: ser como Dios y pretender utilizarlo para los propios intereses.

Jesús, entrenado al sufrimiento positivo y a la renuncia para la conquista, vence definitivamente, y el Padre lo premia con un banquete servido por los mismos ángeles.

Jesús nos enseña que el camino de la victoria sobre las tentaciones no es de pura renuncia y de tristeza, sino de valentía, libertad, gozo y honor por la victoria contra el mal.

Y nos indica los medios: la oración, mediante la cual nos hacemos con el mismo poder de Dios, único capaz de vencer al tentador en nosotros. Oración que pone a nuestro alcance el tesoro infinito que es el mismo Dios.

El ayuno, también de alimento físico, para compartir con los pobres; pero en especial de todo cuanto hace daño al otro o a uno mismo, a la naturaleza y a Dios, en el esfuerzo sufrido y valiente por hacer el bien.

Y la limosna, no sólo en ayudas materiales, sino en ayudas con lo que nos ha sido dado: amor, inteligencia, ternura, perdón, fortaleza, cercanía, compasión, aliento, oración y sufrimiento por la salvación de los otros, que es la máxima limosna que podemos hacer.

Así tendremos una cuaresma gozosa que termina con el júbilo de la Pascua, en el encuentro comunitario con el Resucitado presente, creído y sentido, quien cumple su promesa infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Deuteronomio 26, 4-10

El sacerdote tomará de tus manos el canasto y lo depositará ante el altar de Yavé, tu Dios. Entonces tú dirás estas palabras ante Yavé: "Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí, siendo pocos aún; pero en ese país se hizo una nación grande y poderosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Llamamos pues a Yavé, Dios de nuestros padres, y Yavé nos escuchó, vio nuestra humillación, nuestros duros trabajos y nuestra opresión. Yavé nos sacó de Egipto con mano firme, demostrando su poder con señales y milagros que sembraron el terror. Y nos trajo aquí para darnos esta tierra que mana leche y miel. Y ahora vengo a ofrecer los primeros productos de la tierra que tú, Yavé, me has dado." Los depositarás ante Yavé, te postrarás y adorarás a Yavé, tu Dios.

Quien más quien menos, todos tenemos experiencia de haber sido liberados por Dios, sin merecerlo, de situaciones desdichadas después de habérselo pedido o sin habérselo pedido. Y lo hizo porque nos ama y le duele nuestra aflicción.

Pero ¿no es Dios quien manda los sufrimientos y las pruebas? La respuesta está en otra pregunta: Algún padre que tenga corazón y sentido común, ¿puede desear afligir con sufrimientos a sus hijos? ¿Dios puede ser peor que un padre humano?

Con todo, un padre puede permitir y desear una dolorosa operación para salvar la vida de su hijo. Esa es la actitud de Dios Padre ante nuestro sufrimiento: convertirlo en causa de vida, felicidad y gloria. Ahí se realiza la omnipotencia amorosa de nuestro Padre Dios.

Y nuestra actitud ante el Padre no puede ser sino de gratitud y alabanza, a la vez que le entregamos parte de lo que nos dio en el altar del prójimo necesitado de mil formas. Porque Dios se identifica con el necesitado a quien prestamos ayuda.

Romanos 10, 8-13

Hermanos: la Escritura dice: “Muy cerca de ti está la Palabra, ya está en tus labios y en tu corazón”. Ahí tienen nuestro mensaje, y es la fe. Porque te salvarás si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos. La fe del corazón te procura la verdadera rectitud, y tu boca, que lo proclama, te consigue la salvación. También dice la Escritura: “El que cree en él, no quedará defraudado”. Así que no hay diferencia entre judío y griego; todos tienen el mismo Señor, que es muy generoso con todo el que lo invoca; porque todo el que invoque el Nombre del Señor, se salvará.

La Palabra de Dios está escrita en nuestros corazones. Pero del corazón tiene que pasar a la mente y a la vida, de lo contrario el mismo corazón sería su tumba.

¿Cómo nos habla Dios al corazón? Mediante la vida, la naturaleza, la Biblia, las personas, la oración, los sacramentos y todo lo que sucede en nosotros y a nuestro alrededor. En todo se refleja la Palabra de Dios para ser escrita en nuestro interior y para hacerla vida.

Pero es necesaria la atención, el deseo, el silencio y la escucha leal para reconocer esa Palabra que llega a nuestros corazones, para dar a la vida valor eterno.

Y esa Palabra es salvadora cuando nos contacta con la Palabra Persona: Cristo, quien pronuncia esa Palabra. Sin esta unión, la Palabra queda estéril, como él mismo lo afirma: Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí no pueden hacer nada.

Él escribe y pronuncia de continuo su Palabra en nuestros corazones, en nuestras vidas y en nuestro entorno mediante su presencia infalible: Yo estoy con ustedes todos los días... Y por su parte el Padre nos exhorta: Este mi Hijo muy amado: escúchenlo. Él es el único Salvador: sólo quien le cree, lo ama y en él espera, puede alcanzar el perdón y la salvación.

No basta, pues, hablar de Dios ni oír hablar de él; es necesario escucharlo a él en el templo de nuestra persona donde nos habla al corazón y a la mente. Tenemos que evitar a toda costa quebrantar el segundo mandamiento: No pronunciarás el nombre de Dios en vano. Y se peca contra este mandamiento cuando tenemos a Dios en los labios, pero no en el corazón.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, February 18, 2007

LA MEDIDA CON QUE MIDAS, SERÁS MEDIDO

LA MEDIDA CON QUE MIDAS, SERÁS MEDIDO

Domingo 7º del tiempo ordinario / 18-02-2007

Habló Jesús a sus discípulos: - Yo les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande, y serán hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los pecadores. Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará; se les echará en su delantal una medida colmada, apretada y rebosante. Porque con la medida que ustedes midan, serán medidos ustedes. (Lucas 6,27-38).

La puesta en práctica de la recomendación de Jesús: “Den y se les dará con abundancia”, nos merece ser ayudados cuando estemos en necesidad física, moral o espiritual. El Señor no se deja vencer en generosidad cuando lo socorremos por amor en el prójimo, con el cual él se identifica: “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron”.

Este paso evangélico proclama la cultura de la vida y la civilización del amor. No juzgar, no condenar, perdonar, orar por quienes nos hacen mal y hacerles el bien, implica defender el derecho sagrado de la persona a la vida y a la libertad, a la dignidad y buena fama. Implica el amor total para con el hombre, a imitación de Dios. Derecho y amor que la cultura de la muerte y sus promotores niegan a muchos, sobre todo a pobres, indefensos e inocentes.

Hoy, cuando se rechaza la pena de muerte para adultos, no se repudia de la misma manera la matanza masiva de niños inocentes abortados, sino que incluso se justifica y defiende en nombre de intereses políticos, económicos, sociales, racistas, personales...

Las palabras y la vida de Jesús nos indican cómo podemos escapar a la cultura de la muerte y del odio, tan extendida en el mundo y en todos los ambientes. Sus enseñanzas reflejan lo que él mismo hizo y vivió. Cuando lo torturaron y clavaron en la cruz, soportó el sufrimiento y la muerte sin vengarse ni maldecir a sus verdugos y asesinos, sino que, compadecido, suplicó perdón para aquellos mismos que lo torturaban y asesinaban.

Pero el Padre le dio la razón a Jesús, devolviéndole, cambio del sufrimiento y de la vida física, la vida resucitada y gloriosa. Vida gloriosa ganada por él también para cuantos le imitan haciendo el bien, perdonando y amando incluso a los enemigos.

El amor a los enemigos, la oración por los que nos hacen sufrir, es una característica exclusiva de la fe cristiana. Es la victoria sobre el odio y la muerte, pues quien opta por la imitación de Cristo, merece de él, infaliblemente, la resurrección y la vida gloriosa para siempre. “Hagan a los otros lo que desean que los otros hagan por ustedes”. Es la regla de oro de la vida cristiana y humana.

Jesús huyó de la muerte varias veces, hasta que le llegó la hora inevitable. A nadie se le puede pedir que se deje maltratar o matar, ni buscar el sufrimiento por sí mismo. Pero cuando nos llega el dolor y la muerte inevitables, entonces es la hora de darle sentido y valor eterno de redención y resurrección, ofreciéndolos y asociándonos a la pasión de Cristo por la salvación propia y la de muchos otros. Imitar así a Cristo es la condición esencial para hacernos cristianos; o sea: semejantes a Cristo.

Imitar a Cristo en el amor y perdón al prójimo, no es un imposible sino una necesidad que él mismo hace posible con su presencia infalible en nuestra vida. Sólo si perdonamos seremos perdonados y salvados. Pues el mismo trato que demos a los otros, es el que de Dios recibiremos. Y aun mejor, porque Dios no se deja vencer nunca en generosidad.

Pero perdonar no equivale a olvidar, pues olvidar no está a nuestro alcance. Significa renunciar a la venganza, no desear el mal sino el bien a quienes nos ofenden, orar por su conversión y salvación; desear gozar incluso de su compañía, gratitud y amor por toda la eternidad. He ahí la prueba del perdón total.

1 Samuel 26,2-23

Saúl bajó inmediatamente al desierto de Zif con tres mil hombres selectos de Israel; fue en busca de David al desierto de Zif. David y Abisaí llegaron pues de noche hasta el campamento. Saúl dormía en el centro del campamento y su lanza estaba clavada de pie a su lado, y todos sus hombres dormían a su derredor. Abisaí dijo entonces a David: "Hoy puso Dios a tu enemigo en tus manos. Déjame clavarlo en tierra con su lanza, no tendré necesidad de hacerlo por segunda vez". Pero David respondió a Abisaí: "¡No lo hieras! ¿Quién podría poner su mano en el ungido de Yavé y quedar sin castigo?" David tomó la lanza y la cantimplora que estaban al lado de Saúl y se fueron. Nadie lo vio, nadie lo supo, nadie se movió; todos dormían porque Yavé les había enviado un sueño muy pesado. David pasó al otro lado y se puso bien distante en la cima del cerro; los separaba un gran espacio. David le dijo: Aquí está tu lanza, señor, que venga uno de tus muchachos a buscarla. Yavé recompensará a cada cual según su justicia y su fidelidad. Hoy Yavé te había puesto en mis manos y yo no quise poner mi mano encima del que Yavé consagró.

David, nueve siglos antes de Cristo, cumple ya y vive a la letra el mandato de Jesús a sus seguidores y amigos: “Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen” (Mateo 5, 44). Es conmovedor también su dolor y llanto cuando se enteró de la muerte de su enemigo Saúl.

Pero después de la enseñanza de Jesús, ¿cuántos de los que se han considerado y se consideran seguidores de Cristo – cristianos - cumplen su mandato de amar a los enemigos y orar por ellos? Y que quien no cumple este mandato, no es verdadero cristiano.

¿Quién ama a sus enemigos? Quien no les devuelve mal por mal, no los odia, no toma revanchas, sino todo lo contrario: pide a Dios que les perdone, ora y ofrece sacrificios por su salvación. Así imita a Cristo – se hace y se demuestra cristiano – que desde la cruz oraba por sus asesinos: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”, cumpliendo así su enseñanza: “No hay amor más grande que el de quien da la vida por los que ama”, por los amigos y por los enemigos hechos amigos mediante el perdón. Recordemos a santa María Goretti que pidió y consiguió la conversión y salvación de su asesino.

Y esa es también la mejor manera de conseguir el perdón de los propios pecados: “Si ustedes perdonan, serán perdonados”. Tal vez tengamos que pedir con insistencia la fuerza y la voluntad de perdonar. Pero perdonar no significa no sentir dolor ante la ofensa recibida, incluso durante largos años o tal vez por toda la vida.

1 Corintios 15,45-49

Así dice la Escritura: “El primer hombre, Adán, se convirtió en un ser viviente”; pero el último Adán, en cambio, será espíritu que da vida. La vida animal es la que aparece primero, y no la vida espiritual; lo espiritual viene después. El primer hombre, sacado de la tierra, es terrenal; el segundo viene del cielo. Los cuerpos de esta tierra son como el hombre terrenal, pero los que alcanzan el cielo son como el hombre del cielo. Y del mismo modo que ahora llevamos la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.

En el orden de la creación, Dios, que es espíritu, crea primero la materia, luego la vida animal, a la cual añade la vida humana, y por fin da al hombre la vida espiritual que vivifica y sostiene la vida humana y la hace eterna.

El primer hombre, Adán, hecho de la tierra, por la fuerza del Espíritu de Dios que da la vida, se convirtió en ser viviente, pero sometido a la muerte a causa del pecado. Jesús, el segundo Adán, primero es espíritu eterno, segunda persona de la Trinidad, y luego asume el cuerpo humano corruptible para hacerlo incorruptible y celestial, mediante la resurrección.

Jesús, con la muerte y la resurrección de su cuerpo mortal, ha ganado para todos la resurrección de nuestro cuerpo mortal, que él hará cuerpo celestial, como el suyo. Cristo hará surgir de nuestro cuerpo muerto un cuerpo glorioso; como de la semilla surge una planta nueva, muy superior a la semilla que se pudre. Vale la pena vivir y caminar unidos a él, preparándonos así a la resurrección y a la gloria con él.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, February 11, 2007

LA FELICIDAD QUE POCOS BUSCAN

LA FELICIDAD QUE POCOS BUSCAN

Domingo 6° durante el año-C / 11-2-2007


Jesús levantó los ojos hacia sus discípulos y les dijo: "Felices ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Felices ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Felices ustedes los que lloran, porque reirán. Felices ustedes si los hombres los odian, los expulsan, los insultan y los consideran unos delincuentes a causa del Hijo del Hombre. Alégrense en ese momento y llénense de gozo, porque les espera una recompensa grande en el cielo. Recuerden que de esa manera trataron también a los profetas en tiempos de sus padres. Pero ¡pobres de ustedes, los ricos, porque tienen ya su consuelo! ¡Pobres de ustedes los que ahora están satisfechos, porque después tendrán hambre! ¡Pobres de ustedes los que ahora ríen, porque van a llorar de pena! ¡Pobres de ustedes, cuando todos hablen bien de ustedes, porque de esa misma manera trataron a los falsos profetas en tiempos de sus antepasados!” (Lucas 6,17.20-26).

La felicidad es el objetivo de todo lo que el hombre vive, hace, dice, espera; e incluso de todo lo que sufre. Pero ¡cuánto engaño en buscar la felicidad y cuánta felicidad sin buscadores!


Ser feliz significa experimentar que la propia vida es verdadera y exitosa porque se vive con valores que no perecen y ni siquiera se pierden con la muerte; es sentirse uno mismo, persona libre, que ama y es amada, con un puesto de responsabilidad en la historia humana de cada día, con sentido de amor servicial y proyección de feliz eternidad.


También Cristo tuvo como objetivo primordial de su vida la felicidad del hombre, y la suya propia. Y nos enseñó el camino real de esa felicidad plena y eterna, que él siguió, logrando el éxito más rotundo: la resurrección y la ascensión a la gloria eterna. Y ese es el camino de la felicidad que nos marca y nos ofrece hoy: las bienaventuranzas. El que siguieron y siguen todos los suyos con la voluntad y seguridad de alcanzar la meta prometida.


Pero... ¿cuántos creen realmente que es ese el camino de la verdadera, perenne y eterna felicidad que todos buscamos? Cada religión, cada cultura, cada generación tiene sus criterios de felicidad, y no renuncian a ellos ni los mejoran, a pesar de que constatan una y mil veces que son falsos, pues son cosquillas que hacen reír, pero no hacen feliz. Son los criterios de la sociedad del poder, del tener y del placer.


Las bienaventuranzas son el programa de vida de Jesús y ofrecido a todos los que de verdad quieran lograr la mayor felicidad posible en esta tierra y su misma felicidad divina y eterna en el paraíso.


Pero, ¿cómo pueden ser felices los pobres, los que lloran, los que sufren, los que renuncian a una vida fácil de placer, los perseguidos, los que pasan hambre, los pacíficos...? Muy sencillo: ellos, con la ayuda de Dios, convierten esas infelicidades pasajeras en fuente de felicidad temporal y eterna. Así fue para Cristo y así y será es para sus verdaderos discípulos.


La pobreza es la primera de las bienaventuranzas y las sintetiza todas. Ser pobre es tener conciencia de que todo lo que somos, tenemos, amamos y esperamos son dones y propiedad de Dios, puestos en nuestras manos para gozarlos y compartirlos con gratitud. Pobre es quien no pone en lugar de Dios o por encima de él a ninguna criatura o disfrute.


Pero infelices y pobres los que son ricos a costa de los pobres, que ríen sobre la tristeza ajena, saciados gracias al hambre de otros... No tienen más futuro que la muerte y la infelicidad eterna. Dios los abandona a sus caprichos y pasiones. Ya recibieron su paga...


De cada cual depende elegir el camino real de la verdadera felicidad que traspasa el umbral de la muerte, o de la felicidad engañosa y pasajera.


Jeremias 17,5-8


Así habla Yavé: “¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos.

Dios no maldice la confianza necesaria entre las personas de buena voluntad, en función de una sana y gratificante convivencia humana en la amistad, en la mutua ayuda y en la fraternidad, en su presencia. Pero sí maldice la confianza excesiva puesta en una persona humana que lleva al hombre a volver las espaldas a Dios, porque espera del hombre lo que sólo de Dios puede dar. Pone al hombre en el lugar de Dios, y eso es y se llama idolatría.

Esta confianza maldita que excluye a Dios de la vida y pone en su lugar los ídolos del tener, del placer y del poder, vuelve la vida estéril y desértica, porque se ha cortado de única fuente de la vida: Dios. Y sólo queda una pasajera apariencia de vida, pero en realidad es muerte anticipada y la más triste “malaventuranza”.


Sin embargo, el que ha puesto su confianza en Dios, se conecta con la fuente y la corriente de aguas vivas, que hacen posible que la vida sea vida - no apariencia de vida – y produzca frutos de vida, felicidad y salvación para sí y para muchos otros. Recordemos siempre la consigna clave de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.


1 Corintios 15,12. 16-20


Ahora bien, si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos? Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo resucitar. Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados. Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos. Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo el primero y primicia de los que se durmieron.

San Pablo es el apóstol por excelencia de la resurrección. Después de la venida del Espíritu Santo los apóstoles se lanzaron a la calle para predicar, y la resurrección de Cristo era el tema esencial de la evangelización: “A Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hechos de los apóstoles 2, 32). “Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho poder” (Hechos de los apóstoles 4, 33). Se convertían por miles.


Y también hoy toda evangelización, predicación y catequesis, para ser verdadera, debe tener como tema fundamental y explícito a Cristo resucitado y la resurrección de los muertos.


Sin no se cree en Cristo resucitado, presente y actuante, vana es la fe, la catequesis y la predicación; y no hay perdón de los pecados al no creer en el único que nos puede perdonar, cosa que no puede hacer un muerto. Seríamos los más infelices de los hombres, pues no gozaríamos del Resucitado ni en esta vida ni en la otra.¡Pero no! Cristo está resucitado y cumple puntualmente con nosotros su infalible promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Vivamos y promovamos la cultura de la resurrección con una vida pascual en Cristo resucitado, y él nos dará la total bienaventuranza: la resurrección.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, February 04, 2007

PESCADORES DE HOMBRES

PESCADORES DE HOMBRES


Domingo 5° durante el año – C / 04-02-2007


En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y Él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes. Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: “Navega mar adentro, y echen las redes”. Simón le respondió: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si Tú lo dices, echaré las redes”. Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”. El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”. Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron. (Lucas 5, 1-11).

Pedro vive con sus compañeros el disgusto de no haber pescado nada en toda la noche. Pero con gusto pone su barca a disposición del Maestro para que la gente lo escuche mejor, y él se sienta a su lado para no perderse ni una palabra suya.

Al terminar el discurso, Jesús le dice a Pedro que reme mar adentro para lanzar las redes. Pedro es un pescador experimentado, y sabe cuáles son los tiempos y lugares de la pesca en el lago de Genesaret: durante la noche, como lo habían hecho, pero sin haber encontrado ni un solo pez. Y Jesús, que no era pescador, sino carpintero, le pide un contrasentido: echar las redes en pleno día.

El patrón del Genesaret, sin esperanza de éxito, echa las redes al agua, donde Jesús le indica. Pedro estaba profundamente impresionado por el discurso de Jesús a la gente, y no podía discutir su orden, que era bien precisa.

Pedro, como a regañadientes, renuncia a la lógica de su oficio y de su experiencia y entra resignado en la lógica ilógica del Maestro. Pero la sorpresa de la abundante pesca lo desconcierta: reconoce la grandeza de Jesús y su propia pequeñez y pecado, hasta el punto de verse indigno de estar ante el Señor. Pero Jesús lo hace blanco de su “absurda” lógica al transformarlo de pescador de peces en pescador de hombres con las redes de la Palabra salvadora de Dios.

No es discípulo de Jesús quien sólo está a su lado, sino quien además se fía de él, aun en contra de las evidencias humanas; y descubre en Jesús a alguien tan extraordinario y tan grande, que se siente indigno de estar en su presencia, la que él nos aseguró con palabras infalibles: “Estoy con ustedes todos los días”.

Fiarse de Jesús es pasar a una nueva situación, subir de la lógica humana a la lógica sobrenatural, desde la propia pequeñez e indignidad. Todo cristiano (=discípulo de Cristo unido a él), es llamado a ser “pescador de hombres”; o sea: colaborar con Jesús en la salvación de sus hermanos y de todos los hombres, con la vida, la palabra, las obras, el sufrimiento, la oración, el ejemplo, pero unido él.

Isaías 6, 1-2. 3-8

El año de la muerte del rey Ozías, yo vi al Señor sentado en un trono elevado y excelso, y las orlas de su manto llenaban el Templo. Unos serafines estaban de pie por encima de Él. Cada uno tenía seis alas. Y uno gritaba hacia el otro: «¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria». Uno de los serafines voló hacia mí, llevando en su mano una brasa que había tomado con unas tenazas de encima del altar. Él le hizo tocar mi boca, y dijo: «Mira: esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado». Yo oí la voz del Señor que decía: «¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?» Yo respondí: «¡Aquí estoy: envíame!»

Tantas veces pronunciamos u oímos la palabra SANTO referida a Dios, sin quizás saber qué significa: admirable, insuperable, omnipotente, infinitamente amable y bello, inalcanzable, y a la vez el más cercano a nosotros. Es el Creador y cuidador del universo material, donde las distancias se expresan en millones de años luz; y de la diminuta tierra, que en un solo metro cuadrado puede contener millones de seres vivos que él cuida desde hace millones de años. Él hizo nuestro corazoncito, que realiza 36 millones de latidos al año, bombeando más de 2 millones de litros anuales de sangre por 100 mil kilómetros de venas y arterias. Y es el Hacedor del mundo invisible, celestial, inmensamente superior al mundo material. E infinitamente por encima de todas sus obras admirables, está él.

¿Cómo no sentirse indignos y anonadados ante nuestro Dios y Padre que, a pesar de nuestro pecado, se enorgullece de elevarnos a la dignidad de hijos suyos, hacernos colaboradores de su obra creadora y redentora, y además nos llama a compartir su felicidad en mansión celestial por toda la eternidad?

Sin embargo, no creemos en él lo suficiente, y con nuestra ceguera opacamos su presencia y la hacemos incomprensible. Mas nuestra indignidad no nos excusa de la responsabilidad de creerle, amarlo y respetarlo, y de ser puentes entre él y nuestros hermanos que no le creen ni le aman ni lo respetan, para su propio mal. Tenemos que responder como Isaías: “Aquí estoy: envíame”.

1 Corintios 15, 3-8. 11

Hermanos: Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Cefas y después a los Doce. Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto. Además, se apareció a Santiago y a todos los Apóstoles. Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto. En resumen, tanto ellos como yo, predicamos lo mismo, y esto es lo que ustedes han creído.

San Pablo es el apóstol por excelencia de Cristo muerto y resucitado. La resurrección de Jesús, o mejor, Jesús resucitado, es el centro vivo y la fuerza de toda su predicación. Él no elabora cuentos, sino que habla de hechos reales narrados por testigos presenciales y de la experiencia vivida por él mismo.

Pero hoy se está difundiendo una cristología a base de hipótesis que tratan de demostrar que Cristo no resucitó, sencillamente porque la resurrección no es razonable ni demostrable; pero, en el fondo, porque Cristo resucitado exige cargar con la cruz cada día para merecer seguirlo hacia la resurrección y la gloria.

Olvidan que la fe no es razonable ni demostrable. Y que “si Cristo no resucitó, es vana la fe y la predicación”, y en espcial la de ellos, que además resulta fatal para la fe de los sencillos. Y que “si Cristo no ha resucitado, somos los más necios y desgraciados de los hombres”, pues nuestra fe se apoyaría en una gran mentira, en uno cualquiera que ha muerto definitivamente; sería una fe absurda, inútil.

Cultivemos, pues, y vivamos asiduamente nuestra fe en quien nos dijo: “Estoy con ustedes todos los días”, resucitado, presente, actuante.


P. Jesús Álvarez, ssp.