Sunday, March 25, 2007

NO VUELVAS A PECAR

NO VUELVAS A PECAR

Domingo 5° de Cuaresma- C/25-03-2007.

Los maestros de la Ley y los fariseos le presentaron a Jesús una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La colocaron en medio le dijeron: "Maestro, esta mujer es una adúltera y ha sido sorprendida en el acto. En un caso como este, la Ley de Moisés ordena matar a pedradas a la mujer. Tú, ¿qué dices?" Le hacían esta pregunta para ponerlo en dificultades y tener algo de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como ellos insistían en preguntarle, se enderezó y les dijo: "Aquél de ustedes que no tenga pecado, que le arroje la primera piedra." Se inclinó de nuevo y siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos, hasta que se quedó Jesús solo con la mujer, que seguía de pie ante él. Entonces se enderezó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, señor." Y Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar." Juan 8,1-11.

Los acusadores de la mujer adúltera tienen más interés en condenar a Jesús que a la adúltera, y le tienden una trampa bajo pretexto de amor la Ley.

Si se pone a favor de apedrear a la adúltera, su fama de hombre bueno se desmorona, y puede ser encarcelado por los romanos, que habían privado a los judíos del derecho a aplicar la pena de muerte. Si se pronuncia en contra de la Ley, que manda apedrear a las adúlteras, lo denunciarán a los jefes religiosos, que se las arreglarán para eliminarlo, que en realidad fue lo que al fin hicieron.

Los acusadores están seguros de que la trampa no va a fallar. Pero Jesús, en lugar de responderles, se pone a escribir con el dedo en el suelo, tal vez una lista de pecados de los acusadores, incluido el adulterio. Así sienta a los jueces en el banquillo de los acusados.

Al fin Jesús responde: “Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra”, con lo cual les niega el derecho a erigirse en jueces y se niega a condenar a la mujer.

Avergonzados, se retiran uno tras otro. Empezando seguro por los adúlteros presentes, que merecían la misma muerte que pedían para la adúltera.

¡Cuán a menudo Jesús podría presentarnos la lista de nuestros pecados con motivo de los juicios condenatorios en contra de otros pecadores, con lo cual merecemos la misma condena que dictamos contra ellos! ¿Cómo podemos rezar con sinceridad el Padrenuestro? Al pedir perdón sin perdonar, pedimos no ser perdonados. Debemos millones a Dios y reclamamos centavos al prójimo.

Jesús no condena a la adúltera, pero tampoco aprueba su conducta, sino que le pide conversión: que deje de hacerse daño a sí misma y a otros. Con las palabras y la mirada misericordiosa de Jesús se ve curada para siempre. Ya no tendrá más necesidad de llenar el vacío de su vida con pecados y con pecadores.

Debemos ser testigos de la conducta misericordiosa de Jesús. El perdón es la única medicina contra el pecado. No es cristiano – seguidor de Cristo – quien condena al pecador y deja de luchar contra todo mal y todo pecado, con el ejemplo, la oración, la palabra, el perdón y la conversión personal.

Tenemos que dejar ese oficio mezquino de confesar y condenar los pecados ajenos. Y cambiarlo por el trabajo a favor de la cultura del amor, de la misericordia y del perdón. Es el mejor servicio al mundo, a la sociedad, a la familia, al prójimo. El perdón es la necesidad más grande que todos tenemos.

Isaias 43,16-21

Esto dice Yavé, que abrió un camino a través del mar como una calle en medio de las olas; que empujó al combate carros y caballería, un ejército con toda su gente: y quedaron tendidos, para no levantarse más; se apagaron como mecha que se consume. Pero no se acuerden más de otros tiempos, ni sueñen ya más en las cosas del pasado. Pues yo voy a realizar una cosa nueva, que ya aparece. ¿No la notan? Sí, trazaré una ruta en las soledades y pondré praderas en el desierto. Los animales salvajes me felicitarán, ya sean lobos o búhos, porque le daré agua al desierto, y los ríos correrán en las tierras áridas para dar de beber a mi pueblo elegido. Entonces el pueblo que yo me he formado me cantará alabanzas.

Dios acompañaba al pueblo de Israel, lo sostenía y lo libraba de peligros, y a menudo ese mismo pueblo olvidaba a su Dios y se comportaba con ingratitud y desprecio hacia él durante el camino hacia la tierra prometida.

Si cada uno de nosotros repasa con sinceridad y sin prejuicios la propia vida, descubrirá cuántas veces ha intervenido e interviene Dios para librarnos de peligros y proporcionarnos lo necesario para vivir. Siempre nos ha dado, nos da y nos cuida mucho más de lo que le pedimos y pensamos. La respuesta suele ser la ingratitud y la falta de correspondencia amorosa y gozosa a ese amor infinito.

Seamos agradecidos a sus bendiciones, siendo a la vez nosotros bendición para muchos otros: orando, ofreciendo y ayudando para que al fin nos conceda el máximo don: la resurrección y la vida eterna, nuestra “tierra prometida”.

Filipenses 3,8-14

Todo lo considero al presente como peso muerto en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de él ya nada tiene valor para mí y todo lo considero relativo mientras trato de ganar a Cristo. Y quiero encontrarme en él, no teniendo ya esa rectitud que pretende la Ley, sino aquella que es fruto de la fe de Cristo, quiero decir, la reordenación que Dios realiza a raíz de la fe. Quiero conocerlo, quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en su muerte, alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos. No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante; y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús.

San Pablo tuvo la suerte de conocer directamente a Cristo Jesús en el camino de Damasco y en muchas otras ocasiones, como cuando fue arrebatado al “tercer cielo”. De su propia boca recibió el Evangelio. Por eso se enamoró totalmente de Jesús y se hizo testigo excepcional de su muerte y resurrección.

Consideraba como máxima felicidad el “superconocimiento” amoroso de Cristo, y anhelaba encontrarse con él por la resurrección, pero a la vez se sentía dichoso de compartir sus sufrimientos a favor de la salvación de los hombres. Llegó a decir: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Mas no por eso se consideraba perfecto ni en posesión del conocimiento total del Salvador, sino que era consciente de que debía continuar la carrera para conquistar a Cristo como Cristo lo había conquistado a él. Sabía que le faltaba mucho, y no podía perder tiempo mirando para atrás, sino que se lanzaba hacia lo que todavía le faltaba alcanzar en el acercamiento, conocimiento, amor y gozo de su Señor. Que este ejemplo maravilloso aumente en nosotros el ansia de conocer a Cristo, amarlo y compartir su muerte y su resurrección.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, March 18, 2007

LA RECONCILIACIÓN

LA RECONCILIACIÓN

Domingo 4° cuaresma - C / 18-03-2007


En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: Este acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenia dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde". El padre les repartió los bienes. Pocos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, partió a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y comenzó a pasar necesidad. Fue entonces a servir a casa de un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; pero nadie le daba de comer. Entonces recapacitó y se dijo: “¡Cuantos trabajadores en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Ahora mismo me pondré en camino e iré a la casa de mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus trabajadores". Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus criados: "Saquen en seguida el mejor traje y vístanlo; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero cebado y mátenlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido encontrado". Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando, al volver, se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó que pasaba. Este le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano y salvo". El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salio e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con prostitutas, haces matar, para él, el ternero más gordo". El padre le dijo: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido encontrado”. Lucas 15, 1 - 3. 11 – 32.

Josué 5, 9a. 10 – 12.

En aquellos días, el Señor dijo a Josué: Hoy les he quitado de encima el oprobio que sufrieron en Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la llanura de Jericó. Al día siguiente de la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: pan sin levadura y trigo tostado. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, dejó de caer el maná. Los israelitas ya no tuvieron más el maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaan.

Corintios 5, 17-21

Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo los exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.

Saturday, March 10, 2007

CONVERTIRSE O PERECER

CONVERTIRSE O PERECER

Domingo 3° cuaresma - C / 11-03-2007


En ese momento algunos le contaron a Jesús una matanza de galileos. Pilato los había hecho matar en el Templo, mezclando su sangre con la sangre de sus sacrificios. Jesús les replicó: ¿Creen ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás porque corrieron semejante suerte? Yo les digo que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, perecerán del mismo modo. Y aquellas dieciocho personas que quedaron aplastadas cuando la torre de Siloé se derrumbó, ¿creen ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Yo les aseguro que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, todos perecerán de igual modo. Jesús continuó con esta comparación: Un hombre tenía una higuera que crecía en medio de su viña. Fue a buscar higos, pero no los halló. Dijo entonces al viñador: "Mira, hace tres años que vengo a buscar higos a esta higuera, pero nunca encuentro nada. Córtala. ¿Para qué está consumiendo la tierra inútilmente? El viñador contestó: "Señor, déjala un año más y mientras tanto cavaré alrededor y le echaré abono. Puede ser que así dé fruto en adelante y, si no, la cortas". (Lucas 13,1-9)

Convertirse significa cambiar para mejor: mejorar la forma de ser, gozar, sufrir, trabajar, pensar, sentir, hablar, amar, vivir, relacionarse, orar..., para mejorar la vida y la felicidad propia y ajena. Volverse con más intensidad de amor hacia Dios y hacia el prójimo, lo cual revela el auténtico amor hacia nosotros mismos, pues con eso nos ponemos o avanzamos en el real camino de la felicidad terrena y eterna, que buscamos desde lo más profundo de nuestro ser.

Siempre es posible hacer más y ser mejor. Y es necesario, porque no mejorar es empeorar. Es poner en peligro nuestra felicidad temporal y eterna: “Si no se convierten de sus malos caminos, perecerán”, nos dice Jesús.

Convertirse no es buscar el sufrimiento por sí mismo, sino vivir el verdadero amor, que dará fuerza e esperanza gozosa en cualquier sufrimiento exigido por el mismo amor. El sufrimiento inevitable, injusto o merecido, tiene destino de felicidad verdadera, temporal y eterna, por paradójico que parezca.

Es necedad aplazar la conversión indefinidamente, porque la muerte nos sorprenderá cuando menos lo pensemos, y puede llevarnos a la muerte segunda, lejos de toda felicidad, siendo la mayor pena la incapacidad de amar y de ser amados, por no haber querido amar: ¡eso es el infierno!

Si no se siente la necesidad de convertirse, es señal segura de que no se lleva buen camino, por más que se aparente o se tenga la ilusión de lo contrario. Hay que dejarse de ilusiones y avanzar firme por el camino de la felicidad costosa.

Jesús pone el ejemplo de la higuera de buena apariencia que no da frutos, y por eso merece ser arrancada. La higuera es figura de nuestra vida, destinada por Dios para dar frutos abundantes y duraderos. Y si no los producimos, ¿qué podemos esperar en recompensa?

¿Y cuáles son esos frutos? Son los referidos a los bienes del reino: frutos de vida y de verdad, de justicia y de paz, deamor y solidaridad, de libertad y alegría: frutos de salvación. Y los producimos infaliblemente sólo y cuando vivimos afectiva y efectivamente unidos a Cristo, como él mismo nos asegura con palabra infalible: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. No pone más condiciones. “Pero separados de mí, no pueden hacer nada”.

Éxodo 3,1-8. 13-15

Dios llamó a Moisés desde la zarza ardiente: "¡Moisés, Moisés!", y él respondió: "Aquí estoy." Yavé le dijo: "No te acerques más. Sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada." Luego le dijo: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob." Al instante Moisés se tapó la cara, porque tuvo miedo de que su mirada se fijara sobre Dios. Yavé dijo: "He visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he escuchado sus gritos cuando lo maltrataban sus mayordomos. Yo conozco sus sufrimientos, y por esta razón estoy bajando, para librarlo del poder de los egipcios y para hacerlo subir de aquí a un país grande y fértil, a una tierra que mana leche y miel, al territorio de los cananeos, de los heteos, de los amorreos, los fereceos, los jeveos y los jebuseos". Moisés contestó a Dios: "Si voy a los hijos de Israel y les digo que el Dios de sus padres me envía a ellos, si me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, yo ¿qué les voy a responder?" Dios dijo a Moisés: "Yo soy: YO-SOY." "Así hablarás al pueblo de Israel: ´YO-SOY me ha enviado a ustedes’. Y también les dirás: ‘YAVE, el Dios de sus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado’. Este será mi nombre para siempre, y con este nombre me invocarán de generación en generación."

Dios revela a Moisés el nombre con que quiere ser llamado e invocado: “Yo soy”, “Yo soy el que soy”, el que existe por sí mismo. “Yavé”, el Dios de todos los que lo reconocen y lo adoran en espíritu y en verdad. El Dios de la compasión y de la presencia amorosa.

Él es el Dios misericordioso que se hace presente en la vida de quienes sufren para liberarlos y salvarlos: “Si el afligido invoca a Dios, él lo escucha”, y realiza en él la salvación.

Ante las masacres, las desgracias, las enfermedades y la muerte, no podemos limitarnos a lamentos y condenas, sino imitar a Dios llevando socorro, y suplicándole que convierta el dolor y la muerte en fuente de justicia y de paz, de vida y salvación.

1 Corintios 10,1-6. 10-12

Les recordaré, hermanos, lo que ocurrió a nuestros antepasados. Todos estuvieron bajo la nube y todos atravesaron el mar. Todos recibieron ese bautismo de la nube y del mar, para que así fueran el pueblo de Moisés; y todos comieron del mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida espiritual; el agua brotaba de una roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Sin embargo, la mayoría de ellos no agradaron a Dios y sus cuerpos quedaron en el desierto. Todo esto sucedió para ejemplo nuestro, pues debemos guardarnos de los malos deseos que ellos tuvieron. Tampoco se quejen contra Dios, como se quejaron muchos de ellos y fueron eliminados por el ángel exterminador.

San Pablo nos invita a proyectar el pasado de los israelitas en nuestro presente: todos estamos bajo la misericordia de Dios; todos hemos recibido el bautismo por el que somos miembros de la Iglesia; todos estamos invitados a la conversión para recibir el perdón y la salvación; todos recibimos el Cuerpo de Cristo, y todos lo creemos nuestro único Salvador...

Sin embargo, no todos agradan a Dios, porque no basta con creer y cumplir externamente, y a la vez obrar por vanagloria o egoísmo, desconectados de Cristo: “No todo el que me dice: ´¡Señor, Señor!’ entrará en el reino de los cielos, sino el que escuche la palabra de Dios y la cumpla”. A quienes alegaban haber predicado, hecho milagros y expulsado demonios en su nombre, el Señor les dice: “No los conozco, obradores de iniquidad”. Y san Pablo afirma que por más fe que tengamos y por más obras buenas que realicemos, si no lo hacemos por amor y en unión con Cristo, de nada nos sirve, ni siquiera el evangelizar y recibir los sacramentos.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, March 04, 2007

TRANSFIGÚRANOS, SEÑOR, TRANSFIGÚRANOS

TRANSFIGÚRANOS, SEÑOR, TRANSFIGÚRANOS

2º domingo de cuaresma, 4 marzo 2007


Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completamente. Incluso sus ropas se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía, porque estaban desconcertados. En esto se formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube se oyeron estas palabras: - Este es mi Hijo, el amado. ¡Escúchenlo! Y de pronto, mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos. Lucas 9, 28-36

Jesús anuncia a sus discípulos que su muerte está ya próxima, pero también su resurrección gloriosa. Mas ellos no comprenden ni creen ni les interesa lo de la resurrección, cegados por la ambición del reino terrenal de Cristo. Ellos, como Jesús, se sienten afligidos por ese inminente desenlace fatal. Pero con la transfiguración el Padre les muestra, a los discípulos y a Jesús, un anticipo de la resurrección. Y el Maestro ha querido que sus discípulos predilectos estén presentes, para que se animen viendo cuál es el sentido real de su muerte, como él les había anunciado: Y al tercer día resucitaré.

Los discípulos dudan de si Jesús no estará equivocado, si no está yendo hacia el fracaso total. Por eso el Padre, en la Transfiguración, quiere dar les una prueba más, hablándoles desde la nube: Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo. Quiere decir: “Créanle. Es cierto lo que dice: que al tercer día resucitará, porque es mi verdadero Hijo”.

El sufrimiento y la perspectiva de la muerte engendran tristeza y desesperanza en nosotros, si no miramos más allá: la resurrección. La tristeza sin la luz de la esperanza, no es cristiana: es contraria a la fe en la resurrección, la primera y fundamental verdad de nuestra fe.

Desde que Jesús sufrió, murió y resucitó, todo sufrimiento, y la muerte misma, tienen destino de resurrección y de vida, de felicidad y gloria sin fin. Nos lo asegura san Pablo: "Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él; si morimos con él, viviremos con él”. Cada sufrimiento se nos compensará con un enorme peso de gozo y de gloria, si lo asociamos con fe y esperanza a los sufrimientos de Jesús. Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación alguna con el peso de gloria que se nos ha de manifestar, declara el mismo Apóstol.

En Cristo se verifican diversas transfiguraciones, incluso a la inversa. La primera fue la gran transfiguración de la encarnación: el Hijo de Dios se hace a la vez hijo de María. La otra gran transfiguración se verifica en la Eucaristía: el paso del Dios-hombre a pan y vino, para pasar a los hombres su vida divina: Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él. Y la última gran transfiguración de Jesús es la resurrección: el paso de Cristo muerto a Cristo resucitado y glorioso. Transfiguración que él nos ha ganado también para nosotros.

En la Eucaristía se verifica otra doble transfiguración: el hombre se transfigura en Cristo, y Cristo se transfigura en hombre y mujer, pobre y rico, anciano, joven y niño..., como anota san Pablo: Hasta que se forme Cristo en ustedes.

Si creemos en la presencia transfigurada de Jesús bajo las especies eucarísticas, debemos creer también en su presencia transfigurante bajo las especies humanas de los hombres, hermanos suyos y nuestros, con quienes él se identifica: Todo lo que hagan a uno de estos mis pequeños hermanos, a mí me lo hacen. E igualmente debemos creer en su presencia transfiguradora en nosotros mismos.

Convertirse es transfigurarse en Cristo por el amor, la fe viva y la unión real con él. Y es amar al prójimo, no sólo como a nosotros mismos, sino como él lo ama: hasta dar la vida por quienes amamos. Es vivir con la gozosa esperanza de la resurrección en medio de las vicisitudes gozosas y penosas de este mundo, que está en dolores de parto para engendrar un mundo nuevo, transfigurado, resucitado.

Génesis 15,5-12. 17-18

Yavé sacó a Abram afuera y le dijo: "Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia." Y creyó Abram a Yavé, el que lo tuvo en adelante por un hombre justo. Yavé le dijo: "Yo soy Yavé, que te sacó de Ur de los Caldeos, para entregarte esta tierra en propiedad." Abram le preguntó: "Señor, ¿en qué conoceré yo que será mía?" Le contestó: "Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también una paloma y un pichón." Abram trajo todos estos animales, los partió por mitad, y puso una mitad frente a la otra; las aves no las partió. Las aves rapaces se lanzaban sobre la carne, pero Abram las ahuyentaba. Cuando el sol estaba a punto de ponerse, Abram cayó en un profundo sueño y se apoderó de él un terror y una gran oscuridad. Cuando el sol ya se había puesto y estaba todo oscuro, algo como un calentador humeante y una antorcha encendida pasaron por medio de aquellos animales partidos. Aquel día Yavé pactó una alianza con Abram diciendo: "A tu descendencia daré esta tierra desde el torrente de Egipto hasta el gran río Éufrates”.

Abram es anciano y no tiene descendencia. Situación muy penosa en aquellos tiempos. Pero Dios le promete una descendencia inmensa. Por la fe en la palabra de Dios, el “padre de los creyentes” engendra a un hijo, en el que será padre de multitudes a través de los siglos.

¿Quién no ha probado la tristeza de sentirse estéril en su vida, aunque haya tenido hijos de la propia carne? En especial cuando los hijos olvidan y abandonan a sus padres, y cuando además no se los ha engendrado en la fe, de modo que se pueden parafrasear con angustia las palabras de Jesús: ¿De qué me vale haber tenido hijos, si al final los pierdo para siempre?

¿Podrá ser auténtica la fe de los padres que no influye para en la vida de sus hijos? Aunque siempre es tiempo de empezar en serio, recurriendo a la oración, al ejemplo, al sacrificio ofrecido, a obras y actitudes de fe, y especialmente a la Eucaristía ofrecida por ellos y ofreciéndose con Cristo por ellos, con lo cual se ejerce el sacerdocio bautismal a su favor.

Y esta paternidad que, en unión con Cristo, engendra hijos para la vida eterna, se puede y se debe extender a toda la familia, amistades, vecinos... y a muchos otros. Así nos hacemos, en verdad, padres y madres de multitudes. A cada uno de nosotros Dios le ha asignado su parcela de salvación. Y debe cuidarla como un gran privilegio de salvación propia y ajena.

Filipenses 3,17-21. 4, 1

Sean imitadores míos, hermanos, y fíjense en los que siguen nuestro ejemplo. Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. La perdición los espera; su dios es el vientre, y se sienten muy orgullosos de cosas que deberían avergonzarlos. No piensan más que en las cosas de la tierra. Nosotros tenemos nuestra patria en el cielo, y de allí esperamos al Salvador que tanto anhelamos, Cristo Jesús, el Señor. Pues él cambiará nuestro cuerpo miserable usando esa fuerza con la que puede someter a sí el universo, y lo hará semejante a su propio cuerpo, del que irradia su gloria.

San Pablo llora porque muchos convertidos a la fe en Cristo crucificado y resucitado, volvían al placer desordenado, convirtiendo el estómago y el sexo en ídolos de sus vidas, haciéndose así “enemigos de la cruz de Cristo”, y por tanto indignos de su resurrección.

¿Sobre cuántos cristianos lloraría san Pablo hoy? ¿También sobre mí y sobre ti? Vale la pena verificar con seriedad si nos estamos arrodillando o no ante esos ídolos, que hacen pasar por felicidad lo que sólo es gusto o placer, y al final privan de la felicidad eterna para siempre.

Si creemos que nuestra patria es el cielo, tenemos que echar mano de los medios para conquistarla. Y el medio esencial nos lo propone Jesús: Si alguno quiere ser mi discípulo, que cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Con él por el calvario hacia la resurrección.

Felizmente el sufrimiento y la cruz no son nuestro destino, sino sólo el camino por donde se sigue a Cristo hacia el destino que anhelamos: la resurrección y la gloria inmensa sin fin. La cruz es el sustancioso pan cotidiano de quien renuncia a gozar a costa del sufrimiento ajeno y a costa de su propia vida eterna; de quien decide arrancar las cruces de los que sufren y opta por ser leal a Dios, al prójimo y a sí mismo. Pero es una cruz que sana, salva y produce vida, alegría y felicidad, a semejanza de los dolores de parto de una madre amante de la vida que espera.

P. Jesús Álvarez, ssp.