Sunday, April 29, 2007

PASTORES CON EL BUEN PASTOR

PASTORES CON EL BUEN PASTOR




Domingo 4º de Pascua – C / 29-4-2007
44 Jornada Mundial de Oración por las vocaciones



En aquel tiempo dijo Jesús: - Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más fuerte que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa. (Juan. 10, 27 - 30).

El verdadero seguidor de Cristo conoce, escucha y obedece la voz de Jesús, Buen Pastor, y lo sigue, como las ovejas escuchan y siguen a su pastor. Y como las ovejas están seguras de que el pastor las llevará por buenos caminos y a buenos pastos, así el verdadero cristiano sabe que Cristo lo llevará por caminos seguros a los prados eternos.



Jesús aclara qué significa ser sus ovejas: escuchar su voz, ser conocidos y amados por él, conocerlo con un conocimiento amoroso y seguirlo como pastor bueno y modelo inigualable. Jesús describe, con el símbolo de las ovejas y del buen pastor, la intimidad de las relaciones entre él y sus discípulos de todos los tiempos.



Ahí está nuestra tarea diaria de cristianos, seguidores de Cristo: conocerle por el trato asiduo, la contemplación, la oración, la reflexión, la lectura de su Palabra, el amor al prójimo, su imagen viva, para así poder amarle de verdad. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, Padre, y a quien tú has enviado”.



Seguir a Jesús es más que creer unas verdades, cumplir unas normas, celebrar ritos y hacer prácticas de piedad: es aceptar su forma de vida, sus sentimientos, sus criterios, su manera de ser, de hacer y de amar; es aceptarlo y acogerlo a él como Persona viva, amabilísima, presente y actuante, manteniendo con él una relación íntima, confiada, asidua, gozosa. En eso consiste la vida plena, feliz y eterna que Jesús nos da en el tiempo y en la eternidad.



Jesús entregó la vida por nosotros, y es su voluntad que nosotros demos la vida por nuestros hermanos, puesto que debemos darla de todas maneras. Y él nos la devolverá con la resurrección, como el Padre se la devolvió a él en el día de la Pascua. Nadie podrá arrebatarnos de su mano.



Pero nosotros, abusando de la libertad - que es don suyo - podríamos abandonar al Buen Pastor y extraviarnos con riesgo de perder la vida eterna y de arrastrar a otros a la perdición. ¡Qué tremenda desgracia sería!



El Buen Pastor ha querido la colaboración de otros “pastores”: el Papa, los obispos, los sacerdotes, misioneros, diáconos, catequistas, comunicadores, escritores, autoridades, profesores, padres de familia..., para llevar a sus ovejas a buenos pastos. Las ovejas oirán y seguirán a los pastores cuya voz y conducta reflejen al Buen Pastor. Y surgirán nuevos pastores que continúen su obra salvífica.



Sólo Cristo, Buen Pastor resucitado y presente, puede dar eficacia de salvación a nuestra vida y muerte, alegrías, sufrimientos, oración, palabras, acciones, como él asegura: “Yo soy la puerta de las ovejas; quien entra por mí, encontrará pastos; pero quien entra por otra parte (con otros intereses), es ladrón y bandido”. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero separados de mí, no pueden hacer nada”.



Por eso la primera tarea y compromiso de los pastores consiste en estar unidos a Cristo, acoger a Cristo, vivir en Cristo para engendrar a otros a la vida en Cristo. En eso consiste el éxito de la vida y de la misión de los pastores y fieles. A cada uno de nosotros Dios nos ha asignado una “parcela de salvación”, formada por personas en cuya salvación nos ha encomendado colaborar. Tenemos que localizarlas, empezando por la propia familia, y comprometernos.




P. Jesús Álvarez, ssp.





Mensaje del Papa Benedicto XVI para la
44 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones




Copia de la mayor parte del mensaje pontificio, resaltando algunas ideas relevantes. Cada vez escasean más los sacerdotes, y aumenta la necesidad y demanda del servicio sacerdotal; pero, paradójicamente, también escasea entre el pueblo cristiano el interés eficiente por crear ambientes vocacionales, especialmente en las familias cristianas y parroquias, por promocionar las vocaciones y hacer oración insistente por las mismas.


Venerados Hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Para la Jornada de este año propongo a la atención de todo el pueblo de Dios este tema, nunca más actual: «La vocación al servicio de la Iglesia comunión».



El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en las Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la relación entre Cristo y la Iglesia, señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó, en su núcleo originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado a Jesús, se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su apremiante invitación: «Síganme, los haré pescadores de hombres» (Marcos 1, 17; cf Mateo 4, 19)… Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con él (cf Marcos 3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente invocación: «Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos» (Juan 17, 26). La misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión con Dios.



La Eucaristía es el manantial de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su pasión: «Padre… que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Juan 17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover vocaciones es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la Iglesia-comunión, porque quien vive en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta, aprende ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del Señor.



El cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante «educación» para escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que ayudó a Samuel a captar lo que Dios le pedía y a realizarlo con prontitud (cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo puede darse en un clima de íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración. Según el explícito mandato del Señor, hemos de implorar el don de la vocación en primer lugar rezando incansablemente y juntos al «dueño de la mies». La invitación está en plural: «Rueguen por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mateo 9, 38)... «Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mateo 18, 19). El buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos y con insistencia, para que Él envíe vocaciones al servició de la Iglesia-comunión.



Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio Vaticano II puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros presbíteros en una auténtica comunión eclesial. Leemos a este propósito en «Presbyterorum ordinis»: «Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo» (n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio, la Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores dabo vobis», subrayando que el sacerdote «es servidor de la Iglesia-comunión porque -unido al Obispo y en estrecha relación con el presbiterio- construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios» (n. 16). Es indispensable que en el pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la plena comunión, y el obispo y los presbíteros han de favorecerla en armonía con toda otra vocación y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por ejemplo, en su «proprium» está al servicio de esta comunión, como señala la Exhortación apostólica post-sinodal «Vita consecrata» de mi venerado Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad» (n. 41).



En el centro de toda comunidad cristiana está la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye así a construir la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que «el amor eucarístico» motiva y fundamenta la actividad vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en la Encíclica «Deus caritas est», las vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía...



Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera comunidad en la que «todos perseveraban unánimes en la oración» (cf Hechos 1, 14), para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad, signo elocuente del amor divino a todos los hombres. La Virgen, que respondió con prontitud a la llamada del Padre diciendo: «Aquí está la esclava del Señor» (Lucas 1, 38), interceda para que no falten en el pueblo cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes que, en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda la humanidad. Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el número de las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador de salvación.



Queridos hermanos y hermanas a los que el Señor llama a vocaciones particulares en la Iglesia, quiero encomendaros de manera especial a María, para que ella que comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lucas 8, 21), os enseñe a escuchar a su divino Hijo. Que os ayude a decir con la vida: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebreos 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi recuerdo especial en la oración y mi bendición de corazón para todos.



Vaticano, 10 febrero 2007


BENEDICTUS PP. XVI

Sunday, April 22, 2007

TRABAJAR y AMAR

TRABAJAR y AMAR

Domingo tercero de Pascua-C / 22-4-2007

Estaban reunidos Simón Pedro, Tomás el Mellizo, Natanael de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar.» Contestaron: «Vamos también nosotros contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba parado en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo que comer?» Le contestaron: «Nada.» Entonces Jesús les dijo: «Echen la red a la derecha y encontrarán pesca.» Echaron la red, y no tenían fuerzas para recogerla por la gran cantidad de peces. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Simón Pedro: «Es el Señor.» Apenas Pedro oyó decir que era el Señor, se puso la ropa, pues estaba sin nada, y se echó al agua. Los otros discípulos llegaron con la barca - pues no estaban lejos, a unos cien metros de la orilla -; arrastraban la red llena de peces. Al bajar a tierra encontraron fuego encendido, pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar.» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red llena con ciento cincuenta y tres pescados grandes. Y no se rompió la red a pesar de que hubiera tantos. Entonces Jesús les dijo: «Vengan a desayunar». Cuando terminaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le preguntó por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro volvió a contestar: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Cuida de mis ovejas.» Insistió Jesús por tercera vez: «Simón Pedro, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se puso triste al ver que Jesús le preguntaba por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.» Entonces Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.» (Juan 21, 1 - 19).

Jesús ha resucitado y de vez en cuando se aparece a los apóstoles. Ellos no tienen claro qué deben hacer, y vuelven a su oficio de pescadores, con Pedro, ya reconocido como guía del grupo. Pero Jesús está ausente. Y no pescan nada en toda la noche. Cuando el Maestro aparece en la orilla, no lo reconocen. El fracaso los ha frustrado. Mas por indicación del desconocido echan las redes y hacen una pesca milagrosa. Entonces el discípulo amado sí reconoce a Jesús, y se lo dice a Pedro, que se lanza al agua para ir a Jesús.

Jesús aprovecha el fracaso en la faena para darles - y darnos - una grande y decisiva lección, la misma que les había dado ya de palabra: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí no pueden hacer nada”.

No basta estar en sintonía con los jefes o superiores religiosos para que nuestras vidas y trabajo produzcan frutos de salvación. La unión entre los miembros de la Iglesia en torno a Pedro es indispensable, pero sólo la presencia de Jesús resucitado y la unión vital con él produce frutos de vida eterna. Por falta de esta unión de amor con Jesús vivo y presente, se dan acciones de catequesis, pastoral, evangelización, que no llevan al encuentro con Cristo, y lo único que suelen conseguir es velar todavía más el verdadero rostro del Maestro divino.

Jesús ya tiene fuego encendido, pescado sobre las brasas y pan; pero les pide que aporten a la comida fraterna del fruto de su trabajo. La colaboración de los discípulos con el Maestro es necesaria para continuar su obra salvadora. ¡Gran honor y noble responsabilidad! Pero es indispensable la presencia activa y acogida de Jesús resucitado para que sea fecunda la vida y la misión de los de los discípulos. Sin unión afectiva y efectiva con él es inevitable el fracaso. Jesús es el único Salvador. Nosotros solos no podemos salvar a nadie; pero él puede salvar a través de nosotros.

Otra grande y decisiva lección se la da Jesús a Pedro, que se fía demasiado de sus fuerzas, de su saber y de su lealtad a Cristo: sólo quien ama a Jesús con humildad, puede ser constituido guía de sus hermanos para enseñarles a amar y a ser humildes seguidores de Cristo. La obra evangelizadora, catequística o misionera sólo puede ser eficaz si es fruto de un amor verdadero a Jesús y a los hombres, por quienes él se encarnó, trabajó, murió y resucitó en aras del amor.

Hechos de los Apóstoles 5, 27 - 32

Los trajeron y los presentaron ante el Consejo. El sumo sacerdote los interrogó diciendo: "Les habíamos advertido y prohibido enseñar en nombre de ese. Pero ahora en Jerusalén no se oye más que su predicación, y quieren echarnos la culpa por la muerte de ese hombre." Pedro y los apóstoles respondieron: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de un madero. Dios lo exaltó y lo puso a su derecha como Jefe y Salvador, para dar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de esto y lo es también el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que le obedecen." Y mandaron entrar de nuevo a los apóstoles. Los hicieron azotar y les ordenaron severamente que no volviesen a hablar de Jesús Salvador. Después los dejaron ir. Los apóstoles salieron del Consejo muy contentos por haber sido considerados dignos de sufrir por el Nombre de Jesús.

Lo que no había logrado Jesús, lo consiguen los apóstoles por la acción del Espíritu Santo: “Ustedes han llenado Jerusalén con su enseñanza”, dice el sumo sacerdote, que creía que con haber asesinado a Jesús, acabaría todo. Ya él había dicho: “Harán cosas mayores que yo”.

Aquellos hombres, rudos e ignorantes, no sólo testimonian con intrepidez a Jesús resucitado, sino les echan en cara a los sacerdotes, escribas y fariseos haberle dado muerte. Y abochornados por tanto atrevimiento, quieren matarlos; pero por miedo al pueblo, sólo los apalean y les prohíben enseñar en nombre de Jesús. Intentan acallarlos como al Maestro.

Mas los apóstoles, sin miedo alguno, responden sin retóricas: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y habiéndolos apaleado sin motivo – como sin motivo mataron a Jesús -, los sueltan, prohibiéndoles seguir predicando. Quieren tapar el sol con un dedo.

Los apóstoles, a imitación del Maestro en la pasión, no protestan por la paliza, sino todo lo contrario: “Salieron contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”. Y continuaron predicando en nombre del Resucitado. Y los jefes religiosos se rindieron.

Sacerdotes, catequistas, agentes de pastoral, padres y cristianos en general, ¿nos atrevemos a obedecer a Dios antes que a los hombres, cuando se presenta la alternativa?

¿Y nos sentimos contentos de recibir ultrajes por ser fieles al Maestro? En eso se revela la verdad o la apariencia de nuestro ser cristiano.

Apocalipsis 5, 11 - 14

Yo seguía mirando, y oí el clamor de una multitud de ángeles que estaban alrededor del trono, de los Seres Vivientes y de los Ancianos. Eran millones, centenares de millones que gritaban a toda voz: Digno es el Cordero degollado de recibir poder y riqueza, sabiduría y fuerza, honor, gloria y alabanza. Y les respondían todas las criaturas del cielo, de la tierra, del mar y del mundo de abajo. Oí que decían: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Y los cuatro Seres Vivientes decían "Amén", mientras los Ancianos se postraban y adoraban.

El evangelista san Juan intenta una descripción de la inmensa y eterna gloria de Jesús resucitado, por haber sido degollado como un manso cordero. Gloria que aclaman innumerables multitudes de habitantes del cielo y todos los seres de la tierra y del universo.

Toda la creación visible e invisible agradece y alaba incansablemente a su Hacedor, por haberle dado la existencia con todo lo que esta comporta, y haberla llamado a compartir con él su gloria y felicidad infinita y sin fin.

Sólo el hombre se atreve a desentonar en este concierto armonioso de toda la creación, negándose a bendecir a Dios por haberle dado la vida, todo lo que es, tiene, ama y disfruta. El toro, el perro respetan y obsequian a su dueño porque los cuida; pero el hombre muchas veces le niega a Dios la fidelidad y gratitud que un simple animal dispensa a su dueño. ¿Adoptamos nosotros con frecuencia esa actitud injusta y ofensiva para con nuestro Creador y Salvador? ¿Y luego pretendemos que nos conserve y multiplique sus dones?

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 15, 2007

CULTURA DE LA PASCUA Y DE LA MISERICORDIA

CULTURA DE LA PASCUA Y DE LA MISERICORDIA



Domingo 2° de Pascua, Señor de la Misericordia - B / 15 abril 2007



Al anochecer de aquel día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a ustedes." Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo: a quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos." Jn 20, 19-31.

Con la resurrección el cuerpo de Jesús se transforma en cuerpo glorioso, libre de los condicionamientos de la materia caduca, del espacio y del tiempo. Así se presenta Jesús a sus discípulos reunidos a puertas cerradas.



Jesús también se nos presenta hoy a nosotros todos los días, aunque no lo veamos, atravesando las paredes del trajín de cada día, quizás rutinario, para encontrarse con nosotros en novedad permanente, profundidad y altura de tú a tú. “¡Felices los que crean sin haber visto!” Y cuando atravesemos el muro de la muerte hacia la resurrección, nos dará un cuerpo glorioso semejante al suyo.



La experiencia de Jesús Resucitado, presente en nuestra vida, es la fuente de la paz, de alegría y de fortaleza entre las dificultades, sufrimientos y alegrías. Pues viviendo abiertos al Resucitado, tenemos asegurada la victoria sobre el pecado, sobre el sufrimiento y sobre la muerte. Hasta alcanzar la alegría de morir.



En el evangelio de hoy se narra cómo Jesús resucitado da la paz a los discípulos y les concede el poder de perdonar los pecados: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados”.



El perdón de los pecados, tema del evangelio de hoy, es obra de la omnipo-tente misericordia de Dios. Por eso la Iglesia ha fijado este domingo la “Fiesta de la Misericordia”. El perdón es la mayor obra del amor de Dios hacia nosotros. Y perdonar es una de las mayores expresiones del amor hacia el prójimo.



La misión como testimonio de Jesús resucitado es el otro tema del evangelio de hoy. Si creemos en el Resucitado, si lo amamos como persona viva y presente, compartiremos con fe y amor su proyecto de salvación a favor del prójimo: “Como el Padre me envió a mí, así los envío también yo a ustedes”.



La eficacia misionera de nuestra vida, de nuestras obras y palabras nos la asegura Jesús con esta condición: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.



Es bueno preguntarse si creemos de verdad en el Resucitado, si lo tenemos como Persona y centro de la vida, o si sólo creemos teóricamente en el dogma de la Resurrección, en los ritos y cumplimientos. Jesús mismo nos ofrece la pauta para verificarlo: “Por sus obras los conocerán”, en primera persona: “Por mis obras me conoceré”, por lo que mi vida produce a mi alrededor me conoceré.



La presencia de Jesús resucitado supone una felicidad tan extraordinaria, que se nos puede antojar increíble, como les pasaba a los discípulos, que no podían creer por la alegría que les causaba la Resurrección.



Es necesario pedir y cultivar más la fe en Jesús Resucitado presente y operante, y promover la cultura de la Pascua y de la Misericordia frente a la cultura del odio y de la muerte que avanza sobre nuestro maravilloso mundo.



EL SEÑOR DE LA MISERICORDIA




El 22 de febrero de 1931, Jesús dijo a Santa Faustina Kowalska,: “Deseo que el segundo domingo de Pascua de Resurrección se celebre la Fiesta de la Misericordia”. “Ese día están abiertas las entrañas de mi Misericordia. Quien se confiese y reciba la Santa Comunión, obtendrá el perdón total de las culpas y las penas”. “Cuanto más grande sea el pecador, tanto mayor es el derecho que tiene a mi Misericordia”.



Jesús le dijo también en una aparición: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y firma: Jesús, en ti confío. Prometo que quien venere esta imagen, no perecerá. También prometo, ya aquí en la tierra, la victoria sobre los enemigos, y sobre todo a la hora de la muerte”.



Jesús recomendó a la Santa: “Deseo que los sacerdotes proclamen esta gran Misericordia que tengo para con los pecadores. Que el pecador no tenga miedo de acercarse a mí... La desconfianza de las almas desgarra mis entrañas. Y aún más me duele la desconfianza de los elegidos que, a pesar de mi amor inagotable, no confían en mí”. Y le mandó escribir: “Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de la Misericordia”.



En la revelación 35 Jesús le dijo: “Cuanto más grande es el pecador, tanto mayor es el derecho que tiene a mi misericordia... Quien confía en mi misericordia, no perecerá, porque todos sus asuntos son míos y los enemigos se estrellarán contra el escabel de mis pies”. “Nadie está excluido de mi Misericordia”.



Jesús enseñó a Santa Faustina Kowalska el Rosario de la Misericordia, con la promesa explícita de que “quienquiera que lo rece, recibirá gran misericordia a la hora de la muerte. Los sacerdotes se lo recomendarán a los pecadores como última tabla de salvación. Hasta el pecador más empedernido, si reza este rosario una sola vez, recibirá la gracia de mi Misericordia infinita. Deseo que el mundo entero conozca mi Misericordia; deseo conceder gracias inimaginables a las personas que confíen en mi Misericordia”. (Revelación 24).



El mismo Jesús le dijo cómo se debía rezar este rosario: “Primero rezarás un Padrenuestro, un Avemaría y el Credo. Luego, en las cinco cuentas que corresponden al Padrenuestro, dirás las siguientes palabras: Padre Eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de tu amadísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, como propiciación por nuestros pecados y los del mundo entero. En lugar de las diez Avemarías, dirás diez veces las siguientes palabras: Por su dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Y al final de cada decena, dirás tres veces la siguiente invocación: Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros y del mundo entero”.



Se debe aclarar que no se trata de una indulgencia plenaria.

Estas revelaciones están implícitamente aprobadas por la Iglesia al ser canonizada Sor Faustina en el 2000 por el Papa Juan Pablo II, que escribió la Encíclica “Rico en misericordia”.

La eficacia salvífica de esta devoción no es algo mágico o automático, sino que exige convertirse, desear y pedir sinceramente perdón, celebrar la Fiesta con la confesión previa, la asistencia a la Eucaristía, recibir con fe y confianza a Jesús Misericordioso en la Comunión, y proponiéndose ser misericordioso con los demás mediante obras, palabras, sufrimientos y oraciones en nombre de ellos y por ellos, pues “felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”.



El sólo hecho de tener el cuadro del Señor de la Misericordia, tampoco produce la salvación sin más, sino que se requiere respeto, fe, confianza, gratitud y amor hacia Quien está representado en esa imagen.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 08, 2007

LA RESURRECCIÓN, FUNDAMENTO DE LA FE




LA RESURRECCIÓN,

FUNDAMENTO DE LA FE


Domingo de Resurrección / 8 abril 2007


El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos ten el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no estaba por el suelo como los lienzos, sino que estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero; vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: que él "debía" resucitar de entre los muertos. (Juan. 20,1-9).

Jesús, siempre que les anunciaba su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección, pero no entendían que era eso de la resurrección. Creer en la muerte era obvio. Pero la resurrección no les entraba, a pesar de haber presenciado la resurrección de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo. Sólo creyeron cuando lo vieron resucitado.


La resurrección era cosa tan maravillosa e inesperada, que ni se atrevían a pensarlo. Y esta actitud persiste hoy en gran parte de los cristianos, que acompañan las imágenes del crucificado en celebraciones y procesiones, hasta que lo entierran.


Pero si Cristo no hubiera resucitado, de nada le valdría a él ni a nosotros su encarnación, nacimiento, vida y muerte. Y de nada vale la muerte de Jesús para quienes no lo creen resucitado. Y de nada vale la predicación, la catequesis, los sacramentos, la oración…


Se debe evitar la predicación “dolorista” y “fúnebre” que opacaría la perspectiva pascual de la Semana Santa, y de la vida cristiana, pues la una y la otra reciben su sentido redentor de la Resurrección. Lo afirma categóricamente san Pablo: “Si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil..., y nuestros pecados no han sido perdonados” (1 Corintios 15, 14-16).


No son cristianos los ritos, celebraciones y procesiones en los que se ignora a Cristo resucitado presente, por más que pretendan honrar a Cristo crucificado. Pues al prescindir del Resucitado, se prescinde de quien habla en la predicación, del único que puede perdonar, de quien hace la Eucaristía y los demás sacramentos... Así se cae en el triste “cristianismo sin Cristo”, de Cristo relegado al reino de la muerte, y la consecuencia es el ritualismo vacío.


La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a Cristo resucitado, Persona presente, actuante, y fe en nuestra propia resurrección. Esta es la verdad que fundamenta nuestra fe y nuestra experiencia cristiana. Desde que Jesús resucitó, la muerte ya no es una desgracia, sino un don, por ser puerta de la resurrección y de la gloria eterna.


La verdadera fe en el Resucitado y en nuestra resurrección enciende en nosotros el anhelo de vivir a fondo con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar con él y como él.


Hay personas, realidades, situaciones y alegrías tan maravillosas en este mundo, que suscitan el deseo de resucitar para gozar de ellas eternamente; lo cual es sólo posible en el paraíso eterno, gracias a la resurrección, que es la victoria definitiva sobre la muerte.


En esta jubilosa perspectiva y convicción surge la alegría pascual de vivir y de morir para resucitar; alegría que invade nuestra existencia, aligera nuestras cruces, y nos lleva a la plenitud gozosa de la vida cristiana: la vida en Cristo Resucitado, que él nos garantiza con palabra infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mateo 28,20), y nos hace posible la fe gozosa de san Pablo: “No soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 4, 20).


Entonces sí surge espontáneo "el amor a su venida gloriosa" al final de nuestros días terrenos y al fin del mundo. La felicidad que deseamos en la Pascua no puede ser sino la que brota de la fe en Cristo resucitado presente y de la esperanza de resucitar como él.



Hechos 10, 34. 37 - 43


Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de ante­mano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y a atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su nombre».

Los apóstoles, a partir de su experiencia pascual y la venida del Espíritu Santo, ya son capaces de salir a las calles, a las plazas e ir al templo para testimoniar la resurrección del crucificado. Pero cuando sólo creían en el crucificado, hasta vergüenza les daba hablar de él, y llegaron a traicionarlo con el abandono durante su pasión.


La cobardía e ineficiencia de muchos cristianos, evangelizadores, catequistas y pastores, ¿no tienen el mismo origen y las mismas consecuencias: la falta de fe y experiencia de Cristo resucitado presente y actuante en el Iglesia y en el mundo? Por lo demás, ¿hay algo: predicación, testimonio, fe, sacramentos, sufrimientos, penitencias... que tenga algún valor sin la fe viva y amorosa en la Persona de Jesús resucitado presente?


Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la resurrección pasa al terreno de la leyenda, y la vida cristiana se esfuma en puras apariencias, pues se vuelve a “matar” a Cristo excluyéndolo de la vida.


Pero Jesús no se encontró por sorpresa con la resurrección, sino que halló en su muerte lo que había sembrado en su existencia: vida. Y así será para nosotros, si pasamos por la vida haciendo el bien, dando vida y sembrando la vida como él para recuperarla de su mano en plenitud.


Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Juan 11, 25).



Colosenses 3, 1 - 4


Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Por que ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.


La resurrección no alcanza sólo a Cristo, sino también a toda la humanidad y a toda la creación, que “está en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios” por la resurrección y la gloria, esperando el “cielo donde está Cristo” resucitado.


Todos los bienes, alegrías, placeres y felicidad en esta tierra no son más que una sombra, un aperitivo, una prueba de lo que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar y que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.


Las maravillosas realidades temporales son dones de Dios para que ansiemos sus dones eternos, inmensamente superiores. Sin embargo, podemos ceder a la tentación fatal de cerrarnos idolátricamente sobre esos dones temporales, olvidando a Dios y sus dones eternos, que son la meta de los temporales, si estos los gozamos con gratitud y orden, en la espera de la resurrección que nos dará la posesión de los eternos.Todo lo temporal se pierde con la muerte; pero se recupera maravillosamente mejorado y multiplicado con la resurrección, si hemos pasado por esta vida haciendo el bien.



P. Jesús Álvarez, ssp.

Friday, April 06, 2007

VIERNES SANTO




VIERNES SANTO



El Padre no planificó la muerte de Jesús.

El Padre acudió al sufrimiento y muerte de su Hijo tramada por los hombres, para convertir la cruz en causa de victoria sobre el sufrimiento y sobre la muerte por la resurrección para la gloria. Dios opuso su plan de amor y vida al plan de odio y muerte de los hombres y de las fuerzas del mal. Y el amor y la vida triunfaron.

“Me amó y se entregó por mí”, exclama agradecido san Pablo. Ante todo, debemos gratitud a Cristo por haber asumido nuestras culpas y así podamos recibir el perdón y la vida eterna; y es necesario creer en el amor que Dios nos tiene, expresado en la entrega que nos hace de su propio Hijo. El amor es más fuerte que la muerte, pues nos merece la resurrección.

Y la más provechosa manera de gratitud nos la señala san Juan evangelista: “Como Cristo dio su vida por nosotros, así también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. (1 Juan 3, 16). Porque en eso consiste el amor más grande, también hacia los nuestros: “Nadie tiene un amor tan grande como el que da la vida por los que ama”, afirma Jesús. Porque la salvación es el máximo bien que podemos conseguir para los nuestros: pues: “¿Qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Y podríamos añadir: “¿Si pierde a los suyos?”

El valor del sufrimiento.

Tarde o temprano, el sufrimiento y la muerte se hacen inevitables y tenemos que sufrirlos queramos o no. Pero el sufrimiento no tiene valor por sí mismo. Sólo cobra su valor máximo cuando se acoge y ofrece con amor y esperanza, asociando a la cruz de Cristo, ya desde ahora, todo dolor y la misma muerte por la salvación de los nuestros y del mundo entero; porque esa es la mejor manera de salvarnos también a nosotros mismos. Además es la única forma de que el sufrimiento se alivie con la esperanza en la resurrección y la gloria. Sin esperanza el sufrimiento se recrudece horriblemente en la desesperación.

No imitemos al avestruz que, ante el peligro, esconde la cabeza en la arena. Hay que afrontar el sufrimiento y la muerte de la única manera de convertirlos en éxito de salvación eterna: suplicando a Dios que nos dé la fuerza para soportarlos y ofrecerlos con fe, esperanza y amor. En las horas de sufrimiento, la intimidad con Dios es el único recurso, la única salida: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Dada nuestra condición de pueblo sacerdotal, podemos y debemos ofrecer también los sufrimientos de los nuestros y de toda la humanidad, asociándolos a los de Cristo por la salvación de todo el mundo

¿Por qué el sufrimiento?

Es un misterio con proyección de eternidad. Ahí está el porqué del sufrimiento del más inocente de los hombres: Cristo Jesús, que por la cruz ganó la resurrección y la gloria eterna para él y para nosotros. Ahí está también el porqué del sufrimiento de los inocentes, a los cuales les aguarda “un peso ingente de gloria”, como dice san Pablo.

El sufrimiento no viene jamás de Dios, sino de las limitaciones, errores y pecados humanos y de las poderosas fuerzas ocultas del mal.

El sufrimiento es ocasión de la presencia especial de Dios, que acude al dolor para convertirlo en fuente de de salvación y de felicidad. Los sufrimientos son como dolores de parto que nos engendran a nosotros mismos y engendran hijos para la Familia de la Trinidad.

Además el sufrimiento nos ayuda a valorar el bienestar, la salud, la felicidad temporal y eterna, pues los dones de Dios se aprecian sobre todo cuando sufrimos la privación de los mismos.

¿Por qué Dios no impide tantos sufrimientos?

Porque en el fondo el sufrimiento no es un mal en sí mismo, sino que se puede convertir en bien al ofrecerlo como Cristo, por amor. “Felices los que viven en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación”, decía san Francisco de Asís.

Porque Dios ha dado a los hombres el poder de evitar, curar y aliviar el dolor, pero muchos hombres y mujeres eligen todo lo contrario, y en lugar de arrancar cruces, las multiplican a millones por todo el mundo.

Porque se excluye a Dios de la vida, de la familia, de la política, de la enseñanza, del trabajo, de la sociedad, en la que se promueve la cultura de la muerte y la misma muerte, sobre todo en los hospitales abortivos, y para colmo, se le echa a Dios la culpa de todos los males. En una sociedad donde se mata impunemente a los inocentes porque estorban o porque su muerte da ganancias, ¿qué extraño es que se mate a cualquiera por los mismos motivo dentro y fuera de los hospitales? ¿Qué extraño que unas naciones maten a otras o se maten entre sí?

Viernes Santo y Eucaristía.

En la Eucaristía Cristo resucitado actualiza para nosotros, de forma incruenta, su pasión redentora. Y la máxima eficacia salvadora de la Eucaristía se logra cuando nos ofrecemos a nosotros mismos y nuestros sufrimientos junto con Cristo, como ofrenda agradable al Padre, por nuestra salvación, la de los nuestros y del mundo entero. Así ejercemos en la Eucaristía el sacerdocio bautismal conferido a todos los bautizados.

La Eucaristía no es un rito mágico o supersticioso que nos reparte bendiciones gratuitas o mágicas. Para que la Eucaristía resulte eficaz, es necesario colaborar con Cristo Resucitado a la propia salvación y la salvación del mundo. No hay mejor manera de lograr nuestra salvación que colaborando en la salvación de los demás, empezando por los de casa.


La Eucaristía supone la fe en la cruz, pues en ella Cristo sigue aplicándonos la eficacia salvadora de la cruz. Como se humilló en la pasión poniéndose en manos de los hombres, así se humilla en la Eucaristía poniéndose a disposición de los hombres en forma de pan. La Eucaristía supone fe en Cristo resucitado y presente, que la hace sacramento de salvación.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 01, 2007

Por el CALVARIO a la RESURRECCIÓN

Por el CALVARIO a la RESURRECCIÓN

Domingo de Ramos – C / 01-04-05


Jesús emprendió la subida hacia Jerusalén. Cuando se acercaban a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos y les dijo: "Vayan al pueblo de enfrente y al entrar en él encontrarán atado un burrito que no ha sido montado por nadie hasta ahora. Desátenlo y tráiganmelo. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, contéstenle que el Señor lo necesita." Fueron los dos discípulos y hallaron todo tal como Jesús les había dicho. Mientras soltaban el burrito llegaron los dueños y les preguntaron: "¿Por qué desatan ese burrito?" Contestaron: "El Señor lo necesita." Trajeron entonces el burrito y le echaron sus capas encima para que Jesús se montara. La gente extendía sus mantos sobre el camino a medida que iba avanzando. Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos comenzó a alabar a Dios a gritos, con gran alegría, por todos los milagros que habían visto. Decían: "¡Bendito el que viene como rey en nombre del Señor! ¡Paz en la tierra y gloria en lo más alto de los cielos!" Algunos fariseos que se encontraban entre la gente dijeron a Jesús: "Maestro, reprende a tus discípulos." Pero él contestó: "Yo les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras." Lucas 19, 28-40.

Jesús marcha hacia Jerusalén, y de allí irá a la etapa del Calvario con destino a la meta de la resurrección. El había frustrado varias veces el intento del pueblo de proclamarlo rey. Pero ahora se deja aclamar rey, porque el Padre está a punto de glorificarlo como soberano de cielos y tierra, y él está pronto a glorificar al Padre por su obediencia y fidelidad en el amor hasta la muerte de cruz. Y declara que si el pueblo dejara de vitorearlo, lo aclamarían las mismas piedras. Sin embargo ese mismo pueblo lo rechazará al día siguiente.

No está de más que cada uno se pregunte si proclama a Jesús como rey o lo rechaza; o si lo aclama con la boca, pero lo rechaza con indiferencia en el corazón, en la mente y en la vida; si lo aclama en el templo y lo rechaza en el prójimo. Es necesario darse cuenta y obrar en consecuencia, porque él mismo dice: “Quien no está conmigo, está contra mí”.

Rechazamos y crucificamos de nuevo a Cristo en cualquier prójimo que hagamos objeto de injusticia, sufrimiento, difamación, desprecio, rencor, indiferencia… Jesús nos advierte: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”. Para bien o para mal.

Sin embargo, no somos sólo capaces de crucificar, sino que está a nuestro alcance contribuir con Cristo crucificado al máximo bien del prójimo: trabajar, orar y sufrir, como Jesús y con él, por la conversión, salvación, resurrección y gloria de nuestros hermanos y de nuestros enemigos.

Así el trabajo, la oración y el sufrimiento se vuelven pascuales, porque adquieren sentido y fuerza de resurrección para nosotros y para muchos otros, a la vez que vivimos el máximo amor: “Nadie tiene un amor tan grande como quien da la vida por los que ama”.

La pasión de Cristo tiene relación con el pecado del mundo y con nuestro propio pecado, pues sólo la pasión de Jesús tiene poder para destruir el pecado. Él cargó con nuestros pecados y sufrió en lugar de nosotros. “Me amó y se entregó por mí”, exclama agradecido san Pablo. La gratitud es la expresión del amor a quien nos ama.

La Semana Santa no puede reducirse a “compadecer” los dolores que Jesús sufrió hace más de dos mil años. Porque “Cristo ya no muere más” ni sufre en su cuerpo glorioso. Más bien considerémonos protagonistas de su pasión en la pasión actual del prójimo a causa de nuestros pecados. Y dediquémonos a arrancar las cruces ajenas.

Pero cuando nos sentamos crucificados, “alegrémonos de compartir los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”, como aconseja san Pablo.

Isaías 50,4-7

El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, éll despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.

Las palabras de Isaías preanuncian la pasión de Jesús, quien pasó toda su vida consolando y arrancando cruces, y ahora carga libremente con su cruz inevitable para librar a los hombres de la máxima cruz: la desesperación, la muerte y la ruina eterna, y merecernos la resurrección y la vida gloriosa con él para siempre.

En el huerto de Getsemaní vio tan claro el horrible sufrimiento que le esperaba, que pidió a gritos y con lágrimas de sangre, brotadas de todo su cuerpo, ser liberado de tal tormento. Pero aceptó decidido y con paz la pasión cuando se centró en el premio inmenso y eterno que le esperaba tras el tormento: la resurrección y la gloria para él y los suyos.

Por eso aceptó la condena en base a calumnias, y no evitó golpes, salivazos, injurias, burlas, corona de espinas, cruz, desnudez, clavos, crucifixión, desafíos...

Ciertas cruces sólo son soportables sin desesperación, si nos centramos, como Jesús, en lo que se está gestando a través de nuestra cruz unida a la suya: la resurrección y la gloria eterna junto a Cristo, con todos los suyos. “No importa el cómo si hay un porqué”. Unámonos a él pidiéndole ayuda.

Filipenses 2,6-11

Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor».

Jesús esconde su condición divina bajo la condición humana para rescatar al hombre de su condición pecadora mediante la fidelidad amorosa al Padre en la humillación, el sufrimiento y la muerte, que le abren el camino de la resurrección y la glorificación.

El Padre no planificó la pasión y la muerte de Jesús, su Hijo. Como tampoco maquinó la muerte de Abel a manos de Caín. Ni siquiera en el peor de los padres terreno es justificable y admisible tanta crueldad contra un hijo.

La pasión y muerte de Jesús la causaron hombres malvados y prepotentes, aliados con las fuerzas del mal. Entonces, ¿cómo se habla de voluntad de Dios respecto de la muerte de Jesús?: “Si no puede pasar de mí este cáliz, hágase tu voluntad”.

Pero la voluntad de Dios sobre Jesús no es la muerte, sino “que todos los hombres se salven” por su fidelidad, obediencia y amor al Padre, a pesar del sufrimiento y la muerte planificados por los agentes del mal y de las tinieblas. Jesús acoge el dolor para hacerlo felicidad, y entra en el reino de la muerte para convertirla en puerta de la resurrección.Dios opone su plan de resurrección y vida al plan de sufrimientos y muerte ideado por los malvados, sirviéndose del mismo plan de estos y de su victoria para derrotarlos mediante la resurrección de Cristo y de los hombres, meta definitiva del plan misericordioso de Dios.

P. Jesús Álvarez, ssp.