Sunday, June 29, 2008

SAN PEDRO Y SAN PABLO


SAN PEDRO Y SAN PABLO


Solemnidad de "San Pedro y San Pablo"

Tiempo Ordinario – A / Domingo 29 junio 2008.


Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Ellos le dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas. Él les dijo: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: Tú eres el mesías, el hijo del Dios vivo. Jesús le respondió: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos. Mateo 16,13-19.


Jesús hace un sondeo de la opinión que sobre Él tenía la gente. Aunque ya la conocía bien. Pero lo que le importaba era la opinión que ellos, los Doce, tenían sobre su Maestro. Quería afianzar la fe de sus discípulos respecto de su propia persona y misión.


Pedro tomó por primero y con decisión la palabra para confesar, ante sus compañeros, la fe en la divinidad y misión salvadora de Jesús. Más tarde, en previsión de las negaciones de Pedro en la noche de la pasión, Jesús le dijo: Y tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos.


La autoridad en la Iglesia no se identifica con el poder, los privilegios, el prestigio, los vestidos, como pasa con las autoridades políticas; y ni siquiera se asocia a la impecabilidad, sino que es servicio de amor y de unidad, de fe y conversión continua, de entrega por la liberación y salvación de los hombres en unión con el Resucitado, sin el cual la autoridad no puede hacer nada en orden a la liberación y salvación de la humanidad.


Por eso los puestos de servicio en la Iglesia deberían estar, no los que tienen más títulos y prestigio, sino los que más se distinguen en el servicio de la fe, de la unidad y del amor salvífico hacia el pueblo de Dios, a imitación del Buen Pastor.


Jesús constituye a Pedro como príncipe y servidor de su Iglesia. Sin báculo, sin mitra, sin vestidos pomposos, sin aplausos, sin más privilegios que el de ser el primero en hacerse el último de todos y servidor de todos, y dar la vida por la salvación de los hombres, como el Maestro, quien le asegura a Pedro y a sus sucesores que las fuerzas del mal no prevalecerán contra su Iglesia.


En esta fiesta es importante aclarar a los cristianos en qué consiste la Iglesia y quiénes constituyen la Iglesia. Sabemos que la opinión pública, manejada por los medios de comunicación social, consideran como Iglesia sólo a la jerarquía y al clero.


Entre los cristianos practicantes tal vez prevalece la opinión de que la Iglesia es la jerarquía, el clero y el pueblo, sin ir más allá. Pero la esencia verdadera de la Iglesia fundada por Jesús sobre Pedro, es el pueblo de Dios que con sus pastores camina hacia el reino eterno con Cristo resucitado a la cabeza. Son esas las tres realidades que constituyen la verdadera Iglesia de Cristo. Y si una de ellas se excluye, ya no se trata de la Iglesia de Jesús, la Iglesia católica, si no de otra cosa.


Cristo concede a Pedro, y en él a los demás apóstoles de entonces y de todos los tiempos, la misión de la misericordia: el poder de perdonar los pecados. La Iglesia no es la Iglesia del pecado, sino la Iglesia del perdón de los pecados, de los pecadores arrepentidos, tanto jerarcas como clero y fieles. Incluso Pedro fue un gran pecador arrepentido.


¿Por qué hoy está tan desprestigiado este admirable sacramento del amor misericordioso de Dios? ¿Qué ha hecho o no ha hecho la Iglesia, los confesores, para que se haya casi eclipsado este entrañable sacramento de la reconciliación gozosa y amorosa con Dios, con los hermanos y con la creación entera, por el cual se hace fiesta en el mismo cielo?


¿Por qué sólo un dos o tres por ciento de los bautizados acceden a la dicha de este sacramento del amor del Padre destinado a todos sus hijos? ¿No ha sido suplantada por el rito “justiciero” la esencia divina del sacramento, que es el amor misericordioso e infinito del Padre hacia cada uno de sus hijos?


Hechos de los Apóstoles 12, 1-11.


El rey Herodes hizo arrestar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó ejecutar a Santiago, hermano de Juan, y al ver que esto agradaba a los judíos, también hizo arrestar a Pedro. Eran los días de «los panes Ácimos». Después de arrestarlo, lo hizo encarcelar, poniéndolo bajo la custodia de cuatro relevos de guardia, de cuatro soldados cada uno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo después de la Pascua. Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él. La noche anterior al día en que Herodes pensaba hacerlo comparecer, Pedro dormía entre los soldados, atado con dos cadenas, y los otros centinelas vigilaban la puerta de la prisión. De pronto, apareció el Ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El Ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar, diciéndole: «¡Levántate rápido!» Entonces las cadenas se le cayeron de las manos. El Ángel le dijo: «Tienes que ponerte el cinturón y las sandalias», y Pedro lo hizo. Después le dijo: «Cúbrete con el manto y sígueme». Pedro salió y lo seguía; no se daba cuenta de que era cierto lo que estaba sucediendo por intervención del Ángel, sino que creía tener una visión.


Santiago fue el primer apóstol mártir, asesinado por Herodes, quien se propuso acabar también con Pedro simplemente porque eso les agradaba a los judíos. Mas la hora de Pedro no había llegado. El ángel del Señor lo salvó de la cárcel.


Los apóstoles, como continuadores de Jesús, han de recorrer el mismo camino del Maestro, marcado por la persecución, la muerte y la resurrección. Sufrimiento y salvación son las dos experiencias clave de la vida de la Iglesia.


Cristo nos ganó el perdón de los pecados y la salvación mediante su vida, muerte y resurrección, pero no eliminó la experiencia del pecado y de la muerte en la vida de sus seguidores.


La Eucaristía hace presente y actual la salvación de Jesús, y pone a nuestro alcance una liberación permanente en la comunidad de salvación, que es la Iglesia. ¡Feliz quien vive unido a Cristo como miembro vivo de su Iglesia!


2 Timoteo 4, 6-8. 17-18.


Querido hijo: Ya estoy apunto de ser derramado como una libación, y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos. Así fui librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me preservará hasta que entre en su Reino celestial. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos! Amén.


A imitación de Jesús, canjeado por un criminal y ejecutado como criminal, también Pablo lleva cadenas como un criminal, y está a punto de derramar su sangre por Cristo y su Evangelio, pero con la gozosa esperanza de la resurrección, en cumplimiento de su anhelo: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.


Quien se proponga vivir en serio como cristiano –imitador de Cristo-, debe disponerse airoso a ser perseguido de una u otra manera; pero “su tristeza se convertirá en alegría”, porque Cristo hace liviana y gloriosa la cruz llevada tras él y por él. Es la única manera de hacer soportable la cruz, que tarde o temprano deberá cargar toda persona humana.


Dame, Señor, la gracia y la fuerza de cargar la cruz tras de ti, para que puedas convertirla, como la tuya, en puerta de resurrección y de gloria eterna.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 22, 2008

QUIEN PIERDA LA VIDA POR MÍ, LA SALVARÁ


QUIEN PIERDA LA VIDA POR MÍ, LA SALVARÁ


Domingo 12º tiempo ordinario – A / 22-06-2008


En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: No les tengan miedo a los hombres. Nada hay oculto que no llegue a ser descubierto, ni nada secreto que no llegue a saberse. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo ustedes a la luz, y lo que les digo en privado, proclámenlo desde las azoteas. No teman a los que sólo pueden matar el cuerpo, pero no el alma; teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno. ¿Acaso un par de pajaritos no se venden por unos centavos? Pero ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a ustedes, hasta sus cabellos están todos contados. ¿No valen ustedes más que muchos pajaritos? Por lo tanto, no tengan miedo. Al que se ponga de mi parte ante los hombres, yo me pondré de su parte ante mi Padre de los Cielos. Y al que me niegue ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los Cielos. Mateo. 10, 26 - 33.


¿Por qué nos dice Jesús que no tengamos miedo? Porque el mensaje que nos da para vivir y proclamar, denuncia las ambiciones, los egoísmos, el orgullo, la avaricia, los privilegios de los poderosos y la falsedad de los corruptos, que no quieren dejar de gozar a costa del sufrimiento ajeno, y por eso tratarán de intimidarnos, acallarnos.


Quienes viven así, inventan leyes, pretextos y falsedades para justificar sus agresiones y otros múltiples recursos del miedo, e incluso el asesinato. Lo han hecho siempre.


Pero estamos en las manos y en el corazón del Padre, que es más poderoso que todos, y nadie nos puede arrebatar de sus manos cariñosas. Pueden maltratar y hasta asesinar nuestro cuerpo, vestido temporal de nuestra persona, pero no pueden matar nuestra persona y nuestra vida inmortal. “Hasta los pelos de su cabeza están contados”.


Además, todo lo que nos quiten, el Padre nos lo devolverá al infinito, como se lo devolvió a Jesús con la resurrección y la ascensión. Por eso no debemos ceder al temor, porque él nos tiene asegurado el premio de la vida sin fin y la gloria eterna.


Pero sí hemos de temer ante a la posibilidad fatal de vivir de espaldas a Dios y al prójimo, renunciando al amor, a la justicia, a la verdad, al servicio de los necesitados…


Con ese estilo de vida nos sumaríamos al grupo de los poderosos egoístas y a todos los que se creen con derecho a hacer sufrir injustamente al prójimo, en la propia familia o en la sociedad. Ese es el camino de la verdadera muerte para siempre, lejos del amor de Dios, del amor humano y de toda la belleza creada por el amor del Creador, que es la Belleza y Amor infinitos. En eso consiste el verdadero infierno.


Cristo Resucitado, que nos acompaña todos los días de nuestra vida, es el único que nos da razones y fortaleza para vivir, amar y sufrir, y esperanza del morir para resucitar. Todos tenemos la posibilidad de dar la vida por Jesús y por los otros, y así recuperarla .


Quienes sufren con Cristo y por su misma causa, triunfarán infaliblemente con Él. Y quienes hagan sufrir al prójimo por egoísmo, sufrirán en su persona todos los tormentos que han causado a los otros, junto con el fracaso total de su existencia. Jesús nos saca de dudas: El que quiera salvar su vida (por egoísmo), la perderá; quien pierda la vida por mí y por el Evangelio, la salvará (Mateo 10, 39).


Si no negamos a Cristo, sino que nos ponemos de su parte con la vida, las obras y las palabras, Él se pondrá de nuestra parte ante el Padre, y su defensa será inapelable, pues el Padre la ratificará totalmente y para siempre.


Y nos ponemos de su parte cuando nos ponemos de parte del prójimo necesitado (empezando por casa), vivimos su Palabra en la práctica diaria, y lo acogemos en la Eucaristía: los tres lugares privilegiados de su presencia. “Lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”, asegura Jesús.


Quienes se pongan de parte de Jesús, serán revestidos de un cuerpo glorioso como el suyo, capaz de inmensa felicidad y placer. Esta fe es la que nos da fuerza contra todo miedo, incluido contra el miedo a la muerte, nuestro peor enemigo.


Pidamos con insistencia la gracia y la fuerza de entregar la vida por él para recuperarla también como él para siempre.


Jeremías 20,10-13.


Dijo Jeremías: Oía el cuchicheo de la gente: “¡Pavor en torno! Delátenlo, vamos a delatarlo”. Mis amigos acechaban mi traspiés. “A ver si se deja seducir y lo violaremos, lo sorprenderemos y nos vengaremos de él”. Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo. Se avergonzarán de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará. Señor de los ejércitos, que examinas al justo y sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos, porque a ti encomendé mi causa. Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos.


La misión del profeta - "arrancar y arrasar.., destruir y demoler..."- le acarrea conflictos con la gente, que busca su ruina con la calumnia y la persecución. Pero ante el pavor que le causan sus enemigos, se pone en manos de Dios, y recobra la calma, seguro de que Dios mismo asume su causa –que es la causa de Dios- frente a sus adversarios.


Jeremías sabe que lucha al lado del más fuerte, el Dios de los ejércitos. En su oración confiada pide que triunfe la justicia divina y no la revancha humana. E invita a la alabanza y acción de gracias ya antes de la victoria, de la que está seguro.


Ser profeta –y todo cristiano es profeta, sacerdote y rey por el bautismo- supone ir contra la corriente de la mayoría y de los poderosos, además de sentirse a veces como abandonado por el mismo Dios, en nombre del cual se habla, se obra y se vive.


El Señor garantiza su presencia y su ayuda misteriosa, pero no el éxito clamoroso y el triunfo humano. El verdadero éxito y la infalible victoria se producen a pesar y a través del fracaso y la derrota aparentes.


Ahí tenemos al mismo Hijo de Dios en el Huerto de los Olivos, camino del Calvario, crucificado, muerto, sepultado, pero... ¡resucitado! Victoria total a través de la derrota aparentemente total de la muerte.


Debemos acostumbrarnos a pequeñas y grandes derrotas camino del triunfo definitivo con Cristo: “No teman: Yo estoy con ustedes”, “Yo he vencido al mundo”.


Romanos 5,12-15.


Hermanos: Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres porque todos pecaron... Pero, aunque antes de la ley había pecado en el mundo, el pecado no se imputaba porque no había ley. Pues a pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, que era figura del que había de venir. Sin embargo, no hay proporción entre la culpa y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos.


El pecado es la causa de la muerte: lo fue al principio y lo será hasta el fin del mundo. Mas no todos mueren por causa de los propios pecados, sino que son muchísimos más los inocentes que mueren por causa de los pecados ajenos: de los que promueven las guerras, el hambre, los asesinatos, los abortos, la droga, la violencia, el odio; de los que pudiendo, no defienden la vida ni evitan desastres, y de quienes degradan la naturaleza.


Pero si el hombre está sumergido en la historia del mal y de la muerte protagonizada por el mismo hombre, también está inmerso en la historia de la salvación protagonizada por el mismo Hijo de Dios, Cristo Jesús, quien hace que “donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia”, que supera con mucho a la situación de pecado, y alcanza por la resurrección sobre todo a los inocentes que sufren y mueren.


Agradezcamos a Dios, de palabra y con la vida, el don de habernos integrado en la historia de la salvación, colaborando con Cristo resucitado mediante los incontables recursos que ha puesto a nuestro alcance.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 15, 2008

FALTAN TRABAJADORES Y SOBRA TRABAJO

FALTAN TRABAJADORES Y SOBRA TRABAJO

Domingo 11º del tiempo ordinario – A / 15 junio 2008

Al contemplar el gran gentío que lo seguía, Jesús sintió compasión, porque estaban decaídos y extenuados, como ovejas sin pastor. Y dijo a sus discípulos: La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen, pues, al dueño de la cosecha que envíe trabajadores a recoger su cosecha. Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio poder sobre los malos espíritus para expulsarlos y para curar toda clase de enfermedades y dolencias. Los envió a misionar, diciéndoles: No vayan a tierras de paganos, ni entren en pueblos de samaritanos. Diríjanse más bien a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. A lo largo del camino proclamen: “¡El Reino de los Cielos está ahora cerca!” Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar. Mateo, 9, 36 - 10,8

El pueblo que sigue a Jesús está cansado, no sólo del camino o por no haberse alimentado, sino sobre todo a causa de las doctrinas y leyes inhumanas que le imponen los dirigentes religiosos y políticos, incapaces de orientarlo hacia Dios, facilitándole una vida humana y religiosa digna. Es el cansancio de sentirse piezas, números u objetos a merced del egoísmo, de la explotación o del placer ajeno, sin amar ni sentirse amados. Como ovejas sin pastor.

El pueblo sigue hoy en gran parte desorientado, manipulado y explotado, sin la necesaria compasión y compromiso creativo de quienes han sido designados para liberarlo de la esclavitud implantada por los implacables y crueles ídolos del dinero, del poder y del placer.

El pueblo necesita más y mejores pastores, maestros, testigos y servidores públicos que lo orienten y sirvan, con amor desinteresado, frente a los mercenarios, corruptos y explotadores inhumanos, que acumulan en sus cuentas y engordan a costa del sudor ajeno.

Por eso Jesús pide a sus discípulos que oren para que se multipliquen los trabajadores al servicio del pueblo, desde sacerdotes hasta políticos, que ayuden a los hombres a liberarse del pecado y de la dependencia, y así logren una vida digna en comunión gozosa con el prójimo, con Dios, con la naturaleza y consigo mismo, camino necesario para llegar a la casa del Padre, al gozo eterno. Ante el desempleo generalizado, sobra trabajo en la viña del Señor.

Se necesita más y mejor oración, testimonio, trabajo vocacional para que el llamado del Padre sea acogido, y así surjan suficientes obreros que escuchen el grito del pueblo que sufre hambre de pan y hambre de Dios.

Sobre todos pesa la responsabilidad y el honor de colaborar al aumento de buenos pastores y servidores del pueblo: con la oración persistente, con los inevitables sufrimientos ofrecidos como plegaria, con el ejemplo, apoyo moral, capacitación y ayuda generosa, que nunca será proporcionada al bien que a cambio se recibe.

De esa manera se comparte la misión sacerdotal y pastoral de Cristo y de sus discípulos. Tú mismo serás un obrero de la mies en tu ambiente. La evangelización no es exclusiva de nadie. Es un honor y compromiso para todos los cristianos, seguidores, discípulos de Cristo.

En este paso del Evangelio Jesús pide a los suyos que no cobren el servicio; mientras que en otro lugar dice que el obrero es digno de su salario. ¿Cómo se entiende? En realidad la evangelización y la salvación son dones tan altos, que resultan absolutamente impagables e incobrables. Pero los beneficiarios, desde sus posibilidades y generosidad, deben sostener a los enviados de Cristo, y así recibirán el premio de apóstoles, como él promete a quien ayuda a sus enviados.

Jesús les dice a los apóstoles que no vayan a los paganos ni a los samaritanos, sino a los judíos extraviados, que eran los primeros destinatarios de la salvación. Pero él mismo predicó entre los samaritanos, y luego envió a los discípulos a predicar a los paganos de todo el mundo: “Vayan y evangelicen a todos los pueblos”.

Todavía hoy existen muchos evangelizadores y catequistas católicos que se dirigen sólo a los católicos practicantes que van a las iglesias, ignorando el mandato expreso de Jesús de ir a todas las gentes, a todo el pueblo. Es necesario buscar nuevas formas y medios para llegar a todos, en especial a los bautizados alejados.

Éxodo 19,2-6

En aquellos días, los israelitas, al llegar al desierto de Sinaí, acamparon allí, frente al monte. Moisés subió hacia Dios. El Señor le llamó desde el monte diciendo: «Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los israelitas: “Ya han visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a ustedes los he llevado sobre alas de águila y los he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escuchan mi voz y guardan mi alianza, ustedes serán mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”».

Dios escogió de modo especial a Israel como propiedad suya entre todos los pueblos. “Ser pueblo de Dios” -hoy “Iglesia de Cristo”- no es sólo un privilegio, sino que exige también la respuesta del pueblo con la escucha y obediencia a su voz.

Pero esta respuesta implica el compromiso de vivir en la intimidad con Dios: ser “nación santa”, y testimoniar entre todos los pueblos su salvación: ser “un reino de sacerdotes”, mediadores de esa salvación para todos los pueblos, pues Dios quiere que todos se salven, y su voluntad no cambia como la nuestra.

La plenitud de esa santidad –intimidad con Dios- y de ese sacerdocio –misión salvífica para todos los pueblos- la realiza Cristo Jesús con su vida, muerte y resurrección, quien comparte su santidad y sacerdocio con la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, nosotros.

Los cristianos no podemos contentarnos sólo con ser destinatarios de la salvación, sino también mediadores (sacerdotes) de la salvación de Dios para todo el mundo. Así de claro e irrenunciable: debemos escuchar la voz de Dios y ponerla en práctica, si queremos ser destinatarios de esa salvación que Dios nos ofrece en Crsito. “¡Ay de mí si no evangelizo!”, exclamaba san Pablo.

Jesús nos indica la forma: “Quien está unido a mí (intimidad), produce mucho fruto (misión); pero separados de mí, no pueden hacer nada”. En esos consiste la plenitud de la intimidad con Dios y del sacerdocio mediador, que alcanza su máxima eficacia en la Eucaristía.

Romanos 5, 6-11.

Hermanos: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama, es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.

Se puede llegar a dar la vida por una persona amada o por una causa justa. Pero es difícil que alguien dé la vida por un enemigo o por algo que no vale la pena. Sin embargo, Jesús dio la vida por la humanidad pecadora -por nosotros-, que le había vuelto la espalda y hasta se había puesto contra él, como si fuera un enemigo, y por eso mismo no valía la pena.

Este gratuito, heroico, inaudito y casi absurdo amor de Cristo por la humanidad y por nosotros, es la máxima garantía de nuestra esperanza: la reconciliación con Dios y la salvación por la resurrección. Cristo dio la vida para que nosotros superemos la muerte, nuestro mayor enemigo, al que solos somos radicalmente incapaces de vencer.

Sin embargo, la seguridad de la oferta salvífica por parte de Dios sólo se concreta si el hombre la acoge con gratitud y aprecio, y se compromete a colaborar con Cristo en la salvación del prójimo. “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, asegura san Agustín.

Y san Pablo exhorta: “Trabajen por su salvación con temor y temblor” (Filipenses 2, 12); o sea, con responsabilidad y seriedad, pues se trata del máximo bien de nuestra persona y de la existencia humana, como lo expresa rotundamente Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” (Mateo 16, 26).

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 08, 2008

MÁS QUIERO MISERICORDIA QUE OFRENDAS


MÁS QUIERO MISERICORDIA QUE OFRENDAS


Domingo 10° tiempo ordinario-A /08-06-08


Jesús, al irse de allí, vio a un hombre llamado Mateo en su puesto de cobrador de impuestos, y le dijo: Sígueme. Mateo se levantó y lo siguió. Como Jesús estaba comiendo en casa de Mateo, un buen número de cobradores de impuestos y otra gente pecadora vinieron a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al ver esto, decían a los discípulos: ¿Cómo es que su Maestro come con cobradores de impuestos y pecadores? Jesús los oyó y dijo: No es la gente sana la que necesita médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan lo que significa esta palabra de Dios: “Me gusta la misericordia más que las ofrendas”. Pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Mateo 9,9-13.


Mateo era un pecador despreciado, mal visto y odiado. Según los escribas y fariseos, había traicionado a su patria y su religión vendiéndose a los romanos como cobrador de impuestos, cargo que solía aprovecharse para enriquecerse a costa del pueblo.


Pero cuando su mirada se cruza con la mirada profunda y amigable de Jesús (nadie lo había mirado así), se le estremece el corazón, y al escuchar aquel firme y amistoso “sígueme”, siente que toda su persona se librera, y acoge decidido la invitación.


Para agradecer a Jesús el gesto de amistad, lo invita a una comida con sus discípulos y con un buen número de amigos pecadores. Los fariseos, que controlan los movimientos de Jesús, se escandalizan al ver que se mezcla con los pecadores, contaminándose así con sus pecados y aprobándolos, según ellos.


Jesús, oyendo lo que creían y decían los fariseos, que nunca trataban y ni siquiera saludaban a esa clase de pecadores, les recuerda que son los enfermos quienes necesitan al médico, y que ha venido a llamar a los pecadores, no a los justos, ni a los que se creen justos como ellos, siendo en realidad pecadores incorregibles; y que Dios aprecia más la compasión que el culto externo que no lleva a la misericordia y al perdón. Jesús vino para salvar, no para condenar, y nosotros tenemos la misma misión: colaborar con él en la salvación del prójimo y del mundo.


Los fariseos consideran una virtud no tratar con los pecadores, mientras que Jesús considera una necesidad mezclarse con ellos para salvarlos del pecado. Él ve las profundidades del corazón y del alma de cada persona, imagen de Dios.


El Maestro sabe quiénes buscan la verdad y la salvación entre los que lo siguen: los pecadores y marginados; y quiénes le siguen para espiarlo, atacarlo y para acabar con él en la cruz: los que se tienen por piadosos y justos porque cumplen externamente la Ley, pero sus corazones y obras están lejos de la voluntad misericordiosa de Dios.


Hoy sigue sucediendo lo mismo. Y es bueno reconocer a quienes, bajo capa de religiosidad, esconden injusticias, robos, corrupción...; y a quienes buscan al Salvador y al prójimo dentro y fuera del templo. “Por sus obras los conocerán”. Nos conoceremos.


No es difícil encontrar hipócritas también entre los católicos, que desprecian a los pecadores, en especial a ciertos pecadores, en lugar de darles buen ejemplo, orar y ofrecer por su conversión y salvación.


No es ocioso hacernos la pregunta: nosotros, ¿estamos entre los pecadores arrepentidos, amigos verdaderos de Jesús, o entre los pecadores empedernidos, para quienes Jesús no cuenta y el prójimo tampoco?


Empecemos por tener misericordia con nosotros mismos, esforzándonos por vivir de corazón unidos a nuestro único Salvador, que “está con nosotros todos los días”, a pesar de ser pecadores, justo para librarnos cada día de nuestros pecados, si vivimos en conversión continua.


Oseas 6, 3-6.


Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz. Bajará sobre nosotros como lluvia temprana; como lluvia tardía que empapa la tierra. «¿Qué haré de ti, Éfraín? ¿Qué haré de ti, Judá? Vuestra misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora. Por eso os herí por medio de profetas, os condené con las palabras de mi boca. Porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.»


¿En qué consiste el esfuerzo por conocer al Señor? En reconocer, recordar, apreciar y agradecer sus inmensos favores: vida, salud, familia, cuerpo, inteligencia, voluntad, corazón; tiempo, naturaleza, aire, tierra, agua, sol, lluvia...; la Biblia, la Eucaristía, el perdón de los pecados, la gracia, la redención, la salvación, la resurrección, la vida eterna...


Sólo el trato asiduo con él mediante la oración, la lectura de su Palabra, la Eucaristía, nos hace capaces de conocerlo y de ser misericordiosos como él.


De este conocimiento y amor de Dios, surge espontáneo el amor al prójimo, hecho de misericordia, perdón, compasión, ayuda, acogida, ejemplo, paciencia, cercanía, diálogo. Esta manera de amar al prójimo es la única prueba evidente de que amamos a Dios.


Pues quien “no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”. El prójimo es sacramento de la presencia de Dios, hijo suyo como nosotros. Y quien ama a su hermano, demuestra su amor también al Padre de ambos.


En el amor al prójimo consiste el primer y principal culto a Dios. Y sólo ese amor al prójimo hace válido el culto y nos merece la vida eterna, como asegura Jesús. El culto vacío de amor y misericordia, es una tapadera de la falta de fe, de justicia y de amor; es una verdadera idolatría que no puede salvarnos y resulta abominable para Dios.


¿Hemos pensado alguna vez que podemos pervertir la misma Eucaristía? Eso sucede cuando simulamos acoger a Cristo comulgando y luego lo rechazamos en el prójimo.


Romanos, 4, 18-25


Hermanos: Abrahán, apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: «Así será tu descendencia.» No vaciló en la fe, aun dándose cuenta de que su cuerpo estaba medio muerto -tenía unos cien años- y que era estéril el seno de Sara. Ante la promesa no fue incrédulo, sino que se hizo fuerte en la fe por la gloria dada a Dios al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete, por lo cual le fue computado como justicia. Y no sólo por él está escrito: «Le fue computado», sino también por nosotros, a quienes se computará si creemos en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.


Abrahán cree contra toda esperanza – la muerte de la capacidad generativa en él y en Sara- cree en la promesa de Dios, que le asegura una inmensa descendencia. Cree que Dios hace lo que promete: sacar vida de donde la naturaleza no puede hacerla surgir. Con esa fe da gloria a Dios, y Dios le concede el perdón y la gracia de su amistad: lo justifica.


San Pablo relaciona la fe de Abrahán con nuestra fe en la nueva promesa de Dios: la resurrección de Cristo y la nuestra a través de la muerte. Jesús murió para restituirnos la vida de Dios mereciéndonos el perdón, y resucitó para darnos la resurrección.


Creer en Jesús resucitado presente, y esperar que nos resucitará, es dar gloria a Dios y merecer lo imposible: la resurrección, por la muerte y a pesar de la muerte. Solamente a fe en la resurrección nos garantiza la autenticidad de nuestra fe.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 01, 2008

LOS REZOS Y LA ORACIÓN


LOS REZOS Y LA ORACIÓN


Domingo 9° durante el año –A / 01-06-2008


Jesús dijo a sus discípulos: No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?» Entonces Yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero ésta no se derrumbó, porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: ésta se derrumbó, y su ruina fue grande. (Mateo 7, 21-27).


Son rezos -no oración- las fórmulas, ritos, palabras, cumplimientos…, de los que se espera un efecto mágico, supersticioso, prescindiendo de Dios. El rezo no acerca a Dios ni al prójimo; incluso niega al prójimo lo que pide a Dios.


La oración es una realidad bien diferente: “Es encuentro de amistad con Quien sabemos que nos ama”, decía santa Teresa de Ávila. Y ningún ser nos ama tanto como Dios nos ama, pues de él hemos recibido y recibimos cada día todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.


Es decisivo verificar si nos limitamos a rezos, o buscamos, con gozo y de corazón, encontrarnos con el Padre que nos ama más que nadie, con el Dios de cielos y tierra, que se digna abajarse a nosotros, y encuentra sus delicias en hacernos compañía. Y no es cuestión de buscarlo fuera, lejos, allá arriba…, sino simplemente abrirnos a él con gozo, pues “en él vivimos y nos movemos”.


La oración requiere ante todo sinceridad con Dios y con nosotros mismos. Si pedimos algo, lo pedimos en serio, porque esperamos recibirlo, de una u otra manera, pronto o tarde, pero si es conforme a la voluntad de Dios.


Pero oración no es sólo pedir, sino sobre todo agradecer y adorar a Dios por todo lo que recibimos, gozamos y esperamos, aun sin pedirlo. Es la oración que más agrada a Dios, y la que mejor nos alcanza sus bendiciones, las multiplica y conserva. Es también oración necesaria el ofrecer los sufrimientos de la vida, para que Dios los transforme en causa de felicidad temporal y eterna.


Para que la oración sea verdadera y eficaz, no basta con sólo pronunciar palabras: “¡Señor, Señor!”, sino que es necesario realizar obras de amor al prójimo, en especial en orden a su salvación eterna, que es su máximo bien. Tampoco basta con hacer milagros en nombre de Jesús, pues si se hacen por vanagloria, sin amor a Dios y al prójimo, no sólo no sirven de nada, sino que se convierten en mal: “Apártense de mí, obradores del mal”.


No podemos vanagloriarnos del bien que Dios hace a través de nosotros, sino alegrarnos de que nuestros “nombres estén escritos en el cielo”, gracias a la misericordia de Dios y al amor con que realizamos las obras de Dios.


Pedir, agradecer, ofrecer y cumplir los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, es construir nuestra casa sobre roca firme, pues la oración, la gratitud, la ofrenda y la obediencia a la voluntad de Dios nos fundamentan sobre la Roca firme y Piedra angular, que es Cristo Jesús resucitado.


Toda oración debería empezarse así: “Oh Jesús, mi Dios y Salvador, ten compasión de mí que soy un pecador”; “Espíritu Santo, ora en mí con súplicas inefables”; “Virgen María, toma tú mis voces: presenta al Señor mis oraciones como si fueran tuyas”. Y supliquemos con insistencia el gozo de la oración.


Deuteronomio 11, 18. 26-28. 32


Moisés habló al pueblo y le dijo: Graben estas palabras en lo más íntimo de su corazón. Átenlas a sus manos como un signo, y que sean como una marca sobre su frente. Yo pongo hoy delante de ustedes una bendición y una maldición. Bendición, si obedecen los mandamientos del Señor, su Dios, que hoy les impongo. Maldición, si desobedecen esos mandamientos y se apartan del camino que yo les señalo, para ir detrás de dioses extraños, que ustedes no han conocido. Cumplan fielmente todos los preceptos y leyes que hoy les impongo.


Cuando un texto bíblico exige compromiso arduo en la vida concreta, tendemos a olvidarlo. Tal vez nos pasa a diario, sin que nos demos cuenta siquiera. Eso le sucedía también al pueblo hebreo: escuchaban con gusto las palabras de Dios, prometían cumplirlas; pero al poco tiempo las olvidaban y volvían a los ídolos muertos, porque que eran menos exigentes que el Dios de la Vida.


Por eso Dios les habla en serio y les pide que usen todos los medios para recordar y llevar a la práctica sus mandamientos, que se reducen al amor a Dios y al prójimo. Les expone claramente las consecuencias de la fidelidad y de la desobediencia a sus mandatos.


Consecuencias hoy vigentes para nosotros: si obedecemos amando a Dios y al prójimo, recibiremos las bendiciones de Dios: alegría, paz, salud, felicidad temporal y eterna, que es lo que buscamos desde lo más profundo de nuestro ser y en cada momento, aunque sea de forma inconsciente.


Si desobedecemos ignorando a Dios y poniendo nuestra confianza en los ídolos: dinero, placer, poder, encontraremos todo lo contrario de lo que buscamos: maldición en el tiempo y en la eternidad. Vale la pena considerarlo a diario, sin cansarnos, para alcanzar el éxito eterno de a vida.


Romanos 3, 20-25. 28


Hermanos: A los ojos de Dios, nadie será justificado por las obras de la Ley, ya que la Ley se limita a hacernos conocer el pecado. Pero ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios atestiguada por la Ley y los Profetas: la justicia de Dios, por la fe en Jesucristo, para todos los que creen. Porque no hay ninguna distinción: todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, gracias a la fe.


El mero cumplimiento externo de la Ley de Dios, de los mandamientos de la Iglesia, de las normas rituales, religiosas, morales, cívicas, etc., no pueden merecernos la gracia, la amistad y la salvación de Dios.


Solamente por la fe en Jesucristo, nuestro Salvador, somos liberados del pecado, pues él pagó –y paga- por nosotros con su vida y con su muerte, y nos devuelve la amistad con Dios.


Entonces los mandamientos, las normas y los ritos ¿no valen de nada? Todo lo contrario: cumplidos con fe y amor, como debe ser, son condiciones para adquirir la gracia y la salvación, que sólo Cristo, como fuente y causa, puede darnos. Esperar la gracia y la salvación por el cumplimiento de leyes, normas y ritos, es idolatría, pues se les atribuye lo que sólo Dios puede darnos.


La fe verdadera en Cristo total, Camino, Verdad y Vida, abarca al hombre total: mente, voluntad y corazón. La fe verdadera se verifica en las obras; la justificación y amistad de Dios se acredita en una conducta conforme al Evangelio. En Cristo consiste nuestra segura esperanza de perdón, resurrección y salvación.


P. Jesús Álvarez, ssp.