Sunday, January 25, 2009

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO



LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO


Domingo 3° Tiempo Ordinario Ciclo – B / 25-01-09

Marcos 16,15-18

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: Vayan al mundo entero y proclamen mundo el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.

Hechos de los apóstoles 22,3-16

En aquellos días, dijo Pablo al pueblo: Yo soy judío, nací en Tarso de Cilicia, pero me crié en esta ciudad; fui alumno de Gamaliel y aprendí hasta el último detalle de la ley de nuestros padres; he servido a Dios con tanto fervor como ustedes muestran ahora. Yo perseguí a muerte este nuevo camino, metiendo en la cárcel, encadenados, a hombres y mujeres; y son testigos de esto el mismo sumo sacerdote y todos los ancianos. Ellos me dieron cartas para los hermanos de Damasco, y fui allí para traerme presos a Jerusalén a los que encontrase, para que los castigaran. Pero en el viaje, cerca ya de Damasco, hacia mediodía, de repente una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo pregunté: ¿Quién eres, Señor? Me respondió: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Mis compañeros vieron el resplandor, pero no comprendieron lo que decía la voz.Yo pregunté: ¿Qué debo hacer, Señor? El Señor me respondió: Levántate, sigue hasta Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer. Como yo no veía, cegado por el resplandor de aquella luz, mis compañeros me llevaron de la mano a Damasco. Un cierto Ananías, devoto de la Ley, recomendado por todos los judíos de la ciudad, vino a verme, se puso a mi lado y me dijo: Saulo, hermano, recobra la vista. Inmediatamente recobré la vista y lo vi. Él me dijo: El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad, para que vieras al Justo y oyeras su voz, porque vas a ser su testigo ante todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, no pierdas tiempo; levántate, recibe el bautismo que, por la invocación de su nombre, lavará tus pecados.

Coríntios 7,29-31

Digo esto, hermanos: que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la apariencia de este mundo se termina.






Queridos hermanos y hermanas:

La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que San Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de San Pablo. Sobre este hecho se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aun, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar "pérdida" y "basura" todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Filipenses 3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió?

Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hechos 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su "sí" definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.

En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también "iluminación", porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hechos 9, 11).

El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este aconte-cimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol.

El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Corintios 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: "Y por último se me apareció también a mí" (1 Corintios 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.

Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: "Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado" (Romanos 1, 5); y también: "¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?" (1 Corintios 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: "Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco" (Galatas 1, 15-17). En esta "auto-apología" subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.

Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de San Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: "Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Corintios 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.

Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.

Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en "basura"; ya no es "ganancia" sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.

Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.

En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.

Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.


Su Santidad El Papa Benedicto XVI.

Sunday, January 18, 2009

SEÑOR, ¿DÓNDE VIVES?


SEÑOR, ¿DÓNDE VIVES?


Domingo 2° durante el año – B / 18-01-09


Juan el Bautista se encontraba de nuevo en el mismo lugar con dos de sus discípulos. Mientras Jesús pasaba, se fijó en él y dijo: "Ese es el Cordero de Dios." Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscan? Le contestaron: Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Jesús les dijo: Vengan y lo verán. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que siguieron a Jesús por la palabra de Juan. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas (que quiere decir Piedra). Juan 1, 35-42.


Este texto evangélico sugiere el modelo más eficaz de pastoral vocacional, que debe ser la tarea y preocupación primordial de la Iglesia, de las congregaciones religiosas, del clero y del laicado católico: “¡Hemos encontrado a Cristo!” “Vengan y vean”.


Un 90 % de los bautizados en la Iglesia viven descolgados de ella, y son la presa más fácil y cuantiosa del proselitismo de las sectas. Cada día se pasan a “otra confesión” miles de bautizados católicos, -que nunca han vivido a fondo su bautismo y no han conocido a su Iglesia ni a su Cabeza, Cristo resucitado- y por eso se convierten en eficaces agentes de proselitismo, alegando la misma motivación de Andrés: “¡Por fin hemos encontrado a Cristo!” Aunque luego no corresponda a la verdad ni a la realidad.


Los católicos “fieles” desean que haya buenos y abundantes sacerdotes, pues los necesitan para vivir y para morir bien. Pero pocos se interesan en serio de promover las vocaciones sacerdotales y religiosas. Ignoran el mandato apremiante de Jesús: “Rueguen al Dueño de la mies que envíe buenos obreros a su mies”.


“Las vocaciones son un don del Dios providente a una comunidad orante”, y a él hay que pedírselas y en su nombre acogerlas, y cuidarlas, conscientes de la afirmación de Jesús: “Soy yo quien los ha elegido”. La primera e indispensable tarea es ayudar al vocacionable a encontrarse con Cristo, el único que puede llamar y dar la fortaleza para seguirlo.


Las sectas comprometen desde el principio a sus laicos en la tarea de conquistar nuevos adeptos, en el pago de los diezmos y preparan abundancia de pastores. En eso nos dan ejemplo. En nuestra Iglesia católica, al menos en algunas parroquias y congregaciones, están surgiendo grupos de laicos comprometidos en la evangelización, pero son todavía muy pocos. Jóvenes de esos grupos se abrirán al sacerdocio y a la consagración para el Reino.


La Iglesia –jerarquía, clero y laicado– tiene ante sí la tarea más urgente e impostergable: salir en busca del 90% de las ovejas perdidas - católicos sólo de bautismo y nombre - dándoles a conocer todo lo que Jesús ha entregado a su Iglesia para ellos: su presencia viva, la redención, el sacerdocio, el Bautismo, la Eucaristía, y los demás sacramentos, la Biblia, el amor y el perdón de Dios Padre y a Jesús mismo...


Jesús ordenó a los suyos: “Vayan y evangelicen a todos los hombres”, pero “empiecen por los hijos descarriados de la Iglesia”, que son la gran mayoría de los bautizados, saliendo de la reducida y cómoda minoría de los que va a la parroquia, que deben hacerse misioneros.


“Las obras de Dios las hacen los hombres y mujeres de Dios”, que vivan en Cristo –eso es la santidad - y repitan convencidos la invitación de Jesús: “¡Vengan y vean!”, en especial a través de los medios más rápidos, más eficaces y de mayor alcance: los maravillosos medios de masas. Pero siendo a la vez testigos de Cristo resucitado para los cercanos y alejados: “¡Hemos encontrado al Salvador!”


1 Samuel 3,3-10. 19


Samuel estaba acostado en el Templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: «Aquí estoy». Samuel fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Pero Elí le dijo: «Yo no te llamé; vuelve a acostarte». Y él se fue a acostar. El Señor llamó a Samuel una vez más. Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Elí le respondió: «Yo no te llamé, hijo mío; vuelve a acostarte». Samuel aún no conocía al Señor, y la palabra del Señor todavía no le había sido revelada. El Señor llamó a Samuel por tercera vez. Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Entonces Elí comprendió que era el Señor el que llamaba al joven, y dijo a Samuel: «Ve a acostarte, y si alguien te llama, tú dirás: Habla, Señor, porque tu servidor escucha». Y Samuel fue a acostarse en su sitio. Entonces vino el Señor, se detuvo, y llamó como las otras veces: «¡Samuel, Samuel!» Él respondió: «Habla, porque tu servidor escucha». Samuel creció; el Señor estaba con él, y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras.


La vocación de Samuel es modelo de toda vocación cristiana, sacerdotal y consagrada. El primer paso o condición es reconocer la voz de Dios, y luego escucharla y seguirla. El solo bautismo no capacita para reconocer la voz de Dios, sino que se necesita un guía que ayude a reconocer esa voz y a seguirla, y que confiese como Elí: “No soy yo quien te ha llamado, sino Dios, al que debes escuchar y seguir”. La vocación es don de Dios, no propiedad personal.


Todo cristiano recibe en el bautismo la vocación a ser profeta (hablar en nombre de Dios); sacerdote (dar una mano a Dios en la salvación de los hombres) y rey (vivir y contagiar la libertad de los hijos de Dios). La vocación sacerdotal, misionera, consagrada son sólo la radicalización de la vocación bautismal en una unión más intensa con Cristo para compartir con él, en consagración radical, la obra de la liberación y salvación de los hombres. Vivida así, la vida consagrada sí es un encanto.


Pero se necesita el trato asiduo con Cristo resucitado. “Hablen de los hombres a Dios para hablar de Dios a los hombres”, decía Santo Domingo de Guzmán.


1 Corintios 6, 13-15. 17-20


Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros con su poder. ¿No saben acaso que sus cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor se hace un solo espíritu con Él. Eviten la fornicación. Cualquier otro pecado cometido por el hombre es exterior a su cuerpo, pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos.


Dios es el autor del placer inherente a la comida, a la bebida, al sexo, al oído, al tacto, al olfato, a la buena salud, etc. Pero el cuerpo no se nos ha dado sólo para el placer físico y temporal, sino principalmente para el placer inmensamente superior de toda la persona en la vida eterna, donde tendremos un cuerpo glorioso como el de Cristo resucitado.


El desorden y abuso del placer contra el sentido y destino que Dios le ha dado, -lo cual es idolatría por ser rechazo a Dios-, no sólo privará del placer temporal para siempre, sino que se perderá el placer inmensamente mayor y eterno del cuerpo resucitado. Quienes se creen dueños de su cuerpo y abusan de él, lo perderán para siempre.


Nuestro cuerpo ha sido comprado por Cristo con su sangre para hacerlo totalmente nuestro por la resurrección. La dignidad de nuestro cuerpo es incomparable, es la obra maestra de Dios en la creación visible, y lo ha hecho templo suyo y miembro de Cristo.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, January 11, 2009

BAUTISMO Y CONVERSIÓN


BAUTISMO Y CONVERSIÓN


Bautismo del Señor - B / 11-1-2009


En aquel tiempo Juan proclamaba este mensaje: “Detrás de mí viene uno con mayor poder que yo, y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias arrodillado ante Él. Yo les he bautizado con agua, pero Él los bautizará en el Espíritu Santo”. En aquellos días llegó Jesús de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Al momento de salir del agua, Jesús vio los cielos abiertos: el Espíritu bajaba sobre Él en semejanza de paloma, mientras se escuchaban estas palabras del cielo: “Tú eres mi Hijo, el Amado, mi Elegido”. (Marcos 1, 7 -11).


Juan presenta a Jesús ante la gente, pero a la vez se considera indigno de ayudarle a sacarse las sandalias; y todavía se ve más indigno de bautizarlo. Sólo acepta por mandato expreso de Jesús. Luego el mismo Padre celestial confirma la palabra de Juan presentando a su Hijo: “Tú eres mi Hijo amado, mi Elegido”. Ante Cristo, ¿nos sentimos indignos como Juan?


En la transfiguración el Padre presenta a Jesús con las mismas palabras a los tres discípulos predilectos. Luego lo acogerá en la cruz por nuestra salvación, lo resucitará en la Pascua y lo sentará a su derecha el día de la Ascensión. En su gloria espera y acoge a la humanidad redimida por su vida, muerte y resurrección. Allí nos espera para cumplir su promesa: "Me voy a prepararles un puesto y luego vendré a buscarlos".


Jesús, el Hijo de Dios, no recela ponerse a la cola con los pecadores para ser bautizado por Juan, y conferir, por su bautismo, fuerza salvadora todas las aguas del mundo. Él cargará con nuestros pecados camino del calvario y nos justificará por su resurrección.


Con el bautismo, Cristo inicia su misión mesiánica de liberar al pueblo y al mundo de sus esclavitudes, penas y pecados, y así abrirle las puertas de la resurrección y la vida eterna.


Jesús sigue hoy mezclándose entre nosotros, pecadores, para arrancarnos del pecado. Se pone medio nosotros en la Eucaristía, en su Palabra, en el prójimo, en la creación, en el sufrimiento y en la alegría. Pero sin renunciar a su real y oculta condición divina, pues sólo desde su divinidad puede quitarnos el pecado y resucitarnos.


La Iglesia, pecadora en sus miembros (nosotros), pero santa en su Cabeza (Jesús), continúa la misión liberadora, santificadora y salvífica de Cristo. La Iglesia debe encarnarse y humanizarse como su Cabeza, pero sin olvidar su condición divina gracias a su unión con el Hijo de Dios, el único que puede salvar, sirviéndose de la Iglesia.


Si la Iglesia –pueblo y pastores- olvidara esta su condición divina, haría traición a su misión, al pueblo de Dios y a Dios mismo, pues cerraría las puertas de la salvación en lugar de abrirlas. Los ministros y los miembros de la Iglesia no son los que libran del pecado y salvan, sino que es Cristo Resucitado quien libra y salva por medio de ellos, si están de verdad unidos a él.


El bautismo nos une al bautismo de Jesús, nos hace miembros de su Cuerpo místico, la Iglesia, y nos asocia a su misión sacerdotal para salvación de la humanidad. El bautismo purifica y salva a condición de que se abrace una vida cristiana auténtica, la cual exige un compromiso de libertad frente a las seducciones del poder, del placer y del dinero.


Los bautizados en la infancia logramos la madurez del bautismo asumiéndolo con una fe consciente, adulta, que es amor a Dios y amor-servicio al prójimo. Fe que es acogida al Hijo, gratitud al Padre y apertura al Espíritu Santo, que nos bautiza con el fuego de su amor.


Sólo puede considerarse cristiano quien escucha a Cristo, está unido a él y sigue su camino cumpliendo su Palabra. En el Bautismo Jesús se consagró como hombre para los demás; y el bautismo nos hace también a nosotros personas para los demás, amándolos como Cristo los ama.


Una vida egoísta, centrada en uno mismo, es negación del bautismo, negación de Cristo y del prójimo, negación de la fe y renuncia a la salvación.


Amar a Cristo, ser cristiano, vivir el bautismo, es escuchar su palabra y llevarla a la práctica: “Quien me ama, cumple mis palabras”. Es vivir el mandato de Dios Padre: "Este es mi Hijo amado; escúchenlo".


Isaías 55, 1-11


Así habla el Señor: ¡Vengan a tomar agua, todos los sedientos, y el que no tenga dinero, venga también! Coman gratuitamente su ración de trigo, y sin pagar, tomen vino y leche. ¿Por qué gastan dinero en algo que no alimenta y sus ganancias, en algo que no sacia? Háganme caso, y comerán buena comida, se deleitarán con sabrosos manjares. ¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca! Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y Él le tendrá compasión, a nuestro Dios, que es generoso en perdonar. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos -oráculo del Señor-.


Todo el mundo está sediento de felicidad, pero la gran mayoría busca la felicidad en donde no está, y acude a beber en charcas envenenadas, que ofrecen felicidad ficticia, y al fin terminan siendo tumbas de la felicidad.


Se gastan energías, dinero, salud y la misma vida en procurar placeres y satisfacciones que siempre dejan insatisfechos, creando una adicción que exige cada vez más, incluso a costa del sufrimiento y la muerte del prójimo y la propia. Lo cual no sucede sólo con la droga, el alcohol, el sexo idolatrado, sino también con otros placeres y gratificaciones que suplantan a Dios en sus hijos, y que tarde o temprano dejan las manos vacías y privan de la verdadera felicidad en el tiempo y en la eternidad. “No hay nada tan infeliz como la felicidad del pecador”.


Ante esta situación, Dios invita a tomar gratuitamente agua pura y manjares exquisitos en la misma fuente de toda felicidad, que es él. Si las cosas caducas que salen de sus manos pueden dar algo de felicidad pasajera, ¡cuán grande, pura y perenne será la felicidad nos dará él mismo en persona! Dios nos cambia en fuente de felicidad el sufrimiento y la misma muerte, y hace que toda felicidad temporal gozada conforme a su voluntad y con gratitud, se haga mayor felicidad en el tiempo y nos la multiplique al infinito en el paraíso.


Abramos los ojos, la mente y el corazón para no caer en las charcas seductoras pero envenenadas, y para volvernos a la fuente de toda felicidad temporal y eterna: Dios, la felicidad en persona a nuestro alcance, y que nos busca; dejémonos encontrar por él.


1 Juan 5, 1-9


Queridos hermanos: El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y el que ama al Padre ama también al que ha nacido de Él. La señal de que amamos a los hijos de Dios es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. El amor a Dios consiste en cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga, porque el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el Espíritu es la verdad. Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo. Si damos fe al testimonio de los hombres, con mayor razón tenemos que aceptar el testimonio de Dios. Y Dios ha dado testimonio de su Hijo.


La fe en Cristo Jesús como único Salvador nuestro y del mundo, es un don de Dios, pues nosotros no podemos ni siquiera pronunciar con amor y convicción el nombre de Jesús, sin la ayuda del Espíritu Santo. Sólo él nos da la luz para comprender quién es Cristo.


No se puede olvidar en la práctica que la fe en sentido bíblico-evangélico, es adhesión amorosa a Dios, en sus tres divinas Personas. La fe sin amor no es verdadera fe, es sólo fe teórica que no salva. La fe sin amor es propia del diablo, pero no les sirve de nada.


El amor a Dios y a los hijos de Dios –dos amores inseparables- se demuestra y se vive cuando se cumplen sus mandamientos, pues los mandamientos son la expresión concreta del amor a Dios y del amor al prójimo. Este doble amor es el que nos hace hijos de Dios en su Hijo.


El amor hace posible que los mandamientos no sean una carga pesada, porque el mismo Dios nos da la fuerza para cumplirlos con gozo en la seguridad del premio eterno.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, January 04, 2009


A QUIENES LO RECIBEN,

LOS HACE HIJOS DE DIOS.


Domingo 2° de Navidad - B / 2 enero 2009.


En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba ante Dios en el principio. Por Ella se hizo todo, y nada llegó a existir sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en Ella, y para los hombres la vida era luz. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han detenido. La Palabra era la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre, y llegaba al mundo. La estaba en el mundo, este mundo que se hizo por Ella, y no la reconoció. Vino a su propia casa, y los suyos no la recibieron; pero a todos los que la recibieron, les dio capacidad para ser hijos de Dios. Al creer en su Nombre, han nacido, no de sangre humana, ni por ley de la carne, ni por voluntad de hombre, sino que han nacido de Dios. Y la Palabra se hizo carne, puso su carpa entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe del Padre el Hijo único; en Él todo era don amoroso y verdad. Nadie ha visto a Dios jamás, pero Dios-Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo dio a conocer. Juan 1, 1-18.


Esta página del cuarto Evangelio, es un poema teológico excepcional, fruto de la experiencia del discípulo predilecto, San Juan, con Jesús de Nazaret y de su extraordinaria contemplación de Jesús resucitado.


Juan le da a Jesús el nombre de “Verbo”, “Palabra”, que existía ya antes de la creación, y cuya misión esencial como Palabra es hablar, comunicar, esperando acogida y respuesta. “Palabra” que sólo se dirige a destinatarios directos, incluidos nosotros.


La Palabra o Verbo de Dios es la expresión más completa de lo que Dios es: su intimidad, su ser, su voluntad, su amor, su vida: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, declara Jesús, el perfecto comunicador del Padre para nosotros y para todo el mundo.


Jesús vino al mundo para transformar la creación, conducir la historia y la humanidad hacia el Padre, y para hacer de nosotros verdaderos hijos de Dios, a fin de que podamos compartir su misma vida gloriosa y eterna. El mismo San Juan proclama en su primera carta, 3, 1: “Miren qué amor nos tiene Dios, que nos llama hijos suyos, pues lo somos”. Hijos y herederos con su Hijo.


Mas, a pesar de que el mundo es obra de la Palabra, el Hijo de Dios, el mundo no la ha reconocido por haber elegido las tinieblas del mal y de la muerte: odios, guerras, destrucción, corrupción, hambre, abortos, terrorismo...


Sin embargo, “a quienes lo acogen, les da el poder de ser hijos de Dios”.


Es una llamada muy fuerte y seria a verificar si de veras acogemos en la vida a Cristo Resucitado, Palabra eterna del Padre. Porque es muy fácil rechazarlo bajo las apariencias de acogida, engañándonos a nosotros mismos y a los demás.


Somos cristianos de verdad si lo somos para nuestros contemporáneos, si les reflejamos la presencia de Cristo resucitado, como testigos suyos, en la sociedad actual, en la familia, en el trabajo, en las múltiples relaciones humanas, con nuestro modo de vivir, actuar y hablar.


Jesús nos busca siempre para hacernos hijos de Dios y herederos de su misma gloria. Es decisivo abrirse a él, hasta llegar a la experiencia de san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas, 2, 20).


“Vida cristiana” es sinónimo de “vida en Cristo”, quien nos llama además a compartir su misión universal salvadora a favor de todos los hombres. Es evidente que sólo quien acoge a Cristo y vive unido a él, puede ser y llamarse cristiano.


Eclesiástico 24,1-2. 8-12


Mira cómo la sabiduría se alaba y se elogia a sí misma en medio de su pueblo, cómo toma la palabra en la Asamblea del Altísimo y se glorifica delante del Todopoderoso. Entonces el Creador del universo me dio una orden, el que me creó me indicó dónde levantar mi tienda. Me dijo: "¡Instálala en Jacob, que Israel sea tu propiedad!" Desde el principio el Señor me había creado, antes que existiera el tiempo, y no pasaré con el tiempo. Celebro en su presencia la liturgia de su Santa Morada, y por eso me establecí en Sión. Me hizo descansar en la ciudad amada, en Jerusalén ejerzo mi poder. Eché raíces en el pueblo glorificado por el Señor, en su dominio que es su herencia.


La Sabiduría divina se alaba y elogia a sí misma, pero no con palabras vanidosas, sino con obras portentosas de su poder: crea, ordena y conserva el universo. Por eso en la creación no reinan el caos y el desorden, sino la belleza, el orden y el concierto, aunque muchas veces marcado por el misterioso sufrimiento humano, que recibe su sentido de la misma Sabiduría divina, y por los dolores de parto de la misma creación hacia un mundo nuevo.


La Sabiduría “sale de la boca del Altísimo”. Es la manifestación de Dios sapientísimo y omnipotente; es una Persona, que sale al encuentro del hombre que teme y ama a Dios para morar en él y en medio del pueblo.


Este texto se proyecta hacia el Verbo-Hijo de Dios, Sabiduría personificada del Padre en la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Cristo Jesús, Dios-con-nosotros, por quien Dios hizo todas las cosas y en quien sostiene toda la creación visible e invisible.


El pueblo donde se instala Cristo-Sabiduría de Dios, es hoy su Iglesia, en la cual y con la cual celebra su liturgia eterna, dando perenne culto al Padre, el mismo que le dio durante su vida terrena, y nos hace partícipes y “con-celebrantes” de ese culto por el cual santifica y salva al hombre.


Efesios 1,3-6. 15-18


¡Bendito sea Dios, Padre de Cristo Jesús nuestro Señor, que nos ha bendecido en el cielo, en Cristo, con toda clase de bendiciones espirituales! En Cristo Dios nos eligió antes de que creara el mundo, para estar en su presencia santos y sin mancha. En su amor nos destinó de antemano para ser hijos suyos en Jesucristo y por medio de él. Así lo quiso, y le pareció bien sacar alabanzas de esta gracia tan grande que nos hacía en el Bien Amado. He sabido cómo ustedes viven en Cristo Jesús la fe y el amor para con todos los santos; quiero decir, para con los hermanos, por lo que no dejo de dar gracias a Dios y de recordarlos en mis oraciones. Que el Dios de Cristo Jesús nuestro Señor, el Padre que está en la gloria, se les manifieste dándoles espíritu de sabiduría para que lo puedan conocer. Que les ilumine la mirada interior, para que entiendan lo que esperamos a raíz del llamado de Dios, qué herencia tan grande y gloriosa reserva Dios a sus santos.


El Padre, al darnos la máxima bendición que es su mismo Hijo, nos colma con toda clase de bendiciones. En él nos eligió para vivir en su presencia protectora y santificadora.


La esencia de la santidad es vivir en Cristo, el Santo y Justo, vivir unidos a él por el amor a Dios y al prójimo, a imitación suya. La santidad no consiste en milagros y heroísmos: estos sólo pueden ser un medio o una consecuencia, no la esencia o causa de la santidad.


A pesar de nuestros pecados, el Padre nos destinó a ser hijos suyos en su Hijo Jesucristo, y por tanto coherederos de su misma gloria, esa herencia gloriosa que Dios nos tiene reservada en premio de la conversión y la santidad vivida por la unión con Cristo.


San Pablo goza y agradece a Dios, pues intuye esta santidad verdadera en la comunidad efesina. Hagamos que nuestras comunidades vivan esa santidad.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Thursday, January 01, 2009

MADRE DE DIOS Y DE LOS HIJOS DE DIOS


MADRE DE DIOS Y DE LOS HIJOS DE DIOS




Santa María, Madre de Dios / 1 enero 2009



Los Pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en un pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, fueron a circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción. Lucas 2, 16-21.



San Cirilo de Alejandría aclara qué significa el título de Madre de Dios: “El Verbo viviente, subsistente, ha sido engendrado de la misma sustancia del Padre, y existe desde toda la eternidad… Pero él se hizo carne en el tiempo, y por eso se puede decir que ha nacido de mujer. Jesús, Hijo eterno de Dios, ha nacido de María en el tiempo”.



De esta prerrogativa inigualable derivan todos los títulos que damos a María. Sin embargo, Jesús, ante la exclamación de una mujer: “Bendito el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”, afirmó: “Más dichosos aun son quienes escuchan la Palabra de Dios y la practican”. María es más digna y feliz por escuchar y cumplir la Palabra de Dios, que por ser Madre Jesús. Así nosotros: no merecemos la salvación sólo por ser hijos de Dios e hijos de María, sino sobre todo por escuchar y cumplir la Palabra de Dios.



Es admirable cómo Dios inició la creación del género humano por el hombre sin el concurso de la mujer, y cómo inició la re-creación o redención por la mujer -la Virgen María-, sin el concurso del hombre, pues el Salvador nació por obra del Espíritu Santo.



Dios ha querido que la mujer tenga un lugar irremplazable en la historia de la salvación, en complementariedad con el hombre. El modelo supremo de esta misión salvífica femenina es María, que se une al Salvador acogiéndolo en su seno virginal cuando acepta ser Madre del Mesías, para darlo a la humanidad.



La encíclica Lumen Gentium, n. 56, dice: “María, hija de Adán, consintiendo a la palabra divina, se convirtió en madre de Jesús y, abrazando la voluntad salvífica de Dios con toda su alma y sin peso alguno de pecado, se consagró totalmente, como Servidora del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención bajo él y con él, mediante la gracia del omnipotente”.



En María la mujer supera la multisecular discriminación ajena al plan creador y salvador de Dios, que pone en las manos de la mujer el destino de la humanidad, en diálogo con el hombre, como interlocutor de igual a igual ante Dios.



Hoy multitudes de hombres y mujeres de todas las edades están reducidos a objetos de consumo y de disfrute egoísta, como piezas de engranajes manipulados por la ambición, el egoísmo, el poder, el dinero y el placer.



Hacen falta nuevas Marías que, con su ternura, decisión, fe y valentía continúen con María la historia de la salvación, acogiendo y haciendo presente a Cristo, único Salvador, para que libere a hombres y mujeres de las grandes esclavitudes que los están destruyendo como personas y degradando su condición de hijos e hijas de Dios.



Dichosas las mujeres -y los hombres- que creen y aman como María, pues también concebirán y darán a luz al Hijo de Dios, y compartirán su Sacerdocio supremo, mediante el sacerdocio bautismal, a favor de la liberación y la salvación de la humanidad, empezando por el santuario doméstico, la familia.



Es necesario que imitemos a María, quien “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”, y las vivía.




Números 6,22-27.



El Señor habló a Moisés: “Di a Aarón y a sus hijos: ‘Esta es la fórmula con que ustedes bendecirán a los israelitas: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré’”.



Esta fórmula de bendición estaba reservada en exclusiva a los sacerdotes, Aarón y sus hijos, sacerdotes por herencia. Dios se comprometía a conceder al pueblo, por medio de la bendición de los sacerdotes, la bendición de su presencia, de su protección y de la paz.



Mas la bendición de Dios tiene su máxima expresión y eficacia a través del Sumo Sacerdote, Cristo Jesús, “en quien Dios nos bendice con toda clase de bendiciones” materiales, espirituales, celestiales. Jesús es la máxima bendición de Dios.



Y esta bendición el Hijo de Dios, sigue llegando eficazmente por manos de los sacerdotes ministeriales, que nos hacen presente a Cristo Resucitado: en la Eucaristía y demás sacramentos, en la predicación, en sus personas consagradas al servicio sacerdotal.



Mas a partir de Cristo, las bendiciones de Dios no pasan sólo a través del sacerdocio ministerial –con excepción de algunos sacramentos-, pues el supremo sacerdocio de Cristo es compartido también por todos los bautizados mediante el sacerdocio bautismal. Por eso los laicos deben recuperar la costumbre de bendecir y bendecirse mutuamente en nombre de Dios, quien responderá, tal vez sin que se den cuenta, a toda bendición que se haga con fe en él y por amor al prójimo.



Los sacerdotes bendicen con el Santísimo – Cristo presente en Persona en la Eucaristía-; pero los fieles pueden bendecir con la Biblia - Cristo Palabra de Dios en Persona presente que nos habla-. Eucaristía y Biblia son puestos al mismo nivel por Cristo y por la Iglesia. ¡No dejemos de bendecir con la Biblia, y bendecirnos por la Biblia, sobre todo leyéndola y haciéndola vida.



Gálatas 4,4-7



Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.



San Pablo es el que hace la primera alusión a María en el Nuevo Testamento. De ella nace el Libertador que viene a rescatar a los hombres de la esclavitud a las abusivas leyes humanas e incluso religiosas, y de las poderosas fuerzas del mal.



El Hijo de Dios se hace esclavo con todas esas esclavitudes del hombre –menos el pecado- para que el hombre alcance la libertad de los hijos de Dios, porque el Hijo no viene sólo a liberarnos de las esclavitudes, sino a hacernos hijos de Dios y coherederos de su misma gloria eterna. Nos da un nuevo ser, de modo que podemos llamarle “Padre”, al igual que su propio Hijo.



Ante tan inaudita bendición, san Juan exclama: “¡Miren qué amor nos tiene el Padre, que nos llama hijos suyos, pues lo somos!” (1 Juan 3, 1). Somos hijos de Dios, y nuestra vocación es la libertad en esta vida y la plenitud de la libertad en el paraíso a través de la resurrección, por la que se comprobará lo que realmente somos como hijos de Dios. Jesús "se hizo lo que somos nosotros para hacernos a nosotros ser lo que él es": hijos de Dios.



Tenemos que ser conscientes y vivir con inmensa gratitud esta maravillosa realidad para liberarnos de las esclavitudes indignas de los hijos de Dios.



P. Jesús Álvarez, ssp.