Sunday, February 22, 2009

EL PECADO, EL PERDÓN Y LA SANACIÓN



EL PECADO, EL PERDÓN Y LA SANACIÓN


Domingo 7º tiempo ordinario - B / 22-02-2009.


Tiempo después, Jesús volvió a Cafarnaún. Apenas corrió la noticia de que estaba en casa, se reunió tanta gente que no quedaba sitio ni siquiera a la puerta. Y mientras Jesús les anunciaba la Palabra, cuatro hombres le trajeron un paralítico que llevaban tendido en una camilla. Como no podían acercarlo a Jesús a causa de la multitud, levantaron el techo donde él estaba y por el boquete bajaron al enfermo en su camilla. Al ver la fe de aquella gente, Jesús dijo al paralítico: Hijo, se te perdonan tus pecados. Estaban allí algunos maestros de la Ley, y pensaron en su interior: ¿Cómo puede decir eso? Realmente se burla de Dios. ¿Quién puede perdonar los pecados, fuera de Dios? Pero Jesús supo en su espíritu lo que ellos estaban pensando, y les dijo: ¿Por qué piensan así? ¿Qué es más fácil decir a este paralítico: Se te perdonan tus pecados, o decir: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues ahora sabrán que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder para perdonar pecados. Y dijo al paralítico: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El hombre se levantó, y ante los ojos de toda la gente, cargó con su camilla y se fue. La gente quedó asombrada, y todos glorificaban a Dios diciendo: Nunca hemos visto nada parecido. Marcos 2,1-12.


Una vez más Jesús demuestra que el objetivo de la evangelización es el hombre total, necesitado de una curación total: del espíritu, de la psique y del cuerpo. Los pastores, evangelizadores, catequistas, misioneros que sólo se interesaran por el espíritu de sus oyentes: que vayan a misa, se confiesen, comulguen, escuchen, lean, vean…, sin preo-cuparles sus problemas, sus angustias y tristezas, su vida, no están evangelizando. Como tampoco evangelizan quienes se quedan sólo en lo material y lo social.


Los "samaritanos" del paralítico deseaban sólo su curación física. Pero Jesús deseaba su curación total, y empezó sanándolo del pecado, parálisis del espíritu, que es la raíz de todo mal, y luego lo curó de su parálisis física. Con la curación de la parálisis Jesús demuestra que “tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.


Jesús, al curar y perdonar al paralítico, premia la fe de sus portadores, quienes sin duda recibieron también el perdón gracias al "sacramento del hermano"; o sea, por la ayuda amorosa al necesitado, como promete el mismo Jesús: "Estuve enfermo y ustedes me socorrieron…, vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino que les tengo preparado".


Jesús sigue hoy perdonando, salvando y curando a multitudes que no tienen a su alcance los sacramentos de la Iglesia. Dios les hace llegar su perdón por los “sacramentos” del prójimo necesitado y socorrido, del perdón mutuo, de la defensa de la vida, de la promoción de la paz, de la justicia, de la solidaridad, de la libertad, de la dignidad humana..., lo cual equivale a vivir las bienaventuranzas, a las que Jesús promete el premio eterno.


Mientras que no es raro encontrarse con personas que confiesan y comulgan, pero no hacen espacio ni a Dios ni al prójimo en sus vidas, cerrándose así al perdón, a la conversión y desviándose del camino de la salvación.


La sociedad y el mundo entero están paralizados por un sin fin de males a causa del pecado. Nosotros mismos, los seguidores de Cristo, corremos el riesgo paralizarnos y vernos impotentes ante tan inmensa parálisis. Sin embargo Jesús vino y está entre nosotros para curarnos y curar al mundo por nuestro medio. Él quiere y acoge nuestra colaboración como quiso y aprovechó la colaboración de los amigos del paralítico.


Nos pide nuestra pequeña aportación de poner cada día en su presencia sanadora y santificadora a tantos paralíticos: en la Eucaristía, en la oración, en el sufrimiento reparador, en la acción a nuestro alcance, convencidos de que lo poco que podemos hacer nosotros está en función de lo mucho que no podemos hacer, y que sólo Dios puede hacer. ¿No es acaso el prescindir del Resucitado la causa de tanta parálisis y sensación de impotencia?


Si la fe en Cristo Resucitado no sirve para transformar y salvar el mundo, la familia y los individuos, ¿para qué sirve? Con nuestra pobre aportación facilitémosle a Jesús su acción omnipotente de sanación y salvación universal.


Isaías 43, 18-19. 20-22. 24-25


Así habla el Señor: No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta? Sí, pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa, para dar de beber a mi Pueblo elegido, el Pueblo que Yo me formé para que pregonara mi alabanza. Pero tú no me has invocado, Jacob, porque te cansaste de mí, Israel. ¡Me has abrumado, en cambio, con tus pecados, me has cansado con tus iniquidades! Pero soy Yo, sólo Yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados.


¿Quién puede afirmar que nunca ha abrumado a Dios con sus pecados de palabra, obra y omisión, incluso apoyados tal vez en la injuriosa ligereza de que al fin “el buen Dios lo perdona todo”? Pero cuando, tarde o temprano, nos alcanzan las consecuencias del pecado personal y social: la enfermedad, las desgracias, la violencia, la muerte, etc., puede abrumarnos la convicción de que nuestros pecados son imperdonables. Así se pasa de la ligereza a la desesperanza, a cuál más perniciosa, pues ambas alejan de Dios.


Hay que abrir los oídos, la mente y el corazón a la voz misericordiosa de Dios: “Sólo yo puedo borrar tus crímenes y sepultar tus pecados, en consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados”. Lo que espera de nosotros, hijo pródigos, es que nos volvamos a él pidiéndole perdón, y se lo agradezcamos de corazón con una vida mejor.


Pero se cierra al perdón quien disimula los propios pecados con prácticas religiosas externas, de puro cumplimiento sin corazón ni conversión, pues eso es una hipocresía que atrae graves males, tal vez irremediables, por cerrarse a la misericordia infinita de Dios.


Por otra parte el perdón de Dios no se debe a méritos propios, sino a su amor misericordioso y gratuito, y actúa en vista de nuestro deseo y petición sincera de perdón, de lo contrario nos merecemos el reproche: “Tú no me has invocado porque te cansaste de mí”. Digámosle más bien con humildad: “No merezco tu perdón, pero lo necesito... Perdóname mis pecados como yo perdono a quienes me ofenden... No dejes que me canse de ti”.


Y Dios nos responderá: “No importa lo que hayas sido en el pasado, sino lo que decidas ser de ahora en adelante”. ¿Puede haber mayor misericordia, consuelo, paz y alegría? “¡Feliz aquel a quien Dios no le tiene en cuenta sus pecados!”


2 Corintios 1, 18-22


Hermanos: Les aseguro, por la fidelidad de Dios, que nuestro lenguaje con ustedes no es hoy «sí», y mañana «no». Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes --tanto Silvano y Timoteo, como yo mismo-- no fue «sí» y «no», sino solamente «sí». En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su «sí» en Jesús, de manera que por Él decimos «Amén» a Dios, para gloria suya. Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu.


Pablo había cancelado su visita prometida a los corintios, porque la comunidad no había reaccionado como era debido ante un grave escándalo. Entonces alguien aprovechó maliciosamente para descalificarlo como apóstol y descalificar su predicación, por haber dicho “no” después de haberles prometido ir a visitarlos, faltando así a la palabra dada.


Pero el apóstol reacciona afirmando con fuerza que la fe en Jesucristo, anunciado por la predicación, no está sujeta a un simple cambio humano, sino que está inconmoviblemente fundada en Dios y en sus promesas, que se realizan en Jesús, el “Sí” del Padre al hombre.


¡Cuántos cristianos apoyan su fe en los pastores y evangelizadores, y, por no haberla fundamentado en Cristo, la pierden cuando fallan los predicadores o catequistas. Tales cristianos no viven la fe cristiana, que une a Cristo, sino una fe teórica que no salva.


La fe no la dan los ministros ni se funda en ellos, sino que viene de Dios a través de ellos, y se fundamenta en Cristo resucitado, que “es el mismo hoy, ayer y siempre”. Sin embargo, es necesario que los ministros sean coherentes en el hablar y en el vivir, para contagiar a los fieles la sinceridad en la fe y en la vida.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, February 15, 2009

MISERICORDIA contra MARGINACIÓN


MISERICORDIA contra MARGINACIÓN


Domingo 6° durante el año – B / 15-02-09.


Se le acercó un leproso, que se arrodilló ante él y le suplicó: Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio. Al instante se le quitó la lepra y quedó sano. Entonces Jesús lo despidió, pero le ordenó enérgicamente: No cuentes esto a nadie, pero vete y preséntate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que ordena la Ley de Moisés, pues tú tienes que hacer tu declaración. Pero el hombre, en cuanto se fue, empezó a hablar y a divulgar lo ocurrido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en el pueblo; tenía que andar por las afueras, en lugares solitarios. Pero la gente venía a él de todas partes. (Marcos 1,40-45).


Al tiempo de Cristo había colonias de leprosos, totalmente marginados. Todos pensaban, incluidos los leprosos, que esa enfermedad era un castigo por un gran pecado, que los hacía indignos de compasión, convencidos de que por su culpa vivían el infierno ya en esta vida.


Quien tocara o se dejara tocar por un leproso, era considerado impuro y debía marginarse con los leprosos, y el leproso responsable de haber tocado a otra persona, debía morir apedreado.


El leproso que se acercó a Jesús, aun consciente del riesgo para él y para el Maestro, se saltó la Ley y se arrodilló con fe suplicante a los pies de Jesús, sin atreverse a tocarlo para no contagiarlo.


Y Jesús, movido a compasión, también se saltó la ley y lo tocó con su divina mano, y en vez de ser contagiado por el enfermo, Jesús contagió la salud y el amor al enfermo, quedando así ambos libres del castigo que imponía la Ley.


¿No hacemos a menudo lo contrario nosotros? No nos acercamos a personas marginadas de mil maneras, por respeto humano, omitiendo hacer algo para mejorar su situación. Tal vez no tenemos a Cristo para llevárselo, a la vez que nuestra ayuda, para que él las alivie con su presencia, les revele el sentido de la vida y del sufrimiento, o los sane.


Jesús cura al ciego también de sus pecados, “la lepra del espíritu”. Y al sentirse curado de ambas enfermedades, el hombre salta y grita de gratitud y júbilo, proclamando por doquier lo que ha hecho Jesús por él, a pesar de que el Maestro le había prohibido divulgar el milagro.


El pecado es mucho más peligroso que la lepra corporal, es la terrible lepra del mundo, de la que no quiere enterarse. Por eso Jesús ha dado a su Iglesia el poder de perdonar el pecado en su nombre. Y la Iglesia invita presentarse al ministro de la reconciliación para recibir el sacramento del perdón. A ejemplo de leproso al sentirse curado, deberíamos saltar de júbilo y gratitud cada vez que recibimos el perdón, y unirnos al gozo de los ángeles del cielo, que hacen fiesta por cada pecador que se convierte.


Pero, ¿sólo son perdonados y se salvan quienes acuden a la confesión sacramental? ¿No perdonó Jesús sin que le manifestaran los pecados y antes de presentarse a los sacerdotes? Quienes no tienen la posibilidad de acudir a un sacerdote, ¿se condenan sin remedio? No. Dios perdona sin más a todo el que le pide sinceramente perdón, si a la vez se compromete a luchar en serio contra el pecado, reparar, perdonar a los otros, hacer obras de misericordia por amor a Dios y al prójimo, hacer oración, ofrecer el sufrimiento...


Recordemos la frase de Jesús a una gran pecadora: “Se le perdonó mucho porque amó mucho”; y la que dijo a santa Faustina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, más derecho tiene a mi misericordia”. Quien pide perdón con sinceridad, lo recibe.


Aunque cada vez hay menos sacerdotes confesores y menos penitentes, si nos negamos a buscar la absolución, ¿no nos cerramos al perdón? Por otra parte, no se ha de olvidar que los pecados no mortales se perdonan con la limosna, la oración, la comunión recibida con fe y amor, el sufrimiento ofrecido..., pero con arrepentimiento sincero y lucha valiente contra todo pecado propio y ajeno. Y cada noche pidamos confiados perdón a Dios para no dormir sobre nuestros pecados.


Levítico 13, 1-2. 45-46


El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Cuando aparezca en la piel de una persona una hinchazón, una erupción o una mancha lustrosa, que hacen previsible un caso de lepra, la persona será llevada al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos, los sacerdotes. La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento.


En el Antiguo Testamento no se conocía remedio contra la lepra, enfermedad que destruye el cuerpo: la carne se va cayendo a pedazos. Y era causa de un terrible destrozo de la persona: la expulsión de la familia y la total marginación de la sociedad. ¡Insoportable!


Todavía el siglo pasado, en la Isla de Molokai (Hawai), había una colonia de leprosos, a cuyo servicio se puso el P. Damián, marginándose con los marginados, hasta caer víctima de la lepra y hacerse mártir del amor más grande al “dar la vida por quienes amaba”, como Jesús.


Hay lepras siempre actuales que marginan de Dios y a Dios, y las principales son el orgullo, el egoísmo y la hipocresía, que suelen ir siempre juntos, y destruyen a la persona desde dentro en sus valores más altos y perennes: el amor, la paz, la alegría del corazón, la justicia, la vida del espíritu y la salvación. ¿Qué puede quedar de esa persona cuando todo lo material se le desplome de improviso? Se quedará en la automarginación total y eterna.


Ésas son también las principales lepras que marginan del prójimo y al prójimo, pues la hipocresía es la mentira de la vida, mentira que destroza toda relación humana; y por su parte el orgullo y el egoísmo ponen por pedestal a los demás por o para creerse superior a ellos.


Pero también se da la automarginación cuando uno se niega a compartir lo que es, lo que sabe, lo que posee, goza y ama, desrozado por la lepra del corazón: el egoísmo.


¡Hay tanta lepra que prevenir y curar! Nuevas lepras físicas, morales y espirituales, que la medicina no logra erradicar, y que sólo la omnipotencia del Médico divino puede curar.


Sumémonos con decisión a la acción silenciosa pero triunfante de Cristo resucitado contra el pecado, el sufrimiento y la muerte. Es lo máximo que podemos hacer.


Corintios 10, 31-11,1


Hermanos: Sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios. No sean motivo de escándalo ni para los judíos ni para los paganos ni tampoco para la Iglesia de Dios. Hagan como yo, que me esfuerzo por complacer a todos en todas las cosas, no buscando mi interés personal, sino el del mayor número, para que puedan salvarse. Sigan mi ejemplo, así como yo sigo el ejemplo de Cristo.


San Pablo pide a los corintios, y a nosotros, que obremos con recta intención en todo: que lo hagamos todo para agradar a Dios, para su gloria, de modo que quienes nos observen y traten, reconozcan que Cristo está en nosotros y que obra en nosotros y por nosotros.


Por lo contrario, seremos motivo de escándalo si aparentamos ser adoradores de Dios y seguidores de Cristo –cristianos-, pero luego no lo reflejamos en las obras, actitudes y conducta. No importa si los que nos observan son cristianos o no creyentes.


El escándalo, igual que el buen ejemplo, podemos darlo tanto en la calle, en la familia, en el trabajo, en la universidad..., como en el templo. Y los mayores escándalos suelen tener relación con la asistencia hipócrita al templo, cuando se acude a él por cumplir y aparentar, y se vive en contradicción vital con la fe y con lo que en el templo se celebra.


El escándalo y la hipocresía son dos de los pecados que más fustigó Jesús. El egoísmo es su raíz. Por eso es necesario aplicarnos y vivir a diario la consigna de san Pablo: no hacer nada que no se pueda hacer para gloria de Dios o en nombre de Jesús.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, February 08, 2009

DIOS NO MANDA EL SUFRIMIENTO A SUS HIJOS


DIOS NO MANDA EL SUFRIMIENTO A SUS HIJOS


Domingo 5° Tiempo Ordinario Ciclo – B / 08-02-09.


Al salir de la Sinagoga, Jesús fue a la casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, por lo que enseguida le hablaron de ella. Jesús se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. Se le quitó la fiebre y se puso a atenderlos. Antes del atardecer, cuando se ponía el sol, empezaron a traer a Jesús todos los enfermos y personas poseídas por espíritus malos. El pueblo entero estaba reunido ante la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos con dolencias de toda clase y expulsó muchos demonios; pero no los dejaba hablar, pues sabían quién era. De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario. Allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron a buscarlo, y cuando lo encontraron le dijeron: Todos te están buscando. Él les contestó: Vamos a las aldeas vecinas, para predicar también allí, pues para esto he venido. Marcos 1, 29-39.


Con Jesús entra en el mundo y en las personas con la novedad de Dios, la Buena Nueva del Mesías, Hijo de Dios, que viene a salvar a la humanidad de los grandes males que la atormentan: el pecado, el sufrimiento y la muerte.

Dios no hizo ni quiere el sufrimiento. Lo demuestran las innumerables curaciones, el perdón de los pecados y las resurrecciones realizadas por Jesús durante su vida terrena. Y sobre todo su resurrección. En el evangelio de hoy se narra la curación de la suegra de Pedro, seguida de un gran número de curaciones y expulsión de demonios en un solo día.

Tal vez se nos ocurre preguntarnos por qué Jesús no curó a todos los enfermos, no perdonó a todos los pecadores y no resucitó a todos los muertos. La respuesta es que con esas victorias parciales sobre el pecado, el dolor y la muerte, nos quiso adelantar una muestra de su poder para la victoria total y definitiva sobre esos males en su última venida triunfante.

La comprensión más satisfactoria del sufrimiento y de la muerte como victoria sobre todo mal, se basa en la comprensión de la pasión y muerte de Jesús a consecuencia del pecado de los hombres: Jesús entra con la fuerza de su vida divina en el sufrimiento y en la muerte, y los transforma en fuente de felicidad y de vida con la resurrección.

Lo que hizo con el buen ladrón en el Calvario, lo sigue haciendo a través de todos los siglos y de todo el orbe con millones y millones de pecadores y de inocentes liberados del sufrimiento y de todo mal mediante la muerte, por la cual les abre las puertas de la resurrección y de la gloria, dándoles cuerpos gloriosos como el suyo.

Es necesario superar el terror a la muerte con la esperanza y la preparación para la resurrección. Jesús nos hace espacio en la casa de su Familia Trinitaria; y a nosotros nos corresponde hacerle día a día espacio de fe y de amor en nuestra vida, en nuestro corazón, en nuestra oración, trabajo y descanso, alegrías y sufrimientos, salud o enfermedad. Y si lo acogemos a lo largo de la vida, él nos acogerá en la hora en que nos visite la hermana muerte. La muerte ya es un don, no un castigo, aunque duela, como duele un parto.

Cuando Jesús nos dice: “Quien desee ser mi discípulo, tome su cruz cada día y se venga conmigo”, no se refiere sólo a seguirlo hasta el Calvario, sino hacia la resurrección y la vida eterna a través de la cruz, que él hace liviana a sus seguidores.

La “puerta estrecha” del sufrimiento y de la muerte ofrecidos por amor, nos abren la puerta ancha y esplendorosa de la resurrección, de la vida gloriosa y eterna del mismo Dios.


Dios no quiere el sufrimiento y la muerte. Su voluntad es que a través del sufrimiento inevitable accedamos a la felicidad eterna en la Familia Trinitaria. Lo que quiso para su Hijo, lo quiere también para nosotros: que el sufrimiento y la muerte sean la puerta victoriosa para la resurrección y la gloria eterna, donde Jesús nos está preparando un puesto. Esforcémonos en serio para no perderlo.


Job 7, 1-4. 6-7


Job habló diciendo: ¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra? ¿No son sus jornadas las de un asalariado? Como un esclavo que suspira por la sombra, como un asalariado que espera su jornal, así me han tocado en herencia meses vacíos, me han sido asignadas noches de dolor. Al acostarme, pienso: «¿Cuándo me levantaré?» Pero la noche se hace muy larga y soy presa de la inquietud hasta la aurora. Mis días corrieron más veloces que una lanzadera: al terminarse el hilo, llegaron a su fin. Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la felicidad.


El Maligno pide a Dios que le permita poner a prueba la fidelidad de Job. Y Dios se lo permite, pero a condición de que respete su vida. Y así el buen Job lo pierde todo: salud, bienes e hijos; sus amigos se le vuelven enemigos, y su propia esposa se burla de él por seguir fiel a Dios, que parece haberlo abandonado completamente.

Tarde o temprano todos pasamos por el sufrimiento, justo o injusto, soportable o insoportable. Y la vida puede parecernos un fracaso total, aumentado por la indiferencia aparente o real de familiares, amigos y conocidos. Pero el máximo tormento consiste en sentirse, como Cristo en la cruz, abandonados por Dios, la máxima y única esperanza de quien cree. Entonces asalta la peor tentación: desearse la muerte e incluso buscársela.

Y sin embargo, en contra de toda apariencia y experiencia, Dios sigue siendo la única esperanza real de curación y salvación. Y hay que seguir confiando y suplicando, aunque resulte incluso odioso dirigirse a Él por creerlo el causante de esos males y el peor enemigo.


Como Job, podemos creer que nuestros “ojos ya no verán más la felicidad”. Pero si seguimos fieles a Dios y usamos los medios a nuestro alcance, podremos recuperarlo todo, como Job; y no sólo eso, sino que nos brillará su misma esperanza: “Con mis propios ojos veré a mi Dios”, por la resurrección, que nos lo devuelve todo casi al infinito. Porque “si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”, pues él “está en el fondo de toda pena”.


Corintios 9, 16-19. 22-23


Hermanos: Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! Si yo realizara esta tarea por iniciativa propia, merecería ser recompensado, pero si lo hago por necesidad, quiere decir que se me ha confiado una misión. ¿Cuál es, entonces, mi recompensa? Predicar gratuitamente el Evangelio, renunciando al derecho que esa Buena Noticia me confiere. En efecto, siendo libre, me hice esclavo de todos, para ganar al mayor número posible. Y me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio. Y todo esto, por amor a la Buena Noticia, a fin de poder participar de sus bienes.


Por creer que evangelizar se reduce a predicar o sermonear de palabra, la mayoría de los cristianos se sienten dispensados de evangelizar.

Mas para Jesús su forma de vivir y de obrar fueron la primera y más eficaz evangelización durante 30 años. Esta es para todo cristiano la forma necesaria, accesible, gratuita y más eficaz de evangelizar. No se trata de una iniciativa propia, sino de un privilegio y una misión que se nos ha confiado, y que nos da derecho a participar de los bienes eternos. Por eso san Pablo exclama: “¡Ay de mí si no evangelizo!”, aplicable a todo cristiano.


La eficacia de la evangelización no depende del saber hablar, sino de la unión real con Cristo resucitado, que evangeliza a través de nosotros: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. He ahí para todos la evidente posibilidad y necesidad de evangelizar sobre todo con la vida, que es la “palabra” convincente y salvífica.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, February 01, 2009

JESÚS y nosotros frente a SATANÁS


JESÚS Y NOSOTROS FRENTE A SATANÁS


Domingo 4° Tiempo Ordinario Ciclo – B / 01-02-09.


Jesús entró en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga de ellos un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Marcos 1, 21-28.

Los escribas y fariseos sólo leían y “daban clase” de Sagrada Escritura, pero no vivían la Palabra de Dios ni ayudaban al pueblo a vivirla. Hoy puede suceder lo mismo con tantos cursos de Biblia, catequesis, predicación, clases de religión, libros, artículos, con el solo objetivo de conocer el texto sagrado como cualquier otro texto y saberlo manejar, sin llegar al encuentro personal y salvífico con Dios que habla en y a través de su Palabra.

¿No estamos ante nuevos fariseos, que hablan de la Palabra de Dios, pero alejan de Dios a la gente por no vivir lo que enseñan? Se convierten en aliados inconscientes del propio Satanás. Jesús no dudó en llamar “Satanás” a Pedro cuando lo quería apartar de su misión.

Jesús sí vivía lo que enseñaba, y lo confirmaba con sus obras y milagros a favor de los necesitados, especialmente los enfermos, que la ciencia médica de entonces no alcanzaba a curar. Pero hoy se multiplican cada vez más las enfermedades y calamidades físicas, espirituales, psíquicas, morales, familiares, sociales, ante las cuales la ciencia se ve impotente, y los fariseos de hoy pasan de largo ante tanto sufrimiento humano.

Jesús no hablaba ni obraba en nombre propio, sino en nombre del Padre, haciendo lo que el Padre le indicaba. Así, todos los que hablan de Dios y profesan estar a servicio de la liberación y salvación de sus hermanos, deben tener la conciencia, la libertad y la decisión de hablar y obrar en nombre del Resucitado, pues sólo así podrán enseñar “con autoridad”. De lo contrario, al final deberán oír al Juez Supremo: “No los conozco. ¡Aléjense de mi, malvados!”

De la existencia del Diablo, como de la existencia de Dios, no hay pruebas para quienes no creen. Sólo desde la fe y desde la experiencia se los puede reconocer. Algunos teólogos “modernos” proclaman la existencia de Dios, y niegan la del Diablo, como si la presencia del Diablo en la Biblia – muestra el evangelio de hoy- se pudiera eliminar como si se tratara de un simple fantasma.

Tampoco se pueden eliminar de un carpetazo las experiencias de lucha con el diablo en la vida de tantos santos y no santos, de exorcistas, de cristianos y no cristianos; igual se diga de la presencia del Diablo en las sectas satánicas y en personas que hacen pacto con el Diablo. ¿Puede la sola mente humana llegar a tanta maldad y tan refinada crueldad?

En el evangelio de hoy leemos cómo el Diablo dice saber quién es Jesús. El Diablo profesa su fe en Jesús, pero no le sirve de nada, porque esa fe surge del odio a Dios y al hombre; mientras que la fe salvadora nace del amor a Dios y al hombre.

Pero no echemos la culpa al Diablo de todos los males, pues muchos son obra de sus colaboradores los hombres, incluso cualificados cristianos y pastores que le “ahorran mucho trabajo” al demonio. Incluso tú y yo podemos hacernos sus colaboradores, si no vigilamos.

Lo que sí es cierto es que su fuerza es muy superior a las nuestras, y que sólo podemos vencerlo con el poder de Cristo presente, la ayuda de María y de los ángeles: invoquemos sus nombres y su ayuda; usemos los sacramentos, la Eucaristía, la Biblia, el crucifijo, el rosario, la oración, el agua bendita contra ese poder que nos supera totalmente.


Deuteronomio 18, 15-20.

Moisés dijo al pueblo: ”El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a Él a quien escucharán. Esto es precisamente lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea, cuando dijiste: «No quiero seguir escuchando la voz del Señor, mi Dios, ni miraré más este gran fuego, porque de lo contrario moriré». Entonces el Señor me dijo: «Lo que acaban de decir está muy bien. Por eso, suscitaré entre sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que Yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi Nombre, Yo mismo le pediré cuenta. Y si un profeta se atreve a pronunciar en mi Nombre una palabra que Yo no le he ordenado decir, o si habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá»”.

El sacerdote pone lo sagrado al alcance del pueblo, mientras que el profeta asume lo profano para consagrarlo a Dios, y habla al pueblo en nombre de Dios.

El mayor de los profetas que Dios promete al pueblo por medio de Moisés, es Jesús de Nazaret, que no pertenecía a la clase sacerdotal judía, pero en seguida se manifestó como el gran profeta, que habla al pueblo en nombre de Dios. El mismo Padre dirá dos veces de él: “Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo”. Y lo unge como Sacerdote, Profeta y Rey.

En el A. T. Dios hablaba en formas que aterrorizaban al pueblo. Por eso este pidió que le hablase Moisés. Pero Dios les promete un profeta al que no han de temer, pues se hará niño, y luego adulto “manso y humilde de corazón”; que se pondrá al alcance de todos, hablará con sencillez y se mezclará con los niños, los pobres y los pecadores.

Jesús resucitado en persona sigue mezclado entre nosotros, según su palabra infalible: “No teman: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Nadie tendrá que temer acercarse a él, escuchar sus palabras y cumplirlas. No tendrán excusa los nuevos profetas que no hablen en su nombre ni transmitan con sinceridad y coherencia su mensaje de salvación; ni quienes se nieguen a reconocerlo en la sencillez de la creación, del necesitado, de su Palabra, de la Eucaristía, si está a su alcance.


Corintios 7, 32-35.

Hermanos: Yo quiero que ustedes vivan sin inquietudes. El que no tiene mujer, se preocupa de las cosas del Señor, buscando cómo agradar al Señor. En cambio, el que tiene mujer se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su mujer, y así su corazón está dividido. También la mujer soltera, lo mismo que la virgen, se preocupa de las cosas del Señor, tratando de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. La mujer casada, en cambio, se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su marido. Les he dicho estas cosas para el bien de ustedes, no para ponerles un obstáculo, sino para que ustedes hagan lo que es más conveniente y se entreguen totalmente al Señor.

Al tiempo de Pablo el matrimonio era considerado como la única posibilidad. Pero en la perspectiva de la eternidad, resulta relativo también. Vale en cuanto sea lugar donde se vive la presencia salvífica y feliz de Dios en la relación conyugal amorosa de toda la persona.

Pero en la misma perspectiva eterna la virginidad recobra gran valor, ya que desde ella se hace más asequible el paraíso, si se vive y se vuelve fecunda en el amor a Dios y al prójimo, sin necesidad de dividir el corazón entre Dios y la pareja, que conlleva el peligro real de excluir a Dios del matrimonio, terminando así en fracaso eterno.

Aunque también existe el peligro de que los consagrados pongan su amor en cualquier cosa, excluyendo a Dios de su corazón y de su vida. La virginidad tiene sólo valor si se hace fecunda con la misma fecundad de Dios, compartendo con Cristo la misión de engendrar hombres y mujeres para la vida eterna. Sin esta fecundidad, la virginidad es un contrasentido.


P. Jesús Álvarez, ssp.