Sunday, June 28, 2009

FE, COMPASIÓN Y RESURRECCIÓN



FE, COMPASIÓN Y RESURRECCIÓN



Domingo 13º del tiempo ordinario-B / 28-06-2009.



En aquel tiempo Jesús atravesó el lago, y al volver a la otra orilla, una gran muchedumbre se juntó en la playa en torno a él. En eso llegó un oficial de la sinagoga, llamado Jairo, y al ver a Jesús, se postró a sus pies suplicándole: “Mi hija está agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo”. Jesús se fue con Jairo; caminaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía. De pronto llegaron algunos de la casa del oficial de la sinagoga para informarle: “Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar ya al Maestro? Jesús se hizo el desentendido y dijo al oficial: “No temas, solamente ten fe”. Pero no dejó que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Cuando llegaron a la casa del oficial, Jesús vio un gran alboroto: unos lloraban y otros gritaban. Jesús entró y les dijo: “¿Por qué este alboroto y tanto llanto? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban de él. Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los que venían con él, y entró donde estaba la niña. Tomándola de la mano, dijo a la niña: “Talitá, kum”, que quiere decir: “Niña, yo te lo mando, ¡levántate!.” La jovencita se levantó al instante y empezó a caminar (tenía doce años). ¡Qué estupor más grande! Quedaron fuera de sí. Pero Jesús les pidió insistentemente que no lo contaran a nadie, y les dijo que dieran algo de comer a la niña. Marcos 5,21-43.

Jesús se conmueve ante la muerte que acaba de segar la vida a una niña de doce años, y la devuelve viva a sus padres, pidiéndoles que le den de comer, para que vean que realmente ha vuelto a la vida.

Pero ¿qué es la resurrección de una sola niña, frente a millones de niños, jóvenes, adultos y ancianos que mueren o son eliminados cada día sin compasión alguna? Mas Jesús resucita a esa niña para darnos a entender que él tiene poder para resucitar a los muertos, gracias a su dominio absoluto sobre la muerte, y que son multitud inmensa los que él resucita cada día para la vida eterna.

La resurrección de la hija de Jairo, igual que la de Lázaro y del hijo de la viuda de Naín, y sobre todo la resurrección de Jesús, demuestran que la muerte no es el final de vida humana, sino el principio de la vida sin final; que el Resucitado tiene poder sobre la muerte; que Dios nos ha creado inmortales; que la muerte del cuerpo no es la muerte de la persona, sino que, al despojarse ésta del cuerpo corruptible, atraviesa la muerte y Cristo la llama: “¡Levántate!”, para darle un cuerpo glorioso como el suyo. De la semilla que se pudre surge una planta nueva.

San Pablo asegura que Jesús “transformará nuestro pobre cuerpo mortal y lo hará semejante a su cuerpo glorioso” (Filipenses 3, 21), “Lo que es corruptible debe revestirse de incorruptibilidad y lo que es mortal debe revestirse de inmortalidad” (1 Corintios 15, 53). La muerte, por lo tanto, no es una desgracia, sino la ardua puerta de la máxima gracia y máxima felicidad: la resurrección y la gloria eterna.

El mismo Apóstol nos legó su convicción de fe: “Para mí es con mucho lo mejor el morirme para estar con Cristo”; “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”; “Pongan su corazón en los bienes del cielo, donde está Cristo”.

No podemos, pues, pensar nunca en la muerte sin pensar a la vez, y sobre todo, en la resurrección; de lo contrario viviremos como esclavos del temor a la muerte, en lugar de vivir en la alegría pascual del esfuerzo por conquistar la resurrección a través de la muerte, decidiéndonos a pasar por la vida haciendo el bien en unión con Cristo.

La fe verdadera no se rinde ante el poder de la muerte. ¿De qué nos valdría la fe si no nos llevara a la vida eternamente feliz, más allá de la muerte? Si no se cree en la resurrección, la fe resulta un engaño y la predicación un fracaso total.

Creámosle a nuestro Salvador: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá". Y vivamos en feliz coherencia con esa fe.

Sabiduria 1, 13-15; 2, 23-243

Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza, pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él, tienen que padecerla.

El misterio del sufrimiento y de la muerte sólo se nos desvelará en la eternidad. Pero, entretanto, Dios mismo nos confirma con su palabra infalible que él no es autor del sufrimiento ni de la muerte, sino el autor de la vida y de la felicidad. El misterio de la omnipotencia de su amor consiste en que él cambia el sufrimiento en insuperable deleite eterno y la muerte en resurrección y vida sin fin.

Por tanto, es injusto, si no blasfemo, atribuir a Dios el sufrimiento y la muerte. En contra de las muchas apariencias, la muerte no tiene dominio sobre la creación ni sobre el hombre, sino que el poder absoluto lo tiene Cristo resucitado, Rey del universo y de la historia, quien domina también sobre la muerte.

Pero queda en pie la tremenda posibilidad de la “muerte segunda” para quienes secundan las fuerzas del mal y de la muerte, con lo cual se autoexcluyen de la felicidad y deleites eternos por haber pretendido construir su cielo en la tierra costa de hacerles el infierno a sus hermanos.

Hay que “entrar por la puerta estrecha que conduce a la gloria” y ayudar a otros entrar, porque “muchos toman el camino ancho que lleva a la perdición”.

2 Corintios 8, 7. 9. 13-15

Hermanos: Ya que ustedes se distinguen en todo: en fe, en elocuencia, en ciencia, en toda clase de solicitud por los demás, y en el amor que nosotros les hemos comunicado, espero que también se distingan en generosidad. Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza. No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad. En el caso presente, la abundancia de ustedes suple la necesidad de ellos, para que un día, la abundancia de ellos supla la necesidad de ustedes. Así habrá igualdad, de acuerdo con lo que dice la Escritura: "El que había recogido mucho, no tuvo de sobra, y el que había recogido poco, no sufrió escasez".

La sabiduría, la fe y el amor deben expresarse en la generosidad concreta con los necesitados. Si por la fe nos sentimos hermanos del pobre, por ser él hijo de Dios como nosotros, no le cerraremos el corazón ni la mano. Además, si somos conscientes de que todo lo hemos recibido de Dios, seremos generosos en compartir con el necesitado, como gratitud a Dios y motivo para que él nos dé, conserve y aumente sus dones. Quien no da de lo recibido, no merece recibir.

La limosna tiene sentido teologal y salvífico: el donante alcanza al mismo Cristo con su limosna: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”, y contribuye a la propia salvación: “La limosna cubre multitud de pecados”. Además suscita en el destinatario la alabanza a Dios, pues intuye que el donante le ayuda por creer en Dios y por considerarlo hermano en el mismo Padre Dios.

Estas motivaciones deben ser el móvil de toda acción solidaria, limosnas y colectas, a fin de promover la generosidad y evitar la mezquindad de “soltar” la moneda más chiquita o dar sólo de lo superfluo, de lo que sobra.

Quien se cree favorecido por Dios, será capaz de dar hasta que le duela, a imitación del Pobre de Nazaret, que siendo rico se entregó a sí mismo hasta la dolorosa pobreza extrema de Belén y del Calvario, y con su pobreza nos ganó las inmensas riquezas eternas.



P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 21, 2009

LA VICTORIA DE LA FE


LA VICTORIA DE LA FE



Domingo 12º del tiempo ordinario – 21-06-2009.



Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, lo llevaron en la barca en que estaba; otras barcas lo acompañaban. De pronto se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Jesús, entretanto, dormía en la popa sobre un cojín. Y lo despertaron diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Él se despertó y se puso en pie encarando al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cálmate!” El viento se apaciguó y siguió una gran calma. Después les dijo: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Todavía no tienen fe?” Pero ellos estaban muy asustados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4, 35-40).

El texto nos sugiere que tomemos conciencia de nuestra pequeñez e impotencia frente a los desastres naturales: sismos, tormentas, inundaciones, volcanes...; y ante los desastres humanos: odio, guerras, injusticias, corrupción, abuso de poder, hambre, terrorismo, aborto, alcohol, droga, sida, pandemias violencia sexual, pedofilia, mortandad infantil…

Todo un mar oscuro y huracanado, donde parecemos todos destinados a hundirnos sin remedio, y junto con nosotros la pobre barquilla de la Iglesia, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que, a pesar de todo, luchan por un mundo mejor, donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y la solidaridad, la dignidad humana y la alegría de vivir, y con la paradójica alegría de morir para resucitar.

A veces nuestro Salvador parece dormido, ausente, indiferente..., cuando sólo él puede salvarnos en medio de esa horrible tormenta. Jesús parecía dormir indiferente ante la angustia de los discípulos que esperaban lo peor: ser tragados por las olas. Y también el Padre parecía dormido ante los sufrimientos de su Hijo, cuando las fuerzas del mal se ensañaron contra él hasta asesinarlo. El mismo Jesús llegó a quejarse: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Pero la victoria del mal fue, es y será sólo temporal y aparente: el Padre le respondió a Jesús dándole la razón al devolverle la vida mediante la resurrección, que es la victoria total sobre las fuerzas del mal y sobre la muerte. Victoria total de Jesús y sus seguidores, y de todos los que, aunque no lo conozcan, lo imitan pasando por la vida haciendo el bien.

Vivir en medio de este mar tempestuoso exige valentía, fe, amor, esperanza, y optimismo indomable. Exige confiar ciegamente en la palabra infalible de Jesús: “No teman; yo he vencido el mal”. “No teman: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Sólo unidos a Cristo superamos las cobardías.

Es necesario el trato asiduo con Cristo resucitado presente, pues sólo él da sentido victorioso y pascual al sufrimiento, a las contradicciones y a la misma muerte. Sólo en la unión con él puede experimentarse su presencia amorosa y victoriosa, reconocer y apoyar su acción misteriosa como guía invencible de la Iglesia, de la humanidad y de la creación hacia su destino glorioso a través del calvario de las tormentas, con destino de resurrección y gloria eterna.

El naufragio total y definitivo sucedería si no vivimos la vida desde la fe en Jesús presente; si vamos tras otros salvadores en quienes ponemos más confianza que en él. “Quien se resiste a creer, ya se ha condenado a sí mismo”, nos advierte.

Es inútil, pues, perder el tiempo lamentado las crisis religiosas, las tragedias humanas, morales... Lo que procede es encender la luz de la fe, del amor y de las buenas obras frente a la oscuridad del mal, en lugar de quejarse.

No tenerlo en cuenta a Cristo, el único que puede salvarnos, o considerarlo responsable de la tormenta, sería una fatal necedad.

Job 38, 13-11.

El Señor habló a Job desde la tempestad, diciendo: “¿Quién encerró con dos puertas al mar, cuando él salía a borbotones del vientre materno, cuando le puse una nube por vestido y por pañales, densos nubarrones? Yo tracé un límite alrededor de él, le puse cerrojos y puertas, y le dije: Llegarás hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará la soberbia de tus olas».

Job, a sentirse atenazado por una desgracia tan injusta e irremediable, llama a juicio al mismo Dios para demostrarle su inocencia y declarar al Señor responsable de tan indecible sufrimiento. Sus amigos esperan que Dios castigue a Job por tal atrevimiento frente al Omnipotente.

Pero Dios acepta compasivo el desafío de Job y le habla en directo desde la tormenta, y no para darle una lección teórica sobre el sufrimiento, ni para añadir un castigo a su dolor, sino para que asuma la limitación humana condicionada por el misterio del sufrimiento; misterio inalcanzable para el entendimiento humano, pero que Dios aprovecha en su plan amoroso para bien y salvación del hombre.

Como son inabarcables para nuestra inteligencia las fuerzas, los misterios y maravillas de la creación, obra de la sabiduría y poder infinito del Creador, y que están bajo su total control, así es el misterio del sufrimiento, que en los planes de Dios tiene como destino la felicidad y la gloria eternas. Además de servir a la purificación y perfeccionamiento de la imagen de Dios en el hombre, a semejanza de su Hijo, el cual, “por el sufrimiento aprendió lo que significa obedecer” al Padre, quien, en premio del sufrimiento, lo llevó a la resurrección y la gloria.

Así alcanza su misterioso destino el sufrimiento más injusto, pero del cual no es justo culpar a Dios, pues él no es el autor del sufrimiento ni de la muerte, sino el “transformador” del sufrimiento y de la muerte en felicidad y gloria eterna.

Corintios 5, 14- 17.

Hermanos: El amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo murió por todos, entonces todos han muerto. Y Él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos. Por eso nosotros, de ahora en adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así. El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.


Si uno solo, Cristo, ha muerto y resucitado por todos, significa que todos morimos con él a todo lo que nos puede cerrar las puertas de la resurrección y de la vida eterna. Y si él ha muerto por amor nuestro, debemos corresponderle con amor, no viviendo ya para nosotros mismos, sino para él, que murió y resucitó por nosotros, a fin de que nosotros podamos morir como él y resucitar con él.

Gracias a su muerte y resurrección, Cristo comparte nuestro destino: la muerte temporal; y nosotros compartimos el suyo: la vida eterna. La muerte de Jesús es un gran don, porque nos merece la vida; y nuestra muerte es una ofrenda agradable a Dios, que él transformará en el don de un cuerpo glorioso como el de Cristo resucitado.

Debemos vivir gozosamente conscientes de nuestra pertenencia a Cristo, que nos ha ganado para él con su muerte y resurrección. Nuestra persona se integra en el orden divino de la Persona de Cristo: nos hace miembros suyos, criaturas nuevas que ya no podemos pensar ni vivir ni valorar a nadie ni nada sólo de tejas abajo. Y además decidir integrarnos en su obra redentora: “Si Cristo dio la vida por nosotros, también nosotros debemos darla por nuestros hermanos”.



P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 14, 2009

EUCARISTÍA: OFRENDA, BANQUETE Y COMUNIÓN





EUCARISTÍA: OFRENDA, BANQUETE Y COMUNIÓN




Cuerpo y Sangre de Cristo - B / 14 junio 2009.




El primer día de los ázimos (pan sin levadura que se come en la pascua judía), cuando se sacrificaba el cordero pascual, mientras comían, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomen; esto es mi cuerpo. Tomó luego una copa y después de dar gracias, se la entregó y todos bebieron de ella. Y les dijo: Esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por todos. En verdad les digo que no volveré a probar el producto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. (Marcos 14, 12-26).

La Última Cena fue la primera Eucaristía o Misa. Jesús estaba para regresar a la Casa del Padre atravesando el umbral de la muerte hacia la resurrección y la ascensión. Pero el inmenso amor a los suyos le llevó a buscar una forma milagrosa de quedarse con ellos para siempre: la Eucaristía, para cumplir su promesa:
“No teman. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo les daré paz y descanso”.

La Eucarística es el centro donde se actualiza y del cual se irradia para la humanidad, de forma continua y universal, la fuerza santificadora y salvadora de la encarnación, vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo.

En la celebración de la Eucaristía los bautizados ejercen el sacerdocio bautismal que Cristo les confirió en el bautismo; sacerdocio que consiste sobre todo en ofrecerse junto con él como ofrendas agradables al Padre, con lo cual comparten, unidos a él, la salvación de la humanidad y de toda la creación.

En la comunión eucarística se realiza la máxima unión entre la persona de Jesús y nosotros; como el alimento: “Tomen y coman”. “Tomen y beban”. “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él". Quien comulga con fe y amor, puede decir con san Pablo: “Ya no soy el que vive; es Cristo quien vive en mí”.

La comunión, que es unión real con Cristo, requiere y produce la comunión fraterna con el prójimo, empezando por casa. Aunque coma la hostia consagrada, no recibe a Cristo ni comulga con él quien alimenta rencores, desprecios, explotación, violencia o indiferencia hacia el prójimo, con quien Cristo mismo se identifica: “Todo lo que hagan a uno de éstos, a mí me lo hacen”. "Si falta la fraternidad, sobra la Eucaristía". Si los ojos de la fe y del corazón perciben a Cristo en la Eucaristía, también lo percibirán presente en el prójimo.

Quienes van a Misa y reciben el Cuerpo de Cristo sólo por costumbre, por rutina, tengan en cuenta la advertencia de San Pablo: “Quien come el Cuerpo de Cristo a la ligera, se come y traga su propia condenación”. Decir que se cree en Jesús, y luego llevar una vida contraria a la suya, es no creer en él, sino estar en contra de él. “Quien no está conmigo, está contra mí”.

Hay una realidad preocupante: Jesús mandó a los discípulos que dieran de comer a todos. Por eso instituyó la Eucaristía para todos los hijos de Dios, hermanos suyos… "Cuerpo entregado y sangre derramada por ustedes y por todos los hombres". La Iglesia posee el tesoro sublime y único de la Eucaristía, pero sólo tiene acceso a ella un tres por ciento de los bautizados. ¿Puede limitarse a ese minúsculo grupo la voluntad del Salvador presente en la Eucaristía para todos?

¿Por dónde tienen que ir los pasos y la creatividad de la Iglesia para que se distribuya el Pan de la Salvación a sus destinatarios, los hijos de Dios, que en gran número mueren de anemia espiritual y existencial? Es urgente una gran renovación de la catequesis y experiencia eucarística, que produzca una amplia conversión a Cristo Eucarístico, centro de la vida del cristiano, de la Iglesia y del mundo. Todos los hijos de Dios están invitados al banquete y fiesta de la Eucaristía.




P. Jesús Álvarez, ssp.









EL SACRAMENTO DEL AMOR

En la Eucaristía, “fuente y plenitud” de la vida cristiana, Cristo realiza, revive y comparte con nosotros la misión redentora llevada a cabo durante su vida terrena a favor de la humanidad y de cada uno de nosotros. La palabra “sacrificio” aplicada a la Eucaristía, no significa sufrimiento, sino ofrenda sagrada, que hace sagrado y salvífico el sufrimiento pasado de Cristo y el nuestro actual.

La Eucaristía es la obra máxima de apostolado salvador, pues en ella Cristo y nosotros extendemos a todos los hombres la obra de la redención: “Cuerpo ofrecido y sangre derramada por ustedes y por todos los hombres”.

En la Eucaristía debemos ofrecer nuestra vida por la salvación de nuestros hermanos y del mundo, como Cristo la ofreció por nosotros. Es la manera de recuperar la vida para la eternidad: “Quien pierda la vida por mí, la salvará”.

Reporto algunos párrafos de la Exhortación apostólica de Benedicto XVI, “El Sacramento del amor”, cuya lectura les recomiendo vivamente.

1. Sacramento del amor, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable sacramento se manifiesta “el amor más grande”, el amor que impulsa a “dar la vida por quienes se ama” (Juan 15, 13). En efecto, Jesús amó a los suyos hasta el extremo… Del mismo modo en el sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos “hasta el extremo”, hasta el don de su cuerpo y de su sangre.

2. En el Sacramento del altar el Señor sale al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, acompañándolo en su camino. En efecto, en este sacramento el Señor se hace comida para el hombre hambriento de verdad y libertad.

6. La Eucaristía es “misterio de la fe” por excelencia. La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía… Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial mediante la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos.

52. Los fieles, “instruidos por la Palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada juntamente con el sacerdote, y se perfeccionen día a día, por Cristo Mediador, en la unión con Dios y entre sí” (SC).

70. El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida, nos asegura que “quien coma de este pan, vivirá para siempre” (Juan 6, 51). Pero esta “vida eterna” se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: “El que me come, vivirá por mí” (Juan 6, 57)… Comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, él nos hace partícipes de su vida divina…

La Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios. “Los exhorto… a presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Éste es el culto razonable” (Romanos 12, 1).

97. La Eucaristía nos permite descubrir que Cristo muerto y resucitado se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia, su Cuerpo… Vayamos llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía, para experimentar y anunciar la promesa de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20).

Sunday, June 07, 2009


DIOS ES AMOR,

VIDA, BELLEZA,

FELICIDAD EN FAMILIA.


Santísima Trinidad – B / 7 junio 2009


En aquellos días los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, dudaban. Y Jesús, acercándose, les dijo: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a vivir todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. Mateo 28, 16-20

Todos los santos y ángeles juntos no sabrían decirnos lo que es Dios. Pero hay una descripción que nos abre un resquicio para ver algo de Dios: Dios es vida, amor, belleza y felicidad infinita en Familia, constituida por las tres Personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas totalmente unidas, que se hacen un solo Dios.

Poco importa que no podamos comprender ni explicar el misterio de la Trinidad. Lo que sí importa es que podemos, por gracia de Dios, amar, adorar, gozar y tratar a todas y cada una de las tres divinas Personas de la Trinidad, ya en el tiempo y luego gozarlas por toda la eternidad. Ellas se abajan para habitar en nosotros como en su templo preferido.

Por amor Dios nos creó para que compartamos con él su vida, su amor, su belleza y su felicidad infinita en su y nuestra eterna Familia Trinitaria. Y el Hijo vino al mundo para librarnos del pecado que corta el camino hacia el feliz Hogar eterno.

Para eso da a los apóstoles la misión de evangelizar y guiar a todos los hombres hacia la Casa eterna, y el poder de perdonar los pecados. Dios “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.

Pablo dice que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”; y: “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación con los gozos que nos esperan”.

En el paraíso se gozan siempre nuevos cielos e interminables deleites, alegrías, maravillas y bellezas; y el ansia de placer se harta y se acrecienta sin fin. Mientras que fuera del paraíso, - en el infierno - se prueban siempre nuevos e insoportables sufrimientos, que tampoco tienen comparación con los de esta vida. ¡Sepamos elegir bien, haciendo lo que Jesús nos manda como condición para acceder al paraíso!

Irreparable desgracia sería ignorar o infravalorar a nuestra gloriosa Familia eterna, quedándonos fuera del Hogar, lo cual equivale al infierno, que es tormento indecible por haber perdido para siempre las personas, bienes y placeres terrenos y los eternos, a uno mismo y al propio Dios. Mientras que, al que ama a Dios, él le dará – no obstante las cruces - el ciento por uno aquí en la tierra en bienes, personas y gozos, y se los multiplicará al infinito para siempre en la Familia Trinitaria.

Más vale temer el infierno que caer en él. El infierno no se elimina por no creer en él, sino que por no creer en él se arriesga caer en él.

Jesús nos indicó bien claro cómo nos hacemos miembros de la felicísima Familia Trinitaria: “Éstos son mi madre, mi padre, mis hermanos y hermanas: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. “Quien quiera salvar su vida, la perderá; y quien pierda la vida por mí, la salvará”. Quien entregue la vida por amor a Cristo y al prójimo, la tiene asegurada para toda la eternidad. No hay otra alternativa.

Éxodo 34, 4b-6. 8-9

En aquellos días: Moisés subió a la montaña del Sinaí, como el Señor se lo había ordenado, llevando las dos tablas en sus manos. El Señor descendió en la nube, y permaneció allí, junto a él. Moisés invocó el Nombre del Señor. El Señor pasó delante de él y exclamó: «El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad». Moisés cayó de rodillas y se postró, diciendo: «Si realmente me has brindado tu amistad, dígnate, Señor, ir en medio de nosotros. Es verdad que éste es un pueblo obstinado, pero perdona nuestra culpa y nuestro pecado, y conviértenos en tu herencia».

En su camino por el desierto hacia la tierra prometida, el pueblo de Israel promete hacer todo lo que manda el Señor. Pero pronto se olvida de su compromiso y vuelve la espalda a Dios, cayendo a la perversión de adorar a un ídolo como su salvador: el becerro de oro, obra de manos humanas, y por tanto muy inferior al mismo hombre.

A pesar de eso, Moisés intercede por el pueblo y Dios decide continuar teniéndolo como su heredad predilecta, y le concede su compasión, clemencia, amor, misericordia, y fidelidad, a pesar de que el pueblo no se lo merece.

Dios no nos rechaza, sino que somos nosotros quienes podemos rechazarlo sin motivo. Él respeta nuestro rechazo, pero sigue siempre ofreciéndonos su presencia fiel, amorosa y gozosa, a pesar de nuestras idolatrías.

Ante esta inaudita dignación del amor de Dios hacia nosotros, lo único correcto y justo es la adoración, el amor y la gratitud, que se transforma en súplica de perdón, sin ceder a la tentación de creer que Dios nos ha abandonado.

La omnipotencia de Dios se manifiesta principalmente en el perdón de los pecados. Su poder es infinito, como infinito es su amor. ¿Cómo no volvernos siempre a él y buscar en su amistad la herencia eterna por la que suspiramos: Dios mismo? ¿Y cómo no suplicar y ofrecer a Dios por la conversión de los pecadores, igual que hacía Moisés?

2 Corintios 13, 11-13

Hermanos: Alégrense, trabajen para alcanzar la perfección, anímense unos a otros, vivan en armonía y en paz. Y entonces, el Dios del amor y de la paz permanecerá con ustedes. Salúdense mutuamente con el beso santo. Todos los hermanos les envían saludos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes.

La reflexión sobre la Trinidad y la experiencia trinitaria aparecen pronto en la Iglesia. Y no se trata de una teoría, sino de un Ser vivo y esencial para el creyente.

Las tres Personas Divinas, unidas en Trinidad, no son personajes abstractos o lejanos, o un misterio absurdo, sino Personas reales que se experimentan como amor (el Padre), como gracia (el Hijo) y como unión (el Espíritu Santo). Están en relación con nosotros, y nos ayudan a vivir en perspectiva de eternidad.

Lo decisivo es creer en Dios Uno y Trino, sentirse amados por él y vivir unidos a él, en una relación personal cercana, tierna, gratificante con cada una de las tres Divinas Personas. No hay experiencia humana que pueda igualarse con ésta.

La Carta a los corintios termina con el saludo que suele repetirse al comienzo de la Eucaristía, pidiendo a la Trinidad para la asamblea los dones propios de cada Persona: el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo.

La vida física, don de la Trinidad, se puede perder en cualquier momento. Lo decisivo es ofrecerla con Cristo por la salvación del prójimo y del mundo, ya desde ahora, para que en la muerte física nos dé un cuerpo glorioso como el suyo, capaz de gozar de la Trinidad, nuestra Familia eterna.


Jesús Álvarez, ssp.