¡QUE NOS ENCUENTRE DESPIERTOS!
Domingo 1º de Adviento - B / 27-11-2005
Decía Jesús a sus discípulos: - Estén preparados y vigilantes, porque no saben cuándo será el momento. Cuando un hombre viaja al extranjero, dejando su casa al cuidado de los sirvientes, cada cual con su tarea, al portero le encarga estar vigilante. Lo mismo ustedes: estén vigilantes, ya que no saben cuándo vendrá el dueño de casa: si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo o de madrugada; no sea que llegue de repente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes, se lo digo a todos: estén despiertos. Mc 13, 33-37
Con el primero de los cuatro domingos de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico, con las lecturas del Ciclo B.
El Adviento es tiempo de reflexión, vigilancia, silencio fecundo, oración y gozosa apertura al Mesías que viene cada día. Tiempo de aprender a vivir en continua conversión, despiertos en la presencia del Resucitado, nuestro compañero de camino, y así estar preparados para el momento inesperado en que nos llame a entrar por la puerta de la muerte a la resurrección y al paraíso, eterna Navidad, a recibir el puesto de gloria que tiene preparado para quienes pasan por la vida haciendo el bien.
Vivir despiertos ante Cristo resucitado implica sobre todo vivir despiertos cada día ante las incontables necesidades del prójimo en quien él vive: prójimos en el hogar, en el trabajo, grupo, educación, evangelización, comunidad, hospital, cárcel, Iglesia, sociedad, política, medios de comunicación… Sobre esto nos va a juzgar el día que nos llame: sobre la ayuda que a él mismo le prestamos o negamos en el prójimo necesitado, con quien se identifica.
Vivir dormidos, es lo mismo que vivir indiferentes ante el sufrimiento humano, hacer sufrir y, peor aun, vivir gozando a costa del dolor ajeno, del inocente, del indefenso, del pobre, del enfermo, del ignorante, del niño desvalido, del anciano. Que Dios nos libre de ese fatal letargo y nosotros hagamos lo posible para despertarnos de ese vivir dormidos. Nos examinará sobre lo que hicimos mal, pero sobre todo sobre el bien que no hicimos.
Adviento significa “acercamiento” de alguien que esperamos y nos busca. No significa esperar de nuevo el nacimiento de Cristo, pues ya sucedió hace más de dos siglos, y no se repite, sino que se conmemora. Significa abrirnos y acoger con gozo al Mesías Salvador, Cristo Jesús resucitado, que se nos acerca día a día, sobre todo en los necesitados con cualquier clase de necesidades. No podemos esperar a quien ya vino y está con nosotros. No podemos imitar a los judíos que lo siguen esperando, anclados en el Antiguo Testamento.
En realidad, el objetivo profundo del Adviento como preparación a la Navidad y a la última venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos, consiste en acogerlo en su venida real y continua a nuestra vida de cada día, en las más diversas situaciones y personas, y así él nos acogerá en su venida al final de nuestros días terrenos y nos tendrá a su derecha en su última venida gloriosa.
Esa venida permanente de Cristo resucitado a nuestra persona y a nuestra vida, él mismo la confirma con su palabra infalible: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. “Estoy a la puerta y llamo; si alguien me abre, entraré y comeremos juntos”. “Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él”. En la Eucaristía es donde ser realiza su venida privilegiada, si la celebramos con él y lo acogemos de verdad en la comunión.
El Adviento es la ocasión para intensificar la apertura amorosa en la vida diaria a Jesús presente, el trato de amistad con él, Dios-con-nosotros de cada día, acogiéndolo en el prójimo necesitado, en su Palabra, en la Eucaristía, en la oración, en la alegría y en el sufrimiento, y así nos dará la Navidad eterna al final de nuestros breves días terrenos.
La acogida diaria al Mesías Salvador y al prójimo por él, es la que proporciona eficacia salvadora a nuestra vida y a todo lo que vivimos, gozamos sufrimos y hacemos en su nombre, en gracia de su primera venida por la Encarnación y Nacimiento hace más de dos mil años.
Isaías 63, 16-17. 19; 64, 2-7
¡Tú, Señor, eres nuestro Padre, «nuestro Redentor» es tu Nombre desde siempre! ¿Por qué, Señor, nos desvías de tus caminos y endureces nuestros corazones para que dejen de temerte? ¡Vuelve, por amor a tus servidores y a las tribus de tu herencia! ¡Si rasgaras el cielo y descendieras, las montañas se disolverían delante de ti! Cuando hiciste portentos inesperados, que nadie había escuchado jamás, ningún oído oyó, ningún ojo vio a otro Dios, fuera de ti, que hiciera tales cosas por los que esperan en Él. Tú vas al encuentro de los que practican la justicia y se acuerdan de tus caminos. Tú estás irritado, y nosotros hemos pecado, desde siempre fuimos rebeldes contra ti Nos hemos convertido en una cosa impura, toda nuestra justicia es como un trapo sucio. Nos hemos marchitado como el follaje y nuestras culpas nos arrastran como el viento. No hay nadie que invoque tu Nombre, nadie que despierte para aferrarse a ti, porque Tú nos ocultaste tu rostro y nos pusiste a merced de nuestras culpas. Pero Tú, Señor, eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla, y Tú, nuestro alfarero: ¡todos somos la obra de tus manos!
En el 587 a. C. Jerusalén es arrasada, el templo destruido y el pueblo destrozado. Los supervivientes se sienten culpables a causa de sus rebeliones, idolatría y pecados.
No saben explicarse cómo ellos han llegado a tales extremos ni cómo Dios lo haya consentido y les oculte su rostro dejándolos a merced de su pecado. Sin embargo, en medido de tanto sufrimiento, se abre paso la esperanza y la súplica confiada a Dios, y en lugar de echarle la culpa de la situación desastrosa, piden perdón e invocan a Dios como Padre, tal y como enseñaría Jesús de Nazaret cinco siglos más tarde. Un padre no puede desear el mal de sus hijos ni permanecer insensible a su desgracia.
Una lección muy actual, pues la gran mayoría de los humanos parecen abandonados por Dios a las desastrosas consecuencias de los pecados propios ajenos; y ellos abandonan o expulsan a Dios de su vida individual, familiar, social, ¡e incluso religiosa, negándolo con la vida mientras lo proclaman de palabra o con ritos! Y Dios parece ausente o inexistente.
Sin embargo, la única solución posible está sólo en Dios, y es necesario reconocer la culpa propia y la ajena, convertirse a él y apelarse a su entrañable ternura de Padre, a su celo, misericordia y pasión por el hombre. Y pedir y esperar la intervención divina, que no puede fallar si de corazón se le pide, pues “si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.
1 Corintios, 1, 3-9
Hermanos: Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. No dejo de dar gracias a Dios por ustedes, por la gracia que Él les ha concedido en Cristo Jesús. En efecto, ustedes han sido colmados en Él con toda clase de riquezas, las de la palabra y las del conocimiento, en la medida que el testimonio de Cristo se arraigó en ustedes. Por eso, mientras esperan la Revelación de nuestro Señor Jesucristo, no les falta ningún don de la gracia. Él los mantendrá firmes hasta el fin, para que sean irreprochables en el día de la Venida de nuestro Señor Jesucristo. Porque Dios es fiel, y Él los llamó a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.
Pablo augura a la comunidad de Corinto "la gracia y la paz" del Padre y del Hijo. La gracia es el don que el Padre hace al mundo y al hombre, al entregarle a su Hijo, el Príncipe de la paz; paz que él comunica a quienes lo acogen. En otras palabras: la gracia consiste en que Dios vuelva su rostro hacia nosotros y nos salve. Pero el rostro de Dios es Cristo, como afirmó el mismo Jesús: “Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre”.
Jesucristo es el compendio viviente de todos los bienes mesiánicos anunciados por los profetas, y abre para el hombre la experiencia de una nueva relación filial con Dios, Padre de Jesús y Padre nuestro. El mismo Jesús nos garantiza: “El amor con que el Padre me ama a mí, los amo yo a ustedes”. ¡Infinita dignación que jamás podremos agradecer!
Viviendo esta relación filial en comunión con Jesús, que nos prometió estar todos los días con nosotros, él nos mantendrá firmes e irreprochables hasta su venida. Que así sea.
P. Jesús Álvarez, ssp