Jesús empezó a decir en la sinagoga: - Hoy les llegan noticias de cómo se cumplen estas palabras proféticas. Todos lo aprobaban y se quedaban maravillados al escuchar esta proclamación de la gracia de Dios que salía de sus labios. Y decían: - ¡Pensar que es el hijo de José! Jesús les dijo: - Seguramente ustedes me van a recordar el dicho: Médico, cúrate a ti mismo. Realiza también aquí, en tu patria, lo que nos cuentan que hiciste en Cafarnaún. Y Jesús añadió: - Ningún profeta es bien recibido en su patria. En verdad les digo que había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías, cuando el cielo retuvo la lluvia durante tres años y medio y una gran hambre asoló todo el país. Sin embargo Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una mujer de Sarepta, en tierras de Sidón. También había muchos leprosos en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio. Todos en la sinagoga se indignaron al escuchar estas palabras; se levantaron y lo empujaron fuera del pueblo, llevándolo hacia un barranco del cerro sobre el que está construido el pueblo, con intención de arrojarlo desde allí. Pero Jesús pasó por medio de ellos y siguió su camino. (Lucas 4, 21 - 30).
Desconcertante la reacción de los nazarenos ante el anuncio de Jesús que declaraba ser el Mesías por ellos mismos esperado. ¿Cómo va a ser el Mesías el hijo de un carpintero?
Dios nos ama. Cristo nació, vivió, predicó, sufrió, murió y resucitó para enseñarnos que el amor de Dios y del prójimo es el camino auténtico de la felicidad y de la vida. La religión auténtica. Para eso pone continuamente profetas en nuestro camino a fin de que despertemos de muy posibles letargos, y cuestionemos lo que tenemos por tan seguro, como si fuera lo mejor, pero sin verificarlo, ya que siempre se puede ser y hacer más y mejor.
Palabras, gestos, conducta y necesidades de personas importantes o insignificantes, niños, jóvenes, adultos, ricos o pobres, familiares o ajenos, sacerdotes o fieles, creyentes o no creyentes, pueden ser nuestros profetas de cada día, a través de los cuales Dios nos habla.
Pero escuchar a un profeta exige aceptar el esfuerzo, sufrido y feliz a la vez, de orientar mejor la vida hacia Dios y hacia el prójimo, como fuentes únicas de la felicidad que solemos buscar donde no puede encontrarse: en el dinero, en el placer, en el poder.
El mayor sufrimiento del profeta es ver rechazado su mensaje de liberación y salvación llevado a sus oyentes, sin otro interés que el amor y el deseo del máximo bien para ellos. El rechazo de Jesús por parte de los judíos lo hizo llorar de pena y amargura; pero también lo empujó a enviar a sus mensajeros de la salvación fuera del pueblo escogido, a todo el mundo.
Todo cristiano es mensajero y profeta por vocación, a menos que rechace a Cristo, como dice San Juan evangelista: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. El cristiano verdadero acoge a Cristo en su vida real diaria, y es de aquellos de quienes dice el mismo evangelista: “Pero a cuantos lo recibieron, les concedió ser hijos de Dios”.
Estos dejan que Dios intervenga en sus vidas y a través de sus obras. No se contentan con rezos, ir a misa, dar alguna limosnita, tener imágenes en casa, hablar de Dios, leer la Biblia... Saben que Dios se les manifiesta en el rostro y en la vida de sus semejantes, por más que tengan otra forma de pensar y de vivir, y por ellos les habla. Y a la vez se hacen profetas.
Ante el profeta Jesús presente y sus profetas, hay sólo dos actitudes: quedar conmovidos en el alma y abrirse a él con fe, amor y gratitud, y cambiar de vida; o cerrarse a él por egoísmo. ¿Cuál es nuestra actitud real y profunda? Vale la pena verificarlo con lealtad. Nos jugamos el éxito de la vida y la eternidad.
Jeremias 1, 4 - 5, 17 - 19
Me llegó una palabra de Yavé: "Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones." Tú, ahora, muévete y anda a decirles todo lo que yo te mande. No temas enfrentarlos, porque yo también podría asustarte delante de ellos. Este día hago de ti una fortaleza, un pilar de hierro y una muralla de bronce frente a la nación entera: frente a los reyes de Judá y a sus ministros, frente a los sacerdotes y a los propietarios. Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte, pues yo estoy contigo para ampararte, palabra de Yavé."
Lo que Dios le dice a Isaías en el Antiguo Testamento, lo realiza en los seguidores de Cristo. En el bautismo recibimos la consagración de Dios como profetas, sacerdotes y reyes. Como profetas, para comprender y ayudar a comprender la realidad, los hechos, las personas, desde la perspectiva de Dios. Como sacerdotes, para compartir con Cristo la obra de la salvación nuestra y de muchos otros, sobre todo mediante la celebración de la Eucaristía. Como reyes, hijos del Rey supremo y universal, para vivir y actuar con la libertad de los hijos de Dios. Para eso fuimos formados desde el seno de nuestras madres. ¡Gran privilegio y amor!
1 Corintios 12, 31. 13, 1-13
Ustedes, con todo, aspiren a los carismas más elevados; y yo quisiera mostrarles un camino que los supera a todos. Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor, sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios -el saber más elevado-; aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor, nada es. Aunque repartiera todo lo que poseo e incluso sacrificara mi cuerpo, pero para recibir alabanzas, sin hacerlo por amor, de nada me sirve. El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se envanece. No actúa con bajeza ni busca su propio interés; no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo. El amor nunca pasará. Las profecías perderán su razón de ser; callarán las lenguas y ya no servirá el saber más elevado. Porque este saber se queda muy corto, y nuestras profecías también son algo muy limitado; y cuando llegue lo perfecto, desaparecerá lo que es limitado. Ahora son válidas la fe, la esperanza y el amor; las tres, pero la mayor de estas tres es el amor.
Esta extraordinaria página de san Pablo es el necesario paradigma que nos ayuda a distinguir hoy, con claridad, si vivimos o no en el verdadero amor o en el egoísmo camuflado de amor.
El amor verdadero se diferencia del falso (egoísmo) por la capacidad de renuncia sufriente a todo lo que puede hacer daño a la persona amada, y por el esfuerzo costoso de hacerle el mayor bien posible. Por eso no existe amor real sin el sufrimiento real que lo sostenga.
Es evidente, pues, que el amor verdadero no se identifica con la experiencia sexual, como se esfuerzan por hacerlo creer, sobre todo a los jóvenes, los tres ídolos del poder, del poseer y del placer. Si estos perdieran la lucha del amor falso por la victoria del verdadero (que es el que todo el mundo busca, pero donde no se encuentra), sus redondos negocios sucumbirían.
Pero el mayor de los amores es dar la vida por quienes se ama (el mayor y más feliz de los sacrificios). Dar la vida por su salvación eterna, como lo hizo Cristo. Pues esta constituye el máximo bien del hombre, según la misma palabra de Jesús: “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” “¿Qué podrá dar en rescate por su vida?”
Todos estamos llamados a dar la vida por la salvación de los demás -¡tenemos que darla de todas maneras!-, por amor a los demás, ejerciendo así con Cristo nuestro misterioso y eficaz sacerdocio bautismal. Si nos falta el amor, nada somos.