Cuando Jesús oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. No se quedó en Nazaret, sino que fue a vivir a Cafarnaún, a orillas del lago, en la frontera entre Zabulón y Neftalí. Desde entonces Jesús empezó a proclamar este mensaje: "Renuncien a su mal camino, porque el Reino de los Cielos está ahora cerca." Mientras Jesús caminaba a orillas del mar de Galilea, vio a dos hermanos: uno era Simón, llamado Pedro, y el otro Andrés. Eran pescadores y estaban echando la red al mar. Jesús los llamó: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres." Al instante dejaron las redes y lo siguieron. Más adelante vio a otros dos hermanos: Santiago, hijo de Zebedeo, con su hermano Juan; estaban con su padre en la barca arreglando las redes. Jesús los llamó, y en seguida ellos dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Jesús empezó a recorrer toda la Galilea; enseñaba en las sinagogas de los judíos, proclamaba la Buena Nueva del Reino y curaba en el pueblo todas las dolencias y enfermedades. (Mateo 4,12-23)
Jesús, al ver que Herodes había encarcelado a Juan, se aleja del tirano retirándose a tierras de Galilea. Y allí, en tierra de paganos, empieza su misión y reúne a los primeros discípulos. Las persecuciones serán muchas veces, en el futuro del cristianismo, causa de desplazamiento de los evangelizadores a otras tierras, que así reciben el evangelio de la salvación. Huyen del peligro, pero cumplen su misión en los lugares a donde llegan.
Pero los discípulos judíos elegían ellos a su maestro, estaban en su escuela por un tiempo, y luego lo dejaban; mientras que los discípulos de Cristo fueron elegidos por el mismo Maestro con llamada directa: “Ven y sígueme”, “Vengan y verán”, “Vénganse conmigo y los haré pescadores de hombres”. Jesús “reunió a los Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Marcos 3, 14), y con él corren los mismos riesgos y sufrimientos, para compartir también con él su destino: la resurrección y la gloria eterna. Y él estará con ellos “todos los días hasta el fin del mundo”.
Los cristianos verdaderos (discípulos de Cristo), siguen hoy en las mismas condiciones: todos los bautizados somos llamados a ser pescadores de hombres y estar unidos a él todos los días, como él está unido a nosotros. Esta unión es la que nos da la fuerza de “ser pescadores de hombres”. O sea, colaboradores de Cristo en la salvación de los hombres, empezando por casa. Esa es la clara voluntad de Dios, quien “desea que todos los hombres se salven”.
El éxito salvador de nuestra vida y obras en unión con Cristo resucitado, nos lo garantiza él mismo: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. ¡Qué gran consuelo!
No hay mayor contrasentido que un cristiano a quien no le importa la salvación del prójimo y del mundo entero, pues cristiano significa seguidor e imitador de Cristo, cuya misión es la salvación de los hombres. Y quien ignora esta misión a la que está llamado, se convierte en “cristiano sin Cristo”, o sea, un “no cristiano”.
Negar que un cristiano pueda producir frutos de salvación, es como negarle al sol la posibilidad de producir luz y calor, ya que el cristiano es portador de Cristo, Luz del mundo.
Es cierto que no todos son llamados a ser predicadores con la palabra, pero sí “pescadores de hombres”, que engendran hijos de Dios por la unión con Cristo resucitado, con el ejemplo, las obras, la palabra, la oración, las relaciones, el sufrimiento ofrecido por la salvación ajena.
Si Dios permite el sufrimiento y la desgracia que no vienen de él, no es para “ajustar las cuentas” a los pecadores, sino para terminar transformando el sufrimiento en alegría y la desgracia en salvación y felicidad.
El pueblo que estaba aplastado por la opresión de los invasores, “ve una gran luz”, signo de la presencia amorosa y liberadora de Dios, y entona un canto de gratitud a su Libertador. En la Galilea una vez ocupada y oprimida por los asirios, va brillar una “gran luz”, que es Cristo, Luz del mundo, que justo en Galilea empieza a difundir la luz del Evangelio.
Hoy también existen personas, grupos, clases sociales, regiones, naciones bajo la opresión de los prepotentes que los esclavizan en función de sus intereses y ambiciones. Pero Dios no aparta sus ojos misericordiosos de los que sufren, y no permitirá que el sufrimiento y la muerte sean la última palabra sobre el hombre y sobre el mundo.
En la joven iglesia de Corinto hay ya divisiones y desacuerdos, en parte debidas a los diversos estilos de predicar el Evangelio por parte de los varios anunciadores: Pablo, Pedro, Apolo.
Pero la causa profunda es que la fe de los corintios no está fundamentada sólidamente sobre la piedra angular, Jesús resucitado, sino en personas o motivos humanos. Ahí está el verdadero origen de los cismas, separaciones, rivalidades y falta de credibilidad.
Sólo la fe y la experiencia de Cristo crucificado y resucitado por nosotros, y la unión con él y en él, pueden crear y mantener la unidad entre las iglesias, grupos parroquiales, comunidades, familias. Las divisiones suceden cuando se suplanta a Cristo por los líderes, y el Evangelio por intereses grupales, materiales, ideológicos.
Por eso sigue siendo muy actual la oración de Jesús: “Padre, que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17, 21). Cuando la fe se apoya en “los curas” o líderes de grupos, o intereses, se da escándalo, sucede la irrelevancia, la división y la desintegración.