DIOS ES AMOR, VIDA Y FELICIDAD EN FAMILIA
Santísima Trinidad – A /18 mayo 2008
¡Tanto amó Dios al mundo, que le dio al Hijo Único, para que quien cree en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él, no hay juicio. En cambio, el que no cree, ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el nombre del Hijo único de Dios. Juan 3,16-18
Dios es vida, amor y felicidad en familia, constituida por las tres Personas de la Santísima Trinidad. Y él nos creó por amor para compartir con nosotros la vida, el amor y la felicidad en su eterna Familia Trinitaria.
Poco importa que no podamos comprender ni explicar el misterio de la Trinidad. Lo que sí importa es que podemos, por gracia de Dios, amar, adorar, gozar y tratar a todas y cada una de las tres divinas Personas de la Trinidad, ya en el tiempo y luego por toda la eternidad, pues ellas se abajan a nosotros y habitan en nosotros como en su templo preferido. Jamás podríamos sospechar esta dignación si el mismo Hijo de Dios, hecho carne, no lo hubiera revelado: “Vendremos a él y haremos morada en él”.
Pero las fuerzas del mal, envidiosas del feliz destino trinitario del hombre, hicieron, hacen y harán todo lo posible por apartar a los hijos de Dios del camino que los devuelve a su Familia de origen y destino: la Trinidad.
Fatal e irreparable desgracia sería el ignorar a nuestra Familia eterna, su amor, su gloria y su felicidad infinita, que desea también para nosotros. No podemos vender esa incomparable herencia por un plato de lentejas: los bienes y placeres efímeros temporales, prefiriéndolos al amor de Dios, a los bienes y gozos eternos.
Ante esta fatal posibilidad del hombre, Dios llega al extremo de enviarnos y entregarnos a su Hijo único, para enseñarnos el camino de la vida eterna y a caminar por él, dejando los caminos que nos alejan de nuestra felicísima meta, la Trinidad.
Dios no envió a su Hijo al mundo para castigar a los hombres que le dan la espalda, sino para salvarlos: “No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta a mí y viva”. Pero Jesús no impone la salvación a nadie; solamente la propone: “Para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”.
Pero quien le vuelve la espalda, se aleja de él, y se pone en el camino de perder para siempre las personas y bienes terrenos, a sí mismo y al propio Dios. Mientras que, a quien emprende el camino de la salvación, por arduo que sea, Dios le dará el ciento por uno en cosas, personas y placeres gozados con orden y gratitud al Creador de todo, y los gozará para siempre en la Familia eterna.
Amar a las criaturas de Dios más que a Dios, es idolatría. Es renunciar a la herencia eterna que Dios nos ofrece. Es no creer en el único que puede salvar.
Vale la pena preguntarse en serio y a tiempo, -aunque seamos practicantes, catequistas, religiosos, sacerdotes....: ¿qué o quién es el posible ídolo o ídolos que están desplazando o suplantando a Dios en mi vida, persona y corazón?
Jesús nos indicó muy claro cómo el hombre se hace miembro de la Familia Trinitaria: “Estos son mi madre,mi padre, mis hermanos o hermanas: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. “Quien quiera salvar su vida, la perderá; y quien pierda la vida por mí, la salvará”. Se entiende: quien pretenda salvar la vida por egoísmo, la perderá; pero quien la entregue por amor a Dios y al prójimo, la tiene asegurada para la eternidad. No hay otra alternativa.
Éxodo 34, 4b-6. 8-9
En aquellos días: Moisés subió a la montaña del Sinaí, como el Señor se lo había ordenado, llevando las dos tablas en sus manos. El Señor descendió en la nube, y permaneció allí, junto a él. Moisés invocó el Nombre del Señor. El Señor pasó delante de él y exclamó: «El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad». Moisés cayó de rodillas y se postró, diciendo: «Si realmente me has brindado tu amistad, dígnate, Señor, ir en medio de nosotros. Es verdad que éste es un pueblo obstinado, pero perdona nuestra culpa y nuestro pecado, y conviértenos en tu herencia».
En su camino por el desierto hacia la tierra prometida, el pueblo de Israel promete hacer todo lo que manda el Señor. Pero pronto se olvida de su compromiso y vuelve la espalda a Dios adorando a un ídolo como si fuera su salvador: el becerro de oro, obra de manos humanas, y por tanto muy inferior al mismo hombre.
A pesar de eso, Moisés intercede por el pueblo y Dios decide continuar teniéndolo como su heredad predilecta, y le concede su compasión, clemencia, amor, misericordia, y fidelidad, a pesar de que el pueblo no se lo merece.
Dios no se aleja de nosotros ni nos rechaza, sino que somos nosotros quienes nos podemos alejar de él y rechazarlo sin motivo justificado. Él respeta nuestro rechazo, pero sigue siempre ofreciéndonos su presencia fiel, amorosa y gozosa, a pesar de nuestras idolatrías.
Ante esta inaudita dignación del amor de Dios hacia nosotros, lo único correcto y justo es la adoración, el amor y la gratitud que se transforma en súplica de perdón, sin ceder a la tentación de creer que Dios nos ha abandonado.
La omnipotencia de Dios se manifiesta principalmente en el perdón de los pecados del hombre. Su poder es infinito, como infinito es su amor. ¿Cómo no volvernos siempre a él y buscar en su amistad la herencia eterna por la que suspiramos: Dios mismo?
2 Corintios 13, 11-13
Hermanos: Alégrense, trabajen para alcanzar la perfección, anímense unos a otros, vivan en armonía y en paz. Y entonces, el Dios del amor y de la paz permanecerá con ustedes. Salúdense mutuamente con el beso santo. Todos los hermanos les envían saludos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes.
La reflexión sobre la Trinidad y la experiencia trinitaria aparecen pronto en la Iglesia. Y no se trata de una teoría, sino de una realidad viva y esencial para el creyente.
Las tres Personas Divinas, unidas en Trinidad, no son personajes abstractos o lejanos, o un misterio absurdo, sino Personas reales que se experimentan como amor (el Padre), como gracia o don (el Hijo) y como unión (el Espíritu Santo). Están en relación con nosotros, y nos ayudan a vivir una perspectiva superior.
Lo decisivo es creer en Dios Uno y Trino, sentirse amados por él y vivir unidos a él, en una relación personal cercana, tierna, gratificante con cada una de las tres Divinas Personas. No hay experiencia humana que pueda igualarse con esta.
La expresión final de la carta a los corintios ha sido asumida por la liturgia como saludo al inicio de la Eucaristía, y pide la bendición de la Trinidad sobre la asamblea con los dones propios de cada Persona: amor, gracia y comunión.
La vida física se puede perder en cualquier momento. Lo decisivo es ofrecerla con Cristo por la salvación del prójimo y del mundo, como él, ya desde ahora, para que, a través de la muerte física nos lleve a la resurrección, dándonos un cuerpo glorioso como el suyo, capaz de gozar de la Trinidad, nuestra Familia eterna.
Jesús Álvarez, ssp.