Sunday, September 28, 2008

SÍ, SÍ, PERO NO; NO, PERO SÍ

SÍ, SÍ, PERO NO; NO, PERO SÍ

Domingo 26 Tiempo Ordinario - A / 28 -09-08

En aquel tiempo dijo Jesús a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: Díganme su parecer: Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero para decirle: "Hijo, hoy tienes que ir a trabajar en la viña." Y él le respondió: "No quiero". Pero después se arrepintió y fue. Luego el padre se acercó al segundo y le mandó lo mismo. Este respondió: "Ya voy, señor." Pero no fue. Ahora bien, ¿cuál de los dos hizo lo que quería el padre? Ellos contestaron: El primero. Entonces Jesús les dijo: En verdad se lo digo: en el camino al Reino de los Cielos, los publicanos y las prostitutas andan mejor que ustedes. Porque Juan vino a abrirles el camino derecho, y ustedes no le creyeron, mientras que los publicanos y las prostitutas le creyeron. Ustedes fueron testigos de esto, pero no se arrepintieron ni le creyeron. Mateo. 21, 28-32

Es relativamente fácil ser dóciles a Dios cuando todo va bien, pero luego, en los momentos difíciles, tal vez rechazamos sin escrúpulos a Cristo y al prójimo, dejando así de ser cristianos. Podemos decir que sí a Dios con la boca, con el rito o el rezo, pero a la vez decir que no con el corazón, con las obras y con la vida. ¡Lamentable realidad!

Mientras que otros, que no son considerados ni se consideran cristianos, que se sienten pecadores y marginados, terminan diciendo sí a Cristo con la vida y con las obras. Comulgan con Cristo en el hermano, aunque no reciban la comunión sacramental. Los rezos, los ritos, los sacramentos, sólo cuando se ama a Cristo y al prójimo, hacen que la vida no sea un engaño a sí mismos, a los otros, pretendiendo incluso engañar a Dios.

Entonces, ¿mejor no rezar ni confesar ni comulgar? ¡No! Lo mejor con mucho es hacer todo eso, pero de corazón, viviendo con amor y decisión lo que se cree.

Un sí pronunciado con la boca, puede anularse con un no del corazón. Y un no puede ser fruto del temor o de la ignorancia o del mal ejemplo. ¿Cómo saber si somos sinceros y leales? “Por las obras los conocerán”, afirma el mismo Jesús.

En los negocios, en el trabajo, en la política, es muy frecuente la mentira, el encubrimiento, el engaño, la falsedad. Se necesita una gran dosis de discernimiento y valentía para no caer en el engaño, y para amar de verdad a Dios y al prójimo.

La vida se hace mentira cuando la relación con Dios y con el prójimo se falsean por falta de amor auténtico y de fe viva. Cuántas oraciones, ritos, celebraciones, sacramentos, sermones, retiros... se realizan sin una real y personal relación de amor con el Dios de la vida y con el prójimo necesitado, y por tanto sin influencia en la conducta de cada día, en una vida de espaldas a Cristo y de maltrato o indiferencia respecto del prójimo.

Ya Dios se lamentaba en el Antiguo Testamento ante le hipocresía de los ritos y oraciones: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Los escribas, fariseos y dirigentes religiosos decían sí con los labios y las apariencias, pero con la vida y las obras decían no. Mientras que muchos pecadores, aunque habían dicho no con el pecado, ante la Palabra de Jesús dicen sí con la conversión, acogiendo esa Palabra con un corazón sincero, convertido. ¿En qué grupo estamos? Pero de verdad…

Jesús no puede aceptar la actitud hipócrita y puritana de quienes se creen mejores que los demás y no sienten necesidad de convertirse de nada. Ellos rechazan la Palabra de Dios que los cuestiona, y así se sitúan fuera del camino de la salvación.

A Dios no le duelen tanto las debilidades y pecados como le duele la mentira de la vida de quien prescinde de Cristo en el hogar, en el trabajo, en el sufrimiento, en la alegría, en la relación con los otros... Somos pecadores, pero lo decisivo es ser “pecadores buenos”; o sea: arrepentidos y convertidos, como la Magdalena, Pedro, y miles y millones de otros.

Pidamos con insistencia a Dios la sinceridad de una vida cristiana auténtica, en unión real con Cristo y con el prójimo. Necesitamos una conversión continua – volvernos hacia Dios y hacia el prójimo cada día – con la oración del corazón, con la petición diaria de perdón, con la reparación: ofreciendo nuestras cruces por nosotros y por los otros. “No hay amor más grande que dar la vida por quienes amamos”.

Ezequiel 18, 24-28

Esto dice el Señor: Si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: «El proceder del Señor no es correcto». Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere; muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, ciertamente vivirá, y no morirá.

Hasta el profeta Ezequiel prevalecía la convicción de que los hijos pagaban las culpas de sus padres y antepasados: “Los padres comieron uvas verdes y los hijos sufrieron dentera”. Mentalidad que todavía hoy comparten muchos cristianos, echando la culpa de todos los males a “los otros”: padres, gobierno, sociedad, partido, Iglesia, familia... Los otros pecan y nosotros pagamos las consecuencias.

La comunidad puede frenar o empujar, tanto en el bien como en el mal. Pero la decisión diaria depende de la persona, dotada de libertad inalienable para elegir entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Cada cual es protagonista y responsable de su rumbo y de su destino temporal y eterno.

Sin embargo, la salvación eterna es un don de Dios, don al que nadie puede sentirse con derecho por sus propios méritos. La salvación sólo se alcanza abriéndose a ella y acogiéndola con gratitud. Gratitud que se expresa con la vuelta al amor de Dios y del prójimo, perseverando en la conversión continua, sin desfallecer.

Ni “sálvese quien pueda” ni “sólo nos salvamos en grupo”. La salvación es asunto personal entre Dios y el hombre. Pero los hombres pueden y deben ayudarse en la tarea de la salvación, como Cristo mismo nos ayudó con su vida, pasión, muerte y resurrección:

“Como Cristo dio la vida por nosotros, así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Juan 3, 16). El la mejor manera de abrirnos y acceder a nuestra propia salvación y agradecerla.

Filipenses 2, 1-11

Hermanos: Si la exhortación en nombre de Cristo tiene algún valor, si algo vale el consuelo que brota del amor o la comunión en el Espíritu, o la ternura y la compasión, les ruego que hagan perfecta mi alegría, permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por interés ni por vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque, no solamente su propio interés, sino también el de los demás. Vivan con los mismos sentimientos que hay en Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor».

La comunidad de Filipos vivía una situación de discordia escandalosa a causa de envidas, rivalidades, egoísmo, orgullo, prepotencia... El peor escándalo de las comunidades y familias cristianas es la desunión. Por eso Pablo suplica a los filipenses que se unan en Cristo, con sus mismos sentimientos: humildad, servicio, misericordia, amor.

Jesús mismo ponía la unión como la causa principal de la transmisión de la fe: “Que sean uno, para que el mundo crea que tú me has enviado”. La unión es la primera condición para la eficacia salvadora de la evangelización y de toda pastoral.

Jesús se despojó con humildad de su rango para buscar el interés de los demás. Por eso recibió el ”Nombre-sobre-todo-nombre”. Quien se impone como superior a los demás, suscita discordias, y no agrada a Dios ni a los hombres.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 21, 2008

CONTRA ENVIDIA, GENEROSIDAD Y JUSTICIA


CONTRA ENVIDIA, GENEROSIDAD Y JUSTICIA


Domingo 25 Tiempo Ordinario - A / 21-9-08

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Un propietario salió de madrugada a contratar trabajadores para su viña. Se puso de acuerdo con ellos para pagarles una moneda de plata al día, y los envió a su viña. Salió de nuevo hacia las nueve de la mañana, y al ver en la plaza a otros que estaban desocupados, les dijo: «Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo.» Y fueron a trabajar. Salió otra vez al mediodía, y luego a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Ya era la última hora del día, la undécima, cuando salió otra vez y vio a otros que estaban allí parados. Les preguntó: «¿Por qué se han quedado todo el día sin hacer nada?» Contestaron ellos: «Porque nadie nos ha contratado.» Y les dijo: «Vayan también ustedes a trabajar en mi viña.» Al anochecer, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: «Llama a los trabajadores y págales su jornal, empezando por los últimos y terminando por los primeros.» Vinieron los que habían ido a trabajar a última hora, y cada uno recibió un denario (una moneda de plata). Cuando llegó el turno a los primeros, pensaron que iban a recibir más, pero también recibieron cada uno un denario. Por eso, mientras se les pagaba, protestaban contra el propietario. Decían: «Estos últimos apenas trabajaron una hora, y los consideras igual que a nosotros, que hemos aguantado el día entero y soportado lo más pesado del calor.» El dueño contestó a uno de ellos: «Amigo, yo no he sido injusto contigo. ¿No acordamos en un denario al día? Toma lo que te corresponde y vete. Yo quiero dar al último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a llevar mis cosas de la manera que quiero? ¿O te sienta mal que yo sea generoso, porque tú eres envidioso?» Así sucederá: los últimos serán primeros, y los primeros serán últimos. Mateo 20, 1,16.


Esta parábola sigue escandalizando hoy a muchos que se han hecho una imagen de Dios a su a su gusto. Pero los criterios y pensamientos de Dios distan mucho de los nuestros: su justicia se conjuga con su misericordia sin límites.


Los obreros que trabajaron desde la madrugada - ¿los cristianos de siempre y desde siempre? - no protestaron por recibir un salario injusto, pues era lo convenido, sino por envidia, porque el dueño fue generoso con los últimos, viendo su esfuerzo leal y su necesidad de llevar también ellos pan a sus hogares, como los demás. Querían trabajar, pero estaban en el paro y nadie los había contratado.


El valor de nuestra vida no depende del tiempo que vivimos, de largos años, sino de la intensidad del amor y de la generosidad con que vivimos y trabajamos; depende la unión efectiva y afectiva con Cristo, según él mismo afirma: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero separados de mí, no pueden hacer nada”. “Quien conmigo no recoge, desparrama”.


Los dones de Dios y el paraíso no se pueden merecer, sino pedirlos, acogerlos, agradecerlos y hacerlos producir para el bien y la salvación propia y la ajena.


Estamos llamados a trabajar en la viña de Dios esforzándonos por construir su reino de vida y verdad, de justicia y paz, de amor, de libertad y alegría: en el hogar, en el trabajo, en la vida privada y en la pública, en lo placentero y en las penas. Sin envidias, pues la mejor paga es ya trabajar en la viña del Señor. Recibiremos el ciento por uno aquí abajo, y luego la vida eterna como don, no como sueldo merecido.


Es necesario constuir un nuevo rostro de cristiano “discípulo misionero”, un cristiano nuevo, apasionado por Cristo y por el hombre, valiente, optimista, clarividente, testigo de alegría pascual por su real unión con el Resucitado presente. Un cristiano que revele el verdadero rostro de Dios Padre, Dios Amor, Vida, Alegría, Misericordia y gratuidad, según nos lo presentó el mismo Hijo de Dios.


Jesús proclama: “No he venido para condenar, sino para salvar”, y lo mismo es para el cristiano (seguidor de Cristo). No estamos en el mundo para juzgar y condenar, sino para ayudar al prójimo a salvarse. Eso es trabajar en la viña del Salvador.


No hay nada tan contradictorio como un cristiano que no colabore esforzadamente con Cristo en la salvación de sus hermanos y del mundo entero. No sería cristiano, sino un absurdo: un “cristiano-sin-Cristo”. Pues cristiano es sólo quien vive unido a Cristo y de él recibe la fortaleza para imitarlo, incluso en la muerte ofrecida por la salvación ajena.



Isaías 55, 6-9

Los pensamientos de ustedes no son los míos. ¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca! Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y él le tendrá compasión; a nuestro Dios, que es generoso en perdonar. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos --oráculo del Señor--. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes.


Los planes y caminos de Dios distan años luz de los planes de quienes, centrados en su egoísmo, prescinden de él en sus planes y vidas, sin amor, sin fe, sin esperanza, sin perspectiva de eternidad, fuera de la órbita de Dios. Tal vez “cumplan” exteriormente, pero su corazón está lejos de Dios y del prójimo.


En el Antiguo Testamento se buscaba a Dios, quien se manifestaba o se dejaba encontrar en circunstancias o momentos especiales. En el Nuevo Testamento la perspectiva ha cambiado con Jesús, el “Dios-con-nosotros”, que nos busca y acompaña de forma permanente, como él mismo afirma: “Yo estoy con ustedes todos los días”. “Estoy llamando a la puerta, y si alguien me abre, entraré y comeremos juntos”. No hace falta buscarlo, sino abrirse a él.


Lo decisivo es que nosotros nos dejemos encontrar por él, queramos estar con él, abrirle las puertas de la mente, del corazón y de la vida, de las alegrías y las penas. Que dejemos los caminos del egoísmo que no llevan a ninguna parte, las actitudes paganas que prescinden de Dios o lo rechazan, los pensamientos y sentimientos perversos que nos apartan de la fuente de la felicidad en el tiempo y en la eternidad, tal vez sin querer enterarnos siquiera, por preferir las cosquillas a la felicidad verdadera...


Entonces sentiremos el gozo de la compasión y misericordia de Dios, quien nos alcanza con su perdón, que hemos de agradecer con una conversión sincera a él y al prójimo, seguros de que la felicidad dada al otro aumentará nuestra felicidad en el tiempo y en la eternidad.



Filipenses 1, 20-26

Hermanos: Estoy completamente seguro de que ahora, como siempre, sea que viva, sea que muera, Cristo será glorificado en mi cuerpo. Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente, ya no sé qué elegir. Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo. Tengo la plena convicción de que me quedaré y permaneceré junto a todos ustedes, para que progresen y se alegren en la fe. De este modo, mi regreso y mi presencia entre ustedes les proporcionarán un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús.


En esta carta, escrita desde la cárcel en Roma, Pablo manifiesta lo que Cristo representa para él, y cuán real, profunda y vital es su relación de amor con Jesús, al que Pablo tiene como centro, sentido y destino glorioso.


Es más: su propia vida la identifica con Cristo: “Para mí, la vida es Cristo”. La Vida que vence a la muerte con la resurrección, por la que sabe alcanzará el tesoro infinito de la misma gloria eterna de Jesús, lo cual es con mucho lo mejor que puede desear su discípulo.


Sin embargo el Apóstol está dispuesto a aplazar ese encuentro tan ansiado para ayudar a sus hermanos a lograr y asegurar esa misma gloria en Cristo que él anhela y espera en medio de sus tribulaciones, debilidades, cárcel, y a través de la misma muerte.


Para Pablo lo decisivo es el amor apasionado a Cristo y el amor salvífico a los hombres, y lo demás está en función de estos amores. Por eso desearía “morir para estar con Cristo”.


En su condición de encarcelado, a la espera de un juicio que lo llevará a la muerte, Pablo vive en positivo, con fe y esperanza, las circunstancias en que se encuentra. Y esta debe ser la actitud de todo cristiano ante las dificultades: convertirlas en desafíos y oportunidades para sumarse a la acción salvadora o misterio de Cristo crucificado y resucitado.


El cristiano –persona unida a Cristo resucitado presente- es ciudadano del paraíso, donde Cristo comparte su gloria con sus seguidores de toda condición, lengua y nación.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 14, 2008

EL MISTERIO DEL AMOR


EL MISTERIO DEL AMOR


Domingo, 14 de septiembre, 2008 La Exaltación de la Santa Cruz (Fiesta)


En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, pa ra que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él”. Juan 3:13-17.

Números 21: 4 - 9

Partieron de Hor de la Montaña, camino del mar de Suf, rodeando la tierra de Edom. El pueblo se impacientó por el camino. Y habló el pueblo contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de ese manjar miserable.» Envió entonces Yahveh contra el pueblo serpientes abrasadoras, que mordían al pueblo; y murió mucha gente de Israel. El pueblo fue a decirle a Moisés: «Hemos pecado por haber hablado contra Yahveh y contra ti. Intercede ante Yahveh para que aparte de nosotros las serpientes,» Moisés intercedió por el pueblo. Y dijo Yahveh a Moisés: «Hazte un Abrasador y ponlo sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y lo mire, vivirá.» Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida.

Filipenses 2: 6 - 11

El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.

POR EL PERDÓN A LA PAZ


POR EL PERDÓN A LA PAZ


24º domingo ordinario / 14 - 09 - 2008


Pedro se acercó a Jesús preguntándole: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas de mi hermano? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No te digo siete, sino setenta veces siete. Aprendan algo sobre el Reino de los Cielos. Un rey había decidido arreglar cuentas con sus empleados, y para empezar, le trajeron a uno que le deba diez mil monedas de oro. Y puesto que no tenía con qué pagar, el rey ordenó que fuera vendido como esclavo, junto con su mujer, sus hijos y todo cuanto poseía, para así recobrar algo. El empleado, entonces, se arrojó a los pies del rey, suplicándole: «Dame un poco de tiempo, y yo te lo pagaré todo.» El rey se compadeció y lo dejó libre; más todavía, le perdonó la deuda. Pero apenas salió el empleado de la presencia del rey, se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas. Lo agarró del cuello y casi lo ahogaba, gritándole: «Págame lo que me debes.» El compañero se echó a sus pies y le rogaba: «Dame un poco de tiempo, y yo te lo pagaré todo.» Pero el otro no aceptó, sino que lo mandó a la cárcel hasta que le pagara toda la deuda. Los compañeros, testigos de esta escena, quedaron muy molestos y fueron a contárselo todo a su señor. Entonces el señor lo hizo llamar y le dijo: «Siervo miserable, yo te perdoné toda la deuda cuando me lo suplicaste. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero como yo tuve compasión de ti?» Y hasta tal punto se enojó el señor, que lo puso en manos de los verdugos, hasta que pagara toda la deuda. Y Jesús añadió: Lo mismo hará mi Padre Celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Mateo. 18, 21-35.


Jesús nos pide que perdonemos sin límites: setenta veces siete. Sabe que el perdón devuelve la paz al corazón del ofendido y del ofensor, al hogar, a la sociedad, al mundo. El verdadero perdón restablece la relación fraternal y el amor mutuo entre los hijos de Dios, y la relación filial con el mismo Dios Padre de todos, que perdona sin condiciones –setecientas veces setenta- a quien de veras quiere y busca el perdón.


El verdadero perdón supone reconciliación y conversión a la vez; o sea, esfuerzo del ofendido y del ofensor por superar el mal causado y recibido por la ofensa. La reconciliación y la conversión son la única solución de la gran mayoría de los problemas y heridas en la convivencia diaria: en la familia, en el trabajo, entre amigos, en la Iglesia, el la sociedad, en el mundo.


El cristiano no exige que le pidan perdón, sino que ofrece el perdón, como hizo Cristo Jesús, que fue más allá: pidió perdón incluso para sus enemigos que lo crucificaban. Y lo mismo tiene que hacer el cristiano. Nuestra deuda con Dios es inmensamente superior a la deuda del prójimo con nosotros


El perdón ofrecido es una de los mayores gestos de amor al prójimo y a Dios –padre del ofensor y del ofendido -, y a la vez garantía del perdón de Dios: “Perdónanos como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Con el perdón la relación humana se convierte en relación salvífica.


Quien busca el perdón de Dios, pero no perdona a su prójimo, no merece perdón: es como el servidor del Evangelio que no quiso perdonar a su compañero una deuda mínima; y por eso mismo Dios le retira el perdón de su enorme deuda.


Perdonar no es olvidar; es voluntad de no tomar revanchas contra el ofensor, sino desearle el bien, y llegar a pedirle a Dios perdón, paz y salvación para él, e incluso ofrecer la vida por él, cuando Dios la pida. Las heridas profundas no se pueden olvidar, porque dejan señal. Perdonar es no irritarlas ni desgarrarlas.


Que el Padre nos conceda la gracia y el gozo de perdonar setenta veces siete, y sentirnos perdonados por él y por el prójimo, en especial por los de casa.


Eclesiástico 27, 30--28, 7


El rencor y la ira son abominables, y ambas cosas son patrimonio del pecador. El hombre vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de todos sus pecados. Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados. Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? No tiene piedad de un hombre semejante a él, ¡y se atreve a implorar perdón por sus pecados! Él, un simple mortal, guarda rencor: ¿quién le perdonará sus pecados? Acuérdate del fin, y deja de odiar; piensa en la corrupción y en la muerte, y sé fiel a los mandamientos; acuérdate de los mandamientos, y no guardes rencor a tu prójimo; piensa en la Alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa.


El rencor y la ira son fruto del orgullo, que nos hace creernos superiores y mejores, con derecho a un trato de privilegio y al maltrato del prójimo. El rencor y la ira dan como fruto la venganza, que puede terminar en espiral de violencia.


El único justo, Jesús, pidió perdón para sus mismos asesinos y murió para merecernos a cada uno el perdón de Dios. ¿Con qué cara nos dirigiremos a él pidiéndole perdón si no sabemos perdonar al prójimo? Con Jesús debemos suplicar ante las ofensas: “Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen”, pero añadiendo: “Y perdóname también a mí, porque muchas veces tampoco yo sé lo que hago”.


El ofensor puede estar arrepentido y desear el perdón, pero puede no tener valor para manifestar su arrepentimiento y el deseo de perdón. Descubramos en los gestos y las actitudes el deseo de ser perdonado. Y respondamos gozosos perdonando.


Para hacernos más fácil el perdonar, recordemos el perdón que tantas veces nos ha concedido Dios y el perdón que tantas otras veces necesitaremos.


Pero perdonar no significa que uno debe continuar exponiéndose a las ofensas, sino que al perdón concedido debe corresponder una conversión del ofensor, con su esfuerzo sincero para evitar más ofensas. Y si no lo hace, hay que esquivarlo y no darle ocasión a nuevas ofensas, pues puede llegar a sentirse con derecho a ofender.


El perdón es el único camino eficaz para la paz consigo mismo, con el prójimo y con Dios. El perdón a sí mismo y al prójimo son fuente de paz y de salud síquica e incluso física.


Romanos 14, 7-93


Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor: tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de los vivos y de los muertos.


Las discrepancias, conflictos, ofensas, tensiones, rencores..., se minimizan y relativizan ante la convicción de que todo puede adquirir valor de vida, salvación y felicidad en la unión viva con Cristo resucitado, en quien y para quien vivimos, morimos y resucitamos, pues él nos compró con su muerte y nos dio vida con su resurrección.


La pertenencia afectiva y efectiva a Cristo en la vida y en la muerte, que es la puerta de la resurrección, está por encima de todas las vicisitudes de la vida, pues “todo contribuye al bien de los que aman a Dios”. ¡Qué gran paz debe darnos esta realidad!


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, September 07, 2008

FRATERNIDAD RESPONSABLE

FRATERNIDAD RESPONSABLE

Domingo 23º tiempo ordinario-A / 07-09-2008

Dijo Jesús a sus discípulos: Si tu hermano ha pecado, vete a hablar con él a solas para hacérselo notar. Si te escucha, has ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo una o dos personas más, de modo que el caso se decida por la palabra de dos o tres testigos. Si se niega a escucharlos, informa a la asamblea. Si tampoco escucha a la iglesia, considéralo como un pagano o un publicano. Yo les digo: Todo lo que aten en la tierra, se mantendrá atado el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra, se mantendrá desatado el Cielo. Asimismo yo les digo: si en la tierra dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir alguna cosa, mi Padre celestial se lo concederá. Pues donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Mateo 18, 15-20.

La Iglesia promueve la paternidad responsable, pero también la fraternidad responsable, que se responsabiliza y solidariza con bien y el mal ajeno: el bien que se recibe y se goza, y el mal que se padece y el que se hace.

Un componente esencial de la fraternidad responsable es la corrección fraterna, que ya se recomendaba en el Antiguo Testamento. Pero la corrección resulta eficaz si es de verdad fraterna, amorosa, pues si se hace con enojo, irritación, desprecio, amenazas, ironía, tono autoritario o de revancha, resulta inútil e incluso contraproducente.

La forma negativa de echar en cara los fallos, suele ser un recurso para ocultar defectos propios que no queremos reconocer ni corregir, una manera de desahogo, revancha, o ansia de superioridad, que se intenta afirmar a costa de rebajar al otro.

El objeto de la corrección debe ser un mal o daño real, un daño a sí mismo o a otra persona, a un grupo, a la naturaleza, al Creador…; no una simple forma de pensar, de vivir o de actuar diferente. La referencia para valorar el mal a corregir tiene que ser la Palabra de Dios, el bien del prójimo, de la creación, los valores del reino, y no los propios criterios, intereses o frustraciones.

La corrección será fraterna sólo si está hecha con amor, delicadeza y humildad, deseando de verdad el bien del otro, de los otros. Y quien corrige debe ser consciente de sus fallos y pecados, que tal vez le cuesta reconocer. Nos advierte Jesús: “Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra”; “Sácate primero la viga de tu ojo y luego verás para quitar la del ojo ajeno”. Es la regla de oro de la corrección fraterna.

Para corregir con amor, hay ver las virtudes del otro y no sólo sus defectos, y tener presentes los propios defectos y no sólo las virtudes. Y además imitar el ejemplo de Jesús, que nunca exigió que se le pidiese perdón, sino que siempre se adelantó a ofrecer el perdón; y pidió perdón para los mismos que le crucificaban.

La persona que, para sentirse superior, necesita de los fallos ajenos, si no lo encuentra, los inventa, cayendo en la calumnia con tal de rebajar a los otros.

Al final del evangelio de este domingo Jesús nos asegura que cuando dos o más se ponen de acuerdo para pedir algo en su nombre, Dios los escuchará, porque Jesús mismo estará en medio de ellos orando con ellos al Padre, por medio del Espíritu Santo, que “ora en nosotros con voces inefables”.

¡Qué importante y eficaz sería ponerse de acuerdo para pedir en nombre de Jesús la conversión de quien falla! A menudo es el único remedio posible, sobre todo cuando quien hace el mal se cree en lo justo.

Dios escucha siempre la oración hecha en nombre de Cristo y con Cristo presente, porque se pide lo mismo que él quiere, y el Espíritu Santo nos apoya.

Que Dios nos conceda la bendición de saber corregir fraternalmente, de aceptar y agradecer la corrección fraterna; de perdonar; de orar en grupo, en familia, pidiendo, agradeciendo y alabando a Dios en nombre de Jesús.

Ezequiel 33, 7-9.

Así habla el Señor: Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte. Cuando yo diga al malvado: «Vas a morir», si tú no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Si tú, en cambio, adviertes al malvado para que se convierta de su mala conducta, y él no se convierte, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida.

El profeta es como un centinela que vigila la ciudad y otea el horizonte para advertir sobre cualquier peligro que se presente. Y si ve al enemigo y no habla, se juega la vida.

Es una gran lección que es necesario aprender y vivir, pues todos somos profetas-centinelas en nuestro ambiente y en otros ambientes donde podemos llegar con la palabra y ejemplo de advertencia y salvación. No podemos callar ante el mal y el peligro ajeno alegando que no nos incumbe. Como tampoco se puede callar cuando se presenta la ocasión de mejorar las condiciones de vida de los otros.

Pero también hay que saber callar cuando el peligro o el pecado no son reales, sino inventados por la tendencia enfermiza a fustigar defectos ajenos para encubrir los propios y no corregirlos. Pero si el peligro o el pecado son reales, debemos hablar de parte de Dios, y no porque nos sentimos molestos.

Y una vez que hayamos hablado claro y sencillo, ya hemos cumplido con nuestra responsabilidad ante Dios. La insistencia machacona es contraproducente.

Por otra parte, a menudo es más eficaz cerrar la boca y abrir el libro de nuestra vida con el ejemplo, que suele hablar con más fuerza que la palabra.

Y no nos apoyemos en el viejo dicho: “Sálvese quien pueda”, ni apelemos a la excusa de Caín: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”, porque sólo nos salvaremos si ayudamos a otros a salvarse, aunque parezca inútil nuestra ayuda: con el ejemplo, la oración, el sufrimiento ofrecido, las buenas obras, la palabra…

Romanos 13, 8-10.

Hermanos: Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. Porque los mandamientos: «No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás», y cualquier otro, se resumen en éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El amor no hace mal al prójimo, sino que busca sólo su bien. Por eso el amor es la plenitud de la Ley.

La deuda más grande con nuestros semejantes es el amor, que es don de Dios para los otros, lo máximo y más duradero –eterno- que podemos darles. No hay nada más valioso y placentero que el amor verdadero. Con el amor damos nuestra persona, que supera todo lo demás que podamos dar. Por eso hay que evitar el error fatal, tan común, de hacer pasar por amor el egoísmo o la utilización sensual.

El amor resume todos los mandamientos, pues quien ama no puede hacer daño a quien ama, sino que le hará todo el bien posible, aun a costa de los propios intereses, gustos y tendencias instintivas. He ahí la garantía del verdadero amor.

El que ama no se contenta con no hacer mal a nadie, sino que asume las exigencias del amor haciendo el bien a los más posibles, sobre todo ayudándoles a alcanzar el máximo bien: la salvación eterna; mas sin excluir la ayuda en otras necesidades cuyo remedio esté a nuestro alcance.

Jesús nos señaló la cuota del amor verdadero: “Ámense los unos a los otros como yo los amo”; o sea: hasta dar la vida por los que se ama, que a la vez es la mejor forma y garantía de salvarla para siempre. Y eso está al alcance de todos.

El amor con que Jesús nos ama, es el mismo amor con que el Padre lo ama a él. ¡Qué inmenso privilegio para agradecer en el tiempo y eternamente!

P. Jesús Álvarez, ssp.