Sunday, April 26, 2009

TESTIGOS DE JESÚS RESUCITADO


TESTIGOS DE JESÚS RESUCITADO


Domingo 3° de Pascua-B/ 26-abril-2009.


Los dos discípulos contaron lo sucedido en el camino de Emaús y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: "Paz a ustedes." Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: "¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo." Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: "¿Tienen aquí algo que comer?" Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos. Jesús les dijo: "Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: "Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto”. (Lucas 24,35-48).


Las cualidades gloriosas de cuerpo resucitado de Jesús desconciertan a sus discípulos, como es lógico: el cuerpo resucitado del Maestro no está sujeto a las limitaciones de tiempo, espacio y la materia.


Su aparición inesperada, a puertas cerradas, en medio de ellos los asusta, y lo creen un espíritu. Al verlos temblar de miedo, los tranquiliza con cariño: “Paz a ustedes”. Y los invita a tocarlo, para que constaten que su cuerpo sigue siendo el mismo, de carne y hueso, aunque resucitado. El hecho era tan sorprendente y tanta la alegría que no les parecía realidad; les costaba creerlo a pesar de verlo.


Comprendiendo Jesús su resistencia a creer, decide darles otra prueba evidente de que es Él mismo: les pide algo para comer, a fin de que vean que su cuerpo sigue siendo humano, pues los espíritus no pueden comer alimentos físicos. Aunque surge la pregunta: ¿Qué efectos tiene una comida física en un cuerpo glorioso? Lo sabremos cuando nosotros mismos lo recibamos.


Y por fin les abre la mente para que entiendan todo lo que sobre Él estaba ya predicho en Sagradas Escrituras: su encarnación, su pasión, su muerte, su resurrección y vuelta al Padre.


No es difícil creer teóricamente la resurrección de Jesús y confesarlo con los labios; pero lo decisivo es que Él mismo abra nuestras mentes y corazones a su presencia real, y vivamos la increíble alegría de saberlo vivo, presente y actuante en nuestra vida. Sólo así podremos ser testigos creíbles de su presencia, con el gozo que contagia fe en su promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días”.


Jesús mismo nos asegura que son más dichosos quienes creen sin verlo, que quienes creyeron al verlo. Pero la fe es un don que hay que pedir y cultivar cada día hablándole, escuchándolo, tratándolo.


Es necesario que la catequesis y la predicación se fundamenten abiertamente en la persona de Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, en su Palabra, en nuestra persona y en el prójimo; de lo contrario esas actividades no lograrán su objetivo: la fe viva en la presencia salvífica de Jesús y el trato confiado con él.


Hechos 3, 13-15. 17-19


En aquellos días, Pedro dijo al pueblo: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de Él delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes. Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados».


Los oyentes de Pedro habían sido cómplices de la muerte injusta de Jesús, cuando gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, forzando la decisión de Pilatos para que liberara a un homicida y mataran a Jesús, renegando así del mismo Mesías que esperaban, que hizo milagros entre ellos. Pedro se lo echa en cara sin más.


Sin embargo, nadie le refuta ni se rebela contra la acusación, sino que se reconocen cómplices. Entonces, viéndolos compungidos, los llama hermanos y minimiza su culpa a causa de su ignorancia, recordando sin duda la oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.


Pedro se gana al auditorio, y lo ve dispuesto a recibir la gran noticia de que él es testigo: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”. Y nadie lo tacha de mentiroso e iluso. Viendo su fe en el Resucitado, los invita a la penitencia para recibir el perdón de aquel que ellos habían condenado. Y se convertían por miles.


Desconcierta ver a esos “enemigos” de Jesús creer en la resurrección del Señor por la palabra de los discípulos, cuando a éstos les había costado tanto creer al mismo Cristo Resucitado. Aquí obraba el Espíritu enviado por Jesús.


También hoy condenamos a Cristo en el prójimo, lo desconocemos en la Eucaristía y en su Palabra, y lo echamos de todos los ambientes y de nosotros mismos. Pero él sigue orando por nosotros: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Recibimos su perdón y su paz, ¿y aún dudamos de que está resucitado y presente entre nosotros? ¿Llegamos a la fe de aquellos judíos?


1 Juan 2, 1-5.


Hijos míos, les he escrito estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos.


San Juan, el discípulo amado, y el discípulo del amor, nos invita a reconocer el inmenso amor de Jesús por nosotros mereciéndonos la salvación, la resurrección y la gloria eterna, e intercediendo por nosotros sin cesar. La respuesta justa es corresponder con amor, la mejor medicina contra el pecado, pues no se ofende a quien se ama. Y cuando se le ofende, es que no se le ama de verdad.


El amor a Cristo se manifiesta cumpliendo sus mandamientos, el primero y principal de los cuales es el amor, que brota del conocer y valorar la inmensidad de su amor, de sus beneficios impagables. El amor es la mejor reparación del pecado: “Se le perdonó mucho, porque amó mucho”, dijo Jesús de la Magdalena.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 19, 2009

CULTURA PASCUAL DE LA MISERICORDIA




CULTURA PASCUAL DE LA MISERICORDIA


Domingo 2° de Pascua, de la Divina Misericordia - B/ 19 abril 2009.


Al anochecer de aquel día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!" Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a ustedes." Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo: a quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos." Juan 20, 19-31.


Con la Resurrección el cuerpo de Jesús se vuelve glorioso, libre de las limitaciones de la materia caduca, del espacio, del tiempo, del sufrimiento, de la muerte. Así se presenta Jesús a sus discípulos reunidos a puertas cerradas.


Jesús también se nos presenta a nosotros todos los días, aunque no lo veamos, atravesando las paredes del trajín de cada día para citarnos en nuestro templo interior: “¡Felices los que crean sin haber visto!” Y se nos presenta en la Eucaristía, en la Biblia, en el prójimo, los tres sacramentos preferidos de su presencia real. Esta es la fe viva nos abrirá el paso de la muerte hacia la resurrección, por la que Jesús nos dará “un cuerpo glorioso como el suyo”. Gran sabiduría es cultivar esa fe sin cansarse.


La experiencia de Jesús Resucitado, presente en nuestra vida, es la fuente de la paz, de alegría y de fortaleza en el sufrimiento, y da eficacia salvífica a nuestra vida y obras. Viviendo unidos al Resucitado tenemos asegurada la victoria sobre el pecado, sobre el sufrimiento; y podemos alcanzar la alegría de morir, como san Pablo: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.


Hoy el evangelio nos presenta Jesús dando la paz a los discípulos y el poder de perdonar los pecados: “Paz a ustedes. Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados”. De ahí que este domingo se celebre la “Fiesta de la Divina Misericordia”.


La omnipotencia de Dios se realiza principalmente en el perdón de los pecados. Después de la vida, el perdón de Dios es el mayor don de su amor. Y perdonar al prójimo es una expresión del amor más genuino, que nos garantiza el perdón de Dios: “Sean misericordiosos y alcanzarán misericordia”. “Si ustedes perdonan, serán perdonados". Hoy es también la fiesta de la misericordia humana.


El otro tema del evangelio de hoy es la misión;, o sea: ser testigos de Jesús resucitado, dándolo a conocer por todos los medios a nuestro alcance: la palabra la, imagen, la cibernética, el ejemplo, las obras... Si creemos en el Resucitado y lo amamos como persona presente, compartiremos amor y gozo su proyecto de salvación a favor de la humanidad: “Como el Padre me envió a mí, así los envío también yo a ustedes”.


De este modo seamos verdaderos creyentes que van más allá de la fe teórica en la Resurrección. Por la unión real con el Resucitado, seremos transparencia suya allí donde vivimos. Podremos promover la cultura de la Pascua y de la Misericordia frente a la cultura del odio y de la muerte que amenaza al maravilloso planeta que el Creador nos ha regalado.


La presencia de Jesús resucitado supone una felicidad tan extraordinaria, que se nos puede antojar increíble, como les pasaba a los discípulos, que no podían creer por la alegría que les causaba la Resurrección. Creo, Señor, pero aumenta mi fe.





FIESTA DE LA DIVINA MISERICORDIA



El 22 de febrero de 1931, Jesús dijo a Santa Faustina Kowalska,: “Deseo que el segundo domingo de Pascua de Resurrección se celebre la Fiesta de la Misericordia”. “Ese día están abiertas las entrañas de mi Misericordia. Quien se confiese y reciba la Santa Comunión, obtendrá el perdón total de las culpas y las penas”.


En la revelación 35 Jesús le dijo: “Cuanto más grande es el pecador, tanto mayor es el derecho que tiene a mi misericordia... Quien confía en mi misericordia, no perecerá, porque todos sus asuntos son míos y los enemigos se estrellarán contra el escabel de mis pies”. “Nadie está excluido de mi Misericordia”.


Jesús le dijo también: “Manda hacer una imagen según el modelo que ves, y firma: Jesús, en ti confío. Prometo que quien venere esta imagen, no perecerá. También prometo, ya aquí en la tierra, la victoria sobre los enemigos, y en especial en la hora de la muerte”.


Jesús recomendó a la Santa: “Deseo que los sacerdotes proclamen esta gran Misericordia que tengo para con los pecadores. Que el pecador no tenga miedo de acercarse a mí... La desconfianza de los creyentes desgarra mis entrañas. Y más aún me duele la desconfianza de los elegidos que, a pesar de mi amor inagotable, no confían en mí”. Y le mandó escribir: “Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de la Misericordia”.


En la revelación 24 Jesús enseñó a Santa Faustina Kowalska el Rosario de la Misericordia, con esta promesa:Toda persona que lo rece, recibirá mi gran misericordia a la hora de la muerte. Los sacerdotes se lo recomendarán a los pecadores como última tabla de salvación. Hasta el pecador más empedernido, si reza este rosario una sola vez, recibirá la gracia de mi Misericordia infinita. Deseo que el mundo entero conozca mi Misericordia; deseo conceder gracias inimaginables a las personas que confíen en mi Misericordia”.


El mismo Jesús le dijo cómo se debía rezar este rosario: “Primero rezarás un Padrenuestro, un Avemaría y el Credo. Luego, en las cinco cuentas que corresponden al “Padre nuestro”, dirás las siguientes palabras: Padre Eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de tu amadísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, como propiciación por nuestros pecados y los del mundo entero. En lugar de las diez Avemarías, dirás diez veces las siguientes palabras: Por su dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Y al final de cada decena, dirás tres veces la siguiente invocación: Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros y del mundo entero”.


Estas revelaciones están implícitamente garantizadas por la Iglesia al canonizar a Santa Faustina en el 2000 y al instituir la Fiesta de la Divina Misericordia.


La eficacia salvadora de esta devoción no es mágica o automática, sino que requiere una sincera conversión y petición de perdón a Dios por los propios pecados, por grandes que sean, y proponiéndose usar misericordia con los demás mediante obras, gestos, palabras, sufrimientos y oraciones por ellos y en nombre de ellos. Son palabras de Jesús: “Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”.


El sólo hecho de tener el cuadro del Señor de la Misericordia, tampoco produce la salvación sin más, sino que se requiere respeto, fe, confianza, gratitud y amor hacia Quien está representado en esa imagen.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 12, 2009

RESUCITADO Y RESUCITADOS


RESUCITADO Y RESUCITADOS


Pascua de Resurrección - B / 12-04-2009.


El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza, no se había caído como los lienzos, sino que se estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero, vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: ¡él "debía" resucitar de entre los muertos! (Juan 20,1-9).


La resurrección es una de las verdades que más nos cuesta creer, y sobre todo vivir. En la muerte creemos con facilidad, porque la constatamos cada día. Pero la resurrección está más allá de lo sensible, de la experiencia humana, y es una realidad tan maravillosa, que se nos antoja increíble; tanto la resurrección de Jesús como la nuestra. Sólo podemos creerla y vivirla por la fe, fiados de la Palabra de Dios e iluminados por el Espíritu Santo.


La fe en la resurrección no se reduce a creer mentalmente en el hecho histórico y en el dogma. La verdadera fe en la resurrección es fe-amor en Cristo resucitado, presente, operante, compañero de camino por esta vida; y fe en nuestra propia resurrección. Esta es la verdad que fundamenta la verdadera vida cristiana, que es “vida en Cristo” vivo.


San Pablo asegura que "si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil... y nuestros pecados no han sido perdonados” (1 Corintios 15, 14-16). Sólo somos cristianos por la vida en unión amorosa con Cristo resucitado. No podemos quedarnos con Cristo muerto el Viernes Santo, sino buscarlo y acogerlo vivo en la Pascua, para hacer pascual toda nuestra vida con él.


Sin la fe en Cristo resucitado, tampoco se perdonan los pecados, porque sólo él los puede perdonar. De ahí la gran necesidad de suplicar con insistencia y cultivar con esfuerzo la fe en el Resucitado presente. “Creo, Señor; pero aumenta mi fe”.


La fe en el Resucitado y en nuestra resurrección enciende en nosotros el anhelo de vivir a fondo con él y amarlo, el deseo de imitarlo y de resucitar como él. El ansia de resucitar brota de nuestro amor a Dios, al prójimo y a la creación. Hay personas, cosas y alegrías tan maravillosas ya en este mundo, que deseamos gozar de ellas para siempre; lo cual sólo posible en la eternidad, cuya puerta es la resurrección. El tiempo resulta del todo insuficiente para colmar nuestra sed de amor, gozo, felicidad, placer, paz…


El amor verdadero nos hace sentir la necesidad de resucitar y llenar nuestra eternidad con la presencia de quienes y de lo que amamos aquí: Dios, familia, amistades, gozos, creación... El amor, o se hace eterno o fracasa y muere en el egoísmo.


Por la fe en la resurrección superamos el concepto pagano de muerte, como final trágico y fatal de la existencia. La muerte no es una desgracia sin remedio, sino la puerta hacia la vida sin final. En la muerte el Resucitado nos da cuerpo glorioso, incorruptible como el suyo, que es como la nueva planta, muy superior a la semilla -el cuerpo mortal-, de la que surge.


Jesús no se encontró por sorpresa con la resurrección, sino que halló a su muerte lo que había sembrado: vida. Y así será para nosotros, si pasamos por la vida haciendo el bien y sembrando vida como él para recuperarla como él.


Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la resurrección pasa al terreno de la leyenda, y la vida cristiana se desvanece en apariencias. El cristiano es auténtico y feliz sólo cuando vive la fe en Cristo resucitado y presente.


Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre". “Estoy con ustedes todos los días”. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.


Hechos de los Apóstoles 10,37-43.


En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Ustedes ya saben lo que ha sucedido en todo el país judío, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Jesús de Nazaret fue consagrado por Dios, que le dio Espíritu Santo y poder. Y como Dios estaba con él, pasó haciendo el bien y sanando a los oprimidos por el diablo. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en la misma Jerusalén. Al final lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver, no por todo el pueblo, sino por los testigos que Dios había escogido de antemano, por nosotros, que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos. Él nos ordenó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido Juez de vivos y muertos. A él se refieren todos los profetas al decir que quien cree en él recibe por su Nombre el perdón de los pecados."


Después de la Ascensión, los apóstoles, y Pedro el primero, dan testimonio de la resurrección de Cristo, asesinado por los poderes político y religioso. Se hacen testigos vivos de Cristo resucitado. Y esa era la verdad que producía conversiones por miles.


Es lo que deben tener en cuenta hoy los evangelizadores, predicadores, catequistas. No basta con predicar a Cristo crucificado, muerto y... enterrado. Lo que decía san Pablo: si no predicamos a Cristo resucitado, la predicación resulta estéril, sin la fuerza de conversión auténtica. ¿De qué vale predicar a Cristo humano crucificado, si no lo predicamos resucitado? Un muerto no convence a nadie, por más que se afirme que murió por nosotros. No saldríamos de la cultura del pecado y de la muerte.


San Pablo, que decía no querer gloriarse más que en la cruz de Cristo, fue el más grande predicador de la resurrección de Cristo. Y si se gloriaba en la cruz de Cristo, era porque estaba convencido que la cruz es la condición de la resurrección de Cristo y de la nuestra.


Colosenses 3,1-4.


Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Preocúpense por las cosas de arriba, no por las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste el que es nuestra vida, también ustedes se verán con él en la gloria.


El cristiano verdadero (persona unida a Cristo resucitado), tiene la esperanza segura de la resurrección, y por eso no se conforma con los valores puramente temporales y sociales, puesto que “no tiene aquí ciudad permanente”, sino que su patria es el paraíso, “donde está Cristo sentado a la derecha del Padre”, y donde quiere que estén sentados también sus seguidores, los que viven unidos a él y “pasan por el mundo haciendo el bien”, como él.


El cristiano que ama de verdad a Cristo sobre todas las personas y cosas, desea ir para siempre con él a su reino eterno y glorioso. Y por eso proyecta continuamente su vida hacia ese reino “suyo” que Cristo le ganó con su vida, su muerte y resurrección, pues “donde está su tesoro, allí también está su corazón”.


No es sólo de santos la convicción de san Pablo: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”. “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”. Esta esperanza firme y este deseo permanente del paraíso que le espera, sostienen al cristiano con paz e ilusión en las luchas, pruebas, sufrimientos, enfermedad, agonía y muerte que, de la mano del Resucitado, le llevarán la resurrección y le producirán “un peso incomparable de gloria”.


Es necesario cultivar mucho más esta actitud pascual y “celestial”, para no embotarse con los valores, bienes y placeres terrenos, con riesgo de que nos cierren el paso a “nuestro” reino celestial, especto del cual dice san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.


Esa vivencia pascual y celestial es la fuerza invencible de los cristianos para hacerlos capaces de ser testigos del Resucitado con la vida, las obras, la palabra, el sufrimiento, la oración...


FELICES PASCUAS DE RESURRECCIÓN

PARA TODOS


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, April 05, 2009

¿CRUCIFICADOS o CRUCIFICADORES?


¿CRUCIFICADOS o CRUCIFICADORES?


Domingo de Ramos - B / 5-4-2009.


Cuando se aproximaban a Jerusalén, cerca ya de Betfagé y de Betania, al pie del monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos diciéndoles: Vayan a ese pueblo que ven enfrente; apenas entren encontrarán un burro amarrado, que ningún hombre ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta: ¿Por qué hacen eso?, contesten: El Señor lo necesita, pero se lo devolverá cuanto antes. Se fueron y encontraron en la calle al burro, amarrado delante de una puerta, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les dijeron: ¿Por qué sueltan ese burro? Ellos les contestaron lo que les había dicho Jesús, y se lo permitieron. Trajeron el burro a Jesús, le pusieron sus capas encima y Jesús montó en él. Muchas personas extendían sus capas a lo largo del camino, mientras otras lo cubrían con ramas cortadas en el campo. Y tanto los que iban delante como los que seguían a Jesús gritaban: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Ahí viene el bendito reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas! Marcos 11,1-10

Jesús se había ocultado cuando intentaron proclamarlo rey. Pero ya a las puertas de la muerte y de la resurrección, deja que la multitud lo aclame rey, puesto que lo es, aunque no en sentido de rey temporal, como los judíos pretenden.

Jesús quiere una subida triunfal a Jerusalén, para subir desde aquí al triunfo de la cruz. Él ya sabe que buena parte de esa misma multitud entusiasmada, a las pocas horas y con mayores gritos, pedirá su muerte.

También hoy muchos que se creen buenos cristianos, siguen viviendo un mesianismo fácil, una religión que no compromete a nada y que usan como tapadera de sus ambiciones, egoísmos, idolatrías y atropellos a los derechos ajenos. Tienen a Jesús en sus bocas, ponen velas a las imágenes, hacen limosnas, integran hermandades, van a misa y reciben la comunión, y luego condenan a Cristo y lo maltratan en el ambiente familiar o laboral, sobre todo en el más débil, en la muchacha de servicio, o en los dependientes, o en la calle, o en el grupo. Y para colmo se creen intachables ante Dios y ante los hombres.

¡Absurda conducta! Pero debemos cuidarnos bien de vivir tan grande y fatal absurdo.

Hoy empieza la Semana Santa, en la que celebramos el Misterio Pascual; o sea, la pasión, muerte y resurrección de Jesús, no sólo su pasión y muerte. Él probó todos los sufrimientos físicos, morales, psicológicos y espirituales. Pero ya no sufre en su persona, aunque sí sufre, muere y resucita cada día en multitud de sus hermanos, con quienes se identifica: “Todo lo que hagan a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacen”.

El objetivo esencial de la Semana Santa es la Resurrección, no la compasión ante los sufrimientos y la muerte de Jesús. Son estremecedoras sus palabras. “No lloren por mí, sino por ustedes y por sus hijos”. Es necesario verificar cuál es nuestro papel hoy en la pasión y muerte de Cristo presente en nuestro prójimo, y ver cómo llevamos nuestras cruces: si les damos sentido de salvación, de resurrección y de vida para nosotros y para los otros, asociándolas a las de Cristo; o si las hacemos estériles por falta de fe y de amor a Dios y al prójimo. Las cruces no ofrecidas, además de estériles, se vuelven mucho más pesadas.

Es necesario discernir si somos verdugos y crucificadores de nuestro prójimo - en el hogar, trabajo, evasión, placer, negocio, política...-, construyendo nuestra felicidad a costa del sufrimiento ajeno. O si tal vez somos crucificados a imitación de Jesús, camino de la resurrección, cuando nos dará un cuerpo glorioso como el suyo.

La cruz es el camino, pero la resurrección es el destino. Semana Santa sin fe y esperanza en la Resurrección, es una semana pagana. Y así parece ser para muchos, que celebran la pasión y muerte de Cristo, pero no les interesa Cristo resucitado, ni creen que los ama y por eso se entregó por ellos; ni creen en su presencia permanente, por él asegurada: “Estoy con ustedes todos los días".

Si sufrimos con Cristo y como Cristo, reinaremos con él; si morimos con Cristo viviremos con él. He ahí la verdadera perspectiva del sufrimiento, de la muerte y de la alegría verdadera: la resurrección y el paraíso eterno. Sólo con esta perspectiva es posible y razonable llevar una vida auténticamente cristiana.

Isaías 50, 4-7

Mi Señor me ha dado una lengua de discípulo, para saber decir al abatido una palabra de aliento.Cada mañana me despierta el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor me abrió el oído. Y yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que tiraban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como roca, sabiendo que no quedaría defraudado.

La experiencia de Isaías es un fiel anticipo de la experiencia de Jesús, incluida la experiencia como discípulo, según él mismo dice: “Yo hablo de lo que el Padre me enseñó”, “Yo no hago sino lo que veo hacer a mi Padre”. Y por eso puede enseñarnos y confortarnos de verdad: “Quien escucha mi Palabra y la cumple, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré”.

En la pasión de Jesús se repiten, casi a la letra, pero aumentados, los sufrimientos del profeta: brutal flagelación, coronación de espinas que herían su cabeza al golpearlas con la caña, burlas, salivazos, bofetadas; desafío a que adivine, con los ojos vendados, quién le pega, sin dejar entender que sabe perfectamente quién lo abofetea… Pero él se calla, no amenaza, no se lamenta, no llora… Endurece su rostro como una piedra.

Se pone camino del calvario y de la muerte porque él quiere, nadie lo obliga, y por eso el Padre lo ama, no lo defrauda, sino que lo acompaña fortaleciéndolo en su dolor y para transformar la derrota de la cruz y de la muerte en el triunfo glorioso de la resurrección. Su paz y su resistencia se apoyan en la esperanza del premio.

Ese es también el camino triunfal del cristiano: luchar por arrancar todas las cruces evitables, -ajenas y propias-, y acoger las cruces inevitables –las propias y las ajenas- para asociarlas a la cruz redentora de Cristo por la salvación del mundo, y así llegar de su mano al triunfo de la resurrección, junto con muchos otros en cuya salvación hemos colaborado.

Filipenses 2, 6-11

Hermanos: Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Adán quiso ser Dios, y fracasó, y con él toda la humanidad. Pero Dios (en Jesús) quiso ser hombre, hasta las últimas consecuencias, incluida la muerte, y triunfó con la resurrección para él y para toda la humanidad, mereciendo el “Nombre sobre todo nombre”, "y ante el cual se dobla toda rodilla en la tierra, en el cielo y en los abismos”.

Jesús ocultó su divinidad, y vivió en humildad, como un hombre cualquiera, por amor a Dios y al hombre, a cada uno de nosotros. Por eso san Pablo exclamaba emocionado: “¡Me amó y se entregó por mí!” Pero a veces lo tratamos quizá como un “don nadie”, aprovechando de que no se manifiesta con la omnipotencia y gloria de Dios, como quien es, y lo desafiamos: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz -y sube a tu divinidad, haz milagros-, y creeremos”.

Con su abajamiento, Jesús quiere restablecer las relaciones filiales del hombre con Dios (para que vivamos como hijos de Dios), y recuperar las relaciones fraternales entre los hombres (que seamos humanos con los hijos de Dios), renunciando al orgullo, a creerse más, y viviendo en la humildad, en la sencillez, en la verdad. A la humildad en el mundo corresponde, para Jesús y para nosotros, la exaltación en el cielo. Por la resurrección Jesucristo es constituido “Señor” de toda la creación visible e invisible, y desea compartir con nosotros su glorioso señorío eterno y universal.

P. Jesús Álvarez, ssp.