CON ESPERANZA, SIN ANGUSTIA
Domingo 1º de Adviento - C / 29 – 11 - 2009.
Dijo Jesús a sus discípulos: Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y por toda la tierra los pueblos estarán llenos de angustia, aterrados por el estruendo del mar embravecido. La gente se morirá de espanto con sólo pensar en lo que va a caer sobre la humanidad, porque las fuerzas del universo serán sacudidas. Y en ese preciso momento verán al Hijo del Hombre viniendo en la Nube, con gran poder e infinita gloria. Cuando se presenten los primeros signos, enderécense y levanten la cabeza, porque está cerca su liberación. Cuiden de ustedes mismos, no sea que una vida consumista, las borracheras o los afanes de este mundo los vuelvan interiormente torpes y ese día caiga sobre ustedes de improviso, pues se cerrará como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Por eso estén vigilando y orando en todo momento, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder y estar de pie ante el Hijo del Hombre. (Lucas 21,25-28.34-36).
Jesús hoy nos anuncia un aterrador cataclismo cósmico, mas sin fecha. Pero no pretende asustarnos, sino atraer nuestra mirada y nuestro corazón a la imagen grandiosa que aparecerá al centro de ese marco catástrófico: Él en persona, que viene con poder y gloria para librar a los suyos de esa gran tribulación y de la muerte, invitándonos a levantar la cabeza, pues él mismo viene a liberarnos.
Por eso nuestra actitud no puede ser el temor y el terror, sino la esperanza y "el amor a su venida" como único salvador, amigo y glorificador. Jesús quiere que grabemos bien en la memoria su invitación a orar y estar preparados a tal acontecimiento, viviendo en real unión afectiva y efectiva con él.
Jesús nos pide mantenernos de pie a su lado, compartiendo con gozo su misión liberadora y salvadora en favor del prójimo, construyendo con él la civilización del amor y la cultura de la vida. Y nos apremia a no dejarnos contagiar por el materialismo, consumismo, vicios, corrupción y desórdenes de una sociedad que vive de espaldas a Dios y al prójimo, sumergida en la cultura de la muerte.
Adviento significa tiempo de espera gozosa de Alguien que viene. La Iglesia en el Adviento nos invita a considerar cuatro venidas de Cristo Jesús, que sale a nuestro encuentro en formas y tiempos diferentes.
La primera venida de Jesús sucedió hace más de dos mil años, con su Nacimiento en Belén, que conmemoramos y celebramos cada año en la Navidad. Es la venida primordial, que hace posibles las otras venidas.
La última venida de Cristo será su aparición gloriosa al fin de los tiempos, para hacer un mundo nuevo, su reino definitivo de vida y verdad, de justicia y de paz, de libertad y amor, de alegría y felicidad. Venida que presenciaremos de persona. Y Dios quiera que sea en condición de resucitados.
Entre la primera y la última venidas de Jesús se da la venida intermedia y permanente a nuestra vida y persona durante la existencia terrena, según sus palabras infalibles: Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28, 20). Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él (Juan 6, 36).
Y al fin de nuestra vida terrena se realizará la venida de Jesús que acudirá para librarnos de las garras de la muerte y llevarnos a su gloria eterna, si hemos vivido unidos a él, compartiendo su misión en favor del hombre. Nos dio su palabra: Me voy a prepararles un lugar. Luego vendré para llevarlos conmigo (Juan 14, 2-3).
Esta venida de Jesús será para cada uno la hora del éxito total de su existencia por la resurrección, si hemos acogido a Cristo en su venida durante la vida terrena: en el prójimo, en la Eucaristía, en la oración, en la Palabra de Dios, en la creación, en el sufrimiento, en la alegría, en los acontecimientos... Entonces Él nos acogerá en la muerte para resucitarnos, dándonos un cuerpo glorioso y felicísimo como el suyo.
Jeremías 33,14-16
Se acerca ya el momento, dice Yavé, en que cumpliré la promesa que hice a la gente de Israel y a la de Judá: En esos días, haré nacer un nuevo brote de David que ejercerá la justicia y el derecho en el país. Entonces Judá estará a salvo, Jerusalén vivirá segura y llevará el nombre de "Yavé-nuestra-justicia".
Los reyes de Israel no habían correspondido a las esperanzas del pueblo y de Dios: fundar un reino de justicia y de paz, y ser testigos suyos ante los paganos. A pesar de todo, Dios promete a su pueblo un descendiente de David que sí fundará un reino de justicia y paz, de amor y libertad, de vida y verdad: Cristo Jesús.
Él librará a los pobres del pueblo oprimidos injustamente por los poderosos y los dirigentes políticos e incluso religiosos. Sin embargo, la acción liberadora y salvadora del Redentor no es acogida por todos, y no se impone a quienes se oponen a Él y a sus exigencias. Solamente la consiguen quienes lo acogen y se comprometen con él en construir un mundo mejor, donde reine la verdad, la justicia, la paz, el amor, la libertad... Bienes que todos deseamos, pero que muchos combaten porque exigen renunciar a intereses egoístas, privilegios y vicios.
A pesar de todo, el reino de Cristo sigue creciendo incontenible, de forma misteriosa, oculta para sus opositores y a pesar de ellos.
Y nosotros, ¿dónde nos encontramos? ¿En el reino de Cristo o fuera de él? No hay término medio: Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama (Mateo 12, 30). ¡No nos engañemos a nosotros mismos!
1 Tesalonicenses 3, 12-13. 4, 1-2.
Que el Señor los haga crecer más y más en el amor que se tienen unos a otros y en el amor para con todos, imitando el amor que sentimos por ustedes. Que él los fortalezca interiormente para que sean santos e irreprochables delante de Dios, nuestro Padre, el día que venga Jesús, nuestro Señor, con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, les pedimos y rogamos en nombre del Señor Jesús: aprendieron de nosotros cómo han de portarse para agradar a Dios; ya viven así, pero procuren hacer nuevos progresos. Conocen las tradiciones que les entregamos con la autoridad del Señor Jesús.
El reino de Jesús se establece en las personas, familias, comunidades grupos que viven en el amor mutuo fundado en el amor de Dios, en la relación amorosa con la Trinidad, fuente de toda relación de amor y salvación.
Sólo en esta relación de amor salvífico con Dios y con el prójimo, se nos concede la fortaleza que nos hace irreprochables ante Él para el día de la venida de Jesús, y nos dispone para acceder a la vida eterna en la casa del Padre.
En la Iglesia tenemos innumerables modelos de auténtica vida cristiana, en especial los santos, que nos indican el camino y demuestran que la vida de amor a Dios y al prójimo no es un imposible, sino la máxima necesidad que el mismo Cristo Resucitado nos la hace posible con su presencia y ayuda permanente: Si alguno me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y viviremos con él. San Pablo nos confirma esta promesa de Jesús diciendo: Todo lo puedo en aquel que me conforta.
Pero el modelo supremo es siempre el mismo Jesús, Maestro, Camino, Verdad y Vida. A él podemos y debemos acceder de forma permanente en la oración, en la Eucaristía, en la lectura de la Biblia, en la ayuda al prójimo necesitado, en el sufrimiento y en la alegría.
Son esos los medios para mantener y acrecentar la fe verdadera, cuya garantía es el amor a Dios y al prójimo. Sin obras de amor a Dios y al prójimo la fe está muerta y no puede salvar. Y además carece de valor y de interés.
Concédeme, Señor, una fe verdadera, garantizada por el amor a ti y al prójimo, que te proporcione el gozo de acogerme en tu reino eterno.
P. Jesús Álvarez, ssp.