Sunday, November 29, 2009

CON ESPERANZA, SIN ANGUSTIA


CON ESPERANZA, SIN ANGUSTIA


Domingo 1º de Adviento - C / 29 – 11 - 2009.


Dijo Jesús a sus discípulos: Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y por toda la tierra los pueblos estarán llenos de angustia, aterrados por el estruendo del mar embravecido. La gente se morirá de espanto con sólo pensar en lo que va a caer sobre la humanidad, porque las fuerzas del universo serán sacudidas. Y en ese preciso momento verán al Hijo del Hombre viniendo en la Nube, con gran poder e infinita gloria. Cuando se presenten los primeros signos, enderécense y levanten la cabeza, porque está cerca su liberación. Cuiden de ustedes mismos, no sea que una vida consumista, las borracheras o los afanes de este mundo los vuelvan interiormente torpes y ese día caiga sobre ustedes de improviso, pues se cerrará como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Por eso estén vigilando y orando en todo momento, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder y estar de pie ante el Hijo del Hombre. (Lucas 21,25-28.34-36).

Jesús hoy nos anuncia un aterrador cataclismo cósmico, mas sin fecha. Pero no pretende asustarnos, sino atraer nuestra mirada y nuestro corazón a la imagen grandiosa que aparecerá al centro de ese marco catástrófico: Él en persona, que viene con poder y gloria para librar a los suyos de esa gran tribulación y de la muerte, invitándonos a levantar la cabeza, pues él mismo viene a liberarnos.

Por eso nuestra actitud no puede ser el temor y el terror, sino la esperanza y "el amor a su venida" como único salvador, amigo y glorificador. Jesús quiere que grabemos bien en la memoria su invitación a orar y estar preparados a tal acontecimiento, viviendo en real unión afectiva y efectiva con él.

Jesús nos pide mantenernos de pie a su lado, compartiendo con gozo su misión liberadora y salvadora en favor del prójimo, construyendo con él la civilización del amor y la cultura de la vida. Y nos apremia a no dejarnos contagiar por el materialismo, consumismo, vicios, corrupción y desórdenes de una sociedad que vive de espaldas a Dios y al prójimo, sumergida en la cultura de la muerte.

Adviento significa tiempo de espera gozosa de Alguien que viene. La Iglesia en el Adviento nos invita a considerar cuatro venidas de Cristo Jesús, que sale a nuestro encuentro en formas y tiempos diferentes.

La primera venida de Jesús sucedió hace más de dos mil años, con su Nacimiento en Belén, que conmemoramos y celebramos cada año en la Navidad. Es la venida primordial, que hace posibles las otras venidas.

La última venida de Cristo será su aparición gloriosa al fin de los tiempos, para hacer un mundo nuevo, su reino definitivo de vida y verdad, de justicia y de paz, de libertad y amor, de alegría y felicidad. Venida que presenciaremos de persona. Y Dios quiera que sea en condición de resucitados.

Entre la primera y la última venidas de Jesús se da la venida intermedia y permanente a nuestra vida y persona durante la existencia terrena, según sus palabras infalibles: Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28, 20). Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él (Juan 6, 36).

Y al fin de nuestra vida terrena se realizará la venida de Jesús que acudirá para librarnos de las garras de la muerte y llevarnos a su gloria eterna, si hemos vivido unidos a él, compartiendo su misión en favor del hombre. Nos dio su palabra: Me voy a prepararles un lugar. Luego vendré para llevarlos conmigo (Juan 14, 2-3).

Esta venida de Jesús será para cada uno la hora del éxito total de su existencia por la resurrección, si hemos acogido a Cristo en su venida durante la vida terrena: en el prójimo, en la Eucaristía, en la oración, en la Palabra de Dios, en la creación, en el sufrimiento, en la alegría, en los acontecimientos... Entonces Él nos acogerá en la muerte para resucitarnos, dándonos un cuerpo glorioso y felicísimo como el suyo.

Jeremías 33,14-16

Se acerca ya el momento, dice Yavé, en que cumpliré la promesa que hice a la gente de Israel y a la de Judá: En esos días, haré nacer un nuevo brote de David que ejercerá la justicia y el derecho en el país. Entonces Judá estará a salvo, Jerusalén vivirá segura y llevará el nombre de "Yavé-nuestra-justicia".

Los reyes de Israel no habían correspondido a las esperanzas del pueblo y de Dios: fundar un reino de justicia y de paz, y ser testigos suyos ante los paganos. A pesar de todo, Dios promete a su pueblo un descendiente de David que sí fundará un reino de justicia y paz, de amor y libertad, de vida y verdad: Cristo Jesús.

Él librará a los pobres del pueblo oprimidos injustamente por los poderosos y los dirigentes políticos e incluso religiosos. Sin embargo, la acción liberadora y salvadora del Redentor no es acogida por todos, y no se impone a quienes se oponen a Él y a sus exigencias. Solamente la consiguen quienes lo acogen y se comprometen con él en construir un mundo mejor, donde reine la verdad, la justicia, la paz, el amor, la libertad... Bienes que todos deseamos, pero que muchos combaten porque exigen renunciar a intereses egoístas, privilegios y vicios.

A pesar de todo, el reino de Cristo sigue creciendo incontenible, de forma misteriosa, oculta para sus opositores y a pesar de ellos.

Y nosotros, ¿dónde nos encontramos? ¿En el reino de Cristo o fuera de él? No hay término medio: Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama (Mateo 12, 30). ¡No nos engañemos a nosotros mismos!

1 Tesalonicenses 3, 12-13. 4, 1-2.

Que el Señor los haga crecer más y más en el amor que se tienen unos a otros y en el amor para con todos, imitando el amor que sentimos por ustedes. Que él los fortalezca interiormente para que sean santos e irreprochables delante de Dios, nuestro Padre, el día que venga Jesús, nuestro Señor, con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, les pedimos y rogamos en nombre del Señor Jesús: aprendieron de nosotros cómo han de portarse para agradar a Dios; ya viven así, pero procuren hacer nuevos progresos. Conocen las tradiciones que les entregamos con la autoridad del Señor Jesús.

El reino de Jesús se establece en las personas, familias, comunidades grupos que viven en el amor mutuo fundado en el amor de Dios, en la relación amorosa con la Trinidad, fuente de toda relación de amor y salvación.

Sólo en esta relación de amor salvífico con Dios y con el prójimo, se nos concede la fortaleza que nos hace irreprochables ante Él para el día de la venida de Jesús, y nos dispone para acceder a la vida eterna en la casa del Padre.

En la Iglesia tenemos innumerables modelos de auténtica vida cristiana, en especial los santos, que nos indican el camino y demuestran que la vida de amor a Dios y al prójimo no es un imposible, sino la máxima necesidad que el mismo Cristo Resucitado nos la hace posible con su presencia y ayuda permanente: Si alguno me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y viviremos con él. San Pablo nos confirma esta promesa de Jesús diciendo: Todo lo puedo en aquel que me conforta.

Pero el modelo supremo es siempre el mismo Jesús, Maestro, Camino, Verdad y Vida. A él podemos y debemos acceder de forma permanente en la oración, en la Eucaristía, en la lectura de la Biblia, en la ayuda al prójimo necesitado, en el sufrimiento y en la alegría.

Son esos los medios para mantener y acrecentar la fe verdadera, cuya garantía es el amor a Dios y al prójimo. Sin obras de amor a Dios y al prójimo la fe está muerta y no puede salvar. Y además carece de valor y de interés.

Concédeme, Señor, una fe verdadera, garantizada por el amor a ti y al prójimo, que te proporcione el gozo de acogerme en tu reino eterno.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 22, 2009

CRISTO, REY Y TESTIGO DE LA VERDAD


CRISTO, REY Y TESTIGO DE LA VERDAD



SOLEMNIDAD - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

Domingo 34º T.O.-B / 22-11-2009.



Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús le contestó: ¿Viene de ti esta pregunta o repites lo que te han dicho otros de mí? Pilato respondió: ¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús contestó: Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá. Pilato le preguntó: Entonces, ¿tú eres rey? Jesús respondió: Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz. Juan 18, 33 - 37

Para Jesús su reinado consiste en ser testigo de la verdad y del amor; en dar a conocer el amor de Dios hacia los hombres y reunirlos en el reino eterno de Dios, reino que empieza en el tiempo. Esa es la verdad regia que testimonia Cristo Rey y que deben testimoniar sus verdaderos súbditos y discípulos: los cristianos, hombres y mujeres realmente unidos a Cristo resucitado presente.

Jesús es el único Rey verdadero, principio, conductor y
“fin de la historia..., centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones” (GS 45).

Cristo es el Rey de todo lo creado visible e invisible. Rey de amor, de sufrimiento y de gloria. Rey de la vida y la verdad, de la justicia y la paz, del amor y la libertad, de la dignidad humana y la fraternidad universal... Rey crucificado y resucitado, presente y actuante en la historia de la humanidad y de cada persona humana, confiriéndoles valor y proyección de eternidad.

Los reyes de este mundo se apoyan en ejércitos, armas, dinero, poder, mentira, la injusticia, corrupción, esclavitud, violencia, odio. Y a menudo edifican el bienestar propio y el de su población rica sobre la explotación y muerte de la población pobre y de pueblos pobres.

Los poderosos prepotentes (políticos o religiosos) pertenecen al reino de este mundo injusto, no al reino de la verdad y del amor. Ellos no comprenden el poder absoluto de Cristo fundado en el amor, en la cruz y en la resurrección.

Cristo, Rey crucificado, ridiculiza la lucha por el poder y las riquezas. El “I.N.R.I.” (Jesús nazareno, Rey de los judíos) sobre la cabeza de Jesús es la mejor vacuna contra la ambición de poder y riqueza; ambición que puede contaminar, lamentablemente, también a la Iglesia: laicado, clero, jerarquía.

El reino de Jesús no es monopolio de los católicos ni de los cristianos de otras confesiones. En él tienen cabida quienes buscan y promueven lealmente la verdad, la justicia, la paz, la misericordia, que son valores del reino de Cristo.

Este reino crece incontenible en medio de grandes oposiciones, pero no puede ser obstruido por los poderes de este mundo, aunque se disfracen de religiosos. Solamente los humildes, mansos y sufridos pueden sostenerlo, hacerlo triunfar en unión con su Rey “manso y humilde de corazón”.

Para seguir de verdad a Cristo Rey necesitamos una apertura acogedora al hombre y a los valores del reino, indispensables para una vida digna en la tierra que nos garantice la vida eterna en el paraíso. El reino de Dios -que es la verdad primera y última del hombre-, se juega en el corazón de cada ser humano.

Daniel 7, 13 - 14

Mientras seguía contemplando esas visiones nocturnas, vi a alguien como un hijo de hombre que venía sobre las nubes del cielo; se dirigió hacia el anciano y lo llevaron a su presencia. Se le dio el poder, la gloria y la realeza, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es el poder eterno que nunca pasará; su reino no será destruido.

Dios está sobre todos los poderes del mal que pretenden adueñarse del mundo, y entrega todo lo creado a su Hijo, verdadero Dueño y Rey del universo, “por quien y para quien todo fue hecho”.

El Mesías es de origen divino, y su figura humana revela el poder salvador de Dios en favor de la humanidad y de la creación, que están sufriendo “dolores de parto”, en el trance de alumbrar un mundo nuevo con la omnipotencia amorosa del Rey Salvador, cuyo reino no tendrá fin.

Todos estamos llamados a gestar el reino de Cristo. La única condición consiste en acoger la llamada a trabajar con el Rey Resucitado para implantar su reino en la tierra: en nuestro corazón, en la familia, en la sociedad, en el mundo: “El reino de Dios está entre ustedes”.

Es indispensable promover responsablemente el reino de Cristo en la tierra, revistiéndonos de buenas obras para “el día en que seamos desnudados de nuestro cuerpo mortal para ser revestidos de un cuerpo glorioso e inmortal” y compartir con Cristo su reino eterno.

Apocalipsis 1, 5 - 8

Cristo Jesús es el testigo fiel, el primer nacido de entre los muertos, el rey de los reyes de la tierra. Él nos ama y por su sangre nos ha purificado de nuestros pecados, haciendo de nosotros un reino y una raza de sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Miren, viene entre nubes; lo verán todos, incluso los que lo hirieron, y llorarán por su muerte todas las naciones de la tierra. Sí, así será. “Yo soy el Alfa y la Omega”, dice el Señor Dios, Aquel que es, que era y que ha de venir, el Todopoderoso.

Jesús, el enviado del Padre, de quien es fiel testigo hasta la muerte de cruz, por la resurrección es constituido Rey de todo lo creado.

Pero Jesús es ante todo el Rey cuyo poder máximo es el amor, que él mismo testimonia con su muerte: “Nadie tiene un amor más grande que el de quien da la vida por los que ama”. Y él la dio por nosotros, por mí, por ti, por todos. Y la dio con generosidad invencible, sin que se lo hayamos pedido.

Su muerte en la cruz fue el acto culminante de su Sacerdocio supremo, mediante el cual “hizo de nosotros un reino sacerdotal para Dios, su Padre”. Así nos estimula a imitar lo que él hizo: dar la vida por los que amamos; lo cual constituye el acto máximo de nuestro sacerdocio bautismal, la plenitud y el éxito total de nuestra vida humana y cristiana; y la recuperaremos por haberla dado.

Dar la vida por los que amamos –para eso la hemos recibido: para engendrar en Cristo otras vidas a la eternidad -, nos merecerá poder salir al encuentro de Cristo Rey con la frente alta, cuando venga entre las nubes en su gloria, admirado incluso por sus crueles asesinos.

Preparémonos cada día con ilusión, esperanza y decisión inquebrantable a ese acontecimiento supremo que nadie podrá eludir. Allí estaremos. Y depende de nosotros cómo estaremos: a la derecha o a la izquierda del Rey eterno.

Oh Cristo, Rey de amor, de justicia y paz, admíteme a colaborar contigo en tu reino temporal para gozar en tu reino eterno.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 15, 2009

Vigilancia y esperanza, sí; terror, no


Vigilancia y esperanza, sí; terror, no



Domingo 33º del tiempo ordinario-B / 15 -11-2009.



Dijo Jesús a sus discípulos: Después de una gran tribulación llegarán otros días; entonces el sol dejará de alumbrar, la luna perderá su brillo, las estrellas caerán del cielo y el universo entero se conmoverá. Y se verá al Hijo del Hombre venir en medio de las nubes con gran poder y gloria. Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprendan de este ejemplo de la higuera: cuando sus ramas están tiernas y le brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que todo se acerca, que ya está a las puertas. En verdad les digo que no pasará esta generación sin que ocurra todo eso. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Por lo que se refiere a ese día y cuándo vendrá, no lo sabe nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre. (Marcos. 13, 24 - 32).

Lo que pretende Jesús al hablar de su venida gloriosa al fin del mundo, es prevenirnos para que estemos vigilantes y preparados, gozosamente esperanzados y no aterrorizados, pues ni un solo cabello se nos caerá sin permiso del Padre, y porque se acerca la hora de ir en sus brazos hacia la resurrección y la vida eterna.

Estamos en buenas manos: las de Quien nos ama más que nadie. Por eso, más que temer aquel momento, hay que prepararlo para que la muerte y el fin del mundo sean para nosotros triunfo de resurrección y de gloria con Jesús Resucitado.

En realidad este mundo termina para cada uno de nosotros en el momento de la muerte, la cual nos abre las puertas de la resurrección y del mundo eternno, de felicidad sin fin para quienes hayan pasado poor este mundo haciendo el bien. De lo contrario...

Jesús no es profeta de calamidades, sino mensajero de amor y de esperanza, de salvación gloriosa, por encima de las catástrofes y sufrimientos del presente, de nuestra muerte y del fin del mundo. “Los padecimientos de este mundo no tienen comparación con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”, asegura san Pablo.

Dejemos de lado a los falsos profetas de desastres, que fijan fechas para el fin del mundo, sin que nunca acierten (gracias a Dios), y que hasta de los acontecimientos calamitosos sacan provecho económico y proselitista, cerrándose a la esperanza, al amor y a la misericordia infinita de Dios Padre.

Al fin del mundo ¿será destruido el planeta tierra o el inmenso universo con sus millones y millones de astros, planetas, y galaxias? Eso poco nos importa. Lo decisivo es el Reino nuevo de Cristo: “He aquí que hago todo nuevo”, y que seamos admitidos en ese Reino eterno.

La historia de este mundo está en manos del Padre, quien, como hizo con su Hijo a través del Calvario, la va conduciendo a través de un doloroso alumbramiento hacia el triunfo total de la resurrección en Cristo. Guerras, calamidades, epidemias, desgracias, enfermedades y muerte, constituyen un penoso parto, pero nadie puede saber la fecha del final de nuestro lindo planeta, sólo Dios la conoce.

Dios quiere que seamos testigos de su Hijo resucitado en un mundo que vive de espaldas a Él, y que lo acojamos cada día, pues prometió estar con nosotros todos los días con su presencia infalible. La unión con él nos garantiza frutos de salvación; mientras que todo lo que no se fundamente en Él, será destruido.

En medio de la lucha y del sufrimiento, sólo de la mano con Jesús encontraremos el sentido de la vida, la esperanza gozosa y el triunfo sobre el dolor y la muerte mediante la resurrección. Se requiere vigilancia y optimismo invencible, con el apoyo en la oración, como trato permanente de amistad con Dios, que no puede fallarnos.

Jesús nos pide que no nos dejemos contagiar con este mundo que, atrapado por la cultura de la muerte, está empeñado en autodestruirse sin esperanza de futuro, y vive de espaldas al Dios de la Vida y del Amor, de la Alegría, de la Paz y de la Felicidad, pretendiendo encontrar esos bienes prescindiendo de su Fuente. Pero nos pide nuestra colaboración para salvar al mundo.


Daniel 12, 1 - 3

En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe, que defiende a los hijos de tu pueblo; porque será un tiempo de calamidades como no lo hubo desde que existen pueblos hasta hoy en día. En ese tiempo se salvará tu pueblo, todos los que estén inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el lugar del polvo despertarán, unos para la vida eterna, otros para vergüenza y horror eternos. Los que tengan el conocimiento, brillarán como un cielo resplandeciente, los que hayan guiado a los demás por la justicia, brillarán como las estrellas por los siglos de los siglos.

Las lecturas nos van marcando el final del año litúrgico, sugiriéndonos que también se acerca día a día el final de nuestra carrera terrena y el final de este mundo. Daniel nos recuerda que nos esperan días difíciles: calamidades y tal vez persecuciones, la experiencia de la enfermedad, de la agonía y de la muerte.

Sin embargo, todo contribuye para el bien de los que aman a Dios y al prójimo. Y ese bien culmina en el máximo bien de la resurrección y en la gloria eterna, pues sus nombres están escritos en el Libro de la Vida. El amor a Dios y al prójimo lo transforma todo en felicidad temporal y eterna, y nos libra de la “vergüenza y del horror eterno”.

Quienes adquieran un conocimiento amoroso de Dios y, con su palabra y ejemplo, enseñen a otros el camino de la vida, brillarán como estrellas por toda la eternidad. Y eso está a nuestro alcance.

Sólo se requiere asumir en serio la responsabilidad salvífica sobre la propia vida y la de aquellos que Dios ha puesto a nuestro alcance, y que constituyen nuestra parcela personal de salvación.


Hebreos 10, 11 - 14.

Hermanos: los sacerdotes del culto antiguo estaban de servicio diariamente para cumplir su oficio, ofreciendo repetidas veces los mismos sacrificios, que nunca tienen el poder de quitar los pecados. Cristo, por el contrario, ofreció por los pecados un único y definitivo sacrificio y se sentó a la derecha de Dios, esperando solamente que Dios ponga a sus enemigos debajo de sus pies. Su única ofrenda lleva a la perfección definitiva a los que santifica. Pues bien, si los pecados han sido perdonados, ya no hay sacrificios por el pecado.

En el Antiguo Testamento se creía que los sacrificios de animales borraban automáticamente los pecados, incluso sin una verdadera conversión a Dios y al prójimo. Y muchos católicos siguen creyendo lo mismo respecto de la confesión, la Eucaristía, las procesiones, novenas y otras prácticas externas.

Lo cual resulta evidente, pues a pesar de un fiel cumplimiento externo de prácticas piadosas, en nada mejoran su relación con Dios y con el prójimo. Sin la conversión del corazón y de la vida, la fe se reduce a un “cumplo-y-miento”, a un mentir a Dios, al prójimo y a sí mismos.

Eso mismo le sucedió al fariseo que oraba cerca del altar contándole a Dios sus méritos y despreciando al publicano que, en el fondo del templo, pedía sinceramente perdón con el propósito firme de enmendar su vida. Este salió perdonado y aquel con un pecado más: el de orgullo.

Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, con su vida, pasión, muerte y resurrección nos mereció el perdón total de nuestros pecados. Sin embargo, es necesario que creamos en su perdón, lo pidamos y agradezcamos, demostrando nuestra sinceridad con la conversión real vivida día a día, y perdonando a los que nos ofenden.

Usemos agradecidos el sublime privilegio de compartir con Cristo su Sacerdocio supremo a favor de los que amamos o debiéramos amar, ejerciendo activamente nuestro sacerdocio bautismal con la ofrenda de oraciones, de sacrificios inevitables, y en especial ofreciéndonos en el Sacramento de la reconciliación perfecta: la Eucaristía.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 08, 2009

LOS POBRES SON MÁS GENEROSOS


LOS POBRES SON MÁS GENEROSOS


Domingo 32º del tiempo ordinario- B / 8-11-2009.



Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver cómo la gente echaba dinero para el tesoro; pasaban ricos, y daban mucho. Pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza; no tenía más, y dio todos sus recursos. (Marcos. 12,38-44).

Este paso evangélico contrapone dos estilos de religiosidad: la religión de la apariencia y la religión del corazón. Jesús desenmascara la vanidad, la hipocresía y la avaricia de los fariseos frente a la humildad y generosidad de una pobre viuda.
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Dios lee y sabe lo que hay dentro del corazón humano. No se fija en la lista de obras materiales y gestos llamativos, sino en la transparencia, en el amor y la fe viva, en los sentimientos, las actitudes con que se obra y se vive.

Jesús veía lo que daban los ricos, y la gente también lo veía, y tal vez se admiraba. Pero sólo Jesús miraba y admiraba a la viuda pobre; y nadie se enteró de que había dado más que nadie: todo lo que tenía, que era tan poquito. Jesús se identificó con la viuda, pues él no tenía “una piedra donde reposar la cabeza”, y se entregó por nosotros con todo lo que era y tenía: Dios y hombre.

Los hechos se repiten en las misas de los domingos, y en la vida ordinaria, donde muchos pobres dan de lo poco que tienen y algunos ricos dan poco o nada de lo mucho que les sobra, o tal vez dan con el fin de aparecer los primeros en las listas de donantes, mientras que nadie se fija en sacrificio heroico del pobre que da.

La pobre viuda no se enteró del valor de su gesto ni de que el mismo Hijo de Dios la estaba mirando y admirando. Como no se enteran los verdaderos pobres de que Dios está con ellos, y de que serán los primeros en el reino de los cielos. Porque Dios nunca se deja vencer en generosidad. “Por suerte hay pobres para ayudar a los pobres; sólo ellos saben dar”, decía San Vicente de Paúl.

Sin embargo los pobres son también a menudo los primeros en la mira de los ricos en dinero, poder, ciencia, tecnología y armas, pero no para hacer la guerra a la pobreza, sino para hacerles pagar la guerra a los pobres con el sudor de su frente y muchas veces con el derramamiento de su sangre.

La Iglesia, las iglesias, deben convertirse a la pobreza y a los pobres, y restituir el protagonismo a los oprimidos, a los explotados, a los que pasan hambre y otras necesidades, haciendo realidad progresiva la “opción preferencial por los pobres”.

Fatal ilusión es dar algunas limosnitas para tranquilizar la conciencia y evadir a quienes necesitan acogida y ternura, tiempo y compañía, sonrisa y alegría, consejo y ejemplo, esperanza y fe, cultura y pan.

El cristianismo es la religión positiva del sí generoso a Dios y al hombre, y también la religión del dar y sobre todo del darse con gozo. Darse a Dios y a los demás es el verdadero camino de la libertad y la felicidad; el camino del verdadero cristiano; es decir, del discípulo auténtico de Cristo. El camino de la gloria eterna.

Muy pobres son los ricos que sólo tienen dinero, poder y placeres, porque todo eso les será arrebatado en un instante, lo perderán todo cuando menos lo piensen.
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Rico de verdad es quien da y se da, porque sólo es nuestro lo que damos y sólo ganamos y salvamos la vida, nuestra persona, si la entregamos. Paradojas de la existencia cristiana que hemos de acostumbrarnos a vivir con gozo y realismo.


1 Reyes 17, 8-16.

La palabra del Señor llegó al profeta Elías en estos términos: «Ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y establécete allí; ahí Yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento». Él partió y se fue a Sarepta. Al llegar a la entrada de la ciudad, vio a una viuda que estaba juntando leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme en un jarro un poco de agua para beber». Mientras ella lo iba a buscar, la llamó y le dijo: «Tráeme también en la mano un pedazo de pan». Pero ella respondió: «¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan cocido, sino sólo un puñado de harina en el tarro y un poco de aceite en el frasco. Apenas recoja un manojo de leña, entraré a preparar un pan para mí y para mi hijo; lo comeremos, y luego moriremos». Elías le dijo: «No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña galleta y tráemela; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así habla el Señor, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo». Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías, y comieron ella, él y su hijo, durante un tiempo. El tarro de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por medio de Elías.


Nadie en Israel le daría un trozo de pan a Elías, perseguido político. Y como Israel no responde, Dios se vale de una pagana para salvar la vida de su profeta, a la vez que salva la vida de la viuda y de su hijo. En las ocasiones más difíciles, Dios actúa en la historia valiéndose incluso de los instrumentos más inverosímiles.

El hombre no ve en el mundo la huella de Dios, sino sólo la huella del hombre en los éxitos que fascinan. Y cuando llega el fracaso, no acude al Conductor de la historia, sino que redobla, a espaldas de Dios, sus esfuerzos inútiles ante el fracaso seguro de la muerte, de la cual sólo Dios puede librar mediante la resurrección.

Los profetas de Dios son incómodos porque no son corruptibles, tanto por su fidelidad a Dios como por su defensa de los derechos del pueblo. Por eso se les hace la vida imposible con la persecución que suele terminar en muerte. Así fue para Juan Bautista, para Jesús, y para muchos otros a través de la historia.

También hoy se dan profetas perseguidos y mártires, en número muy superior a lo que pensamos y sabemos. Y puede tocarnos a cualquiera y en cualquier momento. Que sepamos reconocer ese momento como paso de Dios liberador.


Hebreos 9, 24-28.

Cristo no entró en un santuario erigido por manos humanas --simple figura del auténtico Santuario-- sino en el cielo, para presentarse delante de Dios en favor nuestro. Y no entró para ofrecerse a sí mismo muchas veces, como lo hace el Sumo Sacerdote que penetra cada año en el Santuario con una sangre que no es la suya. Porque en ese caso, hubiera tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. En cambio, ahora Él se ha manifestado una sola vez, en la consumación de los tiempos, para abolir el pecado por medio de su Sacrificio. Y así como el destino de los hombres es morir una sola vez, después de lo cual viene el Juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá otra vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan.


“Sacrificio”, referido al culto, no significa sufrimiento y muerte, sino “hacer sagrado”, consagrado a Dios, más allá y a pesar del sufrimiento y de la muerte. ¡Tantos sufrimientos y muertes que no son sacrificio, ofrenda a Dios, y se pierden en el vacío!

La muerte de Cristo es el momento supremo de su ofrenda a Dios y al hombre, es su “ejercicio sacerdotal”, que elimina distancias entre la criatura y el Creador.

Dios no está en contra del hombre, de lo contrario no nos hubiera entregado a su Hijo; sino que es el hombre quien se pone en contra Dios, que en Cristo tiende la mano a todo el que de veras quiere volverse a él, acercarse a él y compartir con él su misma eterna felicidad pasando por el sufrimiento inevitable y por la muerte a la resurrección.



P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 01, 2009

LA FELICIDAD QUE BUSCAMOS


LA FELICIDAD QUE BUSCAMOS



Todos los Santos - Domingo 31º Tiempo Ordinario-B / 01-11-2009.



Jesús, al ver toda aquella muchedumbre, subió al cerro. Se sentó y sus discípulos se reunieron a su alrededor. Entonces comenzó a hablar y les enseñaba diciendo: Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran, porque recibirán consuelo. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vivieron antes de ustedes. Mateo 5,1-12.

Hoy celebramos a todos los santos que han alcanzado la gloria del cielo, aunque no han sido canonizados o declarados santos por la Iglesia.

Por lo general, se asocia la santidad al sufrimiento, pero en realidad la santidad es igual a felicidad en el tiempo y en la eternidad. La santidad verdadera convierte en felicidad el mismo sufrimiento e incluso la muerte. Dios es el Santo de los santos, el felicísimo y fuente de toda felicidad.

El santo es una persona de carne y hueso, que ha encontrado la libertad, la alegría profunda de vivir y el sentido pascual de la muerte.

La santidad no la hacen los milagros ni los éxtasis ni las penitencias. Estas cosas pueden ser medios o fruto de la santidad. La santidad es sencillamente vivir unidos a Cristo amando a Dios y al prójimo. Y eso está al alcance de todos; y todos estamos llamados a esa santidad.

Santos han sido, son y serán quienes han buscado y alcanzado la plenitud de la vida y la felicidad en las fuentes que Cristo mismo señaló: las bienaventuranzas.

Mansos son quienes aceptan con paz sus limitaciones y las ajenas, con la mirada puesta en Dios que ensalza a los humildes.

Los sufridos felices son quienes viven y ofrecen, con paciencia, paz y esperanza el sufrimiento causado por la enfermedad, por el pecado propio y ajeno, por las fuerzas del mal, y por la muerte, que es paso a la vida eterna.

Los hambrientos y sedientos de justicia son los que piden a Dios que salga en su defensa frente a la injusticia, y a la vez luchan por la justicia.

Los misericordiosos son quienes imitan la conducta de Dios Padre para con el prójimo: su amor, compasión, misericordia, perdón, ayuda...

Los limpios de corazón obran y viven con transparencia, sin intenciones dobles e inconfesables, sin hipocresía y sin falsas apariencias.

Los que trabajan por la paz quienes luchan con Cristo, Príncipe de la Paz, por establecer la paz en el corazón, en el hogar, en la Iglesia y en el mundo.

Los perseguidos por la justicia son quienes sufren por hacer el bien.

Ahí está la felicidad que buscamos. Jesús no nos engaña. Todo lo contrario: él quiere todo lo mejor para nosotros. Creámosle.

Apocalípsis 7, 2-4.9.-14.

Oí entonces el número de los que habían sido marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil pertenecientes a todas las tribus de Israel. Después de esto, vi una enorme muchedumbre imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y exclamaban con voz potente: “¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono y del Cordero!”. Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios, diciendo: “¡Amén! ¡Alabanza, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!”. Y uno de los ancianos me preguntó: “¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas?”. Yo le respondí: “Tú lo sabes, Señor”. Y él me dijo: “Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero”.

El Apocalipsis presenta una escena grandiosa del paraíso, donde se encuentra el pueblo elegido de Israel y multitudes que nadie puede contar, elegidos de todas las naciones, razas, lenguas y tiempos.

Todos ellos, unidos a la multitud de ángeles y arcángeles, alaban, cantan, dan gracias y aman a su Creador, que ha querido compartir con ellos su infinita felicidad eterna y la belleza fascinante de toda la creación.

Entre todos destacan por su hermosura y felicidad los mártires, con sus vestidos blancos, lavados en la sangre de Cristo, el Cordero inmolado.

Que toda nuestra vida esté orientada hacia la felicidad eterna del paraíso, donde gozaremos y veremos a Dios “cara a cara, tal cual es”. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman” amando al prójimo. Es la felicidad por la que suspira todo nuestro ser desde lo más profundo. No nos la juguemos neciamente.

1 Juan 3,1 - 3.

Queridos hermanos: ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro.

A veces puede parecernos absurdo que Dios se interese por cada uno de nosotros, hasta el punto de creer imposible que Dios pueda tenernos como hijos suyos muy queridos, y lo seamos de verdad.

Esa incredulidad se debe a que no se reconoce a Dios lo suficiente, su infinita misericordia y su amor sin límites. Y no sólo somos simples hijos adoptivos, sino verdaderos, porque tanto la vida natural como la sobrenatural es puro don de su amor infinito.

Pero, además, Dios es nuestra herencia eterna. Nos quiere con él para que lo veamos y gocemos tal cual es, haciéndonos semejantes a él en belleza y felicidad. ¿Podremos arriesgar esa infinita herencia?


P. Jesús Álvarez, ssp.