LA INMACULADA, primicia de la redención
8-12-2005
Llegó el ángel Gabriel hasta María y le dijo: - Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás. María entonces dijo al ángel: - ¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen? Contestó el ángel: - El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. (Lc. 1,28-35)
La solemnidad de la Inmaculada al principio del adviento no es pura coincidencia, sino que forma parte del misterio del adviento: por la María Inmaculada viene al mundo el Salvador. La Inmaculada es el símbolo y la primicia de la humanidad redimida y el fruto más espléndido de la venida de Cristo a nuestra tierra y de su obra redentora. María acoge y engendra a Cristo para darlo al mundo. Purísima, inmaculada, “llena de gracia” debía ser la madre del Hijo de Dios.
La Inmaculada es un dogma. La Iglesia define un dogma apoyándose en la experiencia de fe vivida durante mucho tiempo por el pueblo de Dios y lo propone como un acontecimiento profundo del amor salvador de Dios que supera la inteligencia y la capacidad expresiva del lenguaje humano. Es un sendero esplendoroso abierto a la vida, al infinito y a la eternidad gloriosa. Un don de Dios que alcanza al hombre en su ser y en sus aspiraciones más profundas e imperecederas, que sólo se podrán realizar en el “reinado de Cristo que no terminará jamás”.
¿Quién puede no desear compartir con María la transparencia, la alegría, la plenitud, la gracia de ser Inmaculada? Ella es la garantía de que un día seremos como ella, que es el modelo de la humanidad redimida, de todos los que acogen con fe y amor al fruto de su vientre, Cristo Jesús, único Salvador del mundo y de cada uno de nosotros.
María recibió la vocación y la misión de acoger en su seno al mismo Hijo de Dios y de entregarlo a los hombres para su salvación. Y la verdadera devoción a la Virgen consiste en imitarla en esta vocación y misión: acoger en nuestro corazón y en nuestras vidas a Cristo, por obra del Espíritu Santo, para darlo a los otros con el ejemplo, la oración, las obras, el sufrimiento ofrecido, la palabra, la alegría, el amor, la fe y la esperanza.
En la Comunión eucarística recibimos al mismo Jesús que María acogió en la Anunciación. Y si lo acogemos con fe, amor y pureza de corazón, lo daremos sin duda a los otros, aunque no nos demos cuenta. Y Dios producirá frutos de salvación para los otros y para nosotros, porque “quien está unido a mí, produce mucho fruto”, nos asegura el mismo Jesús. María fue la criatura más unida a Cristo, y por eso la que más fruto de salvación produjo para la humanidad: Jesús es “el fruto bendito de su vientre”.
María Inmaculada es el signo de la meta a que Dios nos llama: vencer el pecado, el mal y la muerte, que por Cristo se hace puerta de la resurrección y de la gloria. El mal, el pecado existen en nuestro corazón y a nuestro alrededor, en la familia, en la Iglesia y en la sociedad: la injusticia, la violencia, las violaciones, la corrupción, el holocausto de inocentes no nacidos y nacidos, la indiferencia, el placer egoísta a costa del sufrimiento ajeno, el divorcio, el odio, la guerra, el dominio despótico sobre los más débiles...
Pero el mal y el pecado se vencen sólo “a golpes” de bien, en unión con Cristo y con María Inmaculada, que tienen en su mano la victoria sobre el pecado, sobre el mal y sobre la misma muerte. La presencia de Jesús victorioso, formado también en nosotros por el Espíritu Santo, y la presencia maternal de María en nuestras vidas, las tenemos garantizadas por la misma palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
El mensaje de esta fiesta es el anuncio de que la humanidad va a ser sanada de raíz. Esta es la promesa que esperamos.
Gn 3, 9-15. 20
Después que el hombre y la mujer comieron del árbol que Dios les había prohibido, el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?» «Oí tus pasos por el jardín», respondió él, «y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí». Él replicó: «¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?». El hombre respondió: «La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él». El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Cómo hiciste semejante cosa?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí». Y el Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón». El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes.
El escritor sagrado hace un relato imaginativo, poético-mítico, para explicar al pueblo la ineludible realidad y misterio del bien y del mal. Pero no por ser imaginativo y poético es falso o mentiroso dicho relato, como no son mentiras las parábolas del Evangelio.
El pecado original no fue comer una manzana (esta es sólo un símbolo), sino pretender ser como Dios prescindiendo de Dios y haciendo caso al enemigo de Dios. Y ese sigue siendo el pecado del hombre en todos los tiempos, seducido por las serpientes del orgullo, del poder, del dinero y del placer, que perturban las relaciones entre Dios, el hombre y la mujer
Al verse culpable, el hombre echa la culpa a la mujer, y la mujer culpa a la serpiente. Y la escena se repite a diario a través de la historia: echar la culpa al otro para evadir la propia responsabilidad. Pero sólo reconociendo la propia culpa y detestándola ante Dios, podremos recuperar la paz y podremos volver a mirar sin miedo a Dios y vivir en amistad con él.
Dios maldice a la serpiente, pero no maldice al hombre y a la mujer, aunque deban soportar el dolor y el duro trabajo para sobrevivir. El hombre es responsable del pecado por idolatrar los bienes de Dios y rechazar al Creador de esos bienes.
Pero el pecador es capaz de luchar contra el pecado y sus consecuencias, volviendo a Dios y uniéndose a Jesús y a María en la lucha victoriosa contra el mal, el pecado y la muerte.
Ef 1, 3-6. 11-12
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido. En Él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano --según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad-- a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria.
A partir del pecado original, Dios traza su proyecto de salvación para la humanidad, para hacer al hombre hijo suyo en su Hijo, que se hace Hijo de María, para que el hombre sea heredero de todos los bienes de su reino, de la misma vida de Dios y de su gloria.
El destino del hombre es dar gloria y alabanza a Dios, y no porque Dios necesite la gloria y alabanza del hombre, sino que el hombre encuentra su plena realización y su total felicidad al reconocer, agradecer y alabar a Dios, como al ignorar a Dios o rechazarlo termina hundiéndose en su propia infelicidad, alejado de Dios Padre y de los hombres sus hermanos.
La fuente y el camino de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad eterna, es la santidad. Pero se debe entender y experimentar en qué consiste esta santidad: simplemente en vivir unidos a Cristo resucitado presente. San Pablo lo comprendió y experimentó a la perfección: “Para mí la vida es Cristo”; “No soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí”. Jesús lo expresó así: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”, y se entiende: fruto de santidad y salvación. Podríamos decir que santidad es sinónimo de felicidad plena.Por eso sólo en Cristo y por María podemos cifrar nuestra esperanza de santidad, felicidad, liberación y salvación. Que no busquemos otros salvadores engañadores.
P. Jesús Álvarez, ssp
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