Sunday, January 29, 2006

JESÚS frente a SATANÁS

JESÚS frente a SATANÁS

Domingo 4° durante el año-B/29-01-2006

Jesús entró en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga de ellos un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar; «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!» Marcos 1, 21-28

Los escribas y fariseos sólo leían y “daban clase” de Sagrada Escritura, pero no les importaba vivir la Palabra de Dios ni ayudaban al pueblo a vivirla. ¿No sucede hoy lo mismo con tantos cursos de Biblia, catequesis, predicación, clases de religión, libros, artículos, con el solo objetivo y resultado de conocer el texto sagrado como cualquier otro texto y saberlo manejar, sin encuentro personal y salvador con Dios que habla en y a través de su Palabra?

¿No estamos ante nuevos fariseos, profesionales de la Palabra de Dios que alejan de Dios a la gente su con vida incoherente? Se convierten en aliados inconscientes del propio Satanás. Jesús mismo llamó “Satanás” a Pedro cuando lo quería apartar de su misión.

Pero Jesús vivía lo que enseñaba, y lo confirmaba con sus obras y milagros a favor de los necesitados, especialmente los enfermos, que la ciencia médica de entonces no alcanzaba a curar. Y por desgracia hoy se multiplican aun más las enfermedades y calamidades físicas, espirituales, psíquicas, morales, sociales, ante las cuales la ciencia se ve del todo impotente.

Jesús no hablaba ni obraba en nombre propio, sino en nombre del Padre, haciendo lo que el Padre le indicaba. Así, todos los que hablan de Dios y profesan estar a servicio de la liberación y salvación de sus hermanos, deben tener la conciencia, la libertad y la decisión de hablar y obrar en nombre del Resucitado, pues sólo así podrán enseñar “con autoridad”. De lo contrario, al final deberán oír al Juez Supremo: “No los conozco. ¡Vayan al tormento eterno!”

De la existencia del Diablo, como de la existencia de Dios, no hay pruebas para quienes no creen. Sólo desde la fe y desde la experiencia se los puede reconocer. Teólogos “modernos” proclaman la existencia de Dios y niegan la del Diablo, como si la presencia del Diablo en la Biblia –como en el evangelio de hoy- se pudiera eliminar sin más.

Como tampoco se pueden eliminar de un carpetazo las experiencias de lucha con el diablo en la vida de tantos santos y no santos, de exorcistas, de cristianos y no cristianos; ni tampoco las experiencias del Diablo en las sectas satánicas y de personas que hacen pacto con el Diablo. (Lean la “Entrevista al Diablo”, del exorcista P. Domenico Mondrone, que les enviaré luego). ¿Puede la sola mente humana llegar a tanta maldad y tan refinada crueldad?

En el evangelio de hoy leemos cómo el Diablo dice saber quién es Jesús. El Diablo profesa su fe en Jesús, pero no le sirve de nada, porque esa fe surge del odio a Dios y al hombre; mientras que la fe salvadora nace del amor a Dios y al hombre.

Pero no veamos al Diablo en todas partes, pues muchas maldades son promovidas por sus colaboradores los hombres, incluso cualificados cristianos y pastores-as, que le “ahorran mucho trabajo”. Incluso tú y yo podemos hacernos sus colaboradores, si no nos vigilamos.

Mas creamos que su fuerza es muy superior a las nuestras, y que sólo podemos vencerlo con el poder de Cristo presente, la ayuda de María y de los ángeles: invoquemos sus nombres y su ayuda; usemos los sacramentos, la Eucaristía, la Biblia, el crucifijo, el rosario, la oración, el agua bendita contra ese poder que nos supera totalmente.

Deuteronomio 18, 15-20

Moisés dijo al pueblo: ”El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a Él a quien escucharán. Esto es precisamente lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea, cuando dijiste: «No quiero seguir escuchando la voz del Señor, mi Dios, ni miraré más este gran fuego, porque de lo contrario moriré». Entonces el Señor me dijo: «Lo que acaban de decir está muy bien. Por eso, suscitaré entre sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que Yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi Nombre, Yo mismo le pediré cuenta. Y si un profeta se atreve a pronunciar en mi Nombre una palabra que Yo no le he ordenado decir, o si habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá»”.

El profeta es superior al sacerdote, en el sentido de que el sacerdote pone lo sagrado al alcance del pueblo, mientras que el profeta asume lo profano para consagrarlo a Dios y habla en nombre de Dios al pueblo.

Ese profeta que Dios promete al pueblo por medio de Moisés será Jesús de Nazaret, que no era sacerdote oficial, pero en seguida se manifestó como el gran profeta, que hablaba en nombre de Dios. El mismo Padre en persona dirá dos veces de él: “Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo”. Y lo unge como Sacerdote, Profeta y Rey.

En el A. T. Dios hablaba en formas que aterrorizaban al pueblo. Por eso este pidió que le hablase Moisés. Pero Dios les promete un profeta al que no han de temer, pues aparecerá como un niño y luego como adulto “manso y humilde de corazón”, que se pondrá al alcance de todos, hablará con sencillez y se mezclará con los niños, los pobres y los pecadores.

Por eso no tendrá excusa quien no se acerque a él y no escuche sus palabras; como tampoco tendrán excusa los nuevos profetas que no hablen en su nombre ni transmitan con sinceridad y coherencia su mensaje de salvación. Ni los que se nieguen a reconocerlo en la sencillez de la creación, del necesitado, de su Palabra, de la Eucaristía, si está a su alcance...

Corintios 7, 32-35

Hermanos: Yo quiero que ustedes vivan sin inquietudes. El que no tiene mujer se preocupa de las cosas del Señor, buscando cómo agradar al Señor. En cambio, el que tiene mujer se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su mujer, y así su corazón está dividido. También la mujer soltera, lo mismo que la virgen, se preocupa de las cosas del Señor, tratando de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. La mujer casada, en cambio, se preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su marido. Les he dicho estas cosas para el bien de ustedes, no para ponerles un obstáculo, sino para que ustedes hagan lo que es más conveniente y se entreguen totalmente al Señor.

Al tiempo de Pablo el matrimonio era considerado como la única posibilidad. Pero en la perspectiva de la eternidad, resulta relativo también. Vale en cuanto sea lugar donde se vive la presencia salvífica y feliz de Dios en la relación amorosa total: personal y sexual a la vez.

Pero en la misma perspectiva la virginidad recobra gran valor, ya que desde ella se hace más asequible la vida eterna, si se vive y se vuelve fecunda en el amor a Dios y al prójimo, al no tener la necesidad de dividir el corazón entre Dios y la pareja, con el peligro real de que la pareja desplace a Dios del matrimonio, y este acabe en fracaso eterno.

Sin embargo también existe el peligro de que la virgen y el célibe se casen con cualquier cosa, menos con lo que vale la pena: una pareja. La virginidad tiene sólo valor si se hace fecunda con la misma fecundad de Dios: compartir con Cristo la tarea de engendrar hombres y mujeres para la vida eterna. Sin esta fecundidad la virginidad es un contrasentido.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, January 22, 2006

PESCADORES DE HOMBRES

PESCADORES DE HOMBRES

Domingo 3° T.O. – B / 22-01-2006

Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios. Decía: - El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Cambien sus caminos y crean en la Buena Nueva. Mientras Jesús pasaba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: - Síganme y yo los haré pescadores de hombres. Y de inmediato dejaron sus redes y le siguieron. Un poco más allá Jesús vio a Santiago, hijo de Zebedeo, con su hermano Juan, que estaban en su barca arreglando las redes. Jesús también los llamó, y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los ayudantes, lo siguieron. (Mc 1,14-20).

La exhortación de Jesús: “Conviértanse y crean la Buena Noticia”, es una consigna salvífica para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, razas y confesiones. La conversión tiene un doble proceso: “convertirse de y “convertirse a.

“Convertirse de es detestar lo que hemos hecho mal y las omisiones de tanto bien que hemos dejado de hacer, con daño para nosotros, los otros, la sociedad y la Iglesia.

Es necesario cuestionarnos, dando un vistazo sincero y valiente a nuestros pensamientos, deseos, sentimientos, actitudes, acciones, relaciones, vida cristiana y humana, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios y pidiendo la ayuda del Espíritu Santo, sin el cual nada hay bueno en el hombre. Y no dar por supuesto que ya estamos suficientemente convertidos.

Quienes creen no tener necesidad de conversión ni nada de qué arrepentirse, es señal de que tienen mucho de qué arrepentirse, mucho que corregir y cambiar en sus relaciones con el prójimo, con la creación, con Dios y consigo mismos. Les ronda el fariseísmo y la autosuficiencia, que son los mayores pecados, pues equivalen a prescindir de Dios en la vida.

“Convertirse a, es volverse al amor a Dios y al prójimo. Puede parecernos costoso vivir en continua conversión. Pero “no importa el cómo cuando hay un porqué”. Hay que afrontar el costo de la conversión, y fijarse con gozo en el valor de todo lo que se gana con la misma: paz, alegría, eficacia salvadora del sufrimiento y de la vida, resurrección y gloria eterna. ¡Espléndida inversión!

Y una vez convertidos, nuestro único Salvador nos pide que seamos “pescadores de hombres”, compartiendo con Él su plan de salvación a favor nuestro, de los nuestros y de la humanidad. Es la mejor forma de asegurarnos nuestra salvación y resurrección.

Ayudar a otros en el camino de la salvación es la mayor obra de caridad o amor al prójimo; es compartir el amor que el mismo Salvador practicó: “No hay amor más grande que el de quien da la vida por quienes se ama”. Él la dio también por quienes se la arrebataban. “Si él dio la vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos”, dice san Juan.

La conversión no es el resultado de un esfuerzo voluntarista para eliminar el mal, sino fruto espontáneo de vivir unidos a Cristo, pues si vivimos en Cristo y Él vive en nosotros, el mal desaparece sin más con su presencia, como nos da a entender su palabra infalible: “Quién está unido a mí, produce mucho fruto”.

Si vivimos en Cristo, Él hace de nuestra vida una “historia de salvación”, pues así compartimos su Sacerdocio Supremo mediante el sacerdocio real que el Espíritu Santo nos confirió en el Bautismo. Nos hacemos en verdad “pescadores de hombres”.

Jonás 3,1-5. 10.

En aquellos días, vino de nuevo la Palabra del Señor a Jonás: -“Levántate y vete a Nínive, la gran capital, y pregona allí el pregón que te diré”. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como le había mandado el Señor. (Nínive era una ciudad enorme; tres días hacían falta para atravesarla.) Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día pregonando: “- Dentro de cuarenta días Nínive será arrasada”. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno, y se vistieron de sayal, grandes y pequeños. Cuando vio Dios sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo el Señor, Dios nuestro.

Nínive era una ciudad pagana totalmente corrompida, enemiga del pueblo hebreo, y por tanto merecedora del castigo de Dios, según el pensar de los judíos. Por eso Jonás desobedece a Dios, pues no quiere nada con los ninivitas. Y cuando transmite el mensaje de Dios: “Dentro de 40 días, Nívine será arrasada”, se retira esperando ver la destrucción de la ciudad. Pero ve la conversión de los ninivitas.

Dios había perdonado muchas veces a Israel, pero los israelitas no podían admitir que Dios perdonara a paganos corruptos. El autor del libro de Jonás intenta recriminar a los judíos su lentitud o negativa a convertirse, a pesar de las insistencias de Dios, mientras un pueblo pagano se convierte a la primera advertencia.

Muchos cristianos y católicos siguen pensando y deseando como Jonás: que quienes no pertenecen a su iglesia, no merecen el perdón de Dios, sino su castigo temporal y eterno. Pero Dios piensa y desea totalmente diverso: Quiere que todos nosotros seamos mensajeros y misioneros de su perdón y su misericordia para todo el mundo, sin distinción de razas ni religiones ni ideologías, pues Cristo murió por salvar a todos los hombres, no sólo a los católicos, apostólicos y romanos, muchas veces tan resistentes a la verdadera conversión. ¿No dijo Jesús: “Vayan y evangelicen a todas las gentes” ? Pero los católicos no somos “todas las gentes”.

1 Corintios, 7, 29-31

Hermanos: Les digo esto: el momento es apremiante. Queda como solución: que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la presentación de este mundo se termina.

Este mundo es como una representación teatral, donde cada cual tiene un papel en función de las realidades eternas, mediante el uso de las realidades terrenas, relativas y caducas, que desaparecen con el final de nuestra vida terrena.

Incluido el matrimonio, instituido y querido por Dios mismo para multiplicar y perpetuar la raza humana, que tiene de su parte el encargo de cuidar y contribuir al desarrollo de la creación.

El matrimonio es sólo el cauce humano por el que Dios transmite la vida temporal, que de poco valdría al hombre si no se injertara en ella la vida eterna, la cual no es fruto de la relación sexual, sino de la relación amorosa y vital con el Autor de toda vida, “que hasta de las mismas piedras puede sacar hijos de Abrahán”.

La virginidad tiene un valor más alto que el matrimonio, en cuanto que el fin específico de la virginidad consiste en compartir de forma especial la paternidad-maternidad de Dios para engendrar la vida eterna, respecto de la cual Jesús dijo: “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”
P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, January 15, 2006

JESÚS, ¿DÓNDE VIVES?

JESÚS, ¿DÓNDE VIVES?

Domingo 2° durante el año – B / 15-01-06

Juan el Bautista se encontraba de nuevo en el mismo lugar con dos de sus discípulos. Mientras Jesús pasaba, se fijó en él y dijo: "Ese es el Cordero de Dios." Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: - ¿Qué buscan? Le contestaron: - Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Jesús les dijo: - Vengan y lo verán. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que siguieron a Jesús por la palabra de Juan. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: - Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: - Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas (que quiere decir Piedra). Jn 1, 35-42.

Este texto evangélico sugiere el modelo más eficaz de pastoral vocacional, tarea y preocupación primordial de la Iglesia, de las congregaciones religiosas, del clero y del laicado comprometido: “¡Hemos encontrado a Cristo!” “Vengan y vean”.

Más del 90 % de los bautizados en la Iglesia viven descolgados de ella, y son la presa más fácil y cuantiosa del proselitismo de las sectas. Cada día se pasan a las sectas decenas de miles de bautizados católicos, -que nunca han vivido a fondo su bautismo ni conocido a su Iglesia, su Cabeza, Cristo resucitado- los cuales se convierten en eficaces agentes de proselitismo, alegando con entusiasmo la motivación más eficaz: “¡Por fin hemos encontrado a Cristo!” “Vengan y vean”. Aunque luego no corresponda a la verdad ni a la realidad.

Los católicos “fieles” desean que haya buenos y abundantes sacerdotes, pues los necesitan para vivir y para morir bien. Pero pocos se interesan en serio de que siga habiendo sacerdotes entregados. E ignoran el mandato apremiante de Jesús: “Rueguen al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies”.

“Las vocaciones son un don del Dios providente a una comunidad orante”, y a él hay que pedírselas y en su nombre acogerlas, y cuidarlas, conscientes de la afirmación de Jesús: “Soy yo quien los ha elegido”. Por tanto, la primera e indispensable tarea es ayudar al vocacionable a encontrarse con Cristo, el único que puede llamar.

Las sectas comprometen desde el principio a sus laicos en la tarea de conquistar nuevos adeptos, en el pago de los diezmos y preparan abundancia de pastores. En eso nos dan ejemplo. En nuestra Iglesia católica, al menos en algunas parroquias y congregaciones, están surgiendo grupos de laicos comprometidos en la evangelización, pero son todavía muy pocos. Jóvenes de esos grupos se abrirán al sacerdocio y a la consagración para el Reino.

La Iglesia –jerarquía, clero y laicado– tiene ante sí la tarea más urgente e impostergable: salir en busca del 90% de las ovejas perdidas - católicos sólo de bautismo y nombre - dándoles a conocer todo lo que Jesús ha entregado a su Iglesia para ellos: su presencia viva, la redención, el sacerdocio, el Bautismo, la Eucaristía, y los demás sacramentos, la Biblia, el amor y el perdón de Dios Padre y a Jesús mismo...

Así realizarán el mandato de Jesús: “Vayan y evangelicen a todos los hombres”, mandato que hoy el Maestro completaría con la indicación semejante a la que dio a sus discípulos: “Empiecen por los hijos descarriados de la Iglesia”, que son la gran mayoría de los bautizados, y dejar de cuidarse tanto de la reducida minoría que sigue en el redil...

“Las obras de Dios las hacen los hombres y mujeres de Dios”, que vivan en Cristo –eso es la santidad - y repitan convencidos la invitación de Jesús: “¡Vengan y vean!”, en especial a través de los medios más rápidos, más eficaces y de mayor alcance: los maravillosos medios de masas. Pero siendo a la vez testigos de Cristo resucitado para los cercanos y los lejanos: “¡Hemos encontrado al Salvador!”

1 Samuel 3,3-10. 19

Samuel estaba acostado en el Templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: «Aquí estoy». Samuel fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Pero Elí le dijo: «Yo no te llamé; vuelve a acostarte». Y él se fue a acostar. El Señor llamó a Samuel una vez más. Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Elí le respondió: «Yo no te llamé, hijo mío; vuelve a acostarte». Samuel aún no conocía al Señor, y la palabra del Señor todavía no le había sido revelada. El Señor llamó a Samuel por tercera vez. Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Entonces Elí comprendió que era el Señor el que llamaba al joven, y dijo a Samuel: «Ve a acostarte, y si alguien te llama, tú dirás: Habla, Señor, porque tu servidor escucha». Y Samuel fue a acostarse en su sitio. Entonces vino el Señor, se detuvo, y llamó como las otras veces: «¡Samuel, Samuel!» Él respondió: «Habla, porque tu servidor escucha». Samuel creció; el Señor estaba con él, y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras.

La vocación de Samuel es modelo de toda vocación cristiana, sacerdotal y consagrada. El primer paso o condición es reconocer la voz de Dios, escucharla y seguirla. El solo bautismo no capacita para reconocer la voz de Dios, sino que se necesita alguien que ayude a reconocer esa voz y a seguirla, y que confiese como Elí: “No soy yo quien te ha llamado, sino Dios, al que debes escuchar y seguir”. La vocación es don de Dios, no propiedad personal.

Hay que partir de la convicción de que todo cristiano recibe la vocación a ser profeta (hablar en nombre de Dios); sacerdote (dar una mano a Dios en la salvación de los hombres) y rey (vivir y contagiar la libertad de los hijos de Dios). La vocación sacerdotal, misionera, consagrada son sólo la radicalización de esa vocación en una unión más intensa con Cristo.

Se necesita silencio, que es el ambiente donde se encuentra Dios que habla y llama, y donde él da la capacidad para hablar eficazmente en su nombre. “Hablen de los hombres a Dios para hablar de Dios a los hombres”, decía santo Domingo de Guzmán.

Hay tanta palabrería y sermón inútiles porque no se escucha la Palabra de Dios, porque se habla en nombre propio, se habla de lo que se sabe, y no se vive lo que se habla.

1 Corintios 6, 13-15. 17-20

Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros con su poder. ¿No saben acaso que sus cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor se hace un solo espíritu con Él. Eviten la fornicación. Cualquier otro pecado cometido por el hombre es exterior a su cuerpo, pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos.

Dios es el autor del placer inherente a la comida, a la bebida, al sexo, al oído, al tacto, al olfato, a la buena salud, etc. Pero el cuerpo no se nos ha dado sólo para el placer físico y temporal, sino principalmente para el placer inmensamente superior de la vida eterna.

El desorden del placer en contra del sentido y del valor que Dios le ha asignado, -lo cual es idolatría por el rechazo a Dios-, no sólo privará del placer temporal para siempre, sino que se perderá el placer inmensamente mayor y eterno del cuerpo resucitado. Quienes se creen dueños de su cuerpo para abusar de él, lo perderán para siempre. Nuestro cuerpo ha sido comprado por Cristo con su sangre para que hacérnoslo totalmente nuestro por la resurrección y la vida eterna. La dignidad de nuestro cuerpo es incomparable, pues Dios lo ha hecho templo suyo y miembro de Cristo.
P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, January 08, 2006

BAUTISMO Y CONVERSIÓN

BAUTISMO Y CONVERSIÓN

Bautismo del Señor - B / 8-1-2006

En aquel tiempo Juan proclamaba este mensaje: Detrás de mí viene uno con mayor poder que yo, y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias arrodillado ante Él. Yo les he bautizado con agua, pero Él los bautizará en el Espíritu Santo. En aquellos días llegó Jesús de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Al momento de salir del agua, Jesús vio los cielos abiertos: el Espíritu bajaba sobre Él como lo hace la paloma, mientras se escuchaban estas palabras del cielo: “Tú eres mi Hijo, el Amado, mi Elegido”. (Mc 1, 7 -11).

Jesús, el Hijo de Dios, no recela pasar por pecador poniéndose a la cola con los pecadores para ser bautizado por Juan, y conferir al agua fuerza salvadora en su nuevo bautismo. Y Jesús sigue hoy mezclándose entre los pecadores, entre nosotros para arrancarnos del pecado; pero no renuncia a su condición divina, pues sólo desde su divinidad puede quitar el pecado y resucitarnos.

Con el bautismo, Cristo inicia su misión mesiánica de liberar al pueblo de sus esclavitudes, sufrimientos y pecados, y así abrirle las puertas de la salvación eterna. El mismo Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, lo presenta a la humanidad: “Este es mi Hijo el Amado, mi Elegido. Escúchenlo”.

Más tarde el Padre lo acogerá en la cruz por nuestra salvación, lo resucitará en la Pascua y lo sentará a su derecha el día de la Ascensión. En su gloria espera y acoge a la humanidad redimida por su vida, muerte y resurrección. Allí nos espera para cumpliendo su promesa: "Me voy a prepararles un puesto y luego vendré a buscarlos".

La Iglesia, pecadora en sus miembros (nosotros), pero santa en su Cabeza (Jesús), continúa la misión liberadora, santificadora y salvífica de Cristo. La Iglesia tiene que encarnarse en la realidad y humanizarse, pero sin olvidar su condición divina, pues su Cabeza es el Hijo de Dios, el único que puede salvar, aunque se sirva de la Iglesia para la obra de la salvación. Si olvidara esta su condición divina, haría traición a su misión, al pueblo de Dios y a Dios mismo, pues cerraría las puertas de la salvación. Los ministros y miembros de la Iglesia no son los que libran del pecado y salvan, sino que es Cristo Resucitado quien nos libra y salva por su medio.

Nuestro bautismo nos integra en el bautismo de Jesús, nos hace miembros de su Cuerpo místico, que es la Iglesia, y nos asocia a su misión sacerdotal para salvación de la humanidad. El bautismo purifica y salva a condición de que se abrace una vida de amor y de servicio, de justicia y verdad, de paz y alegría. Exige un compromiso de libertad frente a las seducciones del poder, del placer y del dinero.

Los bautizados en la infancia logramos la madurez del bautismo asumiéndolo con una fe consciente, adulta, que es amor a Dios y amor-servicio al prójimo. Fe que es acogida al Hijo, gratitud al Padre y apertura al Espíritu Santo, que nos bautiza con el fuego de su amor.

Sólo puede considerarse cristiano quien escucha a Jesús y sigue su camino cumpliendo su Palabra. En el Bautismo Jesús se consagró como un hombre para los demás; y el bautismo nos hace también a nosotros personas para los demás, amándolos como Cristo los ama. Una vida egoísta, centrada en uno mismo, es negación del bautismo, negación de Cristo y del prójimo, negación de la fe y renuncia a la salvación.

Amar a Cristo, ser cristiano, vivir el bautismo, es escuchar su palabra y llevarla a la práctica: “Quien me ama, cumple mis palabras”. Es vivir el mandato de Dios Padre: "Este es mi Hijo amado; escúchenlo".

Isaías 55, 1-11

Así habla el Señor: ¡Vengan a tomar agua, todos los sedientos, y el que no tenga dinero, venga también! Coman gratuitamente su ración de trigo, y sin pagar, tomen vino y leche. ¿Por qué gastan dinero en algo que no alimenta y sus ganancias, en algo que no sacia? Háganme caso, y comerán buena comida, se deleitarán con sabrosos manjares. ¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca! Que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y Él le tendrá compasión, a nuestro Dios, que es generoso en perdonar. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos -oráculo del Señor-.

Todo el mundo está sediento de felicidad, pero la gran mayoría busca la felicidad en donde no se encuentra, y acude a beber en charcas envenenadas, que ofrecen felicidad, pero al fin terminan en tumbas de la felicidad.

Se gastan energías, dinero, salud y la misma vida en procurar placeres y satisfacciones que siempre dejan insatisfechos, creando una adicción que exige cada vez más, por lo general a costa del sufrimiento e incluso la muerte del prójimo. Lo cual no sucede sólo con la droga, el alcohol, el sexo, sino también con otros placeres y gratificaciones que suplantan a Dios en nosotros, y que tarde o temprano dejan las manos vacías y privan de la verdadera felicidad en el tiempo y en la eternidad. “No hay nada tan infeliz como la felicidad del pecador”.

Ante esta situación, Dios invita a tomar gratuitamente agua pura y manjares exquisitos en la misma fuente de toda felicidad, que es él. Si las cosas caducas que salen de sus manos pueden dar tanta felicidad pasajera, ¿cuán grande, pura y perenne felicidad no nos dará él en persona? Dios nos cambia en fuente de felicidad el mismo sufrimiento y la muerte, y hace que toda felicidad o satisfacción temporal gozada conforme a su voluntad y con gratitud, sea mayor felicidad y nos la multiplique al infinito en el paraíso.

Abramos los ojos, la mente y el corazón para no dejarnos seducir por las charcas envenenadas, y para ver y volvernos a la fuente de toda felicidad temporal y eterna: Dios, la felicidad en persona siempre a nuestro alcance, y que nos busca; dejémonos encontrar por él.

1 Juan 5, 1-9

Queridos hermanos: El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y el que ama al Padre ama también al que ha nacido de Él. La señal de que amamos a los hijos de Dios es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. El amor a Dios consiste en cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga, porque el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el Espíritu es la verdad. Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo. Si damos fe al testimonio de los hombres, con mayor razón tenemos que aceptar el testimonio de Dios. Y Dios ha dado testimonio de su Hijo.

La fe en Cristo Jesús como único Salvador nuestro y del mundo, es un don de Dios, pues nosotros no podemos ni siquiera pronunciar con amor y convicción el nombre de Jesús, sin la ayuda del Espíritu Santo. Sólo él nos da la luz para comprender quién es Cristo.

No se puede olvidar en la práctica que la fe en sentido bíblico-evangélico, es adhesión amorosa a Dios, en sus tres divinas Personas. La fe sin amor no es verdadera fe, es sólo fe teórica que no salva. La fe sin amor la tienen los mismos demonios, y no les sirve de nada.

El amor a Dios y a los hijos de Dios –dos amores inseparables- se demuestra y se vive cuando se cumplen sus mandamientos, pues los mandamientos son la expresión concreta del amor a Dios y del amor al prójimo.El amor hace posible que los mandamientos no sean una carga pesada, porque el mismo Dios nos da la fuerza para cumplirlos con gozo en la seguridad del premio eterno.
P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, January 01, 2006

FELIZ LA MUJER


FELIZ LA MUJER

Santa María, Madre de Dios / 1 enero 2006

Los Pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en un pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, fueron a circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción. Lc 2, 16-21

Dios desdobló su única naturaleza divina en su imagen humana: el hombre y la mujer, y los asoció, amorosamente y por igual, a su obra de la creación y a su plan de salvación universal. A cada cual según su naturaleza como imagen del Creador.

Pero es de maravillarse cómo Dios estampó y personificó, de forma especial en la mujer, la imagen de su amor, de su ternura y fecundidad divina. Si la creación del género humano Dios la inició por el hombre sin el concurso físico de la mujer, la re-creación o redención la inició por la mujer y en la mujer María, sin el concurso físico del hombre, ya que el Salvador nace por obra del Espíritu Santo.

Lo mismo que la mujer ocupa un lugar único en la existencia de las personas como madre, esposa, hermana, enamorada, amiga, compañera, colaboradora, consagrada, así Dios ha querido que la mujer tuviera un lugar irremplazable en la historia de la salvación, unida al hombre. El modelo supremo de esta misión salvífica femenina es María, que se une al Dios hecho hombre, acogiéndolo en su seno virginal con su consentimiento a ser Madre del Salvador.

Al integrarse en la historia de la salvación – que Dios inicia por María - la mujer supera la multisecular discriminación ajena al plan creador y salvador de Dios, que pone en las manos de la mujer la riendas de su destino, y del destino de la humanidad, en diálogo con el hombre, como interlocutor de igual a igual ante Dios.

En la sociedad de hoy se da una gran resistencia a vivir como seres humanos e hijos de Dios y hermanos entre sí, con el mismo destino eterno en Dios. Por eso la persona humana llega a condiciones de degradación que ni los animales alcanzan. Multitud de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones, son reducidos o se reducen a objetos de consumo y de disfrute egoísta, como piezas de engranajes manipulados por la ignorancia, la ambición, el egoísmo, el poder, el dinero y el placer, camino de la autodestrucción.

Hace falta que surjan nuevas Marías que, con su poderosa ternura y decisión, con su fe y valentía, e incluso desde su marginación, continúen, como María, la historia de la salvación, acogiendo y haciendo presente en todas partes a Cristo, único Salvador, para que libere a hombres y mujeres de las grandes esclavitudes que se han creado y que los están destruyendo como personas y degradando su condición de hijos e hijas de Dios.

María, por su fe y amor, acogió y dio a luz al Salvador del mundo, y su participación en la obra de la salvación de su Hijo, desde Belén hasta el Calvario, supera en eficacia y alcance a la obra de todos los apóstoles, papas, obispos, sacerdotes, evangelizadores de todos los tiempos. Cristo es el Sacerdote supremo, y María la sacerdotisa suprema asociada a él.

Dichosas las mujeres y los hombres que creen y aman como María, pues ellos también concebirán y darán a luz al Hijo de Dios, y compartirán su Sacerdocio supremo, mediante el sacerdocio bautismal, a favor de la salvación de la humanidad, empezando por el santuario doméstico, la familia.

Nm. 6,22-27.

El Señor habló a Moisés: “Di a Aarón y a sus hijos: ‘Esta es la fórmula con que ustedes bendecirán a los israelitas: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré’”.

Esta fórmula de bendición estaba reservada en exclusiva a los sacerdotes, Aarón y sus hijos, también sacerdotes por herencia. Dios se comprometía a conceder al pueblo, por medio de la bendición de los sacerdotes, la bendición de su presencia, de su protección y de la paz.

Mas la bendición de Dios tiene su máxima expresión y eficacia a través del Sumo Sacerdote, Cristo Jesús, “en quien Dios nos bendice con toda clase de bendiciones” materiales, espirituales, celestiales.

Y esta bendición máxima, el Hijo de Dios, sigue llegando eficazmente por manos de los sacerdotes ministeriales, que nos hacen presente a Cristo Resucitado: en la Eucaristía y demás sacramentos, en la Biblia, en sus personas consagradas al servicio sacerdotal.

Mas a partir de Cristo, las bendiciones de Dios no pasan sólo a través del sacerdocio ministerial –con excepción de algunos sacramentos-, pues el supremo sacerdocio de Cristo es compartido también por todos los bautizados mediante el sacerdocio bautismal. Por eso los laicos deben recuperar la costumbre de bendecir y bendecirse mutuamente en nombre de Dios, quien responderá, tal vez sin que nos demos cuenta, a toda bendición que se haga con fe en él y amor al prójimo.

Los sacerdotes bendicen con el Santísimo – Cristo presente en Persona-; pero los fieles pueden bendecir con la Biblia - Cristo Palabra de Dios en Persona presente que nos habla-. Eucaristía y Biblia son puestos al mismo nivel por Cristo y por la Iglesia. ¡No dejemos de bendecir con la Biblia, y bendecirse por la Biblia leyéndola y haciéndola vida.

Gálatas 4,4-7

Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.

San Pablo es el que hace la primera alusión a María en el Nuevo Testamento. De ella nace el Libertador que viene a rescatar a los hombres de la esclavitud a las abusivas leyes humanas y religiosas, y de las poderosas fuerzas del mal.

El Hijo de Dios se hace esclavo con todas esas esclavitudes del hombre para que el hombre alcance la libertad de los hijos de Dios, porque el Hijo no viene sólo a liberarnos de las esclavitudes, sino a hacernos hijos de Dios y coherederos de su misma vida eterna. Nos da un nuevo ser, de modo que podemos llamarle “Padre”, igual que su propio Hijo.

Ante tan inaudita bendición, san Juan exclama: “¡Miren qué amor nos tiene el Padre, que nos llama hijos suyos, pues lo somos!” (1Jn 3, 1). Somos hijos de Dios, y nuestra vocación es la libertad en esta vida y la plenitud de la libertad en el paraíso a través de la resurrección, por la que se comprobará lo que realmente somos como hijos de Dios. Jesús "se hizo lo que somos nosotros para hacernos a nosotros ser lo que él es": hijos en el mismo Hijo de Dios.

Tenemos que ser conscientes y vivir con inmensa gratitud esta maravillosa realidad para no someternos a esclavitudes indignas de los hijos de Dios.

P. Jesús Álvarez, ssp