Sunday, January 22, 2006

PESCADORES DE HOMBRES

PESCADORES DE HOMBRES

Domingo 3° T.O. – B / 22-01-2006

Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios. Decía: - El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Cambien sus caminos y crean en la Buena Nueva. Mientras Jesús pasaba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: - Síganme y yo los haré pescadores de hombres. Y de inmediato dejaron sus redes y le siguieron. Un poco más allá Jesús vio a Santiago, hijo de Zebedeo, con su hermano Juan, que estaban en su barca arreglando las redes. Jesús también los llamó, y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los ayudantes, lo siguieron. (Mc 1,14-20).

La exhortación de Jesús: “Conviértanse y crean la Buena Noticia”, es una consigna salvífica para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, razas y confesiones. La conversión tiene un doble proceso: “convertirse de y “convertirse a.

“Convertirse de es detestar lo que hemos hecho mal y las omisiones de tanto bien que hemos dejado de hacer, con daño para nosotros, los otros, la sociedad y la Iglesia.

Es necesario cuestionarnos, dando un vistazo sincero y valiente a nuestros pensamientos, deseos, sentimientos, actitudes, acciones, relaciones, vida cristiana y humana, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios y pidiendo la ayuda del Espíritu Santo, sin el cual nada hay bueno en el hombre. Y no dar por supuesto que ya estamos suficientemente convertidos.

Quienes creen no tener necesidad de conversión ni nada de qué arrepentirse, es señal de que tienen mucho de qué arrepentirse, mucho que corregir y cambiar en sus relaciones con el prójimo, con la creación, con Dios y consigo mismos. Les ronda el fariseísmo y la autosuficiencia, que son los mayores pecados, pues equivalen a prescindir de Dios en la vida.

“Convertirse a, es volverse al amor a Dios y al prójimo. Puede parecernos costoso vivir en continua conversión. Pero “no importa el cómo cuando hay un porqué”. Hay que afrontar el costo de la conversión, y fijarse con gozo en el valor de todo lo que se gana con la misma: paz, alegría, eficacia salvadora del sufrimiento y de la vida, resurrección y gloria eterna. ¡Espléndida inversión!

Y una vez convertidos, nuestro único Salvador nos pide que seamos “pescadores de hombres”, compartiendo con Él su plan de salvación a favor nuestro, de los nuestros y de la humanidad. Es la mejor forma de asegurarnos nuestra salvación y resurrección.

Ayudar a otros en el camino de la salvación es la mayor obra de caridad o amor al prójimo; es compartir el amor que el mismo Salvador practicó: “No hay amor más grande que el de quien da la vida por quienes se ama”. Él la dio también por quienes se la arrebataban. “Si él dio la vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos”, dice san Juan.

La conversión no es el resultado de un esfuerzo voluntarista para eliminar el mal, sino fruto espontáneo de vivir unidos a Cristo, pues si vivimos en Cristo y Él vive en nosotros, el mal desaparece sin más con su presencia, como nos da a entender su palabra infalible: “Quién está unido a mí, produce mucho fruto”.

Si vivimos en Cristo, Él hace de nuestra vida una “historia de salvación”, pues así compartimos su Sacerdocio Supremo mediante el sacerdocio real que el Espíritu Santo nos confirió en el Bautismo. Nos hacemos en verdad “pescadores de hombres”.

Jonás 3,1-5. 10.

En aquellos días, vino de nuevo la Palabra del Señor a Jonás: -“Levántate y vete a Nínive, la gran capital, y pregona allí el pregón que te diré”. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como le había mandado el Señor. (Nínive era una ciudad enorme; tres días hacían falta para atravesarla.) Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día pregonando: “- Dentro de cuarenta días Nínive será arrasada”. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno, y se vistieron de sayal, grandes y pequeños. Cuando vio Dios sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo el Señor, Dios nuestro.

Nínive era una ciudad pagana totalmente corrompida, enemiga del pueblo hebreo, y por tanto merecedora del castigo de Dios, según el pensar de los judíos. Por eso Jonás desobedece a Dios, pues no quiere nada con los ninivitas. Y cuando transmite el mensaje de Dios: “Dentro de 40 días, Nívine será arrasada”, se retira esperando ver la destrucción de la ciudad. Pero ve la conversión de los ninivitas.

Dios había perdonado muchas veces a Israel, pero los israelitas no podían admitir que Dios perdonara a paganos corruptos. El autor del libro de Jonás intenta recriminar a los judíos su lentitud o negativa a convertirse, a pesar de las insistencias de Dios, mientras un pueblo pagano se convierte a la primera advertencia.

Muchos cristianos y católicos siguen pensando y deseando como Jonás: que quienes no pertenecen a su iglesia, no merecen el perdón de Dios, sino su castigo temporal y eterno. Pero Dios piensa y desea totalmente diverso: Quiere que todos nosotros seamos mensajeros y misioneros de su perdón y su misericordia para todo el mundo, sin distinción de razas ni religiones ni ideologías, pues Cristo murió por salvar a todos los hombres, no sólo a los católicos, apostólicos y romanos, muchas veces tan resistentes a la verdadera conversión. ¿No dijo Jesús: “Vayan y evangelicen a todas las gentes” ? Pero los católicos no somos “todas las gentes”.

1 Corintios, 7, 29-31

Hermanos: Les digo esto: el momento es apremiante. Queda como solución: que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la presentación de este mundo se termina.

Este mundo es como una representación teatral, donde cada cual tiene un papel en función de las realidades eternas, mediante el uso de las realidades terrenas, relativas y caducas, que desaparecen con el final de nuestra vida terrena.

Incluido el matrimonio, instituido y querido por Dios mismo para multiplicar y perpetuar la raza humana, que tiene de su parte el encargo de cuidar y contribuir al desarrollo de la creación.

El matrimonio es sólo el cauce humano por el que Dios transmite la vida temporal, que de poco valdría al hombre si no se injertara en ella la vida eterna, la cual no es fruto de la relación sexual, sino de la relación amorosa y vital con el Autor de toda vida, “que hasta de las mismas piedras puede sacar hijos de Abrahán”.

La virginidad tiene un valor más alto que el matrimonio, en cuanto que el fin específico de la virginidad consiste en compartir de forma especial la paternidad-maternidad de Dios para engendrar la vida eterna, respecto de la cual Jesús dijo: “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”
P. Jesús Álvarez, ssp

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