Sunday, April 16, 2006

LA RESURRECCIÓN, FUNDAMENTO DE LA FE

LA RESURRECCIÓN, FUNDAMENTO DE LA FE

Domingo de Resurrección / 16 abril 2006

El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos ten el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no estaba por el suelo como los lienzos, sino que estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero; vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: que él "debía" resucitar de entre los muertos. (Jn. 20,1-9).


Jesús, siempre que les anunciaba su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección, pero no entendían que era eso de la resurrección. En la muerte sí creían sin más. Pero la resurrección no les entraba, a pesar de haber presencia la resurrección de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo. Sólo creyeron cuando lo vieron.

La resurrección era cosa tan maravillosa e inesperada, que ni se atrevían a pensarlo. Y esta actitud persiste hoy en gran parte de los cristianos, que acompañan las imágenes del crucificado en celebraciones y procesiones, hasta que lo entierran. Y desde ese momento lo olvidan como a un muerto más, hasta el siguiente Viernes Santo.

Pero si Cristo no hubiera resucitado, de nada le valdría ni nos valdría su muerte. Y de nada vale la muerte de Jesús para quienes no lo creen, celebran y tratan como resucitado.

Serio cuestionamiento para cierta pastoral “dolorista” y evangelización “fúnebre” que descuidan la perspectiva pascual de la Semana Santa, y de la vida cristiana, pues la una y la otra reciben su sentido redentor de la Resurrección. Lo afirma categóricamente san Pablo: “Si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil..., y nuestros pecados no han sido perdonados” (1Co 15, 14-16).

Ritos, celebraciones y procesiones en los que se ignora a Cristo resucitado presente, no son cristianos, por más que pretendan honrar a Cristo crucificado. Lo mismo pasa con las predicaciones, confesiones, misas, comuniones que no se fundamentan en la persona viva de Cristo resucitado presente y actuante. Pues al prescindir de él, se prescinde de quien habla en la predicación, del único que puede perdonar, de quien hace la Eucaristía... Así se cae en el fatal “cristianismo sin Cristo”, en el ritualismo, tan frecuente en nuestra Iglesia y en las otras.

La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a Cristo resucitado, Persona presente, actuante, y fe en nuestra propia resurrección. Esta es la verdad que fundamenta nuestra fe y nuestra experiencia cristiana. Desde que Jesús resucitó, la muerte ya no es una desgracia, sino un don, por ser puerta de la resurrección y de la gloria eterna.

La verdadera fe en el Resucitado y en nuestra resurrección enciende en nosotros el anhelo de vivir a fondo con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar como él.

Hay personas, realidades, situaciones y alegrías tan maravillosas en este mundo, que suscitan el deseo de resucitar para gozar de ellas eternamente; lo cual es posible en el paraíso, gracias a la resurrección, que es victoria definitiva sobre la muerte.

En esta jubilosa perspectiva y convicción surge la alegría pascual de vivir y de morir para resucitar, que invade nuestra existencia, aligera nuestras cruces, y nos lleva a la plenitud gozosa de la vida cristiana: la vida en Cristo Resucitado, que él nos garantiza con palabra infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28,20).

Entonces sí surge espontáneo "el amor a su venida gloriosa" al final de nuestros días terrenos y al fin del mundo.

Hechos 10, 34. 37-43

Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de ante­mano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y a atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su nombre».

Los apóstoles, a partir de su fe pascual, gracias a la experiencia de Jesús resucitado, ya son capaces de salir a las calles, plazas y e ir al templo para testimoniar la resurrección del crucificado. Pero cuando sólo creían en el crucificado, hasta vergüenza les daba hablar de él, y llegaron a traicionarlo con el abandono durante su pasión.

La cobardía e ineficiencia de muchos cristianos, evangelizadores, catequistas y pastores, ¿no tienen el mismo origen y las mismas consecuencias: la falta de fe en Cristo resucitado presente y actuante en el Iglesia y en el mundo?. Por lo demás, ¿hay algo: predicación, testimonio, fe, sacramentos, sufrimientos, penitencias... que tenga algún valor sin la fe viva y amorosa en la Persona de Jesús resucitado presente?

Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la resurrección pasa al terreno de la leyenda, y la vida cristiana se evapora en puras apariencias, pues se vuelve a “matar” a Cristo excluyéndolo de la existencia.

Pero Jesús no se encontró por sorpresa con la resurrección, sino que halló en su muerte lo que había sembrado en su existencia: vida. Y así será para nosotros, si pasamos por la vida haciendo el bien, dando vida y sembrando la vida como él para recuperarla de su mano en plenitud.

Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Jn 11, 25).

Colosenses 3, 1-4

Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Por que ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.

La resurrección no alcanza sólo a Cristo, sino también a toda la humanidad y a toda la creación, que “está en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios” por la resurrección y la gloria, el “cielo donde está Cristo” resucitado.

Todos los bienes, alegrías, placeres y felicidad en esta tierra no son más que una sombra, un aperitivo, una prueba de lo que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar y que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.

Las maravillosas realidades temporales son dones de Dios para que ansiemos sus dones eternos, inmensamente superiores. Sin embargo, podemos cede a la tentación fatal de cerrarnos idolátricamente sobre esos dones temporales, olvidando a Dios y sus dones eternos, que son la meta de los temporales, si estos los gozamos con gratitud y orden, en la espera de la resurrección que nos dará la posesión de los eternos.Todo lo temporal se pierde con la muerte; pero se recupera maravillosamente mejorado y multiplicado con la resurrección, si hemos pasado por esta vida haciendo el bien.

P. Jesús Álvarez, ssp.

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