Sunday, June 25, 2006

LA VICTORIA DE LA FE

LA VICTORIA DE LA FE

Domingo 12º del tiempo ordinario – 25-06-2006

Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, lo llevaron en la barca en que estaba; otras barcas lo acompañaban. De pronto se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Jesús, entretanto, dormía en la popa sobre un cojín. Y lo despertaron diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Él se despertó y se puso en pie encarando al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cálmate!” El viento se apaciguó y siguió una gran calma. Después les dijo: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Todavía no tienen fe?” Pero ellos estaban muy asustados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 35-40).

El texto nos invita a tomar conciencia de nuestra pequeñez e impotencia frente a los desastres naturales: terremotos, tormentas, inundaciones, huaicos, volcanes...; y ante los desastres humanos: odio, guerras, injusticias, corrupción, abuso de poder, hambre, terrorismo, aborto, secuestros, violencia sexual y familiar, prostitución, pornografía, alcohol, droga, sida...

Todo un mar tenebroso y huracanado, donde parece destinada a hundirse sin remedio la pobre barquilla del reino de Jesús, la Iglesia, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que luchan por un mundo mejor, donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y la solidaridad, la dignidad humana y la alegría de vivir, en la perspectiva de la alegría de morir para resucitar.

Pero a veces Dios parece dormido, ausente, indiferente..., siendo así que sólo él puede socorrernos y salvarnos en la tormenta. Jesús parecía dormir indiferente ante la angustia de los discípulos que esperaban lo peor: ser tragados por las olas. Y también el Padre parecía dormido ante los sufrimientos de su Hijo, cuando las fuerzas del mal se ensañaron contra él hasta asesinarlo. El mismo Jesús llegó a quejarse: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Pero la victoria del mal fue -y es- sólo momentánea y aparente: el Padre le respondió a Jesús y le dio la razón devolviéndole la vida con la resurrección, que es la victoria total sobre las fuerzas del mal y sobre la muerte. Victoria total de Jesús y de todos los que, aunque no lo conozcan, lo imitan haciendo el bien.

Vivir en medio de este mar tempestuoso exige valentía, fe, amor, esperanza, optimismo invencible. Exige confiar ciegamente en la palabra infalible de Jesús: “No teman; yo he vencido el mal”. “No teman: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Es necesario el trato asiduo con Cristo resucitado presente, pues sólo él da sentido victorioso y pascual al sufrimiento, a las contradicciones y a la misma muerte. Sólo la unión con él puede alimentar la fe en su presencia amorosa, reconocer y apoyar su acción misteriosa en la guía de la Iglesia, de la humanidad y de la creación hacia su destino glorioso a través del calvario de las tormentas.

El naufragio total y definitivo vendría si no edificamos y vivimos la vida desde la fe en Jesús presente; si vamos tras otros maestros, creencias y cosas en las cuales pongamos más confianza que en él. “Quien se resiste a creer, ya se ha condenado a sí mismo”, nos advierte.

Por lo demás, no podemos perder el tiempo lamentado las tormentas, las crisis religiosas, las tragedias humanas, morales... Hay que encender la luz de la fe, del amor y de las buenas obras en la oscuridad. Encender una vela en lugar de quejarse de las tinieblas. Y en la tormenta despertar a Jesús con optimismo, fe, confianza, con la alegría de vivir, de sufrir y de morir para resucitar como él.

Job 38, 13-11

El Señor habló a Job desde la tempestad, diciendo: ¿Quién encerró con dos puertas al mar, cuando él salía a borbotones del vientre materno, cuando le puse una nube por vestido y por pañales, densos nubarrones? Yo tracé un límite alrededor de él, le puse cerrojos y puertas, y le dije: «Llegarás hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará la soberbia de tus olas».

Job, a verse atenazado por una desgracia tan injusta e irremediable a toda vista, llama a juicio al mismo Dios para demostrarle su inocencia y declarar al Señor responsable de tan indecible sufrimiento. Los amigos de Job esperan que Dios castigue a Job por tal atrevimiento frente a Dios.

Pero Dios acepta compasivo el desafío de Job y le habla en directo desde la tormenta, y no para darle una lección teórica sobre el sufrimiento, ni para añadir un castigo a su dolor, sino para que asuma la finitud humana condicionada por el misterio del sufrimiento, misterio inalcanzable para el entendimiento humano, pero que Dios aprovecha al servicio de su plan amoroso para el bien del hombre.

Como son inabarcables para nuestra inteligencia las fuerzas, los misterios y maravillas de la creación, obra de la sabiduría y poder infinito del Creador, y que están bajo su total control, así es el misterio del sufrimiento, que en los planes de Dios tiene como destino la felicidad y la gloria eterna. Además de servir a la purificación y perfeccionamiento de la imagen de Dios en el hombre, a semejanza de su Hijo, el cual, “por el sufrimiento aprendió lo que significa obedecer” al Padre, quien por el sufrimiento lo llevó a la resurrección y la gloria.

Ahí se justifica el sufrimiento más injusto, pero del cual no es justo culpar a Dios, pues él no es el autor del sufrimiento ni de la muerte, sino el “transformador” de esas realidades en felicidad y en gloria eterna.

Corintios 5, 14- 17

Hermanos: El amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo murió por todos, entonces todos han muerto. Y Él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos. Por eso nosotros, de ahora en adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así. El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.

Si uno solo, Cristo, ha muerto y resucitado por todos, significa que todos morimos con él a todo lo que nos puede cerrar las puertas de la resurrección y de la vida eterna. Y si él ha muerto por amor nuestro, debemos corresponderle con amor, no viviendo ya para nosotros mismos, sino para él, que murió y resucitó por nosotros, a fin de que nosotros podamos morir como él y resucitar con él.

Gracias a su muerte y resurrección, Cristo comparte nuestro destino: la muerte; y nosotros compartimos el suyo: la vida. La muerte de Jesús es un don porque nos merece la vida; y nuestra muerte es una ofrenda agradable a Dios, que él transforma en don para nosotros mediante la resurrección.

Debemos vivir gozosamente conscientes de nuestra pertenencia a Cristo, que nos ha ganado para él con su muerte y resurrección. Nuestra persona se integra en el orden divino de la Persona de Cristo: nos hace miembros suyos, criaturas nuevas que ya no podemos pensar ni vivir ni valorar a nadie ni nada sólo de tejas abajo. Y decidir integrarnos en su obra redentora: “Si Cristo dio la vida por nosotros, también nosotros debemos darla por nuestros hermanos”.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, June 18, 2006

FIESTA y BANQUETE

FIESTA y BANQUETE

Corpus Christi A / 18-06-2006

Dijo Jesús a los judíos: - Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo. Los judíos discutían entre sí: - ¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Jesús les dijo: - Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que es vida, me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo. Pero no como el de vuestros antepasados, que comieron y después murieron. El que coma este pan vivirá para siempre. Jn 6, 51-59.

Jesús, una vez vuelto al Padre en la ascensión, vive una presencia universal, como él mismo lo asegura: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Su presencia y su caminar con nosotros todos los días tiene la expresión máxima en la Eucaristía, ofrenda y banquete de vida eterna, donde él se nos da como Pan de la Palabra y Pan eucarístico.

Sin embargo, la Eucaristía, “Pan vivo bajado del cielo”, sólo produce en nosotros frutos de transformación, vida y resurrección, si a la vez nosotros nos abrimos y nos hacemos presentes a él con la fe, la acogida gozosa, la imitación. Nuestra ausencia ante esta presencia personal y amorosa de Cristo vivo, es la que hace infructuosas tantas misas, comuniones, visitas eucarísticas, oraciones, procesiones..., que no logran causar ningún efecto transformador de la persona en su relación con el prójimo y con Dios, porque de hecho ni Dios ni el prójimo están en la base y en la cima de sus intereses.

San Pablo advierte a los fieles de Corintio - y a nosotros -: “Que cada uno, antes de comer este pan y beber esta copa, tome conciencia de lo que hace, porque si come o bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación” (1Cor 11, 27-29).

La prueba de una verdadera comunión con Cristo en la Eucaristía, es la comunión efectiva y afectiva con él en otras realidades donde también está presente: la Palabra de Dios, el prójimo necesitado, la creación... Estas realidades son signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica de Jesús, y la comunión amorosa con ellas nos merecen también su promesa: “Yo lo resucitaré el último día”.

Que la Eucaristía sea siempre para nosotros lo que debe ser: un encuentro real de amistad con quien más nos ama y con nuestros hermanos en la fe; una acción de gracias a Dios en unión con Cristo. Y que la comunión sea una acogida de amor que salva, de gozo festivo compartido, de adhesión amorosa a Jesús que entra a vivir en nuestra persona. “Quien me come, vivirá por mí”. Que podamos decir con san Pablo: “Mi vida es Cristo”.

Estos efectos salvíficos de la comunión eucarística se dan también en la comunión espiritual de deseo, cuando la comunión sacramental no es posible. El verdadero deseo y súplica a Cristo resucitado para que entre a nuestra vida, hogar, trabajo, alegrías, sufrimientos..., produce los mismos efectos que la comunión sacramental, simplemente porque es la misma Persona, Cristo vivo, la que se hace presente en nosotros mediante ambas formas de comunión. Y la comunión espiritual no tiene límites de leyes morales, canónicas o religiosas.

Es necesario promover la comunión espiritual, que también llevará a muchos a la comunión sacramental, pues ambas son la respuesta acogedora y vital a la promesa de Jesús: “Sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”; “Venga a mí todos los que están casados y agobiados, y yo los aliviaré”. “Al que venga a mí, no lo rechazaré”. La comunión eucarística es la que une realmente a los católicos auténticos. Y será la causa de la unión con y entre los cristianos de otras confesiones, que ya están unidos entre ellos y con nosotros por la misma fe en Cristo, por el mismo bautismo y por la misma Palabra de Dios. Y la comunión espiritual ¿no podría ser el punto de partida para esa unión?

PROTAGONISTAS NO ESPECTADORES

Asistir a la Eucaristía como espectadores, o hacer de la misa y de la comunión un asunto personal, equivale a deformar la misa y la comunión. Atengámonos a la palabra del mismo Jesús: “Yo soy el pan bajado del cielo para la vida del mundo” (Jn 6, 33), y: “El pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 52). Y en la consagración se ofrece el cuerpo y la sangre de Cristo “por ustedes y por todos los hombres”, no sólo por los que asisten o por los católicos.


La Eucaristía es el portentoso acontecimiento de alcance universal en el que compartimos con Cristo resucitado la salvación del mundo y nos hacemos “cuerpo vivo y real de Cristo”, la Iglesia universal, celebrando y ofreciéndose junto con Cristo por la redención de la humanidad: es la obra máxima de apostolado salvífico y de la vida de la Iglesia.


La Eucaristía actualiza verdaderamente la presencia real de Cristo resucitado en persona, y se nos brinda la ocasión privilegiada para compartir -como “pueblo sacerdotal”, “nación santa, pueblo elegido, linaje escogido, sacerdocio real”-, el supremo Sacerdocio de Jesús, ejerciendo el sacerdocio bautismal junto con el sacerdocio ministerial, ambos indispensables y complementarios para que la celebración eucarística no sea un simple espectáculo ritual.


En la celebración activa de la Eucaristía, al ofrecernos junto con Jesús por la salvación del mundo, nos hacemos protagonistas y sacerdotes unidos a Cristo, cada cual según su condición.


La Eucaristía es la máxima obra sacerdotal de Cristo resucitado y de su Cuerpo, la Iglesia. En ella Cristo en persona se hace presente como celebrante principal, y comparte con la Iglesia su misión sagrada. Así la Iglesia realiza, en unión con Cristo, cuanto él realizó en su vida terrena: la santificación-salvación de los hombres y la glorificación de Dios.


La obra sacerdotal de Cristo es la obra de la Encarnación que él llevó a cabo en toda su vida como sacerdote-mediador entre Dios y los hombres. Esta obra culminó en el misterio pascual, en el que el Padre cumplió sus promesas: la resurrección y la gloria eterna para su Hijo, y que Jesús desea compartir con los hombres: “Padre, quiero que donde yo estoy, estén también los que me diste”.


Así, lo que Jesús hizo se nos atribuye también a nosotros como hecho por nosotros. Lo que fue hecho por Cristo mediante la naturaleza humana de todos, en la cual se encarnó, ahora se ejerce por cada una de las personas reunidas en la unidad de su Cuerpo, la Iglesia.


Jesús obró la glorificación de Dios mediante la santificación y salvación del hombre; es decir, dio culto a Dios reconduciendo hacia él a los hombres purificados, reconciliados y santificados. Así en la Eucaristía es santificado el hombre al unirse con Cristo para que pueda dar gloria al Padre (reconocerlo, amarlo y agradarle). La santidad es vida en Cristo, como lo testimonia san Pablo: “Mi vida es Cristo”.Ojalá asimilemos y vivamos este maravilloso y portentoso acontecimiento de la Eucaristía, y nos hagamos auténticos adoradores de Dios en espíritu y en verdad, porque en nosotros, mediante la Eucaristía, obra y adora Cristo mismo en el Espíritu.

Estas líneas están inspiradas en la constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia. La imagen ha sido tomada de www.mercaba.org .

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, June 11, 2006

SANTÍSIMA TRINIDAD

SANTÍSIMA TRINIDAD

Ciclo B - 11-06-2006

En aquellos días los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, dudaban. Y Jesús, acercándose, les dijo: - Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a vivir todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. Mt 28, 16-20

La Trinidad es la Familia Divina, origen y destino de toda familia humana y de todo cuanto existe en el mundo visible e invisible. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están en continua y eterna actividad animada por el amor: la creación en continua evolución y renovación, la conservación y salvación de la humanidad y de todo lo creado.

El Misterio de la Trinidad, misterio de amor infinito, se refleja y transparenta en muchas “trinidades” presentes en la creación, obra de su sabiduría, de su amor y de su omnipotencia. Por ejemplo: el mundo material es uno, pero son tres sus constituyentes: aire, agua y tierra. El árbol es uno, pero copa, tronco y raíz.

El hombre es la imagen viva de la Trinidad, con sus tres facultades constitutivas: mente, voluntad y corazón, fuentes del conocimiento, de la libertad y del amor. El hombre es parecido a Dios trino, porque “lo hizo a su imagen y semejanza”, es su obra maestra en la creación visible. Y lo ama tanto, que lo hace su propio templo, como dice san Pablo: “¿No saben que son templos de la Santísima Trinidad?” Y Jesús afirma: “A quien me ame, lo amará mi Padre, vendremos a él y moraremos en él”.

La familia humana unida en el amor y constituida por el padre, la madre y los hijos, es otra imagen de la Familia Divina, en la que tiene su origen y modelo. De hecho, cuando padre, madre e hijos se aman de verdad, decimos que son una sola cosa, pero ninguno solo hace familia. La familia humana, lo mismo que la Familia Trinitaria, se constituye por la vida, el amor, y la felicidad.

En base a estas imágenes “trinitarias” creadas podemos vislumbrar que la Trinidad no es un frío absurdo, sino un entrañable misterio de amor infinito, de vida, de felicidad, paz y belleza, que nuestra pequeña inteligencia no puede comprender, pero sí puede adorar, contemplar, amar, desear y gozar para siempre.

Jesús no está ni obra nunca solo. Jesús obra y vive en la Familia Trinitaria, con el Padre y el Espíritu Santo. Jesús les manda también a sus discípulos que obren, evangelicen y bauticen, no en nombre propio, sino “en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, continuando por todo el mundo su misión salvadora a favor de los hijos de Dios, con destino a la Familia Trinitaria.

Pero es necesario vivir agradecidos esta pertenencia gratuita y privilegiada a la Familia Trinitaria, para no perderla. Jesús nos indica cómo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”.

Todos podemos y debemos evangelizar escuchando y practicando la Palabra de Dios allí donde vivimos, trabajamos, sufrimos, amamos y gozamos, enseñando con la vida, con la palabra y la acción a vivir lo que Jesús ha mandado.

Creer en la Trinidad para llegar a su Hogar eterno, es vivir en relación de amor y gratitud con las tres divinas Personas: con el Padre que nos ama, con el Hijo que nos salva y con el Espíritu Santo que nos sana. Los tres viven y actúan de continuo en nosotros, que somos templos vivos de la Trinidad.

Abramos las puertas a nuestra Familia Trinitaria, a su amor, a su vida, a su felicidad en el tiempo para alcanzarla en su casa eterna, el paraíso.


Deuteronomio 4, 32-34. 39-40

Moisés habló al pueblo diciendo: Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir? ¿O qué dios intentó venir a tomar para sí una nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu Dios, lo hizo por ti en Egipto, ante tus mismos ojos? Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios --allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la tierra-- y no hay otro. Observa los preceptos y los mandamientos que hoy te prescribo. Así serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.

Moisés invita al pueblo a reflexionar sobre la presencia amorosa de Dios en su historia; presencia de privilegio manifestada con prodigios y hazañas que no realizó con ningún otro pueblo, demostrando así que él es el único y verdadero Dios del cielo y de la tierra. Todos los demás pretendidos dioses, no son nada.

Mas lo que Moisés dijo al pueblo es sólo figura de lo que dijo e hizo Jesús, lo que sigue diciendo y haciendo al nuevo pueblo predilecto de Dios, y al mundo. Jesús mismo es el milagro y hazaña suprema de Dios a favor del hombre: su encarnación, nacimiento, vida, predicación, muerte, resurrección y ascensión.

Y su permanencia infalible entre nosotros en la Eucaristía y en los demás sacramentos, en su Palabra, en la alegría y en el sufrimiento, en el mundo, está confirmada con incontables milagros a través de la historia, en la vida de los santos y no tan santos, en sus apariciones y en las apariciones de la Virgen María.

La fe es un don, pero hay que pedirlo y abrir los ojos de la mente y del corazón a tantas maravillas de Dios presente, maravillas en nuestra propias vida. Para quien cree, sobran las pruebas; para quien no cree, no le basta ninguna.

Romanos 8, 14-17

Hermanos: Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios «iAbbá!», es decir, «iPadre!» El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con Él para ser glorificados con Él.

Todas las otras religiones, incluida la judía, tratan de hacerse propicio a Dios y alcanzar la salvación con ritos y con esfuerzos en el cumplimiento de normas y leyes. Pero los seguidores de Cristo –cristianos- saben que han recibido la filiación divina por obra del Espíritu Santo en el bautismo, quien los hizo hijos de Dios en su propio Hijo Jesús, nuestro hermano. Y nos aseguramos su benevolencia con sólo llamarle “Padre”, pero de corazón y con fe, y viviendo como hijos suyos.

Sólo el Hijo de Dios, podía asegurarnos que Dios es también nuestro Padre: “Padre mío y Padre de ustedes”, “Padre nuestro, que estás en el cielo”. Y que no sólo podemos, sino que debemos llamarle Padre, viviendo todo lo que ese nombre implica: confianza filial, ternura, cariño, misericordia, ayuda, cercanía amorosa… Y la consiguiente salvación: coherederos de la gloria eterna con el Hijo de Dios: “Padre, donde yo esté, quiero que estén también ellos conmigo”.

Pero esta eterna herencia gloriosa está condicionada al sufrimiento ofrecido en unión con Cristo. Sufrimiento exigido por la renuncia a todo lo que pone en peligro esa herencia; y por la lucha para vivir de modo que seamos “glorificados con él porque sufrimos con él”.

P. Jesús Álvarez, ssp

Sunday, June 04, 2006

¡VEN, ESPÍRITU SANTO!

¡VEN, ESPÍRITU SANTO!

Pentecostés, 4-6-2006

Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes! Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: ¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a ustedes. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos. (Jn. 20,19-23).

El miedo y la cobardía marcan la actitud de los pastores y de los fieles cristianos mientras no vivamos conscientes de que Jesús resucitado está en medio de nosotros, con nosotros, en nosotros, y eso nos llene de paz, alegría y seguridad. Él no nos engaña cuando nos dice: “Estoy con ustedes todos los días”. ¡Inmensa dignación! Sólo hace falta que nosotros correspondamos a esa promesa entrañable con el esfuerzo cotidiano y la voluntad optimista de “estar con él todos los días”.

Por otra parte, debemos tener presente que, como el Padre lo envió a él, así él nos envía a nosotros para ser testigos de su palabra y de su presencia resucitada allí donde estemos o donde alcancemos según nuestras posibilidades potenciadas por la fuerza omnipotente del Espíritu Santo. “Así los envío yo a ustedes” no es una consigna en exclusiva para la jerarquía o el clero, sino para toda la comunidad, para todo cristiano, por el hecho de ser cristiano, nombre que significa eso: “portador de Cristo”, “testigo de Cristo resucitado”.

Ser testigos de Jesús no consiste en sólo repetir sus palabras y su doctrina, sino también vivirlas e imitarlo en sus actitudes y obras, lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo en nosotros, como lo afirma san Pablo: “No podemos decir ‘Jesús es el Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo”; y el himno al Espíritu Santo: “Sin tu ayuda nada bueno hay en el hombre”.

A pesar de ser débiles, pecadores y deficientes en todo, Jesús nos encomienda la misma misión de los apóstoles en un mundo donde imperan las poderosas fuerzas del mal, que nos superan inmensamente. Pero si nos encomienda la misma misión que a los apóstoles, también pone a nuestra disposición los mismos dones y carismas que concedió a los apóstoles; también a nosotros nos envía el Espíritu Santo con su fuerza omnipotente.

No bastan los proyectos pastorales, la profesionalidad, los medios, las estructuras, la oratoria, los estudios teológicos y pedagógicos, etc.; todo eso es bueno, pero sin la acción del Espíritu Santo resulta inútil para la evangelización y salvación del mundo. Y puede resultar incluso fatal, como sugieren las palabras de Jesús: “No los conozco, obradores de iniquidad”, por haber prescindido de Dios al realizar las obras de Dios y apropiárselas.

La fuerza santificadora y salvadora de la evangelización no es obra nuestra, sino del Espíritu Santo a través de nuestra vida y obras, si nos abrimos a él y nos dejamos guiar por él. Jesús nos envía el Espíritu Santo y viene con él para que produzcamos mucho fruto, asegurado por su palabra infalible con una condición: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. Por eso la primera y principal preocupación -diría obsesión- tiene que ser en absoluto la de vivir unidos a Cristo resucitado presente; lo demás es relativo por muy bueno que sea.

Pidamos con María, a diario, los dones del Espíritu Santo, y reconozcamos su obra en nosotros, en los demás, en la Iglesia, en el mundo, como María lo hizo con el Magníficat. Aunque los resultados no siempre sean visibles e inmediatos, el cristiano –clero o laico- unido a Cristo en el Espíritu, es imposible que no produzca frutos de salvación, como es imposible que el sol no produzca luz y calor. (S. J. Crisóstomo).


He 2, 1-11

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran. Estaban de paso en Jerusalén judíos piadosos, llegados de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y entre el gentío que acudió al oír aquel ruido, cada uno los oía hablar en su propia lengua. Todos quedaron muy desconcertados y se decían, llenos de estupor y admiración: "Pero estos ¿no son todos galileos? ¡Y miren cómo hablan! Cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios."

Los discípulos, unidos en torno a la Madre de Jesús, compartían el miedo y el sufrimiento, la oración confiada y la esperanza. Estaban encerrados en el Cenáculo, pero no en sí mismos. Por otra parte, si se hubieran dispersado, buscando cada uno su propia casa y seguridad, no habría sido posible el milagro de Pentecostés.

Y así el milagro se da: la gente escucha y se convierte al oírlos hablar con valentía sobre Jesús resucitado. Antes de su pasión el Maestro decía a sus discípulos: “En esto reconocerán que ustedes son mis discípulos: si se aman unos a otros”; y oraba así por ellos: “Padre, que sean uno, como nosotros somos uno, para que el mundo crea”.

La unión en el amor de Cristo es la primera condición –y la primera palabra creíble- de la eficacia salvadora en la evangelización. La unión en Cristo es el lenguaje que todo el mundo entiende. Pero la falta de unión hace incomprensible el mensaje de Jesús, e incluso llega a escandalizar en vez de edificar.

Grupos, comunidades, catequistas, familias cristianas, sacerdotes y religiosos sólo serán creíbles y harán creíble el Evangelio si viven esa unión en torno a Cristo Resucitado, que sigue enviando su Espíritu a quienes lo desean, lo piden y lo acogen.

1Cor 12, 3-7. 12-13

Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Parecería que san Pablo exagera al afirmar que por nuestras solas fuerzas no podemos decir ni siquiera “Jesús es el Señor”. Pero una cosa es pronunciar una frase y otra profesar con fe y de corazón lo que la frase significa: “Jesús es el Hijo de Dios, muerto y resucitado, vivo y presente entre nosotros”; y otra cosa más es vivir esa realidad, lo cual es imposible sin la ayuda del Espíritu Santo, “que habla en nosotros con palabras inefables”, si lo acogemos.

Sólo es posible por la acción del Espíritu santo el que cada cual asuma con gozo, convicción y gratitud activa sus talentos y su misión en el mundo, en la Iglesia, en la familia, en el grupo o comunidad, como valiosa aportación a la obra de la liberación y salvación encabezada por Cristo en el Espíritu. Sin envidia, ni rivalidades, ni prepotencia, ni indiferencia. Estamos en la “era” del Espíritu Santo: supliquemos sus dones como los apóstoles en intensa oración unidos con María, la Madre de Jesús y Reina de los Apóstoles.

P. Jesús Álvarez, ssp