¡VEN, ESPÍRITU SANTO!
Pentecostés, 4-6-2006
Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes! Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: ¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a ustedes. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos. (Jn. 20,19-23).
El miedo y la cobardía marcan la actitud de los pastores y de los fieles cristianos mientras no vivamos conscientes de que Jesús resucitado está en medio de nosotros, con nosotros, en nosotros, y eso nos llene de paz, alegría y seguridad. Él no nos engaña cuando nos dice: “Estoy con ustedes todos los días”. ¡Inmensa dignación! Sólo hace falta que nosotros correspondamos a esa promesa entrañable con el esfuerzo cotidiano y la voluntad optimista de “estar con él todos los días”.
Por otra parte, debemos tener presente que, como el Padre lo envió a él, así él nos envía a nosotros para ser testigos de su palabra y de su presencia resucitada allí donde estemos o donde alcancemos según nuestras posibilidades potenciadas por la fuerza omnipotente del Espíritu Santo. “Así los envío yo a ustedes” no es una consigna en exclusiva para la jerarquía o el clero, sino para toda la comunidad, para todo cristiano, por el hecho de ser cristiano, nombre que significa eso: “portador de Cristo”, “testigo de Cristo resucitado”.
Ser testigos de Jesús no consiste en sólo repetir sus palabras y su doctrina, sino también vivirlas e imitarlo en sus actitudes y obras, lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo en nosotros, como lo afirma san Pablo: “No podemos decir ‘Jesús es el Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo”; y el himno al Espíritu Santo: “Sin tu ayuda nada bueno hay en el hombre”.
A pesar de ser débiles, pecadores y deficientes en todo, Jesús nos encomienda la misma misión de los apóstoles en un mundo donde imperan las poderosas fuerzas del mal, que nos superan inmensamente. Pero si nos encomienda la misma misión que a los apóstoles, también pone a nuestra disposición los mismos dones y carismas que concedió a los apóstoles; también a nosotros nos envía el Espíritu Santo con su fuerza omnipotente.
No bastan los proyectos pastorales, la profesionalidad, los medios, las estructuras, la oratoria, los estudios teológicos y pedagógicos, etc.; todo eso es bueno, pero sin la acción del Espíritu Santo resulta inútil para la evangelización y salvación del mundo. Y puede resultar incluso fatal, como sugieren las palabras de Jesús: “No los conozco, obradores de iniquidad”, por haber prescindido de Dios al realizar las obras de Dios y apropiárselas.
La fuerza santificadora y salvadora de la evangelización no es obra nuestra, sino del Espíritu Santo a través de nuestra vida y obras, si nos abrimos a él y nos dejamos guiar por él. Jesús nos envía el Espíritu Santo y viene con él para que produzcamos mucho fruto, asegurado por su palabra infalible con una condición: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. Por eso la primera y principal preocupación -diría obsesión- tiene que ser en absoluto la de vivir unidos a Cristo resucitado presente; lo demás es relativo por muy bueno que sea.
Pidamos con María, a diario, los dones del Espíritu Santo, y reconozcamos su obra en nosotros, en los demás, en la Iglesia, en el mundo, como María lo hizo con el Magníficat. Aunque los resultados no siempre sean visibles e inmediatos, el cristiano –clero o laico- unido a Cristo en el Espíritu, es imposible que no produzca frutos de salvación, como es imposible que el sol no produzca luz y calor. (S. J. Crisóstomo).
He 2, 1-11
Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran. Estaban de paso en Jerusalén judíos piadosos, llegados de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y entre el gentío que acudió al oír aquel ruido, cada uno los oía hablar en su propia lengua. Todos quedaron muy desconcertados y se decían, llenos de estupor y admiración: "Pero estos ¿no son todos galileos? ¡Y miren cómo hablan! Cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios."
Los discípulos, unidos en torno a la Madre de Jesús, compartían el miedo y el sufrimiento, la oración confiada y la esperanza. Estaban encerrados en el Cenáculo, pero no en sí mismos. Por otra parte, si se hubieran dispersado, buscando cada uno su propia casa y seguridad, no habría sido posible el milagro de Pentecostés.
Y así el milagro se da: la gente escucha y se convierte al oírlos hablar con valentía sobre Jesús resucitado. Antes de su pasión el Maestro decía a sus discípulos: “En esto reconocerán que ustedes son mis discípulos: si se aman unos a otros”; y oraba así por ellos: “Padre, que sean uno, como nosotros somos uno, para que el mundo crea”.
La unión en el amor de Cristo es la primera condición –y la primera palabra creíble- de la eficacia salvadora en la evangelización. La unión en Cristo es el lenguaje que todo el mundo entiende. Pero la falta de unión hace incomprensible el mensaje de Jesús, e incluso llega a escandalizar en vez de edificar.
Grupos, comunidades, catequistas, familias cristianas, sacerdotes y religiosos sólo serán creíbles y harán creíble el Evangelio si viven esa unión en torno a Cristo Resucitado, que sigue enviando su Espíritu a quienes lo desean, lo piden y lo acogen.
1Cor 12, 3-7. 12-13
Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
Parecería que san Pablo exagera al afirmar que por nuestras solas fuerzas no podemos decir ni siquiera “Jesús es el Señor”. Pero una cosa es pronunciar una frase y otra profesar con fe y de corazón lo que la frase significa: “Jesús es el Hijo de Dios, muerto y resucitado, vivo y presente entre nosotros”; y otra cosa más es vivir esa realidad, lo cual es imposible sin la ayuda del Espíritu Santo, “que habla en nosotros con palabras inefables”, si lo acogemos.
Sólo es posible por la acción del Espíritu santo el que cada cual asuma con gozo, convicción y gratitud activa sus talentos y su misión en el mundo, en la Iglesia, en la familia, en el grupo o comunidad, como valiosa aportación a la obra de la liberación y salvación encabezada por Cristo en el Espíritu. Sin envidia, ni rivalidades, ni prepotencia, ni indiferencia. Estamos en la “era” del Espíritu Santo: supliquemos sus dones como los apóstoles en intensa oración unidos con María, la Madre de Jesús y Reina de los Apóstoles.
P. Jesús Álvarez, ssp
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