Un maestro de la ley que había oído la discusión, viendo que les había contestado bien, se le acercó y le preguntó: - ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús respondió: - El primero es: Escucha, Israel: el Señor, Dios nuestro, es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos. El escriba le dijo: - Muy bien, maestro; con razón has dicho que él es uno solo y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale mucho más que todos los holocaustos y sacrificios. Jesús, al ver que había respondido tan sabiamente, le dijo: - No estás lejos del reino de Dios. Marcos 12,28-34
Era lógico que un escriba preguntase al Maestro cuál era el principal de los mandamientos, pues ellos tenían 613 mandamientos, sin que se distinguiera cuáles eran divinos y cuáles sólo humanos. Aunque la pregunta iba con cierta malicia, era una buena pregunta: se necesitaba saber si había un mandamiento que los sintetizara todos.
Gran parte de aquel cúmulo de mandamientos eran invenciones humanas para evadir el principal mandamiento, justamente el que los resume todos, el mandamiento del amor: "Amarás al Señor tu Dios…; amarás a tu prójimo…”
¿Será equivocado pensar que también hoy la gran mayoría de los cristianos, después de veinte siglos, seguimos sustituyendo el mandamiento del amor a Dios y al prójimo por un buen catálogo de normas y leyes morales, disciplinares, canónicas, eclesiásticas, civiles, familiares, buenos modales, costumbres, ritos, educación…? Y no porque sean malas esas cosas, sino porque se vuelven inhumanas e idolátricas cuando suplantan la ley del amor, cosa tan al orden de cada día y en todo lugar, como una cruel esclavitud.
Jesús, con su nacimiento, vida, muerte y resurrección, tuvo un único objetivo: enseñarnos que Dios nos ama y enseñarnos a corresponderle amándolo a él y amándonos unos a otros. Es más: él superó y nos pide que superemos el mandamiento antiguo de "amar al prójimo como a sí mismo", cambiándolo por el suyo: "Ámense los unos a los otros como yo los amo". Él nos reveló su forma de amar: "Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por los que ama".
El amor a Dios y al prójimo es la única fuente de la felicidad y de la libertad en este mundo y en la eternidad. Pero la mayoría pretenden beber el agua de la felicidad sin conectarse a su fuente. Y se buscan todos los charcos contaminados de los placeres: drogas, alcohol, orgías, lujos, poder, incluso a costa del sufrimiento e infelicidad del prójimo. Lo cual sucede también entre gente “muy religiosa”.
Se hace pasar por amor lo que es puro egoísmo, y por felicidad lo que es sólo cosquillas superficiales del sistema nervioso. Son muchas las cosas que gustan, pero que no llenan porque no son justas. Y en el intento desesperado por colmar el vacío, se añaden placeres a placeres cada vez más sofisticados y crueles para los otros y para sí mismos, hasta la reducción a la total infelicidad. Es el pan de cada día de la sociedad de consumo, camino a la autodestrucción.
Aprender a amar como Cristo Jesús y con él, es nuestra vocación, realización, libertad y felicidad en el tiempo y en la eternidad. El amor a Dios y al prójimo no puede ser algo rígido y moralizador. Es libertad para mejorar las expresiones y experiencias de ternura, de amistad, de dulzura. Es fuego del corazón humano, hecho a imagen del corazón de Dios-Amor-Cariño-Ternura, pero al infinito. "Si me falta el amor, de nada me sirve…"
Deuteronomio 6, 1-6
Moisés habló al pueblo diciendo: Este es el mandamiento, y estos son los preceptos y las leyes que el Señor, su Dios, ordenó que les enseñara a practicar en el país del que van a tomar posesión, a fin de que temas al Señor, tu Dios, observando constantemente todos los preceptos y mandamientos que yo te prescribo, y así tengas una larga vida, lo mismo que tu hijo y tu nieto. Por eso, escucha, Israel, y empéñate en cumplirlos. Así gozarás de bienestar y llegarás a ser muy numeroso en la tierra que mana leche y miel, como el Señor, tu Dios, te lo ha prometido. Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Ya en el Antiguo Testamento Dios presenta sus mandamientos como leyes de vida para todas las épocas y pueblos. Dios condiciona sus bendiciones, también materiales, al cumplimiento de sus mandamientos, que son expresión del amor a Dios y al prójimo. De ellos hará depender la vida, la salud, el bienestar, el progreso y la paz de las naciones como de las familias.
Es evidente que si la humanidad cumpliera los mandamientos de Dios, sería totalmente distinto el panorama mundial: no habría violencias, guerras, violaciones, asesinatos, odios, corrupción, y tal vez ni desastres naturales.
El mundo parece que anda al revés: los que se portan mal, lo pasan bien; y los que se esfuerzan por cumplir los mandamientos, lo pasan mal. Pero eso no es del todo cierto: pensemos en las cárceles, en los enfermos a causa de sus vicios…, y en todos los que lo pasan bien, pues también llegarán a pasarlo mal con la enfermedad y la muerte. Sin referirnos siquiera a la eternidad.
Y quienes lo pasan mal por cumplir los mandamientos y por la maldad de otros, además de recibir las bendiciones de Dios en esta vida, terminarán pasándolo “divino” con la máxima bendición: la resurrección y la felicidad eterna.
Hebreos 7, 23-28
Hermanos: En la antigua Alianza los sacerdotes tuvieron que ser muchos, porque la muerte les impedía permanecer; pero Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable. De ahí que Él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos. Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo. Él no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
La permanencia del sacerdocio del A. T. exigía la sucesión indefinida de los sacerdotes a causa de la muerte. Pero el sacerdocio de Cristo, muerto y resucitado, permanece para siempre. Los sacerdotes del pueblo judío eran pecadores y no podían salvar a los pecadores; pero Jesús, santo e inocente, “puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por su medio”.
Los hombres somos incapaces de abrirnos el camino hacia Dios. Sólo Jesús, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, puede abrirnos al encuentro real y transformador con Dios. El rito, la oración, la celebración, el sacramento que no nos abra a este encuentro vivo con Dios, es inútil, engañoso y fatal.
La Eucaristía, sacramento de amor y de “reconciliación perfecta”, es el ejercicio permanente del sacerdocio de Cristo resucitado en unión con la Iglesia, pueblo sacerdotal, para la salvación de la humanidad. Y el cristiano comparte con Jesús, mediante el sacerdocio bautismal, su Sacerdocio Supremo al ofrecerse, voluntaria y conscientemente, en unión con él como ofrenda agradable al Padre. Sin esta condición, la Eucaristía se queda en rito sin vida, sin eficacia salvadora.Si ves que te queda mucho camino para llegar a esto, no te desalientes: comienza a caminar decidido y él te lo hará posible.
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