TUS PECADOS ESTÁN PERDONADOS
Domingo 11° durante el año- C / 17 junio 2007
En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se puso a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás Junto a sus pies, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies, se los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo:- «Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora». Jesús tomó la palabra y le dijo:- «Simón, tengo algo que decirte». Él respondió:- «Dímelo, maestro». Jesús le dijo:- «Un prestamista tenia dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?» Simón contestó:- «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Jesús le dijo;- «Has juzgado rectamente». Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón:- «¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero a quien poco se le perdona, es porque demuestra poco amor». Y a ella le dijo:- «Tus pecados están perdonados». Los demás invitados empezaron a decir entre si:- «¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer:- «Tu fe te ha salvado: vete en paz». Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes. (Lucas 7,36-8,3)
Samuel 12,7-10. 13.
En aquellos días, dijo Natán a David: “Así dice el Señor Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu Señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías el hitita y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías”. David respondió a Natán: “He pecado contra el Señor”. Y Natán le dijo: “Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás”.
David, a pesar de tantos privilegios de Dios, cae en los abominables pecados de adulterio y asesinato, y merecía la muerte. Pero termina siendo modelo de pecador arrepentido: un “pecador bueno” por la conversión y la penitencia.
¿Qué habríamos merecido nosotros por nuestros pecados? Pero Dios “no nos ha pagado según merecen nuestras culpas”, sino que espera pidamos perdón y reparemos haciendo el bien contrario al mal que hicimos, y sobre todo con obras de misericordia, entre las cuales se encuentra aquella a la que Dios condiciona su perdón: perdonar a quienes nos han ofendido, nos ofenden o nos ofenderán: “Perdonen y serán perdonados”, pide Jesús. Perdonar es pura obra de amor.
Los pecados perdonados deberían ser la causa de una permanente gratitud y amor a Dios, demostrado ante todo por la lucha sincera para evitar el pecado. La “gracia (perdón) de Dios vale más que la vida”, puesto que la vida sin el perdón de Dios desemboca en muerte eterna, que separa de Dios-Vida-Amor. Más valdría no haber nacido.
Gálatas 2,16. 19-21.
Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la ley. Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero si la justificación fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil.
El perdón, la justificación y la salvación no se deben al cumplimiento de leyes, normas, ritos y obras, sino sólo a la fe en Cristo, que murió y resucitó por nuestra justificación. Por su muerte nos mereció el perdón, y por su resurrección, la justificación, que es relación positiva y filial con Dios, gracias a Cristo y en Cristo.
Entonces las leyes, las obras, las normas y los ritos ¿no tienen valor? Por sí solos no pueden ser causa de la justificación y la salvación, sino sólo condición. El canal no es el origen o causa del agua, sino sólo la condición o cauce del agua que llega a las plantas y árboles para darles vida.
Por eso en los ritos, leyes y obras tiene que preocuparnos más la fe y el encuentro amoroso con Cristo, que el cumplimiento externo, pues sólo la presencia del Salvador resucitado, acogido con fe y amor, les confiere eficacia santificadora y salvadora.
Sólo la unión real con Cristo presente hace al cristiano – persona unida a Cristo -. Unión que San Pablo expresa de manera magistral: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí”. Jesús también dijo: “Quien me come, vivirá por mí”.
P. Jesús Álvarez, ssp.
LA SEMILLA DE LA VIDA
Jesús dijo a la gente: - Escuchen esta comparación del Reino de Dios. Un hombre esparce la semilla en la tierra, y ya duerma o esté despierto, sea de noche o de día, la semilla brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da fruto por sí misma: primero la hierba, luego la espiga, y por último la espiga se llena de granos. Y cuando el grano está maduro, se le mete la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha. Jesús les dijo también: - ¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué comparación lo podríamos expresar? Es semejante a una semilla de mostaza; al sembrarla, es la más pequeña de todas las semillas que se echan en la tierra, pero una vez sembrada, crece y se hace más grande que todas las plantas del huerto y sus ramas se hacen tan grandes, que los pájaros del cielo buscan refugio bajo su sombra. (Marcos 4, 26 - 34.)
Con esta parábola de la semilla Jesús se refiere a la aparente insignificancia de su misión, compartida por sus seguidores en la siembra de la Palabra de Dios. Les da a entender que lo decisivo es sembrar con la vida y con la palabra, con la oración y la acción, con el sufrimiento y la alegría, pero unidos a él.
La semilla del reino crecerá de forma incontenible, porque es sembrada y cultivada por el mismo Dios, hasta el tiempo de la siega, o juicio divino. La acción profunda, lenta y paciente de Dios es una invitación a todos sus colaboradores frente a la impaciencia por los resultados visibles e inmediatos
El reino de Dios en la tierra - reino de vida y de verdad, de justicia y de paz, de libertad y solidaridad, de amor y fraternidad -, es sembrado por manos humanas en nombre de Dios. Y Dios da el crecimiento infalible, el cual no se debe a la sola actividad del hombre, como da a entender sin rodeos Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí no pueden hacer nada”.
La Palabra de Dios y los sacramentos son semilla del reino de Dios y de la vida divina sembrada en el hombre. Son cauces del poder divino que transforma a quien la acoge con fe y amor como don de Dios. Y crecerá incesantemente, aunque el hombre no lo perciba. “Quien escucha mis palabras y las cumple... quien come mi carne... tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”, afirma Jesús. Sin embargo, el hombre, en su libertad, puede cerrarse a la semilla o arrojarla de su corazón y de su vida.
Pero el reino de Dios, la Iglesia de Jesús, no debe temer el fracaso del evangelio por la pobreza de recursos y la insignificancia de los sembradores. Lo único que necesita son servidores pobres e incondicionales.
Pobres también si se valen de los medios más rápidos, costosos, poderosos y eficaces, de alcance mundial, como son los medios de comunicación social, que Cristo y los Apóstoles usarían hoy, como usaron entonces lugares con buena acústica, la barca, los areópagos, el cerro, el libro. Y a través de ellos se puede realizar hoy a la letra el mandato de Jesús: “Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a todas las gentes”: “Lo que les digo al oído, proclámenlo sobre los tejados”.
A pesar de todas las apariencias, el reino de Dios crece y se desarrolla incesantemente bajo la omnipotente mano divina y con la pobre colaboración humana. Es necesario tomar conciencia del gran honor que nos Dios concede al llamarnos a compartir con Cristo la construcción de su reino mediante la vida y el ejemplo, la palabra y la acción, la oración y el sacrificio ofrecido.
Hará falta toda la eternidad para comprender el misterio de la semilla divina sembrada en nosotros y por nosotros, y para agradecer el privilegio de ser sus colaboradores.
P. Jesús Álvarez, ssp.