SAN PEDRO Y SAN PABLO
Solemnidad de "San Pedro y San Pablo"
Tiempo Ordinario – A / Domingo 29 junio 2008.
Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Ellos le dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas. Él les dijo: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: Tú eres el mesías, el hijo del Dios vivo. Jesús le respondió: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos. Mateo 16,13-19.
Jesús hace un sondeo de la opinión que sobre Él tenía la gente. Aunque ya la conocía bien. Pero lo que le importaba era la opinión que ellos, los Doce, tenían sobre su Maestro. Quería afianzar la fe de sus discípulos respecto de su propia persona y misión.
Pedro tomó por primero y con decisión la palabra para confesar, ante sus compañeros, la fe en la divinidad y misión salvadora de Jesús. Más tarde, en previsión de las negaciones de Pedro en la noche de la pasión, Jesús le dijo: Y tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos.
La autoridad en la Iglesia no se identifica con el poder, los privilegios, el prestigio, los vestidos, como pasa con las autoridades políticas; y ni siquiera se asocia a la impecabilidad, sino que es servicio de amor y de unidad, de fe y conversión continua, de entrega por la liberación y salvación de los hombres en unión con el Resucitado, sin el cual la autoridad no puede hacer nada en orden a la liberación y salvación de la humanidad.
Por eso los puestos de servicio en la Iglesia deberían estar, no los que tienen más títulos y prestigio, sino los que más se distinguen en el servicio de la fe, de la unidad y del amor salvífico hacia el pueblo de Dios, a imitación del Buen Pastor.
Jesús constituye a Pedro como príncipe y servidor de su Iglesia. Sin báculo, sin mitra, sin vestidos pomposos, sin aplausos, sin más privilegios que el de ser el primero en hacerse el último de todos y servidor de todos, y dar la vida por la salvación de los hombres, como el Maestro, quien le asegura a Pedro y a sus sucesores que las fuerzas del mal no prevalecerán contra su Iglesia.
En esta fiesta es importante aclarar a los cristianos en qué consiste la Iglesia y quiénes constituyen la Iglesia. Sabemos que la opinión pública, manejada por los medios de comunicación social, consideran como Iglesia sólo a la jerarquía y al clero.
Entre los cristianos practicantes tal vez prevalece la opinión de que la Iglesia es la jerarquía, el clero y el pueblo, sin ir más allá. Pero la esencia verdadera de la Iglesia fundada por Jesús sobre Pedro, es el pueblo de Dios que con sus pastores camina hacia el reino eterno con Cristo resucitado a la cabeza. Son esas las tres realidades que constituyen la verdadera Iglesia de Cristo. Y si una de ellas se excluye, ya no se trata de la Iglesia de Jesús, la Iglesia católica, si no de otra cosa.
Cristo concede a Pedro, y en él a los demás apóstoles de entonces y de todos los tiempos, la misión de la misericordia: el poder de perdonar los pecados. La Iglesia no es la Iglesia del pecado, sino la Iglesia del perdón de los pecados, de los pecadores arrepentidos, tanto jerarcas como clero y fieles. Incluso Pedro fue un gran pecador arrepentido.
¿Por qué hoy está tan desprestigiado este admirable sacramento del amor misericordioso de Dios? ¿Qué ha hecho o no ha hecho la Iglesia, los confesores, para que se haya casi eclipsado este entrañable sacramento de la reconciliación gozosa y amorosa con Dios, con los hermanos y con la creación entera, por el cual se hace fiesta en el mismo cielo?
¿Por qué sólo un dos o tres por ciento de los bautizados acceden a la dicha de este sacramento del amor del Padre destinado a todos sus hijos? ¿No ha sido suplantada por el rito “justiciero” la esencia divina del sacramento, que es el amor misericordioso e infinito del Padre hacia cada uno de sus hijos?
Hechos de los Apóstoles 12, 1-11.
El rey Herodes hizo arrestar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó ejecutar a Santiago, hermano de Juan, y al ver que esto agradaba a los judíos, también hizo arrestar a Pedro. Eran los días de «los panes Ácimos». Después de arrestarlo, lo hizo encarcelar, poniéndolo bajo la custodia de cuatro relevos de guardia, de cuatro soldados cada uno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo después de la Pascua. Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él. La noche anterior al día en que Herodes pensaba hacerlo comparecer, Pedro dormía entre los soldados, atado con dos cadenas, y los otros centinelas vigilaban la puerta de la prisión. De pronto, apareció el Ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El Ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar, diciéndole: «¡Levántate rápido!» Entonces las cadenas se le cayeron de las manos. El Ángel le dijo: «Tienes que ponerte el cinturón y las sandalias», y Pedro lo hizo. Después le dijo: «Cúbrete con el manto y sígueme». Pedro salió y lo seguía; no se daba cuenta de que era cierto lo que estaba sucediendo por intervención del Ángel, sino que creía tener una visión.
Santiago fue el primer apóstol mártir, asesinado por Herodes, quien se propuso acabar también con Pedro simplemente porque eso les agradaba a los judíos. Mas la hora de Pedro no había llegado. El ángel del Señor lo salvó de la cárcel.
Los apóstoles, como continuadores de Jesús, han de recorrer el mismo camino del Maestro, marcado por la persecución, la muerte y la resurrección. Sufrimiento y salvación son las dos experiencias clave de la vida de la Iglesia.
Cristo nos ganó el perdón de los pecados y la salvación mediante su vida, muerte y resurrección, pero no eliminó la experiencia del pecado y de la muerte en la vida de sus seguidores.
La Eucaristía hace presente y actual la salvación de Jesús, y pone a nuestro alcance una liberación permanente en la comunidad de salvación, que es la Iglesia. ¡Feliz quien vive unido a Cristo como miembro vivo de su Iglesia!
2 Timoteo 4, 6-8. 17-18.
Querido hijo: Ya estoy apunto de ser derramado como una libación, y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos. Así fui librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me preservará hasta que entre en su Reino celestial. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos! Amén.
A imitación de Jesús, canjeado por un criminal y ejecutado como criminal, también Pablo lleva cadenas como un criminal, y está a punto de derramar su sangre por Cristo y su Evangelio, pero con la gozosa esperanza de la resurrección, en cumplimiento de su anhelo: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.
Quien se proponga vivir en serio como cristiano –imitador de Cristo-, debe disponerse airoso a ser perseguido de una u otra manera; pero “su tristeza se convertirá en alegría”, porque Cristo hace liviana y gloriosa la cruz llevada tras él y por él. Es la única manera de hacer soportable la cruz, que tarde o temprano deberá cargar toda persona humana.
Dame, Señor, la gracia y la fuerza de cargar la cruz tras de ti, para que puedas convertirla, como la tuya, en puerta de resurrección y de gloria eterna.
P. Jesús Álvarez, ssp.