Sunday, June 15, 2008

FALTAN TRABAJADORES Y SOBRA TRABAJO

FALTAN TRABAJADORES Y SOBRA TRABAJO

Domingo 11º del tiempo ordinario – A / 15 junio 2008

Al contemplar el gran gentío que lo seguía, Jesús sintió compasión, porque estaban decaídos y extenuados, como ovejas sin pastor. Y dijo a sus discípulos: La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen, pues, al dueño de la cosecha que envíe trabajadores a recoger su cosecha. Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio poder sobre los malos espíritus para expulsarlos y para curar toda clase de enfermedades y dolencias. Los envió a misionar, diciéndoles: No vayan a tierras de paganos, ni entren en pueblos de samaritanos. Diríjanse más bien a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. A lo largo del camino proclamen: “¡El Reino de los Cielos está ahora cerca!” Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar. Mateo, 9, 36 - 10,8

El pueblo que sigue a Jesús está cansado, no sólo del camino o por no haberse alimentado, sino sobre todo a causa de las doctrinas y leyes inhumanas que le imponen los dirigentes religiosos y políticos, incapaces de orientarlo hacia Dios, facilitándole una vida humana y religiosa digna. Es el cansancio de sentirse piezas, números u objetos a merced del egoísmo, de la explotación o del placer ajeno, sin amar ni sentirse amados. Como ovejas sin pastor.

El pueblo sigue hoy en gran parte desorientado, manipulado y explotado, sin la necesaria compasión y compromiso creativo de quienes han sido designados para liberarlo de la esclavitud implantada por los implacables y crueles ídolos del dinero, del poder y del placer.

El pueblo necesita más y mejores pastores, maestros, testigos y servidores públicos que lo orienten y sirvan, con amor desinteresado, frente a los mercenarios, corruptos y explotadores inhumanos, que acumulan en sus cuentas y engordan a costa del sudor ajeno.

Por eso Jesús pide a sus discípulos que oren para que se multipliquen los trabajadores al servicio del pueblo, desde sacerdotes hasta políticos, que ayuden a los hombres a liberarse del pecado y de la dependencia, y así logren una vida digna en comunión gozosa con el prójimo, con Dios, con la naturaleza y consigo mismo, camino necesario para llegar a la casa del Padre, al gozo eterno. Ante el desempleo generalizado, sobra trabajo en la viña del Señor.

Se necesita más y mejor oración, testimonio, trabajo vocacional para que el llamado del Padre sea acogido, y así surjan suficientes obreros que escuchen el grito del pueblo que sufre hambre de pan y hambre de Dios.

Sobre todos pesa la responsabilidad y el honor de colaborar al aumento de buenos pastores y servidores del pueblo: con la oración persistente, con los inevitables sufrimientos ofrecidos como plegaria, con el ejemplo, apoyo moral, capacitación y ayuda generosa, que nunca será proporcionada al bien que a cambio se recibe.

De esa manera se comparte la misión sacerdotal y pastoral de Cristo y de sus discípulos. Tú mismo serás un obrero de la mies en tu ambiente. La evangelización no es exclusiva de nadie. Es un honor y compromiso para todos los cristianos, seguidores, discípulos de Cristo.

En este paso del Evangelio Jesús pide a los suyos que no cobren el servicio; mientras que en otro lugar dice que el obrero es digno de su salario. ¿Cómo se entiende? En realidad la evangelización y la salvación son dones tan altos, que resultan absolutamente impagables e incobrables. Pero los beneficiarios, desde sus posibilidades y generosidad, deben sostener a los enviados de Cristo, y así recibirán el premio de apóstoles, como él promete a quien ayuda a sus enviados.

Jesús les dice a los apóstoles que no vayan a los paganos ni a los samaritanos, sino a los judíos extraviados, que eran los primeros destinatarios de la salvación. Pero él mismo predicó entre los samaritanos, y luego envió a los discípulos a predicar a los paganos de todo el mundo: “Vayan y evangelicen a todos los pueblos”.

Todavía hoy existen muchos evangelizadores y catequistas católicos que se dirigen sólo a los católicos practicantes que van a las iglesias, ignorando el mandato expreso de Jesús de ir a todas las gentes, a todo el pueblo. Es necesario buscar nuevas formas y medios para llegar a todos, en especial a los bautizados alejados.

Éxodo 19,2-6

En aquellos días, los israelitas, al llegar al desierto de Sinaí, acamparon allí, frente al monte. Moisés subió hacia Dios. El Señor le llamó desde el monte diciendo: «Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los israelitas: “Ya han visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a ustedes los he llevado sobre alas de águila y los he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escuchan mi voz y guardan mi alianza, ustedes serán mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”».

Dios escogió de modo especial a Israel como propiedad suya entre todos los pueblos. “Ser pueblo de Dios” -hoy “Iglesia de Cristo”- no es sólo un privilegio, sino que exige también la respuesta del pueblo con la escucha y obediencia a su voz.

Pero esta respuesta implica el compromiso de vivir en la intimidad con Dios: ser “nación santa”, y testimoniar entre todos los pueblos su salvación: ser “un reino de sacerdotes”, mediadores de esa salvación para todos los pueblos, pues Dios quiere que todos se salven, y su voluntad no cambia como la nuestra.

La plenitud de esa santidad –intimidad con Dios- y de ese sacerdocio –misión salvífica para todos los pueblos- la realiza Cristo Jesús con su vida, muerte y resurrección, quien comparte su santidad y sacerdocio con la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, nosotros.

Los cristianos no podemos contentarnos sólo con ser destinatarios de la salvación, sino también mediadores (sacerdotes) de la salvación de Dios para todo el mundo. Así de claro e irrenunciable: debemos escuchar la voz de Dios y ponerla en práctica, si queremos ser destinatarios de esa salvación que Dios nos ofrece en Crsito. “¡Ay de mí si no evangelizo!”, exclamaba san Pablo.

Jesús nos indica la forma: “Quien está unido a mí (intimidad), produce mucho fruto (misión); pero separados de mí, no pueden hacer nada”. En esos consiste la plenitud de la intimidad con Dios y del sacerdocio mediador, que alcanza su máxima eficacia en la Eucaristía.

Romanos 5, 6-11.

Hermanos: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama, es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.

Se puede llegar a dar la vida por una persona amada o por una causa justa. Pero es difícil que alguien dé la vida por un enemigo o por algo que no vale la pena. Sin embargo, Jesús dio la vida por la humanidad pecadora -por nosotros-, que le había vuelto la espalda y hasta se había puesto contra él, como si fuera un enemigo, y por eso mismo no valía la pena.

Este gratuito, heroico, inaudito y casi absurdo amor de Cristo por la humanidad y por nosotros, es la máxima garantía de nuestra esperanza: la reconciliación con Dios y la salvación por la resurrección. Cristo dio la vida para que nosotros superemos la muerte, nuestro mayor enemigo, al que solos somos radicalmente incapaces de vencer.

Sin embargo, la seguridad de la oferta salvífica por parte de Dios sólo se concreta si el hombre la acoge con gratitud y aprecio, y se compromete a colaborar con Cristo en la salvación del prójimo. “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, asegura san Agustín.

Y san Pablo exhorta: “Trabajen por su salvación con temor y temblor” (Filipenses 2, 12); o sea, con responsabilidad y seriedad, pues se trata del máximo bien de nuestra persona y de la existencia humana, como lo expresa rotundamente Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” (Mateo 16, 26).

P. Jesús Álvarez, ssp.

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