CAMINOS DE CONVERSIÓN Y PAZ
Domingo 2º adviento - B / 7-12-2008.
Este es el comienzo de la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios. En el libro del profeta Isaías estaba escrito: “Mira, te voy a enviar a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Escuchen ese grito en el desierto: ¡Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos!” Así empezó Juan Bautista a bautizar en el desierto. Allí predicaba el bautismo e invitaba a la conversión para alcanzar el perdón de los pecados. Toda la provincia de la Judea y el pueblo de Jerusalén acudían a Juan para confesar sus pecados y ser bautizados por él en el río Jordán. Juan llevaba un manto de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Proclamaba este mensaje: “Detrás de mí viene uno con mayor poder que yo, y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias arrodillado a sus pies”. (Marcos 1, 1-8).
La Buena Noticia de la venida de Jesús no es resultado de la historia o de la ciencia humana, sino don directo, espléndido y sorprendente de Dios. La buena y alegre noticia es la venida y la presencia real del mismo Hijo de Dios en el mundo, a quien Juan Bautista anunciaba como mayor que él, y no se sentía digno siquiera de desatarle las correas de sus sandalias. ¡Gran ejemplo de humildad para nosotros!
El hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, haya venido al mundo y sea Dios-con-nosotros, es evangelio – que significa buena noticia -, porque tomó nuestra carne para salvarnos desde nuestra carne y hacernos con él hijos de Dios, con derecho a su misma vida y gloria eterna.
Hoy la Buena Noticia para nosotros no es sólo conmemoración de la venida y nacimiento histórico de Cristo hace más de dos mil años, sino su presencia salvadora, real, gloriosa y eficaz entre nosotros y en el mundo, como conductor, centro y rey de la historia, Cabeza de la Iglesia, a la que él va guiando de manera misteriosa, pero segura, hasta que haya un solo rebaño y un solo Pastor, y la lleve al Reino eterno.
Hay que preparar al Mesías los caminos de la vida individual, comunitaria, eclesial y social, enderezando conductas extraviadas, de espaldas a Dios y al prójimo.
Preparar el camino al Señor exige dejar todo lo que pueda marginar a Dios y al prójimo en nuestra vida diaria: la mentira, la indiferencia, la envidia, el rencor, la venganza, la cobardía, la incomprensión, la hipocresía, el orgullo, la ira, la idolatría…
Enderezar sus caminos es valernos de todo para volver a Dios, al prójimo, y a nosotros mismos: por el amor, la conversión, el perdón, el diálogo, la ayuda, la paz, el respeto, la alegría de vivir, la gratitud a Dios y a los demás, la oración sincera, la honradez, el trabajo de calidad, el sufrimiento ofrecido como aporte salvífico a la redención de Jesús…, y acoger a Cristo mismo, como el máximo don del Padre. Jesús se hace realmente nuestro, sobre todo en la Biblia, en la Eucaristía y en el prójimo. Es necesario reponer a Dios en su lugar dentro y alrededor de nosotros.
Juan predicaba el bautismo y la conversión a la vez; y no sólo el bautismo como rito externo. Los sacramentos sólo tienen valor de salvación cuando en ellos y desde ellos - que son acontecimientos de salvación - mejoramos continuamente la relación de amor con Dios y con el prójimo. Los sacramentos bien recibidos nos abren para que el Espíritu Santo nos bautice por dentro con el fuego del amor, que se experimenta y cultiva con obras concretas.
Es necesario romper con las esclavitudes propias y ajenas que se hacen pasar por libertad: cambiar los gestos de amor fingido por amor verdadero; dejar las falsas alegrías y las diversiones frívolas prefabricadas, para alcanzar la alegría del corazón y de la vida, contagiándola a los demás, que tanto la necesitan.
Hay que cerrar las puertas a los ídolos que intentan devorarnos, y cambiar las falsas imágenes de Dios por el Dios verdadero, Dios-Amor, Dios-vida, Dios-Paz, Dios-Alegría.
La fuente de la verdadera alegría brota allí donde la persona humana se encuentra con Dios y con el prójimo en el amor.
Isaías 40, 1-5. 9-11.
¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo! -dice su Dios-. Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está pagada, que ha recibido de la mano del Señor doble castigo por todos sus pecados. Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras, los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor. Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: «¡Aquí está tu Dios!» Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio: el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede. Como un pastor, él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz.
El pueblo de Israel está desterrado y humillado, al borde de la desesperación, dejado de la mano de Dios, porque ha rehusado tender la mano a Dios y aferrarse a ella.
Pero el Señor colma el abismo que el pueblo ha cavado entre él y Dios con sus pecados: le prepara el retorno a la tierra prometida, lo consuela con ternura infinita, lo toma de la mano sin fuerzas ya para alzarse, y se pone en marcha, guiado por el mismo Dios hacia la libertad.
La misericordia y ternura de Dios son inseparablemente de su omnipotencia. Él levanta su brazo poderoso contra los opresores y toma en brazos a su pueblo herido, como el Buen Pastor lleva en brazos la oveja herida.
En el Nuevo Testamento la misericordia y la ternura de Dios se han personificado en Cristo Jesús, que se ha hecho Dios-con-nosotros de cada día, y se nos da en la Eucaristía, en su Palabra, en la Iglesia, en el prójimo, en el sufrimiento y en la alegría.
Creámosle y vivamos correspondiendo su promesa infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días”. “¡Aquí está tu Dios!” Gran paz, consuelo y alegría nos da sentirnos perdonados, amados, acompañados y estrechados contra su pecho por el mismo Hijo de Dios.
Pedro 3, 8-14.
Queridos hermanos, no deben ignorar que, delante del Señor, un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir lo que ha prometido, como algunos se imaginan, sino que tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan. Sin embargo, el Día del Señor llegará como un ladrón, y ese día, los cielos desaparecerán estrepitosamente; los elementos serán desintegrados por el fuego; y la tierra, con todo lo que hay en ella, será consumida. Ya que todas las cosas se desintegrarán de esa manera, ¡qué santa y piadosa debe ser la conducta de ustedes, esperando y acelerando la venida del Día del Señor! Entonces se consumirán los cielos y los elementos quedarán fundidos por el fuego. Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia. Por eso, queridos hermanos, mientras esperan esto, procuren vivir de tal manera que Él los encuentre en paz, sin mancha ni reproche.
Los ancianos suelen decir: ¡Qué rápido pasó el tiempo! Mas para Dios el tiempo se hace eterno y la eternidad entra en el instante presente. Por eso tiene con nosotros una paciencia infinita, y en su ternura espera siempre que nos volvamos a él para poder salvarnos. No olvidemos que nuestro tiempo no es eterno: decidámonos de una vez y de todo corazón por Dios, por los otros y por nosotros mismos en perspectiva de eternidad.
Porque todo lo que nos fascina y nos distrae de él, desaparecerá consumido por el fuego, para dar lugar a una tierra nueva y a un cielo nuevo, lo cual sucederá para nosotros ya de alguna manera el día en que Dios nos llame a sí de improviso.
Lo decisivo es que apoyemos nuestra vida y pongamos nuestro corazón en personas, bienes y valores y que no serán desintegrados ni consumidos: Dios, el amor al prójimo, las obras buenas, la oración, sufrimientos, alegría interior…
P. Jesús Álvarez, ssp.