Sunday, December 27, 2009

FAMILIA: SANTUARIO DE CIELO EN LA TIERRA


FAMILIA: SANTUARIO DE CIELO EN LA TIERRA



LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ - C / 27-12-2009.



Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió los doce años, subió también con ellos a la fiesta, pues así había de ser. Al terminar los días de la fiesta regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Seguros de que estaba con la caravana de vuelta, caminaron todo un día. Después se pusieron a buscarlo entre sus parientes y conocidos. Como no lo encontraran, volvieron a Jerusalén en su búsqueda. Al tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas. Sus padres se emocionaron mucho al verlo; su madre le decía: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos." El les contestó: "¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre quiere?" Pero ellos no compren-dieron esta respuesta. Jesús entonces regresó con ellos, llegando a Nazaret. Posteriormente siguió obedeciéndoles. Su madre, por su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón. Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres. Lucas 2,41-52

La fiesta de la Sagrada Familia es la fiesta de todas las familias, pues toda familia es sagrada, por ser templo donde Dios Amor comunica la vida a través del amor de los padres. Amor que no se reduce al placer y los bienes materiales, que son también dones de Dios para gozar y compartir con orden y gratitud.

La familia está al servicio de la persona y de su misión en la vida, y no al revés. Los hijos son un don de Dios y le pertenecen. Sólo Dios es el origen de la vida y dueño de los hijos. Los padres son sólo cauces de la vida de sus hijos. Por eso Jesús, a los doce años, sin contar con sus padres, se quedó en el templo para cumplir la voluntad de su Padre. Y también la Virgen María, a los trece, había dado ya su SÍ al ángel, y sin consultar a sus padres ni a los sacerdotes.

Jesús, el Hijo de Dios, quiso nacer en una familia, pues la familia unida en el amor es el ambiente insustituible para el crecimiento sano y feliz de los hijos y de los padres. Para la persona humana no existe bien más gratificante que un hogar donde los padres se aman, aman a sus hijos y éstos corresponden.

La gran mayoría de las enfermedades psíquicas, morales, espirituales y físicas tienen a menudo su origen en la disolución de la familia o en la falta de amor en el hogar. El verdadero amor y la unión familiar son la mejor medicina preventiva contra las enfermedades físicas, morales, psíquicas y espirituales.

En la Sagrada Familia no fue todo milagro; hubo incluso miedo, persecución, destierro, pérdida de Jesús en la peregrinación a Jerusalén, falta de trabajo y de pan. Hubo agonía y muerte. Pero el amor verdadero los conservó unidos a Dios Padre y entre sí, con lazos cada vez más fuertes. Ese fue el gran secreto de su felicidad en el tiempo y en la eternidad.

No hay amor verdadero sin sufrimiento; y el sufrimiento sin amor, es infierno en la tierra, así como el amor hace de la tierra cielo, aun en medio del sufrimiento. La familia es templo de Dios con destino de cielo ya en la tierra, a la espera de reintegrarse en la Familia Trinitaria, que es su origen y destino.

Donde hay amor, allí está Dios Amor, que sostiene a sus hijos en el sufrimiento y se lo convierte en fuente de felicidad, de vida y de salvación. Y de la misma muerte hace surgir la vida por la resurrección. Pues “cuando el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.


1 Samuel 1, 20-22. 24-28.

Ana concibió, y dio a luz un hijo, al que puso el nombre de Samuel, diciendo: «Se lo he pedido al Señor». El marido, Elcaná, subió con toda su familia para ofrecer al Señor el sacrificio anual y cumplir su voto. Pero Ana no subió, porque dijo a su marido: «No iré hasta que el niño deje de mamar. Entonces lo llevaré y él se presentará delante el Señor y se quedará allí para siempre». Cuando el niño dejó de mamar, lo subió con ella y lo condujo a la Casa del Señor en Silo. El niño era aún muy pequeño. Y después de inmolar el novillo, se lo llevaron a Elí. Ella dijo: «Perdón, señor mío, ¡por tu vida, señor!, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti, para orar al Señor. Era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y Él me concedió lo que le pedía. Ahora yo, a mi vez, se lo cedo a Él: para toda su vida queda cedido al Señor». Después se postraron delante del Señor.

Antes de la venida de Cristo, en el pueblo hebreo la esterilidad matrimonial era considerada como una gran desgracia, pues los estériles se consideraban excluidos por Dios de la genealogía del Salvador. Era el caso de Ana y Elcaná.

Pero Ana no se rindió ante tan gran desgracia, sino que se propuso pedir a Dios, con insistencia y fe, ser liberada de esa deshonra. Y Dios le concedió el niño que pedía, y estaba feliz. Mas no quiso quedarse para sí tan gran don de Dios, sino que se lo devolvió y consagró para estuviera toda la vida sirviendo al Señor en el templo. Heroico, generoso y agradecido desprendimiento.

Ejemplo siempre actual para los padres y familias cristianas que deberían pedir a Dios que al menos un hijo o una hija se consagren totalmente a Dios en el sacerdocio o la vida religiosa, como el don más grande que Dios puede conceder a una familia. Pero muchos pareciera que prefieren verlos drogadictos y fracasados en el matrimonio que consagrados a Dios en la vida religiosa y en el sacerdocio.


1 Juan 3, 1-2. 21-24.

Queridos hermanos: ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es. Queridos míos, si nuestro corazón no nos hace ningún reproche, podemos acercarnos a Dios con plena confianza, y Él nos concederá todo cuanto le pidamos, porque cumplimos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Su mandamiento es éste: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos los unos a los otros como Él nos ordenó. El que cumple sus mandamientos permanece en Dios, y Dios permanece en él; y sabemos que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado.

¡Admirable página del “discípulo amado”! Todo un programa de vida cristiana auténtica. No sólo nos llamamos hijos de Dios, ni somos adoptivos, sino que somos verdaderos hijos suyos muy amados y por doble partida: nos ha dado la vida natural por medio de nuestros padres, y nos ha regenerado a la vida sobrenatural y eterna por la vida, pasión, muerte y resurrección de su Hijo divino, destinándonos a ser semejantes a él y a verlo tal cual es en el paraíso.

Y como somos hijos, somos también coherederos de la vida eterna con el Hijo. ¿Cómo podemos creer que Dios no nos ama y no corresponder a tanto amor y deseo de estar con nosotros? Correspondemos a su amor cuando cumplimos sus mandamientos: creer en Cristo, amarnos mutuamente, orar confiadamente, y hacerle espacio a Jesús en el corazón y en la vida.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Friday, December 25, 2009

A QUIENES LO ACOGIERON, LES CONCEDIÓ SER HJOS DE DIOS


A QUIENES LO ACOGIERON,


LES CONCEDIÓ SER HJOS DE DIOS.

Navidad 2009.

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (Juan 1,1-18)

La Navidad es el cumpleaños de Jesús, nuestro Salvador resucitado. Es la fiesta entrañable del misterio de la salvación puesto a nuestro alcance gracias a la fidelidad inquebrantable de Dios, que en Cristo resucitado comparte día a día nuestra vida para eternizarla en la felicidad eterna.

El nacimiento del Hijo de Dios en carne mortal cobra su pleno sentido en la perspectiva de la Resurrección, la cual fue el “nacimiento” definitivo de Cristo para la gloria eterna. Nacimiento que anhela compartir con nosotros.

La Navidad es la fiesta para celebrar y agradecer el inmenso beneficio que Dios nos hace al darnos a su Hijo: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo” para hacernos hijos suyos y herederos con él de la vida eterna.

Es la fiesta en la que tomamos mayor conciencia de que Dios comparte nuestra historia. Él “puso su tienda entre nosotros” y se compromete a vivir con nosotros todos los días, como la Luz verdadera que “ilumina a todo hombre”.

Sin embargo el hombre, engañado por las fuerzas del mal y en complicidad con ellas, siembra las tinieblas de la injusticia, del hambre, del odio, de la guerra, de la pobreza, del orgullo, del abuso de poder, del pecado, de la impiedad. A pesar de todo eso, el Salvador se compromete a “iluminar a todo hombre que viene a este mundo”, y llevarlo a compartir la dicha de la Familia Trinitaria.

La acogida de Cristo en el corazón, en la vida, en la familia..., hace que la Navidad sea verdadera, y nos merezca la Navidad sin fin a través de la resurrección, nacimiento a la vida eterna. He ahí el pleno sentido y el fruto de la Navidad.
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La Navidad hoy se revive sobre todo en el acto sencillo y a la vez sublime de la Eucaristía y de la comunión, donde se realiza de forma especial lo dicho por Juan evangelista: “A quienes lo acogieron, les dio la capacidad de ser hijos de Dios”.
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Pero la Navidad se paganiza para quienes se cierran a la presencia real del Redentor resucitado, Dios-con-nosotros: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. No hay Navidad verdadera sin acogida real a Cristo vivo y presente. La alegría bullanguera de lo externola vacía de sentido.

La Navidad es real, auténtica, cuando con fe y amor se acoge a Cristo Resucitado en el corazón, en la vida, en la familia, pues sólo así se celebra de verdad el acontecimiento de su primera Navidad en la humildad; y sólo así nos preparamos a la Navidad eterna que Jesús quiere darnos por la resurrección.

“Dichosos ustedes porque han oído y creído, pues todo el que cree, como María, concibe y da a luz al Verbo de Dios”, nos dice San Ambrosio.

Isaias 52, 7-10.

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Rompan a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.

Isaías se refiere al final del destierro y al regreso a Jerusalén, su ciudad reducida a ruinas. Destierro y destrucción son consecuencia de haber suplan-tado a Dios por ídolos: armas, aliados, soberbia, poder, dinero, placer...

¿Quién no ha probado la ausencia de Dios por haberlo rechazado? Se lo excluye de la familia, de la enseñanza, de la política, del trabajo, de las relaciones, del sufrimiento, del placer y de la alegría..., y a menudo le cerramos la puerta incluso en la oración y el culto por falta de amor a él y al prójimo. Dios mismo se lamenta: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Y luego llegamos hasta el descaro de echarle la culpa del mal cuya responsabilidad es de los humanos, tal vez nuestra.

Pero Dios mismo toma la iniciativa de saltar la distancia que hemos puesto entre nosotros y él. Si la tristeza es el resultado del pecado, la alegría es la consecuencia del perdón y cercanía de Dios, y del perdón y la unión entre nosotros.

El nacimiento de Jesús es el acercamiento libre de Dios hacia nosotros, y él sólo espera ser acogido como Amor misericordioso para llenarnos de luz, alegría, paz, de sentido de la vida, y para llevarnos a la eterna Navidad.

Hebreos 1,1-6.

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado»? O: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios».

El autor alude a la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento, pronunciada por los profetas, pero ahora hecha carne en Cristo, Palabra viva y personificada del Padre.
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El Hijo ha sido nombrado heredero de toda la inmensa creación visible e invisible, que él gobierna y sostiene con su brazo poderoso, a la vez que con su Palabra omnipotente guía a la humanidad hacia las moradas eternas.

El Salvador ejerce su omnipotencia sobre todo arrancando al hombre del poder del mal, mediante el perdón y la purificación de los pecados. Él ahora está encumbrado sobre todos los ángeles, a la derecha del Padre, donde intercede por nosotros y nos está preparando un puesto en su banquete eterno.

Es para saltar de gratitud y alegría ante la infinita misericordia que Dios nos muestra en su Hijo encarnado, crucificado y resucitado, el Dios-con-nosotros de cada día, que anhela llevarnos con él a la fiesta eterna, que se inaugura ya aquí abajo: “A quien me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y haremos morada en él”. Donde está Dios está el paraíso, a pesar de los sufrimientos.

Somos cuna y templo del Salvador, y en nosotros lo adoran los ángeles como en Belén. Dichosa realidad para vivir con amorosa y eterna gratitud.

“Les he dicho estas cosas para que su alegría sea completa”.


¡¡FELIZ NAVIDAD!!!


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, December 20, 2009

¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!




¡Bendita tú entre las mujeres,

y bendito el fruto de tu vientre!

Domingo 4° de adviento-C / 20-12-2009

Lucas 1, 39-45

En aquellos días, María se puso en camino y file aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de Maria, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y exclamó con voz fuerte: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído; porque lo que te ha dicho el Señor se cumplírá».

Miqueas 5, 1-4a

Así dice el Señor: «Y tú, Belén de Efrata, aunque eres la más pequeña de todos los pueblos de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen se remonta a los tiempos antíguos, a los días pasados. Por eso, el Señor los abandonará hasta el momento en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos vuelva con los hijos le Israel. En pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su Dios. Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y Él mismo será nuestra paz».

Hebreos 10, 5-10

Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: "Aquí estoy yo para hacer tu voluntad". Primero dice: "No quieres ni aceptas sacrificios, ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias", que se ofrecen según la Ley. Después añade: "Aquí estoy yo para hacer tu voluntad". Con esto, Cristo suprime los antiguos sacrificios, para establecer el nuevo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.


Frente al vaciamiento que suele hacerse de la Navidad, hasta su profanación, rescatamos unos párrafos de la Constitución Lumen Gentium, del Vaticano II, que nos revelan el misterio salvífico de la Navidad, y presentan a la Virgen María como modelo de toda evangelización, que consiste en acoger a Cristo para darlo como Salvador a los hombres.

Queriendo Dios, infinitamente sabio y misericordioso, llevar a cabo la redención del mundo, al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de mujer… para que recibiéramos la adopción de hijos (Gálatas 4, 4-5). “El cual, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María”.

Este misterio divino de la salvación nos es revelado y se continúa en la Iglesia, que fue fundada por el Señor como cuerpo suyo, y en la que los fieles, unidos a Cristo Cabeza y en comunión con todos sus santos, deben venerar también la memoria “en primer lugar de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo”. (Lumen Gentium n. 52).

Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo, y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios Hijo Redentor, redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo.

Con el don de una gracia tan extraordinaria, (María) aventaja con creces a todas las otras criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, “sino que es verdadera madre de los miembros (de Cristo)…, por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza” (San Agustín).

Por ese motivo, (la Virgen María) es también proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia, y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera como a madre amantísima, con afecto de piedad filial. (Lumen Gentium n. 53).

El Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida… Lo cual se cumple, en modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas, y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos de una misión tan grande.

Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento del pecado alguno, la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como servidora del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con él y bajo él, con la gracia de Dios omnipotente. (Lumen Gentium n. 56).

Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación, se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino para asistir a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre (Lucas 1, 41-45); y en el nacimiento, cuando la Madre de Dios, llena de gozo, presentó a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que, lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal. (Lumen Gentium n. 57).

Sunday, December 13, 2009

CONVIÉRTETE A LA FELICIDAD


CONVIÉRTETE A LA FELICIDAD

Domingo 3° de adviento-C/13-12-2009


La gente le preguntaba a Juan Bautista: "¿Qué debemos hacer?" Él les contestaba: "El que tenga dos capas, que dé una al que no tiene, y el que tenga de comer, haga lo mismo." Vinieron también cobradores de impuestos para que Juan los bautizara. Le dijeron: "Maestro, ¿qué tenemos que hacer?" Respondió Juan: "No cobren más de lo establecido." A su vez, unos soldados le preguntaron: "Y nosotros, ¿qué debemos hacer?" Juan les contestó: "No abusen de la gente, no hagan denuncias falsas y conténtense con su sueldo." El pueblo estaba en la duda, y todos se preguntaban interiormente si Juan no sería el Mesías, por lo que Juan hizo a todos esta declaración: "Yo los bautizo con agua, pero está para llegar uno con más poder que yo, y yo no soy digno de desatar las correas de su sandalia. El los bautizará con el Espíritu Santo y el fuego”. Lucas 3,10-18.

La misma pregunta de los diversos personajes: “¿Qué debemos hacer?”, apunta al mismo objetivo: “…para alcanzar la felicidad en el tiempo y en la eternidad?”

¿Cómo convertirse a la verdadera felicidad? La infelicidad tiene siempre su raíz en el pecado propio o ajeno: cosas mal hechas, mal pensadas, mal sentidas, mal dichas…; con la omisión del bien que podíamos haber hecho, dicho, pensado, sentido; con las relaciones humanas frías, egoístas, abusivas, perjudiciales o pervertidas. Pero la infelicidad se debe sobre todo a nuestras relaciones deficientes, nulas o negativas con la Fuente misma de toda felicidad: Dios.

¿Qué hacer entonces? Para ser felices en lo posible en esta vida y plenamente en la eterna, ante todo hay que abandonar las falsas o aparentes felicidades que nos hunden en la infelicidad, y volverse a la Fuente de toda felicidad: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón anda inquieto mientras no descansa en ti” (San Agustín).

Juan anuncia la Buena Noticia, que identifica con la persona del Salvador. Y ese mismo Jesús se pone a sí mismo cada día a nuestra disposición como fuente de la felicidad que ansiamos: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Sobre él tenemos que modelar nuestra vida humana y cristiana de cada día para que sea de verdad feliz con la felicidad pascual de Jesús resucitado y presente, que nos está preparando un puesto de felicidad eterna.

A espaldas de él se pueden lograr satisfacciones, pero no la felicidad que ansiamos desde lo más profundo de nuestro ser, y que buscamos neciamente una y mil veces allí donde no se encuentra.

Se vuelve con obstinación a las charcas resecas y contaminadas de muerte, como si nos faltara el sentido común y la razón, pero sobre todo por falta de fe. Jesús nos dice: “Les he comunicado estas cosas para que mi felicidad esté en ustedes”. Él desea transformar nuestros sufrimientos en felicidad. ¿Le creemos?

Jesús, por ser el Hijo de Dios, nos posibilita la liberación del pecado y de sus consecuencias, y nos da la alegría de vivir en el tiempo, y la esperanza de la felicidad eterna.

Jesús no vino para condenarnos, sino que murió y resucitó a fin de que nosotros resucitemos con él para la felicidad total que nos está preparando. No podemos arriesgarla por caramelos que se disuelven o pompitas de jabón que esfuman en el aire.

Sofonías 3, 14-18

¡Grita de gozo, oh hija de Sión, y que se oigan tus aclamaciones, oh gente de Israel! ¡Regocíjate y que tu corazón esté de fiesta, hija de Jerusalén! Pues Yavé ha cambiado tu suerte, ha alejado de ti a tus enemigos. No tendrás que temer desgracia alguna, pues en medio de ti está Yavé, rey de Israel. Ese día le dirán a Jerusalén: "¡No tengas ningún miedo, ni tiemblen tus manos! ¡Yavé, tu Dios, está en medio de ti, el héroe que te salva! Él saltará de gozo al verte a ti, y te renovará su amor. Por ti danzará y lanzará gritos de alegría como lo haces tú en el día de la Fiesta”. Apartaré de ti ese mal con el que te amenacé, y ya no serás humillada.

A este domingo se le llama “laetare”, alégrense: domingo de la alegría. La verdadera alegría -la que nadie nos puede quitar- se encuentra en Dios, que “está cerca”, “en medio de nosotros”, “en nosotros”, en la profundidad íntima de nuestro ser. Sólo es cuestión de abrirnos a él, acogerlo y tratarlo con amor.

De ahí la alegría de sabernos hijos de Dios muy queridos por él, arrullados entre sus brazos divinos y cubiertos de sus caricias. Dios salta de gozo al mirarnos y ver en nosotros su imagen divina, y nos mantiene su amor y fidelidad por encima de todo. Sólo espera correspondencia: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Por eso hay que desterrar el miedo y sustituirlo por la oración confiada, seguros de la presencia tierna y omnipotente de nuestro Padre “materno”, viviendo una esperanza indestructible apoyada en la promesa infalible de su esa presencia amorosa, que solicita de continuo nuestro amor y fidelidad hacia él y hacia el prójimo, con el cual él se identifica por ser su imagen.

Pero esta verdadera alegría no nos libra del sufrimiento y del dolor; no hace de nuestra vida una serie ininterrumpida de comodidades y gratificaciones. Sino que la alegría de Dios es nuestra fortaleza y paz en el combate contra las penas, las tensiones, el pecado y los temores que nos pueden asaltar en cualquier momento, y que él quiere transformar en victoria, felicidad y gloria eterna.

Filipenses 4, 4-7

Estén siempre alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres y den a todos muestras de un espíritu muy abierto. El Señor está cerca. No se inquieten por nada; antes bien, en toda ocasión presenten sus peticiones a Dios y junten la acción de gracias a la súplica. Y la paz de Dios, que es mayor de lo que se puede imaginar, les guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús.

San Pablo escribe desde la cárcel, y tiene motivos más que suficientes para estar triste y afligido. Sin embargo, rebosa de alegría por la presencia del Resucitado en su vida, en sus acciones y sufrimientos, y por la victoria triunfal que espera de su mano poderosa y amorosa al final de la carrera terrena. Desde esa situación contagia a los filipenses su alegría por la presencia salvadora de Cristo vivo.

La presencia del Resucitado testimoniada con la vida, la adoración, la súplica y la acción de gracias, hacen que la paz y la alegría de Dios reine en los corazones y en los hogares. Se destierra el terror ante el mal y el miedo infundado a Dios, a la vez que son el más eficaz antídoto para curar las heridas del pecado y evitarlo.

La alegría cristiana, alegría pascual que brota de la presencia viva del Resucitado, es una condición esencial de la evangelización: nos hace testigos de Cristo presente. La alegría pascual hace convincente y eficaz la evangelización.

P. Jesús Álvarez, ssp.

Tuesday, December 08, 2009

ALÉGRATE, ALÉGRANOS, LLENA DE GRACIA


ALÉGRATE, ALÉGRANOS, LLENA DE GRACIA

LA INMACULADA, esperanza y garantía de redención



8-12-2009



Llegó el ángel Gabriel hasta María y le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás. María entonces dijo al ángel: ¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre? Contestó el ángel: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. (Lucas 1,26-38)

La solemnidad de la Inmaculada al principio del adviento no es pura coincidencia, sino que forma parte del misterio del adviento: por María Inmaculada viene al mundo el Salvador. La Inmaculada es el símbolo y la primicia de la humanidad redimida y el fruto más espléndido de la obra redentora de Cristo.

La concepción inmaculada de María es una verdad firme de nuestra fe católica, que la Iglesia acoge y propone apoyándose en la experiencia de fe vivida durante siglos por el Pueblo de Dios. Es una grandiosa iniciativa del amor salvador de Dios que supera la inteligencia y la capacidad expresiva del lenguaje humano.
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Este admirable don de Dios abre al hombre la esperanza de poder realizar sus aspiraciones más hondas e imperecederas de felicidad, propias del “reinado de Cristo que no terminará jamás”.

¿Quién puede no desear compartir eternamente con nuestra Madre María la transparencia, la alegría, la belleza, la plenitud, la gracia de ser Inmaculada? Ella es la garantía de que un día seremos como ella, si acogemos con fe y amor al fruto de su vientre, Cristo Jesús, único Salvador.

La verdadera devoción a la Virgen consiste en imitarla en esta vocación y misión: acoger en nuestro corazón y en nuestras vidas a Cristo, vivir la experiencia de su presencia en nosotros, para darlo a los otros con el ejemplo, la oración, las obras, el sufrimiento ofrecido, la palabra, la alegría, el amor, la fe y la esperanza.
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En la Comunión eucarística recibimos al mismo Jesús que María acogió en la Anunciación. Y si lo acogemos con fe, amor y pureza de corazón, lo daremos sin duda a los otros, aunque no nos demos cuenta.

Entonces produciremos frutos de salvación para los otros y para nosotros, porque “quien está unido a mí, produce mucho fruto”, como asegura el mismo Jesús. María fue la criatura más unida a Cristo, y por eso la que produjo el máximo fruto de salvación para la humanidad: Jesús, que es “el fruto bendito de su vientre”.

María Inmaculada es el signo de la meta a la que Dios nos llama: la victoria eterna sobre el pecado, sobre el mal y la muerte, la cual por Cristo se hace puerta de la resurrección y de la gloria eterna que Dios tiene preparada para quienes lo aman.

El mal, el pecado existen en nuestro corazón y a nuestro alrededor, en la familia, en la Iglesia y en la sociedad: la injusticia, la prepotencia, la violencia, las violaciones, la corrupción, el holocausto de inocentes no nacidos y nacidos, la indiferencia, el placer egoísta a costa del sufrimiento ajeno, el divorcio, el odio, la guerra, el dominio despótico sobre los más débiles...

Pero el mal y el pecado, con todas sus consecuencias, se vencen sólo “a golpes” de bien, en unión con Cristo y con María Inmaculada, que tienen en su mano la victoria segura sobre todo mal y sobre la misma muerte.

La presencia de Jesús victorioso, formado también en nosotros por el Espíritu Santo, y la presencia maternal de María en nuestras vidas, las tenemos garantizadas por la misma palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Donde está Jesús, allí está María, Madre suya y madre nuestra.

Génesis 3, 9-15. 20

Después que el hombre y la mujer comieron del árbol que Dios les había prohibido, el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?» «Oí tus pasos por el jardín», respondió él, «y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí». Él replicó: «¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?». El hombre respondió: «La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él». El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Cómo hiciste semejante cosa?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí». Y el Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón». El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes.

El pecado original no consistió en comer una manzana (la cual es sólo un símbolo), sino pretender ser como Dios prescindiendo de Dios y haciendo caso al enemigo de Dios. Y ése sigue siendo el pecado del hombre en todos los tiempos, seducido por las serpientes del orgullo, del poder, del dinero y del placer, que perturban las relaciones entre Dios, el hombre y la mujer.

Al sentirse culpable, el hombre culpa a la mujer, y la mujer culpa a la serpiente. Y la escena se repite a diario a través de la historia: echar la culpa al otro para evadir la propia responsabilidad. Pero sólo reconociendo la propia culpa y detestándola ante Dios, podremos recuperar la paz y podremos volver a mirar sin miedo a Dios y vivir en amistad gozosa con él.

Dios maldice a la serpiente, pero no maldice al hombre y a la mujer, aunque deban soportar el dolor y el duro trabajo para sobrevivir a causa de su pecado. El hombre es responsable del pecado de poner los bienes creados por Dios en el lugar que le corresponde a Dios en el corazón y en la vda.

Pero el hombre y la mujer no sólo son pecadores, sino también víctimas del pecado propio y ajeno; mas también son capaces de vencer el pecado y sus consecuencias, volviéndose a Dios y uniéndose a Jesús y a María en la lucha victoriosa contra el mal, el pecado y la muerte.

Efesios 1, 3-6. 11-12

Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido. En Él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano --según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad-- a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria.

A partir del pecado original y a pesar de él, Dios traza su proyecto de salvación a favor de la humanidad, para devolver al hombre la categoría sublime de hijo suyo en su Hijo, hecho Hijo de María, para que el hombre sea heredero de todos los bienes de su reino, de la misma vida de Dios y de su gloria.

El destino del hombre es dar gloria a Dios, y no porque Dios necesite la gloria y alabanza del hombre, sino porque el hombre encuentra su plena realización y su total felicidad al reconocer, agradecer y alabar a Dios, pues sólo así se hace semejante a Dios en grandeza y felicidad.

La fuente y el camino de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad eterna, es la santidad. Pero se debe entender y experimentar en qué consiste esta santidad: simplemente en la unión real con Cristo resucitado presente.

San Pablo lo experimentó a la perfección: “Para mí la vida es Cristo”; “No soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí”. Jesús lo expresó así: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”, y se entiende: fruto de santidad y salvación. Santidad es sinónimo de felicidad plena, total, en el tiempo y en la eternidad.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, December 06, 2009

VERÁN LA SALVACIÓN DE DIOS


VERÁN LA SALVACIÓN DE DIOS



Domingo 2º Adviento-C / 6-12-2009.



Era el año quince del reinado del emperador Tiberio. Poncio Pilato era gobernador de Judea, Herodes gobernaba en Galilea, su hermano Filipo en Iturea y Traconítide, y Lisanias en Abilene; Anás y Caifás eran los jefes de los sacerdotes. En este tiempo la palabra de Dios le fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Juan empezó a recorrer toda la región del río Jordán, predicando bautismo y conversión, para obtener el perdón de los pecados. Esto ya estaba escrito en el libro del profeta Isaías: “Oigan ese grito en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos. Las quebradas serán rellenadas y los montes y cerros allanados. Lo torcido será enderezado, y serán suavizadas las asperezas de los caminos. Todo mortal entonces verá la salvación de Dios”. (Lucas 3, 1-6).

La predicación de Juan Bautista, precursor y anunciador del Mesías, se realiza en situaciones políticas, sociales y religiosas bien concretas, donde abunda la hipocresía, la corrupción, la opresión, la explotación, la manipulación, con el consiguiente sufrimiento para el pueblo sencillo y pobre. Y hoy la historia se repite.

El Bautista denuncia esas injusticias e invita a los responsables a que se conviertan, y trabajen por eliminar las diferencias escandalosas entre las clases sociales y religiosas, entre razas y naciones: allanar cerros, enderezar senderos, suavizar las asperezas creadas por el egoísmo, la prepotencia, la corrupción...

Hoy la palabra de Juan y sus denuncias son de absoluta actualidad. La Palabra de Dios sigue iluminando y cuestionando la historia, la vida social, política, religiosa, familiar e individual. Y llama a la conversión a todos los que se creen con derecho a gozar y enriquecerse a costa del sufrimiento y de la miseria de sus hermanos, desde el hogar al ámbito internacional.

La noticia de que el Mesías está para entrar en la historia, es una buena nueva esperada, deseada por quienes sufren; pero a la vez indeseada, temida y rechazada por quienes gozan a costa del sufrimiento ajeno, pues el Mesías liberador y salvador viene a dar la cara por los pobres y a ponerse, con todo su poder y su amor, al lado de los que sufren injusticia.

Los que tienen el poder de la autoridad y del dinero, individuos, grupos o naciones, imponen leyes y costumbres que les favorecen a ellos a costa de los más débiles, y a la vez se presentan cínicamente como bienhechores de los necesitados. También en lo religioso se leyes, ritos, cumplimientos que no raramente sirven de pretexto para encubrir la dureza de un corazón que rechaza a Cristo, quien pide a todos compartir su vida y misión en favor del prójimo necesitado y sufriente.

Cristo Jesús, vivo y presente en nuestra vida, y en la historia, es el objetivo y el centro de la Buena Nueva del Adviento y de la Navidad. Él nos pide modelar sobre su ejemplo nuestra existencia humana y cristiana de cada día, tanto en la alegría como en el sufrimiento, en el trabajo como en el descanso, en la lucha como en la fiesta.

La Palabra de Dios interpreta e ilumina el sentido de la vida, nos da fuerza y esperanza. Pero es necesario leer, escuchar, asimilar y vivir esa Palabra en momentos concretos de silencio y oración, que son los espacios de Dios, fuente de la vida, de la alegría, de la paz y de la esperanza.

En esos espacios Dios nos da la posibilidad de encontrarnos personalmente con la Palabra Viva, la Palabra Persona, el Verbo hecho carne, Cristo Jesús, el Dios-con-nosotros de cada día. Desde esa experiencia sentiremos la necesidad y el gozo de volvernos hacia el prójimo que sufre, empezando por casa... Entonces sí estaremos entre los que “verán la salvación de Dios”.

El Adviento se hace realidad en doble sentido: “¡Ven, Señor Jesús!” y ¡Voy, Señor Jesús!

Baruc 5, 1-9.

Jerusalén, quítate tu vestido de duelo y desdicha, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria de Dios. Reviste cual un manto la justicia de Dios, ponte como corona la gloria del Eterno; porque Dios mostrará tu grandeza a todo lo que hay bajo el cielo. Dios te llamará para siempre: "Paz en la justicia y gloria en el temor de Dios." Levántate, Jerusalén, ponte en lo alto, mira al oriente y ve a tus hijos reunidos del oriente al poniente por la voz del Santo, felices porque Dios se acordó de ellos. Salieron a pie escoltados por los enemigos, pero Dios te los devuelve, traídos con gloria, como hijos de rey. Porque Dios ha ordenado que todo cerro elevado y toda cuesta interminable sean rebajados, y rellenados los valles hasta aplanar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. Hasta los bosques y todo árbol oloroso les darán sombra por orden de Dios. Porque él guiará a Israel en la alegría y a la luz de su gloria, escoltándolos con su misericordia y justicia.

Hoy se realiza en la Iglesia y en el mundo la profecía de Baruc: “Él guiará a Israel en la alegría y a la luz de su gloria, escoltándolos con su misericordia y justicia”. Aunque a veces parezca todo lo contrario.

De hecho, Cristo Resucitado realiza su promesa pascual: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Y aunque eso sea cuestión de fe, es una realidad misteriosa, profunda, oculta, pero realidad maravillosa a nuestro alcance: vivir y gozar con inmensa gratitud esa cercanía de Jesús.

Él hoy nos pone su manto de justicia y la corona de gloria de Dios, pues la Trinidad habita en quienes lo aman: “Si alguno me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y haremos morada en él”. “Ustedes son templo del Espíritu Santo”.

Ante esta realidad todos somos iguales en nuestra esencia más profunda y más alta: ser hijos e imágenes de Dios, hermanos del mismo Hijo de Dios, Cristo Jesús. Todas las desigualdades, privilegios, poderes y ciencia no cuentan ante esta sublime realidad de nuestro ser. Pero quedan anulados quienes utilizan el poder, los privilegios, el dinero y el saber para ponerse por encima de sus hermanos y explotarlos o marginarlos.

Filipenses 1,4-11

Hermanos: En mis oraciones pido por todos ustedes a cada instante. Y lo hago con alegría, recordando la cooperación que me han prestado en el servicio del Evangelio desde el primer día hasta ahora. Y si Dios empezó tan buen trabajo en ustedes, estoy seguro de que lo continuará hasta concluirlo el día de Cristo Jesús. Bien sabe Dios que la ternura de Cristo Jesús no me permite olvidarlos. Pido que el amor crezca en ustedes junto con el conocimiento y la lucidez. Quisiera que saquen provecho de cada cosa y cada circunstancia para que lleguen puros e irreprochables al día de Cristo, habiendo hecho madurar, gracias a Cristo Jesús, el fruto de la santidad. Esto será para gloria de Dios y un honor para mí.

San Pablo mantiene con los filipenses una relación salvífica de amor, no sólo mediante la predicación, sino también con la oración y el sufrimiento a favor de ellos. Y agradece la cooperación evangelizadora que le han prestado y prestan.

La relación salvífica no es espiritualista, sino que se encarna en la ternura y en el amor humano-divino que Cristo mismo les pide y les tiene: “Ámense unos a otros como yo los amo”. Y Pablo suplica en su oración diaria que Dios acreciente en ellos ese amor-ternura, junto con el conocimiento amoroso y la lucidez.

El amor a Cristo y al prójimo nos llevará también a nosotros a la santidad y así podremos presentarnos puros e irreprochables cuando Cristo venga a buscarnos al final de los días terrenos. Por ese amor nos reconocerá Cristo y nosotros a él.

¿Se parece nuestra relación con los destinatarios de nuestra vida y misión –que constituyen nuestra parcela de salvación- a la relación salvífica cultivada por Pablo con sus evangelizados?

Sunday, November 29, 2009

CON ESPERANZA, SIN ANGUSTIA


CON ESPERANZA, SIN ANGUSTIA


Domingo 1º de Adviento - C / 29 – 11 - 2009.


Dijo Jesús a sus discípulos: Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y por toda la tierra los pueblos estarán llenos de angustia, aterrados por el estruendo del mar embravecido. La gente se morirá de espanto con sólo pensar en lo que va a caer sobre la humanidad, porque las fuerzas del universo serán sacudidas. Y en ese preciso momento verán al Hijo del Hombre viniendo en la Nube, con gran poder e infinita gloria. Cuando se presenten los primeros signos, enderécense y levanten la cabeza, porque está cerca su liberación. Cuiden de ustedes mismos, no sea que una vida consumista, las borracheras o los afanes de este mundo los vuelvan interiormente torpes y ese día caiga sobre ustedes de improviso, pues se cerrará como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Por eso estén vigilando y orando en todo momento, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder y estar de pie ante el Hijo del Hombre. (Lucas 21,25-28.34-36).

Jesús hoy nos anuncia un aterrador cataclismo cósmico, mas sin fecha. Pero no pretende asustarnos, sino atraer nuestra mirada y nuestro corazón a la imagen grandiosa que aparecerá al centro de ese marco catástrófico: Él en persona, que viene con poder y gloria para librar a los suyos de esa gran tribulación y de la muerte, invitándonos a levantar la cabeza, pues él mismo viene a liberarnos.

Por eso nuestra actitud no puede ser el temor y el terror, sino la esperanza y "el amor a su venida" como único salvador, amigo y glorificador. Jesús quiere que grabemos bien en la memoria su invitación a orar y estar preparados a tal acontecimiento, viviendo en real unión afectiva y efectiva con él.

Jesús nos pide mantenernos de pie a su lado, compartiendo con gozo su misión liberadora y salvadora en favor del prójimo, construyendo con él la civilización del amor y la cultura de la vida. Y nos apremia a no dejarnos contagiar por el materialismo, consumismo, vicios, corrupción y desórdenes de una sociedad que vive de espaldas a Dios y al prójimo, sumergida en la cultura de la muerte.

Adviento significa tiempo de espera gozosa de Alguien que viene. La Iglesia en el Adviento nos invita a considerar cuatro venidas de Cristo Jesús, que sale a nuestro encuentro en formas y tiempos diferentes.

La primera venida de Jesús sucedió hace más de dos mil años, con su Nacimiento en Belén, que conmemoramos y celebramos cada año en la Navidad. Es la venida primordial, que hace posibles las otras venidas.

La última venida de Cristo será su aparición gloriosa al fin de los tiempos, para hacer un mundo nuevo, su reino definitivo de vida y verdad, de justicia y de paz, de libertad y amor, de alegría y felicidad. Venida que presenciaremos de persona. Y Dios quiera que sea en condición de resucitados.

Entre la primera y la última venidas de Jesús se da la venida intermedia y permanente a nuestra vida y persona durante la existencia terrena, según sus palabras infalibles: Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28, 20). Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él (Juan 6, 36).

Y al fin de nuestra vida terrena se realizará la venida de Jesús que acudirá para librarnos de las garras de la muerte y llevarnos a su gloria eterna, si hemos vivido unidos a él, compartiendo su misión en favor del hombre. Nos dio su palabra: Me voy a prepararles un lugar. Luego vendré para llevarlos conmigo (Juan 14, 2-3).

Esta venida de Jesús será para cada uno la hora del éxito total de su existencia por la resurrección, si hemos acogido a Cristo en su venida durante la vida terrena: en el prójimo, en la Eucaristía, en la oración, en la Palabra de Dios, en la creación, en el sufrimiento, en la alegría, en los acontecimientos... Entonces Él nos acogerá en la muerte para resucitarnos, dándonos un cuerpo glorioso y felicísimo como el suyo.

Jeremías 33,14-16

Se acerca ya el momento, dice Yavé, en que cumpliré la promesa que hice a la gente de Israel y a la de Judá: En esos días, haré nacer un nuevo brote de David que ejercerá la justicia y el derecho en el país. Entonces Judá estará a salvo, Jerusalén vivirá segura y llevará el nombre de "Yavé-nuestra-justicia".

Los reyes de Israel no habían correspondido a las esperanzas del pueblo y de Dios: fundar un reino de justicia y de paz, y ser testigos suyos ante los paganos. A pesar de todo, Dios promete a su pueblo un descendiente de David que sí fundará un reino de justicia y paz, de amor y libertad, de vida y verdad: Cristo Jesús.

Él librará a los pobres del pueblo oprimidos injustamente por los poderosos y los dirigentes políticos e incluso religiosos. Sin embargo, la acción liberadora y salvadora del Redentor no es acogida por todos, y no se impone a quienes se oponen a Él y a sus exigencias. Solamente la consiguen quienes lo acogen y se comprometen con él en construir un mundo mejor, donde reine la verdad, la justicia, la paz, el amor, la libertad... Bienes que todos deseamos, pero que muchos combaten porque exigen renunciar a intereses egoístas, privilegios y vicios.

A pesar de todo, el reino de Cristo sigue creciendo incontenible, de forma misteriosa, oculta para sus opositores y a pesar de ellos.

Y nosotros, ¿dónde nos encontramos? ¿En el reino de Cristo o fuera de él? No hay término medio: Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama (Mateo 12, 30). ¡No nos engañemos a nosotros mismos!

1 Tesalonicenses 3, 12-13. 4, 1-2.

Que el Señor los haga crecer más y más en el amor que se tienen unos a otros y en el amor para con todos, imitando el amor que sentimos por ustedes. Que él los fortalezca interiormente para que sean santos e irreprochables delante de Dios, nuestro Padre, el día que venga Jesús, nuestro Señor, con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, les pedimos y rogamos en nombre del Señor Jesús: aprendieron de nosotros cómo han de portarse para agradar a Dios; ya viven así, pero procuren hacer nuevos progresos. Conocen las tradiciones que les entregamos con la autoridad del Señor Jesús.

El reino de Jesús se establece en las personas, familias, comunidades grupos que viven en el amor mutuo fundado en el amor de Dios, en la relación amorosa con la Trinidad, fuente de toda relación de amor y salvación.

Sólo en esta relación de amor salvífico con Dios y con el prójimo, se nos concede la fortaleza que nos hace irreprochables ante Él para el día de la venida de Jesús, y nos dispone para acceder a la vida eterna en la casa del Padre.

En la Iglesia tenemos innumerables modelos de auténtica vida cristiana, en especial los santos, que nos indican el camino y demuestran que la vida de amor a Dios y al prójimo no es un imposible, sino la máxima necesidad que el mismo Cristo Resucitado nos la hace posible con su presencia y ayuda permanente: Si alguno me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y viviremos con él. San Pablo nos confirma esta promesa de Jesús diciendo: Todo lo puedo en aquel que me conforta.

Pero el modelo supremo es siempre el mismo Jesús, Maestro, Camino, Verdad y Vida. A él podemos y debemos acceder de forma permanente en la oración, en la Eucaristía, en la lectura de la Biblia, en la ayuda al prójimo necesitado, en el sufrimiento y en la alegría.

Son esos los medios para mantener y acrecentar la fe verdadera, cuya garantía es el amor a Dios y al prójimo. Sin obras de amor a Dios y al prójimo la fe está muerta y no puede salvar. Y además carece de valor y de interés.

Concédeme, Señor, una fe verdadera, garantizada por el amor a ti y al prójimo, que te proporcione el gozo de acogerme en tu reino eterno.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 22, 2009

CRISTO, REY Y TESTIGO DE LA VERDAD


CRISTO, REY Y TESTIGO DE LA VERDAD



SOLEMNIDAD - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

Domingo 34º T.O.-B / 22-11-2009.



Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús le contestó: ¿Viene de ti esta pregunta o repites lo que te han dicho otros de mí? Pilato respondió: ¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús contestó: Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá. Pilato le preguntó: Entonces, ¿tú eres rey? Jesús respondió: Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz. Juan 18, 33 - 37

Para Jesús su reinado consiste en ser testigo de la verdad y del amor; en dar a conocer el amor de Dios hacia los hombres y reunirlos en el reino eterno de Dios, reino que empieza en el tiempo. Esa es la verdad regia que testimonia Cristo Rey y que deben testimoniar sus verdaderos súbditos y discípulos: los cristianos, hombres y mujeres realmente unidos a Cristo resucitado presente.

Jesús es el único Rey verdadero, principio, conductor y
“fin de la historia..., centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones” (GS 45).

Cristo es el Rey de todo lo creado visible e invisible. Rey de amor, de sufrimiento y de gloria. Rey de la vida y la verdad, de la justicia y la paz, del amor y la libertad, de la dignidad humana y la fraternidad universal... Rey crucificado y resucitado, presente y actuante en la historia de la humanidad y de cada persona humana, confiriéndoles valor y proyección de eternidad.

Los reyes de este mundo se apoyan en ejércitos, armas, dinero, poder, mentira, la injusticia, corrupción, esclavitud, violencia, odio. Y a menudo edifican el bienestar propio y el de su población rica sobre la explotación y muerte de la población pobre y de pueblos pobres.

Los poderosos prepotentes (políticos o religiosos) pertenecen al reino de este mundo injusto, no al reino de la verdad y del amor. Ellos no comprenden el poder absoluto de Cristo fundado en el amor, en la cruz y en la resurrección.

Cristo, Rey crucificado, ridiculiza la lucha por el poder y las riquezas. El “I.N.R.I.” (Jesús nazareno, Rey de los judíos) sobre la cabeza de Jesús es la mejor vacuna contra la ambición de poder y riqueza; ambición que puede contaminar, lamentablemente, también a la Iglesia: laicado, clero, jerarquía.

El reino de Jesús no es monopolio de los católicos ni de los cristianos de otras confesiones. En él tienen cabida quienes buscan y promueven lealmente la verdad, la justicia, la paz, la misericordia, que son valores del reino de Cristo.

Este reino crece incontenible en medio de grandes oposiciones, pero no puede ser obstruido por los poderes de este mundo, aunque se disfracen de religiosos. Solamente los humildes, mansos y sufridos pueden sostenerlo, hacerlo triunfar en unión con su Rey “manso y humilde de corazón”.

Para seguir de verdad a Cristo Rey necesitamos una apertura acogedora al hombre y a los valores del reino, indispensables para una vida digna en la tierra que nos garantice la vida eterna en el paraíso. El reino de Dios -que es la verdad primera y última del hombre-, se juega en el corazón de cada ser humano.

Daniel 7, 13 - 14

Mientras seguía contemplando esas visiones nocturnas, vi a alguien como un hijo de hombre que venía sobre las nubes del cielo; se dirigió hacia el anciano y lo llevaron a su presencia. Se le dio el poder, la gloria y la realeza, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es el poder eterno que nunca pasará; su reino no será destruido.

Dios está sobre todos los poderes del mal que pretenden adueñarse del mundo, y entrega todo lo creado a su Hijo, verdadero Dueño y Rey del universo, “por quien y para quien todo fue hecho”.

El Mesías es de origen divino, y su figura humana revela el poder salvador de Dios en favor de la humanidad y de la creación, que están sufriendo “dolores de parto”, en el trance de alumbrar un mundo nuevo con la omnipotencia amorosa del Rey Salvador, cuyo reino no tendrá fin.

Todos estamos llamados a gestar el reino de Cristo. La única condición consiste en acoger la llamada a trabajar con el Rey Resucitado para implantar su reino en la tierra: en nuestro corazón, en la familia, en la sociedad, en el mundo: “El reino de Dios está entre ustedes”.

Es indispensable promover responsablemente el reino de Cristo en la tierra, revistiéndonos de buenas obras para “el día en que seamos desnudados de nuestro cuerpo mortal para ser revestidos de un cuerpo glorioso e inmortal” y compartir con Cristo su reino eterno.

Apocalipsis 1, 5 - 8

Cristo Jesús es el testigo fiel, el primer nacido de entre los muertos, el rey de los reyes de la tierra. Él nos ama y por su sangre nos ha purificado de nuestros pecados, haciendo de nosotros un reino y una raza de sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Miren, viene entre nubes; lo verán todos, incluso los que lo hirieron, y llorarán por su muerte todas las naciones de la tierra. Sí, así será. “Yo soy el Alfa y la Omega”, dice el Señor Dios, Aquel que es, que era y que ha de venir, el Todopoderoso.

Jesús, el enviado del Padre, de quien es fiel testigo hasta la muerte de cruz, por la resurrección es constituido Rey de todo lo creado.

Pero Jesús es ante todo el Rey cuyo poder máximo es el amor, que él mismo testimonia con su muerte: “Nadie tiene un amor más grande que el de quien da la vida por los que ama”. Y él la dio por nosotros, por mí, por ti, por todos. Y la dio con generosidad invencible, sin que se lo hayamos pedido.

Su muerte en la cruz fue el acto culminante de su Sacerdocio supremo, mediante el cual “hizo de nosotros un reino sacerdotal para Dios, su Padre”. Así nos estimula a imitar lo que él hizo: dar la vida por los que amamos; lo cual constituye el acto máximo de nuestro sacerdocio bautismal, la plenitud y el éxito total de nuestra vida humana y cristiana; y la recuperaremos por haberla dado.

Dar la vida por los que amamos –para eso la hemos recibido: para engendrar en Cristo otras vidas a la eternidad -, nos merecerá poder salir al encuentro de Cristo Rey con la frente alta, cuando venga entre las nubes en su gloria, admirado incluso por sus crueles asesinos.

Preparémonos cada día con ilusión, esperanza y decisión inquebrantable a ese acontecimiento supremo que nadie podrá eludir. Allí estaremos. Y depende de nosotros cómo estaremos: a la derecha o a la izquierda del Rey eterno.

Oh Cristo, Rey de amor, de justicia y paz, admíteme a colaborar contigo en tu reino temporal para gozar en tu reino eterno.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 15, 2009

Vigilancia y esperanza, sí; terror, no


Vigilancia y esperanza, sí; terror, no



Domingo 33º del tiempo ordinario-B / 15 -11-2009.



Dijo Jesús a sus discípulos: Después de una gran tribulación llegarán otros días; entonces el sol dejará de alumbrar, la luna perderá su brillo, las estrellas caerán del cielo y el universo entero se conmoverá. Y se verá al Hijo del Hombre venir en medio de las nubes con gran poder y gloria. Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprendan de este ejemplo de la higuera: cuando sus ramas están tiernas y le brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que todo se acerca, que ya está a las puertas. En verdad les digo que no pasará esta generación sin que ocurra todo eso. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Por lo que se refiere a ese día y cuándo vendrá, no lo sabe nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre. (Marcos. 13, 24 - 32).

Lo que pretende Jesús al hablar de su venida gloriosa al fin del mundo, es prevenirnos para que estemos vigilantes y preparados, gozosamente esperanzados y no aterrorizados, pues ni un solo cabello se nos caerá sin permiso del Padre, y porque se acerca la hora de ir en sus brazos hacia la resurrección y la vida eterna.

Estamos en buenas manos: las de Quien nos ama más que nadie. Por eso, más que temer aquel momento, hay que prepararlo para que la muerte y el fin del mundo sean para nosotros triunfo de resurrección y de gloria con Jesús Resucitado.

En realidad este mundo termina para cada uno de nosotros en el momento de la muerte, la cual nos abre las puertas de la resurrección y del mundo eternno, de felicidad sin fin para quienes hayan pasado poor este mundo haciendo el bien. De lo contrario...

Jesús no es profeta de calamidades, sino mensajero de amor y de esperanza, de salvación gloriosa, por encima de las catástrofes y sufrimientos del presente, de nuestra muerte y del fin del mundo. “Los padecimientos de este mundo no tienen comparación con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”, asegura san Pablo.

Dejemos de lado a los falsos profetas de desastres, que fijan fechas para el fin del mundo, sin que nunca acierten (gracias a Dios), y que hasta de los acontecimientos calamitosos sacan provecho económico y proselitista, cerrándose a la esperanza, al amor y a la misericordia infinita de Dios Padre.

Al fin del mundo ¿será destruido el planeta tierra o el inmenso universo con sus millones y millones de astros, planetas, y galaxias? Eso poco nos importa. Lo decisivo es el Reino nuevo de Cristo: “He aquí que hago todo nuevo”, y que seamos admitidos en ese Reino eterno.

La historia de este mundo está en manos del Padre, quien, como hizo con su Hijo a través del Calvario, la va conduciendo a través de un doloroso alumbramiento hacia el triunfo total de la resurrección en Cristo. Guerras, calamidades, epidemias, desgracias, enfermedades y muerte, constituyen un penoso parto, pero nadie puede saber la fecha del final de nuestro lindo planeta, sólo Dios la conoce.

Dios quiere que seamos testigos de su Hijo resucitado en un mundo que vive de espaldas a Él, y que lo acojamos cada día, pues prometió estar con nosotros todos los días con su presencia infalible. La unión con él nos garantiza frutos de salvación; mientras que todo lo que no se fundamente en Él, será destruido.

En medio de la lucha y del sufrimiento, sólo de la mano con Jesús encontraremos el sentido de la vida, la esperanza gozosa y el triunfo sobre el dolor y la muerte mediante la resurrección. Se requiere vigilancia y optimismo invencible, con el apoyo en la oración, como trato permanente de amistad con Dios, que no puede fallarnos.

Jesús nos pide que no nos dejemos contagiar con este mundo que, atrapado por la cultura de la muerte, está empeñado en autodestruirse sin esperanza de futuro, y vive de espaldas al Dios de la Vida y del Amor, de la Alegría, de la Paz y de la Felicidad, pretendiendo encontrar esos bienes prescindiendo de su Fuente. Pero nos pide nuestra colaboración para salvar al mundo.


Daniel 12, 1 - 3

En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe, que defiende a los hijos de tu pueblo; porque será un tiempo de calamidades como no lo hubo desde que existen pueblos hasta hoy en día. En ese tiempo se salvará tu pueblo, todos los que estén inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el lugar del polvo despertarán, unos para la vida eterna, otros para vergüenza y horror eternos. Los que tengan el conocimiento, brillarán como un cielo resplandeciente, los que hayan guiado a los demás por la justicia, brillarán como las estrellas por los siglos de los siglos.

Las lecturas nos van marcando el final del año litúrgico, sugiriéndonos que también se acerca día a día el final de nuestra carrera terrena y el final de este mundo. Daniel nos recuerda que nos esperan días difíciles: calamidades y tal vez persecuciones, la experiencia de la enfermedad, de la agonía y de la muerte.

Sin embargo, todo contribuye para el bien de los que aman a Dios y al prójimo. Y ese bien culmina en el máximo bien de la resurrección y en la gloria eterna, pues sus nombres están escritos en el Libro de la Vida. El amor a Dios y al prójimo lo transforma todo en felicidad temporal y eterna, y nos libra de la “vergüenza y del horror eterno”.

Quienes adquieran un conocimiento amoroso de Dios y, con su palabra y ejemplo, enseñen a otros el camino de la vida, brillarán como estrellas por toda la eternidad. Y eso está a nuestro alcance.

Sólo se requiere asumir en serio la responsabilidad salvífica sobre la propia vida y la de aquellos que Dios ha puesto a nuestro alcance, y que constituyen nuestra parcela personal de salvación.


Hebreos 10, 11 - 14.

Hermanos: los sacerdotes del culto antiguo estaban de servicio diariamente para cumplir su oficio, ofreciendo repetidas veces los mismos sacrificios, que nunca tienen el poder de quitar los pecados. Cristo, por el contrario, ofreció por los pecados un único y definitivo sacrificio y se sentó a la derecha de Dios, esperando solamente que Dios ponga a sus enemigos debajo de sus pies. Su única ofrenda lleva a la perfección definitiva a los que santifica. Pues bien, si los pecados han sido perdonados, ya no hay sacrificios por el pecado.

En el Antiguo Testamento se creía que los sacrificios de animales borraban automáticamente los pecados, incluso sin una verdadera conversión a Dios y al prójimo. Y muchos católicos siguen creyendo lo mismo respecto de la confesión, la Eucaristía, las procesiones, novenas y otras prácticas externas.

Lo cual resulta evidente, pues a pesar de un fiel cumplimiento externo de prácticas piadosas, en nada mejoran su relación con Dios y con el prójimo. Sin la conversión del corazón y de la vida, la fe se reduce a un “cumplo-y-miento”, a un mentir a Dios, al prójimo y a sí mismos.

Eso mismo le sucedió al fariseo que oraba cerca del altar contándole a Dios sus méritos y despreciando al publicano que, en el fondo del templo, pedía sinceramente perdón con el propósito firme de enmendar su vida. Este salió perdonado y aquel con un pecado más: el de orgullo.

Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, con su vida, pasión, muerte y resurrección nos mereció el perdón total de nuestros pecados. Sin embargo, es necesario que creamos en su perdón, lo pidamos y agradezcamos, demostrando nuestra sinceridad con la conversión real vivida día a día, y perdonando a los que nos ofenden.

Usemos agradecidos el sublime privilegio de compartir con Cristo su Sacerdocio supremo a favor de los que amamos o debiéramos amar, ejerciendo activamente nuestro sacerdocio bautismal con la ofrenda de oraciones, de sacrificios inevitables, y en especial ofreciéndonos en el Sacramento de la reconciliación perfecta: la Eucaristía.


P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 08, 2009

LOS POBRES SON MÁS GENEROSOS


LOS POBRES SON MÁS GENEROSOS


Domingo 32º del tiempo ordinario- B / 8-11-2009.



Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver cómo la gente echaba dinero para el tesoro; pasaban ricos, y daban mucho. Pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza; no tenía más, y dio todos sus recursos. (Marcos. 12,38-44).

Este paso evangélico contrapone dos estilos de religiosidad: la religión de la apariencia y la religión del corazón. Jesús desenmascara la vanidad, la hipocresía y la avaricia de los fariseos frente a la humildad y generosidad de una pobre viuda.
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Dios lee y sabe lo que hay dentro del corazón humano. No se fija en la lista de obras materiales y gestos llamativos, sino en la transparencia, en el amor y la fe viva, en los sentimientos, las actitudes con que se obra y se vive.

Jesús veía lo que daban los ricos, y la gente también lo veía, y tal vez se admiraba. Pero sólo Jesús miraba y admiraba a la viuda pobre; y nadie se enteró de que había dado más que nadie: todo lo que tenía, que era tan poquito. Jesús se identificó con la viuda, pues él no tenía “una piedra donde reposar la cabeza”, y se entregó por nosotros con todo lo que era y tenía: Dios y hombre.

Los hechos se repiten en las misas de los domingos, y en la vida ordinaria, donde muchos pobres dan de lo poco que tienen y algunos ricos dan poco o nada de lo mucho que les sobra, o tal vez dan con el fin de aparecer los primeros en las listas de donantes, mientras que nadie se fija en sacrificio heroico del pobre que da.

La pobre viuda no se enteró del valor de su gesto ni de que el mismo Hijo de Dios la estaba mirando y admirando. Como no se enteran los verdaderos pobres de que Dios está con ellos, y de que serán los primeros en el reino de los cielos. Porque Dios nunca se deja vencer en generosidad. “Por suerte hay pobres para ayudar a los pobres; sólo ellos saben dar”, decía San Vicente de Paúl.

Sin embargo los pobres son también a menudo los primeros en la mira de los ricos en dinero, poder, ciencia, tecnología y armas, pero no para hacer la guerra a la pobreza, sino para hacerles pagar la guerra a los pobres con el sudor de su frente y muchas veces con el derramamiento de su sangre.

La Iglesia, las iglesias, deben convertirse a la pobreza y a los pobres, y restituir el protagonismo a los oprimidos, a los explotados, a los que pasan hambre y otras necesidades, haciendo realidad progresiva la “opción preferencial por los pobres”.

Fatal ilusión es dar algunas limosnitas para tranquilizar la conciencia y evadir a quienes necesitan acogida y ternura, tiempo y compañía, sonrisa y alegría, consejo y ejemplo, esperanza y fe, cultura y pan.

El cristianismo es la religión positiva del sí generoso a Dios y al hombre, y también la religión del dar y sobre todo del darse con gozo. Darse a Dios y a los demás es el verdadero camino de la libertad y la felicidad; el camino del verdadero cristiano; es decir, del discípulo auténtico de Cristo. El camino de la gloria eterna.

Muy pobres son los ricos que sólo tienen dinero, poder y placeres, porque todo eso les será arrebatado en un instante, lo perderán todo cuando menos lo piensen.
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Rico de verdad es quien da y se da, porque sólo es nuestro lo que damos y sólo ganamos y salvamos la vida, nuestra persona, si la entregamos. Paradojas de la existencia cristiana que hemos de acostumbrarnos a vivir con gozo y realismo.


1 Reyes 17, 8-16.

La palabra del Señor llegó al profeta Elías en estos términos: «Ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y establécete allí; ahí Yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento». Él partió y se fue a Sarepta. Al llegar a la entrada de la ciudad, vio a una viuda que estaba juntando leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme en un jarro un poco de agua para beber». Mientras ella lo iba a buscar, la llamó y le dijo: «Tráeme también en la mano un pedazo de pan». Pero ella respondió: «¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan cocido, sino sólo un puñado de harina en el tarro y un poco de aceite en el frasco. Apenas recoja un manojo de leña, entraré a preparar un pan para mí y para mi hijo; lo comeremos, y luego moriremos». Elías le dijo: «No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña galleta y tráemela; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así habla el Señor, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo». Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías, y comieron ella, él y su hijo, durante un tiempo. El tarro de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por medio de Elías.


Nadie en Israel le daría un trozo de pan a Elías, perseguido político. Y como Israel no responde, Dios se vale de una pagana para salvar la vida de su profeta, a la vez que salva la vida de la viuda y de su hijo. En las ocasiones más difíciles, Dios actúa en la historia valiéndose incluso de los instrumentos más inverosímiles.

El hombre no ve en el mundo la huella de Dios, sino sólo la huella del hombre en los éxitos que fascinan. Y cuando llega el fracaso, no acude al Conductor de la historia, sino que redobla, a espaldas de Dios, sus esfuerzos inútiles ante el fracaso seguro de la muerte, de la cual sólo Dios puede librar mediante la resurrección.

Los profetas de Dios son incómodos porque no son corruptibles, tanto por su fidelidad a Dios como por su defensa de los derechos del pueblo. Por eso se les hace la vida imposible con la persecución que suele terminar en muerte. Así fue para Juan Bautista, para Jesús, y para muchos otros a través de la historia.

También hoy se dan profetas perseguidos y mártires, en número muy superior a lo que pensamos y sabemos. Y puede tocarnos a cualquiera y en cualquier momento. Que sepamos reconocer ese momento como paso de Dios liberador.


Hebreos 9, 24-28.

Cristo no entró en un santuario erigido por manos humanas --simple figura del auténtico Santuario-- sino en el cielo, para presentarse delante de Dios en favor nuestro. Y no entró para ofrecerse a sí mismo muchas veces, como lo hace el Sumo Sacerdote que penetra cada año en el Santuario con una sangre que no es la suya. Porque en ese caso, hubiera tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. En cambio, ahora Él se ha manifestado una sola vez, en la consumación de los tiempos, para abolir el pecado por medio de su Sacrificio. Y así como el destino de los hombres es morir una sola vez, después de lo cual viene el Juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá otra vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan.


“Sacrificio”, referido al culto, no significa sufrimiento y muerte, sino “hacer sagrado”, consagrado a Dios, más allá y a pesar del sufrimiento y de la muerte. ¡Tantos sufrimientos y muertes que no son sacrificio, ofrenda a Dios, y se pierden en el vacío!

La muerte de Cristo es el momento supremo de su ofrenda a Dios y al hombre, es su “ejercicio sacerdotal”, que elimina distancias entre la criatura y el Creador.

Dios no está en contra del hombre, de lo contrario no nos hubiera entregado a su Hijo; sino que es el hombre quien se pone en contra Dios, que en Cristo tiende la mano a todo el que de veras quiere volverse a él, acercarse a él y compartir con él su misma eterna felicidad pasando por el sufrimiento inevitable y por la muerte a la resurrección.



P. Jesús Álvarez, ssp.

Sunday, November 01, 2009

LA FELICIDAD QUE BUSCAMOS


LA FELICIDAD QUE BUSCAMOS



Todos los Santos - Domingo 31º Tiempo Ordinario-B / 01-11-2009.



Jesús, al ver toda aquella muchedumbre, subió al cerro. Se sentó y sus discípulos se reunieron a su alrededor. Entonces comenzó a hablar y les enseñaba diciendo: Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran, porque recibirán consuelo. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vivieron antes de ustedes. Mateo 5,1-12.

Hoy celebramos a todos los santos que han alcanzado la gloria del cielo, aunque no han sido canonizados o declarados santos por la Iglesia.

Por lo general, se asocia la santidad al sufrimiento, pero en realidad la santidad es igual a felicidad en el tiempo y en la eternidad. La santidad verdadera convierte en felicidad el mismo sufrimiento e incluso la muerte. Dios es el Santo de los santos, el felicísimo y fuente de toda felicidad.

El santo es una persona de carne y hueso, que ha encontrado la libertad, la alegría profunda de vivir y el sentido pascual de la muerte.

La santidad no la hacen los milagros ni los éxtasis ni las penitencias. Estas cosas pueden ser medios o fruto de la santidad. La santidad es sencillamente vivir unidos a Cristo amando a Dios y al prójimo. Y eso está al alcance de todos; y todos estamos llamados a esa santidad.

Santos han sido, son y serán quienes han buscado y alcanzado la plenitud de la vida y la felicidad en las fuentes que Cristo mismo señaló: las bienaventuranzas.

Mansos son quienes aceptan con paz sus limitaciones y las ajenas, con la mirada puesta en Dios que ensalza a los humildes.

Los sufridos felices son quienes viven y ofrecen, con paciencia, paz y esperanza el sufrimiento causado por la enfermedad, por el pecado propio y ajeno, por las fuerzas del mal, y por la muerte, que es paso a la vida eterna.

Los hambrientos y sedientos de justicia son los que piden a Dios que salga en su defensa frente a la injusticia, y a la vez luchan por la justicia.

Los misericordiosos son quienes imitan la conducta de Dios Padre para con el prójimo: su amor, compasión, misericordia, perdón, ayuda...

Los limpios de corazón obran y viven con transparencia, sin intenciones dobles e inconfesables, sin hipocresía y sin falsas apariencias.

Los que trabajan por la paz quienes luchan con Cristo, Príncipe de la Paz, por establecer la paz en el corazón, en el hogar, en la Iglesia y en el mundo.

Los perseguidos por la justicia son quienes sufren por hacer el bien.

Ahí está la felicidad que buscamos. Jesús no nos engaña. Todo lo contrario: él quiere todo lo mejor para nosotros. Creámosle.

Apocalípsis 7, 2-4.9.-14.

Oí entonces el número de los que habían sido marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil pertenecientes a todas las tribus de Israel. Después de esto, vi una enorme muchedumbre imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y exclamaban con voz potente: “¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono y del Cordero!”. Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios, diciendo: “¡Amén! ¡Alabanza, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!”. Y uno de los ancianos me preguntó: “¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas?”. Yo le respondí: “Tú lo sabes, Señor”. Y él me dijo: “Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero”.

El Apocalipsis presenta una escena grandiosa del paraíso, donde se encuentra el pueblo elegido de Israel y multitudes que nadie puede contar, elegidos de todas las naciones, razas, lenguas y tiempos.

Todos ellos, unidos a la multitud de ángeles y arcángeles, alaban, cantan, dan gracias y aman a su Creador, que ha querido compartir con ellos su infinita felicidad eterna y la belleza fascinante de toda la creación.

Entre todos destacan por su hermosura y felicidad los mártires, con sus vestidos blancos, lavados en la sangre de Cristo, el Cordero inmolado.

Que toda nuestra vida esté orientada hacia la felicidad eterna del paraíso, donde gozaremos y veremos a Dios “cara a cara, tal cual es”. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman” amando al prójimo. Es la felicidad por la que suspira todo nuestro ser desde lo más profundo. No nos la juguemos neciamente.

1 Juan 3,1 - 3.

Queridos hermanos: ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro.

A veces puede parecernos absurdo que Dios se interese por cada uno de nosotros, hasta el punto de creer imposible que Dios pueda tenernos como hijos suyos muy queridos, y lo seamos de verdad.

Esa incredulidad se debe a que no se reconoce a Dios lo suficiente, su infinita misericordia y su amor sin límites. Y no sólo somos simples hijos adoptivos, sino verdaderos, porque tanto la vida natural como la sobrenatural es puro don de su amor infinito.

Pero, además, Dios es nuestra herencia eterna. Nos quiere con él para que lo veamos y gocemos tal cual es, haciéndonos semejantes a él en belleza y felicidad. ¿Podremos arriesgar esa infinita herencia?


P. Jesús Álvarez, ssp.