A QUIENES LO ACOGIERON,
LES CONCEDIÓ SER HJOS DE DIOS.
Navidad 2009.
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (Juan 1,1-18)
La Navidad es el cumpleaños de Jesús, nuestro Salvador resucitado. Es la fiesta entrañable del misterio de la salvación puesto a nuestro alcance gracias a la fidelidad inquebrantable de Dios, que en Cristo resucitado comparte día a día nuestra vida para eternizarla en la felicidad eterna.
El nacimiento del Hijo de Dios en carne mortal cobra su pleno sentido en la perspectiva de la Resurrección, la cual fue el “nacimiento” definitivo de Cristo para la gloria eterna. Nacimiento que anhela compartir con nosotros.
La Navidad es la fiesta para celebrar y agradecer el inmenso beneficio que Dios nos hace al darnos a su Hijo: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo” para hacernos hijos suyos y herederos con él de la vida eterna.
Es la fiesta en la que tomamos mayor conciencia de que Dios comparte nuestra historia. Él “puso su tienda entre nosotros” y se compromete a vivir con nosotros todos los días, como la Luz verdadera que “ilumina a todo hombre”.
Sin embargo el hombre, engañado por las fuerzas del mal y en complicidad con ellas, siembra las tinieblas de la injusticia, del hambre, del odio, de la guerra, de la pobreza, del orgullo, del abuso de poder, del pecado, de la impiedad. A pesar de todo eso, el Salvador se compromete a “iluminar a todo hombre que viene a este mundo”, y llevarlo a compartir la dicha de la Familia Trinitaria.
La acogida de Cristo en el corazón, en la vida, en la familia..., hace que la Navidad sea verdadera, y nos merezca la Navidad sin fin a través de la resurrección, nacimiento a la vida eterna. He ahí el pleno sentido y el fruto de la Navidad.
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La Navidad hoy se revive sobre todo en el acto sencillo y a la vez sublime de la Eucaristía y de la comunión, donde se realiza de forma especial lo dicho por Juan evangelista: “A quienes lo acogieron, les dio la capacidad de ser hijos de Dios”.
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Pero la Navidad se paganiza para quienes se cierran a la presencia real del Redentor resucitado, Dios-con-nosotros: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. No hay Navidad verdadera sin acogida real a Cristo vivo y presente. La alegría bullanguera de lo externola vacía de sentido.
La Navidad es real, auténtica, cuando con fe y amor se acoge a Cristo Resucitado en el corazón, en la vida, en la familia, pues sólo así se celebra de verdad el acontecimiento de su primera Navidad en la humildad; y sólo así nos preparamos a la Navidad eterna que Jesús quiere darnos por la resurrección.
“Dichosos ustedes porque han oído y creído, pues todo el que cree, como María, concibe y da a luz al Verbo de Dios”, nos dice San Ambrosio.
La Navidad es el cumpleaños de Jesús, nuestro Salvador resucitado. Es la fiesta entrañable del misterio de la salvación puesto a nuestro alcance gracias a la fidelidad inquebrantable de Dios, que en Cristo resucitado comparte día a día nuestra vida para eternizarla en la felicidad eterna.
El nacimiento del Hijo de Dios en carne mortal cobra su pleno sentido en la perspectiva de la Resurrección, la cual fue el “nacimiento” definitivo de Cristo para la gloria eterna. Nacimiento que anhela compartir con nosotros.
La Navidad es la fiesta para celebrar y agradecer el inmenso beneficio que Dios nos hace al darnos a su Hijo: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo” para hacernos hijos suyos y herederos con él de la vida eterna.
Es la fiesta en la que tomamos mayor conciencia de que Dios comparte nuestra historia. Él “puso su tienda entre nosotros” y se compromete a vivir con nosotros todos los días, como la Luz verdadera que “ilumina a todo hombre”.
Sin embargo el hombre, engañado por las fuerzas del mal y en complicidad con ellas, siembra las tinieblas de la injusticia, del hambre, del odio, de la guerra, de la pobreza, del orgullo, del abuso de poder, del pecado, de la impiedad. A pesar de todo eso, el Salvador se compromete a “iluminar a todo hombre que viene a este mundo”, y llevarlo a compartir la dicha de la Familia Trinitaria.
La acogida de Cristo en el corazón, en la vida, en la familia..., hace que la Navidad sea verdadera, y nos merezca la Navidad sin fin a través de la resurrección, nacimiento a la vida eterna. He ahí el pleno sentido y el fruto de la Navidad.
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La Navidad hoy se revive sobre todo en el acto sencillo y a la vez sublime de la Eucaristía y de la comunión, donde se realiza de forma especial lo dicho por Juan evangelista: “A quienes lo acogieron, les dio la capacidad de ser hijos de Dios”.
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Pero la Navidad se paganiza para quienes se cierran a la presencia real del Redentor resucitado, Dios-con-nosotros: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. No hay Navidad verdadera sin acogida real a Cristo vivo y presente. La alegría bullanguera de lo externola vacía de sentido.
La Navidad es real, auténtica, cuando con fe y amor se acoge a Cristo Resucitado en el corazón, en la vida, en la familia, pues sólo así se celebra de verdad el acontecimiento de su primera Navidad en la humildad; y sólo así nos preparamos a la Navidad eterna que Jesús quiere darnos por la resurrección.
“Dichosos ustedes porque han oído y creído, pues todo el que cree, como María, concibe y da a luz al Verbo de Dios”, nos dice San Ambrosio.
Isaias 52, 7-10.
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Rompan a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.
Isaías se refiere al final del destierro y al regreso a Jerusalén, su ciudad reducida a ruinas. Destierro y destrucción son consecuencia de haber suplan-tado a Dios por ídolos: armas, aliados, soberbia, poder, dinero, placer...
¿Quién no ha probado la ausencia de Dios por haberlo rechazado? Se lo excluye de la familia, de la enseñanza, de la política, del trabajo, de las relaciones, del sufrimiento, del placer y de la alegría..., y a menudo le cerramos la puerta incluso en la oración y el culto por falta de amor a él y al prójimo. Dios mismo se lamenta: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Y luego llegamos hasta el descaro de echarle la culpa del mal cuya responsabilidad es de los humanos, tal vez nuestra.
Pero Dios mismo toma la iniciativa de saltar la distancia que hemos puesto entre nosotros y él. Si la tristeza es el resultado del pecado, la alegría es la consecuencia del perdón y cercanía de Dios, y del perdón y la unión entre nosotros.
El nacimiento de Jesús es el acercamiento libre de Dios hacia nosotros, y él sólo espera ser acogido como Amor misericordioso para llenarnos de luz, alegría, paz, de sentido de la vida, y para llevarnos a la eterna Navidad.
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Rompan a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.
Isaías se refiere al final del destierro y al regreso a Jerusalén, su ciudad reducida a ruinas. Destierro y destrucción son consecuencia de haber suplan-tado a Dios por ídolos: armas, aliados, soberbia, poder, dinero, placer...
¿Quién no ha probado la ausencia de Dios por haberlo rechazado? Se lo excluye de la familia, de la enseñanza, de la política, del trabajo, de las relaciones, del sufrimiento, del placer y de la alegría..., y a menudo le cerramos la puerta incluso en la oración y el culto por falta de amor a él y al prójimo. Dios mismo se lamenta: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Y luego llegamos hasta el descaro de echarle la culpa del mal cuya responsabilidad es de los humanos, tal vez nuestra.
Pero Dios mismo toma la iniciativa de saltar la distancia que hemos puesto entre nosotros y él. Si la tristeza es el resultado del pecado, la alegría es la consecuencia del perdón y cercanía de Dios, y del perdón y la unión entre nosotros.
El nacimiento de Jesús es el acercamiento libre de Dios hacia nosotros, y él sólo espera ser acogido como Amor misericordioso para llenarnos de luz, alegría, paz, de sentido de la vida, y para llevarnos a la eterna Navidad.
Hebreos 1,1-6.
En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado»? O: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios».
El autor alude a la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento, pronunciada por los profetas, pero ahora hecha carne en Cristo, Palabra viva y personificada del Padre.
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El Hijo ha sido nombrado heredero de toda la inmensa creación visible e invisible, que él gobierna y sostiene con su brazo poderoso, a la vez que con su Palabra omnipotente guía a la humanidad hacia las moradas eternas.
El Salvador ejerce su omnipotencia sobre todo arrancando al hombre del poder del mal, mediante el perdón y la purificación de los pecados. Él ahora está encumbrado sobre todos los ángeles, a la derecha del Padre, donde intercede por nosotros y nos está preparando un puesto en su banquete eterno.
Es para saltar de gratitud y alegría ante la infinita misericordia que Dios nos muestra en su Hijo encarnado, crucificado y resucitado, el Dios-con-nosotros de cada día, que anhela llevarnos con él a la fiesta eterna, que se inaugura ya aquí abajo: “A quien me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y haremos morada en él”. Donde está Dios está el paraíso, a pesar de los sufrimientos.
Somos cuna y templo del Salvador, y en nosotros lo adoran los ángeles como en Belén. Dichosa realidad para vivir con amorosa y eterna gratitud.
En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado»? O: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios».
El autor alude a la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento, pronunciada por los profetas, pero ahora hecha carne en Cristo, Palabra viva y personificada del Padre.
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El Hijo ha sido nombrado heredero de toda la inmensa creación visible e invisible, que él gobierna y sostiene con su brazo poderoso, a la vez que con su Palabra omnipotente guía a la humanidad hacia las moradas eternas.
El Salvador ejerce su omnipotencia sobre todo arrancando al hombre del poder del mal, mediante el perdón y la purificación de los pecados. Él ahora está encumbrado sobre todos los ángeles, a la derecha del Padre, donde intercede por nosotros y nos está preparando un puesto en su banquete eterno.
Es para saltar de gratitud y alegría ante la infinita misericordia que Dios nos muestra en su Hijo encarnado, crucificado y resucitado, el Dios-con-nosotros de cada día, que anhela llevarnos con él a la fiesta eterna, que se inaugura ya aquí abajo: “A quien me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y haremos morada en él”. Donde está Dios está el paraíso, a pesar de los sufrimientos.
Somos cuna y templo del Salvador, y en nosotros lo adoran los ángeles como en Belén. Dichosa realidad para vivir con amorosa y eterna gratitud.
“Les he dicho estas cosas para que su alegría sea completa”.
¡¡FELIZ NAVIDAD!!!
P. Jesús Álvarez, ssp.
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