LA VID Y LOS SARMIENTOS
Domingo 5º Pascua - B / 10 mayo 2009
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Toda rama mía que no da fruto, la corta. Y toda rama que da fruto, la limpia para que dé más fruto. Ustedes ya están limpios gracias a la palabra que les he anunciado; pero permanezcan en mí como yo en ustedes. Una rama no puede producir fruto por sí misma si no permanece unida a la vid; tampoco ustedes pueden producir fruto si no permanecen en mí. Yo soy la vid y ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; pero sin mí, no pueden hacer nada. El que no permanece en mí, cae al suelo y se seca; como a las ramas, que las amontonan, se echan al fuego y se queman. Mientras ustedes permanezcan en mí y mis palabras permanezcan en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán”. Juan. 15,1-8
No podemos dejar de repetir y repetirnos: cristiano es sólo quien vive unido a Cristo Resucitado presente en su vida. Sólo de él puede recibir la savia de la vida eterna, tano para sí como para otros. La rama sólo vive en la vid y de la vid.
La unión con Jesús Vida se realiza mediante el amor a él y al prójimo; y se expresa en la gratitud sincera por sus beneficios, de los cuales los máximos son la vida, la fe, el perdón, la Eucaristía, la Palabra de Dios, la resurrección y la gloria eterna, por los cuales merece todo nuestro amor eterno.
Quien vive al margen del amor, de espaldas a Dios-Amor-Vida y al prójimo, -que es imagen e hijo de Dios-, vive cortado de la Vid viva, Cristo. Y no puede menos de secarse en el suelo de la muerte, ya en este mundo, como la rama cortada de la vid, o como el arroyo cortado de su fuente. “Sin mí no pueden hacer nada”.
Vivir en Cristo, ser cristiano, es mucho más que cumplir todas las prácticas de piedad, dar o recibir catequesis, asistir a reuniones bíblicas... Todo eso es bueno si nos lleva a lo esencial: la unión efectiva y afectiva con el Resucitado y con el prójimo necesitado. Sólo unidos a Cristo Vida, podemos tener vida abundante que traduzca nuestra fe en obras y frutos de amor que vivifica y salva. Pero “si no tengo amor, nada soy”, dice san Pablo (1 Corintios 13,3)
“El Padre corta toda rama mía que no da fruto”. Seria advertencia de Jesús a sus seguidores y pastores –ramas suyas- que no produzcan frutos de salvación por falta de unión con él: dicen y no hacen, escuchan la Palabra de Dios y no la viven, comen el “Pan eucarístico” y no "comulgan" con Cristo en el prójimo necesitado. Sarmientos cortados y secos, destinados al fuego. ¡Dios nos libre de tal desgracia!
Es también una seria y amorosa advertencia para la misma institución eclesial: parroquias, comunidades, seminarios, colegios, hogares cristianos, que tal vez dedican lo mejor de sus esfuerzos y recursos a “otras cosas”, y sólo una pequeña parte a la evangelización, que es su razón de ser en la Iglesia y en el mundo. ¿Urge tal vez una poda dolorosa, un replanteamiento?
"Pero a quien produce fruto, el Padre lo limpia para que produzca más fruto". Es una respuesta al misterio del sufrimiento: El Padre acude para convertir la limpieza dolorosa en frutos abundantes de salvación y de vida eterna para nosotros y para muchos otros, unidos a la Vid, Cristo. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”. "Quien desee ser mi discípulo, tome su cruz cada día y me siga", camino de la resurrección y de la vida eterna. “Quien me come, vivirá por mí”, es la otra grande y consoladora promesa de Jesús para quienes lo reciben con fe y amor.
La vida en Cristo –vida cristiana verdadera- se fundamenta su Palabra, en la Eucaristía y en el amor al prójimo, con quien él se identifica. Y la poda del Padre da eficacia salvadora a nuestras obras, a nuestros sufrimientos, a nuestra vida, a nuestra oración: “Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran, y lo conseguirán”.
Hechos 9, 26-31.
En aquellos días, cuando Saulo llegó a Jerusalén, trató de unirse a los discípulos, pero todos le tenían desconfianza, porque no creían que también él fuera un verdadero discípulo. Entonces Bernabé, haciéndose cargo de él, lo llevó hasta donde se encontraban los Apóstoles, y les contó en qué forma Saulo había visto al Señor en el camino, cómo le había hablado, y con cuánta valentía había predicado en Damasco en el nombre de Jesús. Desde ese momento, empezó a convivir con los discípulos en Jerusalén y predicaba decididamente en el nombre del Señor. Hablaba también con los judíos de lengua griega y discutía con ellos, pero estos tramaban su muerte. Sus hermanos, al enterarse, lo condujeron a Cesarea y de allí lo enviaron a Tarso. La Iglesia, entre tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba consolidando, vivía en el temor del Señor y crecía en número, asistida por el Espíritu Santo.
Pablo llega a Jerusalén para confrontar su Evangelio con el de los Apóstoles. Pero su fama de perseguidor de la Iglesia le cierra las puertas, hasta que Bernabé les narra la conversión de Pablo y su valentía en anunciar el Evangelio.
Pablo estaba seguro de haber recibido su Evangelio de Jesús resucitado en persona; pero quiso que los mismos testigos de Jesús lo verificaran, mas ellos no le añadieron ni quitaron nada. Y se sumó sin más a los predicadores de Jerusalén.
Sorprendente: Pablo es acogido por sus antiguos enemigos –los cristianos-, pero sus antiguos amigos –los judíos– deciden matarlo, como a Esteban, cuya muerte Pablo había aprobado. Mas ahora él toma las veces de Esteban, y habría corrido la misma suerte si sus antiguos enemigos no le hubieran salvado la vida.
Suele haber pastores que ejercen un estricto control sobre las iniciativas evangelizadoras, como si hubiera que ajustarse más a sus criterios que a los del Evangelio. Es justo informar a la jerarquía sobre las iniciativas apostólicas, pero es necesario obedecer al Espíritu antes que a los jerarcas, si estos se cierran abiertamente al Espíritu cuando éste actúa con autonomía renovadora.
Los verdaderos evangelizadores no encuentran sólo la oposición de los poderes políticos, sino también, a veces, de ciertos “poderes” eclesiásticos.
Juan 3, 18-24.
Hijitos míos, no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad, y estaremos tranquilos delante de Dios, aunque nuestra conciencia nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas. Queridos míos, si nuestro corazón no nos hace ningún reproche, podemos acercarnos a Dios con plena confianza, y Él nos concederá todo cuanto le pidamos, porque cumplimos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Su mandamiento es éste: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos los unos a los otros como él nos ordenó. El que cumple sus mandamientos permanece en Dios, y Dios permanece en él; y sabemos que Él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado.
¡Cuántas personas se atormentan rumiando sus pecados, incapaces de perdonarse y de creer en el perdón de Dios, de pedírselo y acogerlo con gratitud y voluntad de conversión!
Esa es una gran tentación, que se ha de vencer procurando la paz y la alegría, la oración y el perdón a los demás: “Perdonen y serán perdonados”; pidiendo perdón sinceramente: “Pidan y recibirán”; amando al prójimo con obras concretas: “El amor cubre multitud de pecados”; recurriendo al sacramento del perdón: “A quienes les perdonen, serán perdonados”; proponiéndose una lucha leal por salir de pecado y volverse a Dios: “Si ustedes se vuelven a mí, yo me volveré a ustedes”. “Cuanto mayor es el pecador, más derecho tiene a mi misericordia” (Señor de la Misericordia)
P. Jesús Álvarez, ssp.
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