LA VICTORIA DE LA FE
Domingo 12º del tiempo ordinario – 21-06-2009.
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, lo llevaron en la barca en que estaba; otras barcas lo acompañaban. De pronto se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Jesús, entretanto, dormía en la popa sobre un cojín. Y lo despertaron diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Él se despertó y se puso en pie encarando al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cálmate!” El viento se apaciguó y siguió una gran calma. Después les dijo: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Todavía no tienen fe?” Pero ellos estaban muy asustados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4, 35-40).
El texto nos sugiere que tomemos conciencia de nuestra pequeñez e impotencia frente a los desastres naturales: sismos, tormentas, inundaciones, volcanes...; y ante los desastres humanos: odio, guerras, injusticias, corrupción, abuso de poder, hambre, terrorismo, aborto, alcohol, droga, sida, pandemias violencia sexual, pedofilia, mortandad infantil…
Todo un mar oscuro y huracanado, donde parecemos todos destinados a hundirnos sin remedio, y junto con nosotros la pobre barquilla de la Iglesia, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que, a pesar de todo, luchan por un mundo mejor, donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y la solidaridad, la dignidad humana y la alegría de vivir, y con la paradójica alegría de morir para resucitar.
A veces nuestro Salvador parece dormido, ausente, indiferente..., cuando sólo él puede salvarnos en medio de esa horrible tormenta. Jesús parecía dormir indiferente ante la angustia de los discípulos que esperaban lo peor: ser tragados por las olas. Y también el Padre parecía dormido ante los sufrimientos de su Hijo, cuando las fuerzas del mal se ensañaron contra él hasta asesinarlo. El mismo Jesús llegó a quejarse: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Pero la victoria del mal fue, es y será sólo temporal y aparente: el Padre le respondió a Jesús dándole la razón al devolverle la vida mediante la resurrección, que es la victoria total sobre las fuerzas del mal y sobre la muerte. Victoria total de Jesús y sus seguidores, y de todos los que, aunque no lo conozcan, lo imitan pasando por la vida haciendo el bien.
Vivir en medio de este mar tempestuoso exige valentía, fe, amor, esperanza, y optimismo indomable. Exige confiar ciegamente en la palabra infalible de Jesús: “No teman; yo he vencido el mal”. “No teman: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Sólo unidos a Cristo superamos las cobardías.
Es necesario el trato asiduo con Cristo resucitado presente, pues sólo él da sentido victorioso y pascual al sufrimiento, a las contradicciones y a la misma muerte. Sólo en la unión con él puede experimentarse su presencia amorosa y victoriosa, reconocer y apoyar su acción misteriosa como guía invencible de la Iglesia, de la humanidad y de la creación hacia su destino glorioso a través del calvario de las tormentas, con destino de resurrección y gloria eterna.
El naufragio total y definitivo sucedería si no vivimos la vida desde la fe en Jesús presente; si vamos tras otros salvadores en quienes ponemos más confianza que en él. “Quien se resiste a creer, ya se ha condenado a sí mismo”, nos advierte.
Es inútil, pues, perder el tiempo lamentado las crisis religiosas, las tragedias humanas, morales... Lo que procede es encender la luz de la fe, del amor y de las buenas obras frente a la oscuridad del mal, en lugar de quejarse.
No tenerlo en cuenta a Cristo, el único que puede salvarnos, o considerarlo responsable de la tormenta, sería una fatal necedad.
Job 38, 13-11.
El Señor habló a Job desde la tempestad, diciendo: “¿Quién encerró con dos puertas al mar, cuando él salía a borbotones del vientre materno, cuando le puse una nube por vestido y por pañales, densos nubarrones? Yo tracé un límite alrededor de él, le puse cerrojos y puertas, y le dije: Llegarás hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará la soberbia de tus olas».
Job, a sentirse atenazado por una desgracia tan injusta e irremediable, llama a juicio al mismo Dios para demostrarle su inocencia y declarar al Señor responsable de tan indecible sufrimiento. Sus amigos esperan que Dios castigue a Job por tal atrevimiento frente al Omnipotente.
Pero Dios acepta compasivo el desafío de Job y le habla en directo desde la tormenta, y no para darle una lección teórica sobre el sufrimiento, ni para añadir un castigo a su dolor, sino para que asuma la limitación humana condicionada por el misterio del sufrimiento; misterio inalcanzable para el entendimiento humano, pero que Dios aprovecha en su plan amoroso para bien y salvación del hombre.
Como son inabarcables para nuestra inteligencia las fuerzas, los misterios y maravillas de la creación, obra de la sabiduría y poder infinito del Creador, y que están bajo su total control, así es el misterio del sufrimiento, que en los planes de Dios tiene como destino la felicidad y la gloria eternas. Además de servir a la purificación y perfeccionamiento de la imagen de Dios en el hombre, a semejanza de su Hijo, el cual, “por el sufrimiento aprendió lo que significa obedecer” al Padre, quien, en premio del sufrimiento, lo llevó a la resurrección y la gloria.
Así alcanza su misterioso destino el sufrimiento más injusto, pero del cual no es justo culpar a Dios, pues él no es el autor del sufrimiento ni de la muerte, sino el “transformador” del sufrimiento y de la muerte en felicidad y gloria eterna.
Corintios 5, 14- 17.
Hermanos: El amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo murió por todos, entonces todos han muerto. Y Él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos. Por eso nosotros, de ahora en adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así. El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.
Si uno solo, Cristo, ha muerto y resucitado por todos, significa que todos morimos con él a todo lo que nos puede cerrar las puertas de la resurrección y de la vida eterna. Y si él ha muerto por amor nuestro, debemos corresponderle con amor, no viviendo ya para nosotros mismos, sino para él, que murió y resucitó por nosotros, a fin de que nosotros podamos morir como él y resucitar con él.
Gracias a su muerte y resurrección, Cristo comparte nuestro destino: la muerte temporal; y nosotros compartimos el suyo: la vida eterna. La muerte de Jesús es un gran don, porque nos merece la vida; y nuestra muerte es una ofrenda agradable a Dios, que él transformará en el don de un cuerpo glorioso como el de Cristo resucitado.
Debemos vivir gozosamente conscientes de nuestra pertenencia a Cristo, que nos ha ganado para él con su muerte y resurrección. Nuestra persona se integra en el orden divino de la Persona de Cristo: nos hace miembros suyos, criaturas nuevas que ya no podemos pensar ni vivir ni valorar a nadie ni nada sólo de tejas abajo. Y además decidir integrarnos en su obra redentora: “Si Cristo dio la vida por nosotros, también nosotros debemos darla por nuestros hermanos”.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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