PREDICAR, CURAR Y ECHAR DEMONIOS
Domingo 15º tiempo ordinario - B / 12 julio 2009.
Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan en la alforja ni dinero en la faja; que llevasen sandalias y un manto solo. Y añadió: - Quédense en la casa donde les den alojamiento, hasta que se vayan de ese sitio. Y si en algún lugar no los reciben ni escuchan, al salir sacudan el polvo de sus pies para dar testimonio contra ellos. Salieron, pues a predicar la conversión; echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. Marcos 6, 7-13
Jesús envía a los suyos a proclamar el Evangelio, y les pide vayan con lo indispensable, para que sólo de Él esperen la eficacia salvadora de su misión, y no confíen en la sola eficacia de los medios materiales, aunque deban usar todos los que sirvan para la difusión del la buena noticia, incluidos los costosos medios masivos, imprescindibles hoy en la evangelización, igual que lo fue en el Antiguo Testamento la escritura, medio de comunicación de entonces.
Difundir mensaje del Evangelio es el objetivo de la vida y acción de los discípulos. Ellos no pueden ocupar su corazón y su tiempo con otras cosas. Por su parte los destinatarios, agradecidos, deben sostener con sus bienes a los mensajeros que les ofrecen el bien máximo: el Evangelio de Cristo, mensaje de la salvación. Es un don absolutamente impagable.
Jesús manda a sus discípulos no sólo a predicar, sino también a obrar como él: curar enfermos, echar demonios, denunciar injusticias de toda clase... Y así lo hacen.
¿En qué consiste hoy curar enfermos y echar demonios? A parte que también hoy existen sacerdotes y laicos que hacen curaciones y expulsan demonios con el poder de Jesús, las enfermedades se curan con los adelantos de la medicina y a manos de los médicos, entre los cuales hay también verdaderos discípulos Cristo, declarados o anónimos, que prestan a Cristo sus manos amorosas para curar enfermos. Ellos son los nuevos “samaritanos”.
Y los discípulos siguen hoy la lucha contra el maligno oponiéndose a las grandes enfermedades que amenazan al hombre: egoísmo, injusticia, vicio, violencia, pobreza, hambre, corrupción, explotación, mentira, hipocresía... Donde llega la palabra y la acción del discípulo unido a Cristo, el mal queda al descubierto y retrocede.
Quienes usan el poder como autoservicio y no como servicio al pueblo, pretenden que la Iglesia se limite a las sacristías, que sólo rece y no se meta en asuntos sociales o políticos: que no defienda la vida, la verdad, la justicia, la paz, el progreso; que no se ponga al lado de los pobres y explotados por los poderosos de turno, para así navegar impunemente en riquezas acumuladas a costa de la pobreza de los más, gozan a costa del sufrimiento ajeno, e incluso viven a costa de la muerte de otros. Actitudes y acciones diabólicas que un día se volverán contra los mismos que las promueven.
Pero también, ¡cuántas enfermedades evitan de raíz los sacerdotes, consagrados, consagradas, catequistas, misioneros y simples cristianos que con la Palabra de Dios y los sacramentos, el consejo y la orientación eliminan el pecado, causa primera de tanta enfermedad física, moral, psíquica, espiritual y social.
Valiente la palabra, la denuncia y la acción de obispos, sacerdotes, religiosos, laicos y personas de bien, católicos o no, que incluso arriesgan sus vidas frente a tantas calamidades producidas por los prepotentes secuaces de las siniestras fuerzas del mal.
Seguir a Cristo y obrar en su nombre no es un privilegio del clero, sino competencia, derecho, vocación y responsabilidad de todo bautizado. Teniendo en cuenta que la palabra más eficaz no es la que sale de los labios, sino la que brota de la vida y la unión con Cristo: “Quien está unido a mí produce mucho fruto”, sea sacerdote o laico. Esa forma siempre actual y eficaz de predicar y echar demonios es privilegio de todos, cada cual según su condición.
Por otra parte, todos corremos el peligro de cerrar los oídos, la mente y el corazón a la Palabra de Dios que nos transmiten sus enviados, mereciendo que nos sacudan en la cara el polvo de sus pies, con el riesgo de frustrar la salvación eterna que Cristo nos ofrece.
No cedamos a cómodos pretextos para no escuchar ni vivir la Palabra de Dios, alegando que no simpatiza el predicador, que no cumple lo que predica, que no tiene cualidades oratorias… Jesús nos dice bien claro respecto de los predicadores: “Quien los escucha a ustedes, a mí me escucha, y quien los rechaza a ustedes, a mí me rechaza”.
Isaías 55, 10-11.
Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.
La Palabra de Dios no es como nuestras palabras, sino que hace realidad lo que anuncia: la salvación a quien la busca, la espera y la acoge. Es fuente de vida, y no simple sonido que comunica ideas, sentimientos, información, verdades, emociones.
Isaías 55, 10-11.
Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.
La Palabra de Dios no es como nuestras palabras, sino que hace realidad lo que anuncia: la salvación a quien la busca, la espera y la acoge. Es fuente de vida, y no simple sonido que comunica ideas, sentimientos, información, verdades, emociones.
La palabra predicador y del simple cristiano, para que tenga eficacia salvadora, debe inspirarse en la Palabra de Cristo, sintonizar con ella y reflejarla; sabiendo que la palabra más elocuente y que todo el mundo entiende es la palabra de la propia vida y obras, que son como un evangelio abierto, el único que podrán leer muchos de su entorno, empezando en el propio hogar. Esa Palabra de Dios no vuelve a él sin producir fruto; de ahí la necesidad de transmitirla, sea como sea y con todos los medios a nuestro alcance, a tiempo y a destiempo.
Cuando el cristiano lo es de verdad –persona que vive unida a Cristo-, es imposible que su vida no “hable” ni actúe en su ambiente, aunque ni él ni los demás se den cuenta. Pues está de por medio la palabra infalible de Jesús: que toda persona unida a él, produce fruto sin más. Ahí está el secreto de la eficacia salvífica de la palabra y de la vida del simple cristiano.
Romanos 8,18-23
Hermanos: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.
San Pablo había estado en el “tercer cielo”, aunque no sabe si “dentro o fuera del cuerpo”, y comunicar esa experiencia, exclamó: “Ni oído oyó, ni ojo vio, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. Por eso decía también: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.
Romanos 8,18-23
Hermanos: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.
San Pablo había estado en el “tercer cielo”, aunque no sabe si “dentro o fuera del cuerpo”, y comunicar esa experiencia, exclamó: “Ni oído oyó, ni ojo vio, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. Por eso decía también: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.
El Apóstol habla con conocimiento de causa cuando afirma que los sufrimientos temporales son nada en comparación con la inmensa gloria y gozo que Dios dará en su casa eterna a quienes lo aman. Gloria y gozo que compartirá también con nosotros toda la creación, una vez liberada de la esclavitud del egoísmo y del afán de dominio por parte de unos pocos hombres pervertidos, que la acaparan para su servicio a costa del sufrimiento de muchos.
Esos dolores de parto, inútiles por sí solos, Dios los va haciendo fecundos dolores que darán vida, y por la resurrección darán a luz un mundo nuevo presidido por Cristo, Rey del Universo; un mundo donde reine la vida y la verdad, la justicia y la paz, el amor y la libertad.
En esa perspectiva tenemos que valorar y aprovechar nuestros sufrimientos, ofrecerlos junto con los de todos los hombres y los de la creación entera, asociándolos a los de Cristo crucificado, que nos guía hacia la resurrección y la gloria.
Esa es nuestra esperanza segura, anclada en Jesús crucificado y resucitado, el único que puede y quiere liberarnos del sufrimiento y de la muerte para glorificarnos con él en su reino eterno.
Cristo ha tomado muy en serio nuestra salvación. Él hizo y hace lo indecible por salvarnos. Tenemos que pedir con insistencia lo mismo que él desea para nosotros y hacer lo posible para conseguirlo. Entonces el éxito estará asegurado.
Dice san Agustín: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Dios ha dejado a nuestra elección libre y condiciona a nuestro esfuerzo el éxito eterno que nos ofrece. Dios nos ofrece el éxito, pero nosotros podemos acogerlo y secundarlo, o bien ignorarlo y despreciarlo.
Acojamos la oferta gratuita de salvación por parte de Cristo. Gratuita, pero condicionada a nuestro esfuerzo. Deseemos y preparemos en serio “la hora de ser hijos de Dios, la resurrección de nuestro cuerpo”, “que él transformará en cuerpo glorioso como el suyo”.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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