SERVICIO contra AMBICIÓN
Domingo 25º durante el año -B / 20-09- 2009.
Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no me recibe a mí, sino a aquél que me ha enviado». Marcos. 9,30-37.
Ante la incomprensión de los discípulos, Jesús les repite el anuncio de su pasión y de su resurrección. Mas para ellos Jesús no puede ni debe morir, sino llegar a ser el Mesías, el rey glorioso que les asigne los cargos de ministros en su reino temporal.
Y mientras Jesús anuncia sufrimientos – con la certeza de que han de ser coronados por la resurrección -, surge entre los discípulos una vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino terreno de Jesús.
Hoy, como entonces, sigue siendo arduo cargar la cruz detrás de Cristo para llegar con él a la resurrección y a la gloria eterna, pues el poder, la ambición y el disfrute están muy arraigados en el hombre, y en vano pretende alcanzar la resurrección y la gloria sin pasar por la cruz, haciéndose una religión a su gusto, de apariencias y cumplimiento, sin encuentro real con Cristo resucitado presente.
La cruz – todo sufrimiento, enfermedad, dolor, agonía, muerte ofrecidos en unión con Cristo- sigue siendo el único camino hacia la resurrección y a la gloria, y la única manera de triunfar sobre el dolor y la muerte, como lo fue para él. Sólo esta esperanza hace soportables y llevaderas nuestras cruces –pequeñas o grandes- de cada día y de toda la vida.
También a los discípulos o cristianos de hoy Jesús nos dirige el mismo anuncio que a los de entonces: "Si alguno quiere ser mi discípulo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". La cruz del servicio a Dios y al prójimo es ya una cruz pascual, porque Cristo resucitado nos la alivia al cargarla con nosotros, por la etapa del Calvario, hacia la meta de la resurrección y de la gloria. “Los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”, dice san Pablo.
Sin embargo, tal vez evadimos una y mil veces el servicio generoso y la renuncia a lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo", como si la cruz fuera causa de infelicidad, y no causa de resurrección y felicidad eternas, como lo fue para Cristo.
Pero es admirable ver cómo Jesús, ante las ambiciones y ceguera de los discípulos, no se pone a reprenderlos con enojo, sino que se sienta y los instruye de nuevo con infinita paciencia, esperando que entiendan de una vez. ¡Buen ejemplo para pastores, catequistas y padres!
A los discípulos de entonces y de hoy Jesús les propone como modelo a un niño. Los niños no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos a todos, sin malicia ni ambición posesiva; son sencillos, pacíficos, felices. No se imponen. Viven y sufren al estilo de Cristo: como mansos corderitos. Pero ¡ay de quienes los hacen sufrir! Dios saldrá en defensa de ellos frente a sus verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados.
Lo que hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, a los que sufren, a los pobres y marginados. Porque todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace. “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre a poseer el reino”.
Sabiduría 2, 12. 17-20
Dicen los impíos: Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que le pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo visitará.
Los impíos, que abundan en todos los tiempos y lugares, viven con la esperanza puesta únicamente en lo material palpable, y se creen incluso con derecho de vida o muerte sobre sus hermanos; muerte en sus múltiples formas: la indiferencia, el desprecio y la marginación, el asesinato, hoy tan extendido, y tantas veces impune.
El impío no aguanta a una persona honrada, porque ésta, con su recta conducta, denuncia la mala conducta del impío, que intentará acallar de mil maneras al bueno, sin pensar en las consecuencias que lo alcanzarán de improviso.
Quienes hacen el mal porque no creen en Dios, o porque no él actúa de inmediato contra ellos mismpos a favor de los inocentes; y quienes piden cuentas a Dios o lo acusan porque permite las fechorías de los impíos contra los buenos, y no pasan de ahí, quedándose de brazos cruzados e indiferentes ante el mal, no creen realmente en Dios ni en la vida eterna, y la perderán a causa de su fatal autoengaño -dicen y no hacen-, que lamentarán eternamente.
El bueno, el inocente que sufre, será liberado de sus verdugos, incluso a través del sufrimiento y de la misma condena a muerte, como sucedió con el Bueno y Justo por excelencia: Cristo, liberado y liberador por la cruz y la resurrección.
Santiago 3, 16 - 4, 3
Hermanos: Donde hay rivalidad y discordia, hay también desorden y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y además, pacífica, benévola y conciliadora; está llena de misericordia y dispuesta a hacer el bien; es imparcial y sincera. Un fruto de justicia se siembra pacíficamente para los que trabajan por la paz. ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que combaten en sus mismos miembros? Ustedes ambicionan, y si no consiguen lo que desean, matan; envidian, y al no alcanzar lo que preten¬den, combaten y se hacen la guerra. Ustedes no tienen, porque no piden. O bien, piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones.
He aquí una radiografía de tantas familias cristianas, comunidades religiosas, grupos parroquiales donde impera la discordia, la rivalidad, las envidias…; y que delata las causas vergonzosas de esa situación: pasiones, ambición de poder, e incluso la oración mal hecha, porque con ella se intenta encubrir esas situaciones, en lugar de vivir y promover la unión con Dios y con el prójimo.
Están juntos para hacer cosas, en lugar de estar unidos a Cristo para vivir y ayudarse en el camino de la fe, de la evangelización y de la salvación propia y ajena.
Un cristiano sólo se puede sentir cristiano, si está unido a Cristo por la oración, la Eucaristía y por la misma comunión; si ama a quien Cristo ama, si perdona a quien Cristo perdona, si pide y sufre por la salvación de quienes Cristo ha venido a salvar y cuya obra redentora quiere que compartamos con él.
Pero Santiago también indica el remedio a tanto desconcierto escandaloso: la sabiduría de la fe, que es pura, pacificadora, conciliadora, imparcial, sincera, llena de misericordia… “Los que trabajan por la paz, serán llamados hijos de Dios”.
Y mientras Jesús anuncia sufrimientos – con la certeza de que han de ser coronados por la resurrección -, surge entre los discípulos una vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino terreno de Jesús.
Hoy, como entonces, sigue siendo arduo cargar la cruz detrás de Cristo para llegar con él a la resurrección y a la gloria eterna, pues el poder, la ambición y el disfrute están muy arraigados en el hombre, y en vano pretende alcanzar la resurrección y la gloria sin pasar por la cruz, haciéndose una religión a su gusto, de apariencias y cumplimiento, sin encuentro real con Cristo resucitado presente.
La cruz – todo sufrimiento, enfermedad, dolor, agonía, muerte ofrecidos en unión con Cristo- sigue siendo el único camino hacia la resurrección y a la gloria, y la única manera de triunfar sobre el dolor y la muerte, como lo fue para él. Sólo esta esperanza hace soportables y llevaderas nuestras cruces –pequeñas o grandes- de cada día y de toda la vida.
También a los discípulos o cristianos de hoy Jesús nos dirige el mismo anuncio que a los de entonces: "Si alguno quiere ser mi discípulo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo". La cruz del servicio a Dios y al prójimo es ya una cruz pascual, porque Cristo resucitado nos la alivia al cargarla con nosotros, por la etapa del Calvario, hacia la meta de la resurrección y de la gloria. “Los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”, dice san Pablo.
Sin embargo, tal vez evadimos una y mil veces el servicio generoso y la renuncia a lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo", como si la cruz fuera causa de infelicidad, y no causa de resurrección y felicidad eternas, como lo fue para Cristo.
Pero es admirable ver cómo Jesús, ante las ambiciones y ceguera de los discípulos, no se pone a reprenderlos con enojo, sino que se sienta y los instruye de nuevo con infinita paciencia, esperando que entiendan de una vez. ¡Buen ejemplo para pastores, catequistas y padres!
A los discípulos de entonces y de hoy Jesús les propone como modelo a un niño. Los niños no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos a todos, sin malicia ni ambición posesiva; son sencillos, pacíficos, felices. No se imponen. Viven y sufren al estilo de Cristo: como mansos corderitos. Pero ¡ay de quienes los hacen sufrir! Dios saldrá en defensa de ellos frente a sus verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados.
Lo que hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, a los que sufren, a los pobres y marginados. Porque todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace. “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre a poseer el reino”.
Sabiduría 2, 12. 17-20
Dicen los impíos: Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que le pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo visitará.
Los impíos, que abundan en todos los tiempos y lugares, viven con la esperanza puesta únicamente en lo material palpable, y se creen incluso con derecho de vida o muerte sobre sus hermanos; muerte en sus múltiples formas: la indiferencia, el desprecio y la marginación, el asesinato, hoy tan extendido, y tantas veces impune.
El impío no aguanta a una persona honrada, porque ésta, con su recta conducta, denuncia la mala conducta del impío, que intentará acallar de mil maneras al bueno, sin pensar en las consecuencias que lo alcanzarán de improviso.
Quienes hacen el mal porque no creen en Dios, o porque no él actúa de inmediato contra ellos mismpos a favor de los inocentes; y quienes piden cuentas a Dios o lo acusan porque permite las fechorías de los impíos contra los buenos, y no pasan de ahí, quedándose de brazos cruzados e indiferentes ante el mal, no creen realmente en Dios ni en la vida eterna, y la perderán a causa de su fatal autoengaño -dicen y no hacen-, que lamentarán eternamente.
El bueno, el inocente que sufre, será liberado de sus verdugos, incluso a través del sufrimiento y de la misma condena a muerte, como sucedió con el Bueno y Justo por excelencia: Cristo, liberado y liberador por la cruz y la resurrección.
Santiago 3, 16 - 4, 3
Hermanos: Donde hay rivalidad y discordia, hay también desorden y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y además, pacífica, benévola y conciliadora; está llena de misericordia y dispuesta a hacer el bien; es imparcial y sincera. Un fruto de justicia se siembra pacíficamente para los que trabajan por la paz. ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que combaten en sus mismos miembros? Ustedes ambicionan, y si no consiguen lo que desean, matan; envidian, y al no alcanzar lo que preten¬den, combaten y se hacen la guerra. Ustedes no tienen, porque no piden. O bien, piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones.
He aquí una radiografía de tantas familias cristianas, comunidades religiosas, grupos parroquiales donde impera la discordia, la rivalidad, las envidias…; y que delata las causas vergonzosas de esa situación: pasiones, ambición de poder, e incluso la oración mal hecha, porque con ella se intenta encubrir esas situaciones, en lugar de vivir y promover la unión con Dios y con el prójimo.
Están juntos para hacer cosas, en lugar de estar unidos a Cristo para vivir y ayudarse en el camino de la fe, de la evangelización y de la salvación propia y ajena.
Un cristiano sólo se puede sentir cristiano, si está unido a Cristo por la oración, la Eucaristía y por la misma comunión; si ama a quien Cristo ama, si perdona a quien Cristo perdona, si pide y sufre por la salvación de quienes Cristo ha venido a salvar y cuya obra redentora quiere que compartamos con él.
Pero Santiago también indica el remedio a tanto desconcierto escandaloso: la sabiduría de la fe, que es pura, pacificadora, conciliadora, imparcial, sincera, llena de misericordia… “Los que trabajan por la paz, serán llamados hijos de Dios”.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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