LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ - C / 27-12-2009.
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió los doce años, subió también con ellos a la fiesta, pues así había de ser. Al terminar los días de la fiesta regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Seguros de que estaba con la caravana de vuelta, caminaron todo un día. Después se pusieron a buscarlo entre sus parientes y conocidos. Como no lo encontraran, volvieron a Jerusalén en su búsqueda. Al tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas. Sus padres se emocionaron mucho al verlo; su madre le decía: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos." El les contestó: "¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre quiere?" Pero ellos no compren-dieron esta respuesta. Jesús entonces regresó con ellos, llegando a Nazaret. Posteriormente siguió obedeciéndoles. Su madre, por su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón. Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres. Lucas 2,41-52
La fiesta de la Sagrada Familia es la fiesta de todas las familias, pues toda familia es sagrada, por ser templo donde Dios Amor comunica la vida a través del amor de los padres. Amor que no se reduce al placer y los bienes materiales, que son también dones de Dios para gozar y compartir con orden y gratitud.
La familia está al servicio de la persona y de su misión en la vida, y no al revés. Los hijos son un don de Dios y le pertenecen. Sólo Dios es el origen de la vida y dueño de los hijos. Los padres son sólo cauces de la vida de sus hijos. Por eso Jesús, a los doce años, sin contar con sus padres, se quedó en el templo para cumplir la voluntad de su Padre. Y también la Virgen María, a los trece, había dado ya su SÍ al ángel, y sin consultar a sus padres ni a los sacerdotes.
Jesús, el Hijo de Dios, quiso nacer en una familia, pues la familia unida en el amor es el ambiente insustituible para el crecimiento sano y feliz de los hijos y de los padres. Para la persona humana no existe bien más gratificante que un hogar donde los padres se aman, aman a sus hijos y éstos corresponden.
La gran mayoría de las enfermedades psíquicas, morales, espirituales y físicas tienen a menudo su origen en la disolución de la familia o en la falta de amor en el hogar. El verdadero amor y la unión familiar son la mejor medicina preventiva contra las enfermedades físicas, morales, psíquicas y espirituales.
En la Sagrada Familia no fue todo milagro; hubo incluso miedo, persecución, destierro, pérdida de Jesús en la peregrinación a Jerusalén, falta de trabajo y de pan. Hubo agonía y muerte. Pero el amor verdadero los conservó unidos a Dios Padre y entre sí, con lazos cada vez más fuertes. Ese fue el gran secreto de su felicidad en el tiempo y en la eternidad.
No hay amor verdadero sin sufrimiento; y el sufrimiento sin amor, es infierno en la tierra, así como el amor hace de la tierra cielo, aun en medio del sufrimiento. La familia es templo de Dios con destino de cielo ya en la tierra, a la espera de reintegrarse en la Familia Trinitaria, que es su origen y destino.
Donde hay amor, allí está Dios Amor, que sostiene a sus hijos en el sufrimiento y se lo convierte en fuente de felicidad, de vida y de salvación. Y de la misma muerte hace surgir la vida por la resurrección. Pues “cuando el afligido invoca al Señor, él lo escucha”.
1 Samuel 1, 20-22. 24-28.
Ana concibió, y dio a luz un hijo, al que puso el nombre de Samuel, diciendo: «Se lo he pedido al Señor». El marido, Elcaná, subió con toda su familia para ofrecer al Señor el sacrificio anual y cumplir su voto. Pero Ana no subió, porque dijo a su marido: «No iré hasta que el niño deje de mamar. Entonces lo llevaré y él se presentará delante el Señor y se quedará allí para siempre». Cuando el niño dejó de mamar, lo subió con ella y lo condujo a la Casa del Señor en Silo. El niño era aún muy pequeño. Y después de inmolar el novillo, se lo llevaron a Elí. Ella dijo: «Perdón, señor mío, ¡por tu vida, señor!, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti, para orar al Señor. Era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y Él me concedió lo que le pedía. Ahora yo, a mi vez, se lo cedo a Él: para toda su vida queda cedido al Señor». Después se postraron delante del Señor.
Antes de la venida de Cristo, en el pueblo hebreo la esterilidad matrimonial era considerada como una gran desgracia, pues los estériles se consideraban excluidos por Dios de la genealogía del Salvador. Era el caso de Ana y Elcaná.
Pero Ana no se rindió ante tan gran desgracia, sino que se propuso pedir a Dios, con insistencia y fe, ser liberada de esa deshonra. Y Dios le concedió el niño que pedía, y estaba feliz. Mas no quiso quedarse para sí tan gran don de Dios, sino que se lo devolvió y consagró para estuviera toda la vida sirviendo al Señor en el templo. Heroico, generoso y agradecido desprendimiento.
Ejemplo siempre actual para los padres y familias cristianas que deberían pedir a Dios que al menos un hijo o una hija se consagren totalmente a Dios en el sacerdocio o la vida religiosa, como el don más grande que Dios puede conceder a una familia. Pero muchos pareciera que prefieren verlos drogadictos y fracasados en el matrimonio que consagrados a Dios en la vida religiosa y en el sacerdocio.
1 Juan 3, 1-2. 21-24.
¡Admirable página del “discípulo amado”! Todo un programa de vida cristiana auténtica. No sólo nos llamamos hijos de Dios, ni somos adoptivos, sino que somos verdaderos hijos suyos muy amados y por doble partida: nos ha dado la vida natural por medio de nuestros padres, y nos ha regenerado a la vida sobrenatural y eterna por la vida, pasión, muerte y resurrección de su Hijo divino, destinándonos a ser semejantes a él y a verlo tal cual es en el paraíso.
Y como somos hijos, somos también coherederos de la vida eterna con el Hijo. ¿Cómo podemos creer que Dios no nos ama y no corresponder a tanto amor y deseo de estar con nosotros? Correspondemos a su amor cuando cumplimos sus mandamientos: creer en Cristo, amarnos mutuamente, orar confiadamente, y hacerle espacio a Jesús en el corazón y en la vida.
P. Jesús Álvarez, ssp.