Sunday, January 10, 2010

BAUTISMO, VIDA DE DIOS PARA EL HOMBRE


El Bautismo de Jesús


10-1-2010


Un día fue bautizado también Jesús entre el pueblo que venía a recibir el bautismo. Y mientras estaba en oración, se abrieron los cielos: el Espíritu Santo bajó sobre él y se manifestó en forma corporal, como una paloma, y del cielo vino una voz: Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección. (Lucas 3,15-16.21-22).

Jesús en el bautismo fue “invadido” por el Espíritu Santo para liberar al pueblo de sus esclavitudes: “Dar la vista a los ciegos, oído a los sordos, libertad a los cautivos, resurrección a los muertos, y anunciar la buena noticia a los pobres”.

En el bautismo Jesús fue ungido por el Padre como sacerdote, que une al hombre con Dios; como profeta, que conoce e interpreta la historia y el mundo según Dios y habla en nombre de Dios; y como rey que vive en libertad victoriosa frente a las fuerzas esclavizantes del mal.

El sentido y valor salvífico de nuestro bautismo arranca del bautismo de Jesús, que nos hace miembros de su Cuerpo místico, la Iglesia. Nacemos hijos de Dios, pues de él recibimos la vida natural a través de los padres.

Pero el bautismo injerta en nosotros la misma vida divina y eterna de Dios: somos declarados hijos de Dios, “conformes con la imagen de su Hijo”, hermanos de Cristo, nuevas criaturas predilectas de Dios, sanadas por el fuego del amor infinito de la Trinidad, nuestra Familia de origen y de destino.

“Miren qué amor nos tiene el Padre, para llamarnos hijos suyos, pues lo somos”, exclama San Pablo con inmensa gratitud. El bautismo es eso: la gracia-amor de Dios que nos transforma en hijos suyos, semejantes a Jesús. En el bautismo la gracia de Dios invade toda nuestra persona.

Por el bautismo también nosotros somos constituidos sacerdotes, miembros del Pueblo Sacerdotal, la Iglesia, convertidos en ofrenda agradable a Dios para la salvación de nuestros hermanos. Somos constituidos profetas, capaces de ver y comprender a las personas, las cosas y los acontecimientos con los ojos de Dios. Somos constituidos reyes, porque se nos da la libertad de los hijos de Dios, pues servir a Dios en el prójimo es reinar en el tiempo y en la eternidad.

¿En qué medida vivimos el sacerdocio bautismal: en la eucaristía y en la vida, sirviendo y amando a los otros como Jesús los ama y nos ama? ¿Vemos las cosas como Dios las ve, y vivimos como hijos suyos, hijos del Rey universal?

¿Por qué tantos bautizados dejan de vivir como cristianos? Tal vez la catequesis no se fundamentó en lo que hace al cristiano: sacerdote, profeta y rey, unido a Cristo Resucitado presente, con todo lo que eso supone para la vida práctica.

Se necesita una catequesis más bíblica y vivencial en la preparación al bautismo,

- Con la escucha y experiencia viva del Hijo resucitado y presente en la Biblia, en la Eucaristía, en el prójimo y en uno mismo;

- Con la experiencia de ayuda al prójimo necesitado, como ayuda al mismo Cristo;

- Y la experiencia profética de evangelizar ya desde niños, de modo que esas experiencias dejen huellas definitivas en el espíritu, en la vida y la persona del bautizado, más allá de la “fiesta social”.

Así el bautismo se vivirá como lo que es: el inmenso don de la misma vida divina de Dios.

Isaías 40, 1-5. 9-11

¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está pagada, que ha recibido de la mano del Señor doble castigo por todos sus pecados. Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor. Levanta tu voz sin temor, di a las ciudades de Judá: «¡Aquí está su Dios!» Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio: el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede. Como un pastor, Él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz.

Los individuos y los pueblos somos a menudo víctimas de los propios pecados y de los pecados ajenos: enfermedades, fracasos, muerte, grandes calamidades, guerras, hambre, violencias, asesinatos, holocausto de inocentes… Son como los dolores de parto que están dando a luz un mundo nuevo, con la fuerza invencible de la tierna mano de Dios que se hace presente para liberar y salvar.

La vida y la alegría surgen del fondo de la pena, cuando nos confiamos a Dios Padre:
“En tus manos, Señor, pongo mi vida, confío en ti: tú actuarás”. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”, porque “aquí está tu Dios”: “Estoy con ustedes todos los días”. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiado y yo los aliviaré”. Él nos lleva en sus brazos como a los corderitos.

Nuestro Dios convierte el fracaso en victoria, la enfermedad en felicidad y la muerte en resurrección y vida:
“Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. Hay razones para esperar contra toda experiencia de fracaso, dolor y muerte.

Tito 2, 11-14; 3, 4-7

Querido hijo: La gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado. Ella nos enseña a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús. Él se entregó por nosotros, a fin de librarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un Pueblo elegido y lleno de celo en la práctica del bien. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, no por las obras de justicia que habíamos realizado, sino solamente por su misericordia, El nos salvó, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo.

La gracia -el amor y la misericordia- de Dios es la que nos salva, no nuestras solas obras de bien que, sin embargo, son indispensables para que la salvación de Dios nos alcance: “Rechazar la impiedad y los deseos mundanos para vivir con sobriedad, justicia y piedad”, en una amorosa relación con Dios y con el prójimo.
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“Nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo… se entregó por nosotros, para merecernos el perdón, la conversión, santificación y la salvación que no podíamos merecer ni lograr por nosotros solos.
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Nuestra parte consiste en ser “buenos pecadores”, o sea: pecadores arrepentidos y convertidos de verdad, vueltos al Padre; pecadores profundamente agradecidos por el don inmenso del perdón de Dios, que nos anima a no pecar.

La gratitud es una expresión del amor a Dios, y
“a quien ama mucho, se le perdona mucho”. Pero la verdadera gratitud se muestra con una vida conforme a la voluntad de Dios: rechazar el mal y obrar el bien a favor del prójimo. Sólo así nos hacemos “herederos de la vida eterna”, y para agradecer eternamente el perdón misericordioso de Dios.


P. Jesús Álvarez, ssp.

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