¡Bendito el que viene en nombre de Dios!
Domingo de Ramos – C / 28-3-2010.
Jesús emprendió la subida hacia Jerusalén… Los discípulos trajeron entonces el burrito y le echaron sus capas encima para que Jesús se montara. La gente extendía sus mantos sobre el camino a medida que iba avanzando. Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud comenzó a alabar a Dios a gritos, con gran alegría, por todos los milagros que habían visto. Decían: "¡Bendito el que viene como rey en nombre del Señor! ¡Paz en la tierra y gloria en lo más alto de los cielos!" Algunos fariseos que se encontraban entre la gente dijeron a Jesús: "Maestro, reprende a tus discípulos." Pero él contestó: "Yo les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras." (Lucas 19, 28-40).
Jesús marcha hacia Jerusalén, y de allí irá a la etapa del Calvario con destino a la meta de la resurrección. El había frustrado varias veces el intento del pueblo de proclamarlo rey. Pero ahora se deja aclamar rey, porque el Padre está a punto de glorificarlo como soberano de cielos y tierra, y él se dispone a glorificar al Padre con su obediencia y fidelidad en el amor a Él y a los hombres hasta la muerte.
Jesús declara que si la gente dejara de vitorearlo, lo aclamarían las mismas piedras. Sin embargo, ¡oh paradoja increíble!: la gran mayoría de esa gente lo condenará al día siguiente y hasta sus mismos discípulos lo abandonarán.
Preguntémonos en serio si nosotros no hacemos lo mismo: si lo aclamamos con la boca, pero lo ignoramos con la indiferencia; si lo aclamamos en el templo y lo crucificamos en el prójimo, en el hogar, en el trabajo... Tengamos en cuenta sus tajantes palabras: “Quien no está conmigo, está contra mí”.
Crucificamos de nuevo a Cristo en todo prójimo que hagamos objeto de injusticia, sufrimiento, difamación, desprecio, rencor, indiferencia… Jesús mismo lo dice: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”. En bien o en mal.
Sin embargo, como somos capaces de crucificar, también somos capaces de colaborar con Cristo crucificado al máximo bien del prójimo: trabajar, orar y sufrir, como Jesús y con él, por la conversión, salvación, resurrección y gloria de quienes amamos y de nuestros enemigos.
Así el trabajo, la oración y el sufrimiento se vuelven pascuales, pues adquieren sentido y fuerza de resurrección para nosotros y para muchos otros, a la vez que, como Jesús, vivimos el máximo amor: “Nadie tiene un amor tan grande como quien da la vida por los que ama”.
Solamente la pasión de Jesús tiene poder para destruir el pecado. Él cargó con nuestros pecados y sufrió en lugar de nosotros. “Me amó y se entregó por mí”, exclama agradecido San Pablo. La gratitud es la expresión más genuina del amor hacia Cristo que nos da la muestra de amor más grande: el perdón.
La Semana Santa no puede reducirse a “compadecer” los dolores que Jesús sufrió hace más de dos mil años, pues “Cristo ya no muere más", ni sufre en su cuerpo glorioso. Más bien consideremos cómo podemos aliviar su pasión actual sufrida en el prójimo. Y dediquémonos a arrancar o compartir las cruces ajenas.
Y cuando nos sintamos "crucificados con Cristo”, “alegrémonos de compartir los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”, nos aconseja San Pablo.
Isaías 50,4-7.
El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.
Las palabras de Isaías se refieren a Jesús, quien pasó toda su vida consolando y arrancando cruces, y ahora carga libremente con su cruz para librar a los hombres de la máxima cruz: la desesperación, la muerte y la ruina eterna, y merecernos la resurrección y la vida gloriosa con él para siempre.
En el huerto de Getsemaní vio tan claro el horrible sufrimiento que le esperaba, que pidió a gritos y con lágrimas de sangre, brotadas de todo su cuerpo, ser liberado de tal tormento. Pero aceptó decidido y con paz la pasión cuando se centró en el premio inmenso y eterno que le esperaba tras el tormento: la resurrección y la gloria para él y para los hombres.
Por eso aceptó la condena a base de calumnias, y no evitó golpes, salivazos, injurias, burlas, corona de espinas, cruz, desnudez, clavos, crucifixión, desafíos de sus enemigos...
Ciertas cruces sólo son soportables si nos centramos, como Jesús, en lo que se gesta a través de nuestra cruz unida a la suya: la resurrección y la gloria eterna con Él y todos los suyos. Pidamos fortaleza cada día para que así sea.
Filipenses 2,6-11.
Las palabras de Isaías se refieren a Jesús, quien pasó toda su vida consolando y arrancando cruces, y ahora carga libremente con su cruz para librar a los hombres de la máxima cruz: la desesperación, la muerte y la ruina eterna, y merecernos la resurrección y la vida gloriosa con él para siempre.
En el huerto de Getsemaní vio tan claro el horrible sufrimiento que le esperaba, que pidió a gritos y con lágrimas de sangre, brotadas de todo su cuerpo, ser liberado de tal tormento. Pero aceptó decidido y con paz la pasión cuando se centró en el premio inmenso y eterno que le esperaba tras el tormento: la resurrección y la gloria para él y para los hombres.
Por eso aceptó la condena a base de calumnias, y no evitó golpes, salivazos, injurias, burlas, corona de espinas, cruz, desnudez, clavos, crucifixión, desafíos de sus enemigos...
Ciertas cruces sólo son soportables si nos centramos, como Jesús, en lo que se gesta a través de nuestra cruz unida a la suya: la resurrección y la gloria eterna con Él y todos los suyos. Pidamos fortaleza cada día para que así sea.
Filipenses 2,6-11.
Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor».
Jesús esconde su condición divina bajo la condición humana para rescatar al hombre de su condición pecadora mediante la fidelidad amorosa al Padre en la humillación, el sufrimiento y la muerte, que le abren el camino de la resurrección.
El Padre no planificó la muerte de Jesús, su Hijo, como tampoco maquinó la muerte de Abel a manos de Caín. Eso no lo hace ni en el peor de los padres.
La pasión y muerte de Jesús la causaron hombres envidiosos, malvados y prepotentes, aliados con las fuerzas del mal. Entonces, ¿cómo dice Jesús: “Si no puede pasar de mí este cáliz, hágase tu voluntad”?
La voluntad de Dios no es la muerte de Jesús, sino “que todos los hombres se salven” por su fidelidad, obediencia y amor al Padre, a pesar del sufrimiento y de la muerte planificados por los agentes del mal y de las tinieblas.
Dios opone su plan de amor, de resurrección y vida al plan de odio y muerte de los malvados, sirviéndose del mismo plan de éstos y de su victoria para derrotarlos en su campo mediante la resurrección de Cristo y de los hombres, meta definitiva del plan misericordioso de Dios.
“Por eso Dios le lo exaltó y le dio un Nombre sobre todo nombre”.
Jesús esconde su condición divina bajo la condición humana para rescatar al hombre de su condición pecadora mediante la fidelidad amorosa al Padre en la humillación, el sufrimiento y la muerte, que le abren el camino de la resurrección.
El Padre no planificó la muerte de Jesús, su Hijo, como tampoco maquinó la muerte de Abel a manos de Caín. Eso no lo hace ni en el peor de los padres.
La pasión y muerte de Jesús la causaron hombres envidiosos, malvados y prepotentes, aliados con las fuerzas del mal. Entonces, ¿cómo dice Jesús: “Si no puede pasar de mí este cáliz, hágase tu voluntad”?
La voluntad de Dios no es la muerte de Jesús, sino “que todos los hombres se salven” por su fidelidad, obediencia y amor al Padre, a pesar del sufrimiento y de la muerte planificados por los agentes del mal y de las tinieblas.
Dios opone su plan de amor, de resurrección y vida al plan de odio y muerte de los malvados, sirviéndose del mismo plan de éstos y de su victoria para derrotarlos en su campo mediante la resurrección de Cristo y de los hombres, meta definitiva del plan misericordioso de Dios.
“Por eso Dios le lo exaltó y le dio un Nombre sobre todo nombre”.
P. Jesús Álvarez, ssp.