LA RESURRECCIÓN, FUNDAMENTO DE LA FE.
Domingo de Resurrección / 4 Abril 2010.
El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Al inclinarse, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no estaba por el suelo como los lienzos, sino que estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero; vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: que él "debía" resucitar de entre los muertos. (Juan. 20,1-9).
Jesús, siempre que les hablaba de su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección, pero no entendían eso de la resurrección. Sólo creyeron cuando lo vieron resucitado y pudieron tocarlo. “Soy yo… un espíritu no tiene carne y huesos como yo tengo”.
La resurrección era cosa tan maravillosa, que ni se atrevían a suponerla. Y esta actitud persiste hoy en gran parte de los creyentes, que acompañan las imágenes del crucificado en las procesiones, hasta que lo entierran. La Resurrección no entra en sus esquemas, no les interesa.
Pero si Cristo no hubiera resucitado, de nada valdría su encarnación, nacimiento, vida y muerte. Así lo afirma san Pablo: “Si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil..., y nuestros pecados no han sido perdonados” (1 Corintios 15, 14-16).
Al no creer en el Resucitado, se prescinde de quien habla en la predicación, del único que puede perdonar, de quien hace la Eucaristía y los demás sacramentos, del destinatario de nuestra oración... Así se cae en el triste “cristianismo sin Cristo”, o de un Cristo muerto. La consecuencia es el ritualismo vacío, paganizado.
La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a Cristo resucitado, Persona presente, actuante, y fe en nuestra propia resurrección. La Resurrección es la verdad que fundamenta nuestra fe y nuestra experiencia real cristiana, enciende en nosotros el anhelo de vivir con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar con él y como él. “Anhelen las cosas de arriba, donde está Cristo resucitado”, exhorta san Pablo.
Desde que Jesús resucitó, la muerte ya no es una desgracia para quienes creen, sino un don, por ser puerta de la resurrección y de la gloria eterna, puerta entre la existencia temporal y la vida eterna.
Hay personas, realidades, situaciones, deleites y alegrías tan maravillosas en este mundo, que suscitan en nosotros el deseo de resucitar para gozarlas eternamente en el paraíso. Perderlas para siempre sería la máxima desgracia.
Hechos 10, 34. 37-43.
Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspen-diéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día.
Los apóstoles, a partir de su experiencia pascual y la venida del Espíritu Santo, ya son capaces de salir a las calles, a las plazas e ir al templo para testimoniar la resurrección del crucificado. Pero cuando sólo pensaban en la pasión, les daba vergüenza y miedo hablar de él, y los más lo abandonaron durante su pasión.
La cobardía e ineficacia de muchos cristianos, evangelizadores, catequistas y pastores es consecuencia de la falta de fe y de experiencia de Cristo resucitado.
Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la vida cristiana se esfuma en puras apariencias, y se vuelve a “matar” a Cristo excluyéndolo de la vida.
Por otra parte, Jesús no se encontró de sorpresa con la resurrección, sino que halló por su muerte lo que había sembrado en su caminar humano: vida. Y así será para nosotros, si pasamos la existencia haciendo el bien, dando vida y sembrando la vida, como él, para recuperarla al final de su mano en plenitud.
Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Juan 11, 25).
Colosenses 3, 1-4.
Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Por que ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.
La resurrección de Cristo alcanza a toda la humanidad y a toda la creación, que “está en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios” por la resurrección y la gloria, a la espera del “cielo donde está Cristo” resucitado.
.
Todos los bienes, alegrías, placeres y felicidad en esta tierra no son más que una sombra, una prueba de lo que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar y que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.
Las maravillosas realidades temporales son dones de Dios para que ansiemos sus dones eternos, inmensamente superiores. No podemos cerrarnos idolátricamente sobre esos dones temporales, olvidando a Dios y sus dones eternos.
Todo lo temporal se pierde con la muerte; pero con la resurrección se accede a bienes inmensamente superiores, si hemos pasado por la vida haciendo el bien.
Jesús, siempre que les hablaba de su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección, pero no entendían eso de la resurrección. Sólo creyeron cuando lo vieron resucitado y pudieron tocarlo. “Soy yo… un espíritu no tiene carne y huesos como yo tengo”.
La resurrección era cosa tan maravillosa, que ni se atrevían a suponerla. Y esta actitud persiste hoy en gran parte de los creyentes, que acompañan las imágenes del crucificado en las procesiones, hasta que lo entierran. La Resurrección no entra en sus esquemas, no les interesa.
Pero si Cristo no hubiera resucitado, de nada valdría su encarnación, nacimiento, vida y muerte. Así lo afirma san Pablo: “Si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil..., y nuestros pecados no han sido perdonados” (1 Corintios 15, 14-16).
Al no creer en el Resucitado, se prescinde de quien habla en la predicación, del único que puede perdonar, de quien hace la Eucaristía y los demás sacramentos, del destinatario de nuestra oración... Así se cae en el triste “cristianismo sin Cristo”, o de un Cristo muerto. La consecuencia es el ritualismo vacío, paganizado.
La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a Cristo resucitado, Persona presente, actuante, y fe en nuestra propia resurrección. La Resurrección es la verdad que fundamenta nuestra fe y nuestra experiencia real cristiana, enciende en nosotros el anhelo de vivir con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar con él y como él. “Anhelen las cosas de arriba, donde está Cristo resucitado”, exhorta san Pablo.
Desde que Jesús resucitó, la muerte ya no es una desgracia para quienes creen, sino un don, por ser puerta de la resurrección y de la gloria eterna, puerta entre la existencia temporal y la vida eterna.
Hay personas, realidades, situaciones, deleites y alegrías tan maravillosas en este mundo, que suscitan en nosotros el deseo de resucitar para gozarlas eternamente en el paraíso. Perderlas para siempre sería la máxima desgracia.
Hechos 10, 34. 37-43.
Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspen-diéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día.
Los apóstoles, a partir de su experiencia pascual y la venida del Espíritu Santo, ya son capaces de salir a las calles, a las plazas e ir al templo para testimoniar la resurrección del crucificado. Pero cuando sólo pensaban en la pasión, les daba vergüenza y miedo hablar de él, y los más lo abandonaron durante su pasión.
La cobardía e ineficacia de muchos cristianos, evangelizadores, catequistas y pastores es consecuencia de la falta de fe y de experiencia de Cristo resucitado.
Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la vida cristiana se esfuma en puras apariencias, y se vuelve a “matar” a Cristo excluyéndolo de la vida.
Por otra parte, Jesús no se encontró de sorpresa con la resurrección, sino que halló por su muerte lo que había sembrado en su caminar humano: vida. Y así será para nosotros, si pasamos la existencia haciendo el bien, dando vida y sembrando la vida, como él, para recuperarla al final de su mano en plenitud.
Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Juan 11, 25).
Colosenses 3, 1-4.
Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Por que ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.
La resurrección de Cristo alcanza a toda la humanidad y a toda la creación, que “está en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios” por la resurrección y la gloria, a la espera del “cielo donde está Cristo” resucitado.
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Todos los bienes, alegrías, placeres y felicidad en esta tierra no son más que una sombra, una prueba de lo que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar y que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.
Las maravillosas realidades temporales son dones de Dios para que ansiemos sus dones eternos, inmensamente superiores. No podemos cerrarnos idolátricamente sobre esos dones temporales, olvidando a Dios y sus dones eternos.
Todo lo temporal se pierde con la muerte; pero con la resurrección se accede a bienes inmensamente superiores, si hemos pasado por la vida haciendo el bien.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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