AYUNO Y FIESTA
Domingo 8º tiempo ordinario -B / 26-02-06
Un día estaban ayunando los discípulos de Juan el Bautista y los fariseos. Algunas personas vinieron a preguntar a Jesús: - Los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan; ¿por qué no lo hacen los tuyos? Jesús les contestó: - ¿Quieren ustedes que los compañeros del novio ayunen mientras el novio está con ellos? Mientras tengan al novio con ellos, claro que no pueden ayunar. Pero llegará el momento en que se les arrebatará el novio, y entonces ayunarán. Nadie remienda un vestido viejo con un pedazo de género nuevo, porque la tela nueva encoge, tira de la tela vieja, y se hace más grande la rotura. Y nadie echa vino nuevo en envases de cuero viejos, porque el vino haría reventar los envases y se echarían a perder el vino y los envases. ¡A vino nuevo, envases nuevos! (Mc 2,18-22).
El ayuno entre los judíos era un gesto de conversión para adelantar y preparar la venida del Mesías, para hacerle espacio en la vida individual, familiar y social, eliminando todo lo que podría retrasar su llegada.
Los judíos todavía no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado, y por eso seguían ayunando para acelerar la venida del Enviado de Dios. Y en esa situación se encuentran todavía hoy. Mientras que los discípulos de Jesús estaban ciertos de que él era el Mesías esperado, y sería un contrasentido ayunar para que venga el que está ya entre ellos. Para los discípulos de Jesús era ya tiempo de fiesta, no de ayuno.
Los fariseos imponían al pueblo una religión ritualista y de ayunos; mientras que Jesús propone la religión de la vida, de la lucha y de la fiesta. Sustituye la práctica del sacrificio por la comida fraternal y festiva, característica de la comunidad mesiánica y pascual de Jesús. Con el novio presente, no puede haber ayuno, sino banquete y fiesta alternados con la lucha diaria por el reino. ¿Qué pasa entonces con tantas eucaristías y rezos tristones?
La imagen del banquete de bodas y del matrimonio, frecuente en la Biblia, es un signo de la relación de amor entre Dios y sus hijos. Sin embargo, debemos esforzarnos para entender y vivir la relación con Dios como una amistad con un Padre que nos ama más que nadie, que se compromete a sernos fiel hasta el final, y que quiere que vivamos gozosamente como hermanos, porque todos somos hijos suyos.
Hoy tenemos al Novio con nosotros, Cristo Resucitado, que nos asegura su presencia "todos los días hasta el fin del mundo". Vivimos en tiempo pascual, aunque cargados con la cruz hacia la resurrección y la gloria con el Señor en el banquete eterno.
Vivimos en tiempo de fiesta y de lucha. Fiesta porque Jesús vive resucitado entre nosotros; y lucha por implantar los bienes del reino por los que él nació, vivió, trabajó, predicó, murió y resucitó: la vida y la verdad, la justicia y la paz, el amor y la libertad…
Esa lucha constituye el ayuno necesario hoy, empezando por erradicar del mundo el horrible ayuno del hambre, síntesis de todas las injusticias para gran parte de la humanidad.
Los ritos suntuosos y los ayunos ostentosos pueden ser una hipocresía y una evasión frente a las exigencias de la justicia y de la misericordia. Es fácil refugiarse en costumbres, tradiciones, prácticas vacías, seguridades, cumplimientos, legalismos y moralismos, al estilo de los escribas y fariseos (odres viejos). Pero podemos y debemos abrimos a la novedad del Evangelio y de la presencia real de Cristo Resucitado (vino nuevo) entre nosotros.
No es suficiente echar remiendos de Evangelio a una vida cómoda y aburguesada, estudiar la Biblia y hacer rezos para acallar la conciencia y sofocar los gritos de los necesitados cercanos y lejanos a nuestro alcance. Seríamos “cristianos sin Cristo”. Triste paradoja: estaríamos proclamando a Cristo con la boca y negándolo con la vida.
La novedad es vivir en Cristo día a día y luchar con él por la humanización, liberación y salvación del hombre. Y no nos pide lo imposible, pues lo imposible lo hace él... Sólo pide que lo apoyemos con las manos, la palabra, el corazón, el sufrimiento, las cualidades...
Oseas 2, 16. 17. 21-22
Así habla el Señor: Yo la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón. Allí, ella responderá como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor.
Quien ha estado alguna vez enamorado-a de verdad, puede comprender mejor este lenguaje de Dios, enamorado de su pueblo, enamorado de cada uno de nosotros. Como el enamorado quiere tener la exclusiva del amor y tiende a separar a la amada a lugares retirados, sin testigos que puedan distraerla o atraerla, así Dios quiere verse a solas con su pueblo, con cada uno de nosotros, libres de otros dioses o ídolos que lo puedan suplantar en nuestro corazón y en nuestra vida: cosas, personas, placeres, prestigio.
Y como el verdadero enamorado olvida todo defecto e infidelidad si hay conversión, así a Dios le importa más nuestro amor y nuestro ser mucho más que nuestros fallos, y lo olvida todo, con tal que rechacemos los ídolos y correspondamos a su amor.
Tal vez aleguemos escandalizados: “¡Yo no tengo ídolos!” Pero ¿nos hemos detenido a comprobarlo? Si Dios, su amor y su voluntad es lo que menos nos ocupa y preocupa en la vida, es evidente que “acariciamos” ídolos. Y puede que no queramos darnos cuenta. Pero de la abundancia del corazón habla la boca” y piensa la mente. Por ahí podemos localizar certeramente a nuestros ídolos, y decidirnos a dar a Dios el lugar que le corresponde.
Pero Dios puede usar otro “truco” para que volvamos a él de verdad: permitir que nuestros ídolos se derrumben con una enfermedad, una desgracia, un sufrimiento que nos demuestren su inutilidad a la hora de la verdad. ¡Cuántos vuelven a Dios por este camino!
Sin embargo, la máxima desgracia sería que Dios nos abandonase a merced de nuestros ídolos, que lo más que hacen es ir destruyendo, sin darnos cuenta, nuestra vida temporal y cerrarnos las puertas de la vida eterna. Vale la pena reaccionar y demolerlos.
2 Corintios 3, 1-6
Hermanos: ¿Acaso tenemos que presentarles o recibir de ustedes cartas de recomendación, como hacen algunos? Ustedes mismos son nuestra carta, una carta escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres. Evidentemente ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones. Es Cristo el que nos da esta seguridad delante de Dios, no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios. Él nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida.
Pablo no necesita dar ni recibir ninguna carta de recomendación que apoye su obra de evangelización, puesto que no es cosa suya, sino gracia de Dios a través de él. Él es sólo la pluma con que Dios escribió la carta del evangelio en los corazones de Pablo, de sus colaboradores y de los mismos corintios. Es más: los mismos corintios son la carta que Cristo escribió con la fuerza del Espíritu Santo a través de Pablo.
Todo predicador, catequista y cristiano debe tener la actitud, la humildad y la convicción de Pablo: que la evangelización es obra del Espíritu de Cristo a través del hombre; que no es obra del hombre: este sirve sólo de instrumento. Toda la eficacia salvadora de la evangelización viene de Dios, que quiere compartir con el hombre su obra redentora.
La ley de Moisés fue escrita en tablas de piedra; pero la ley de Cristo, ley del amor y de la vida, se escribe en corazones de carne, mas sólo por la fuerza del Espíritu, con la colaboración de los seguidores de Cristo. Nada vale saber, oratoria, dinámicas, si no se evangeliza en nombre de Cristo y confiados en la fuerza del Espíritu Santo. Quien se fía de sí mismo y prescinde del Espíritu, recibirá el reproche final: “No los conozco”. No podemos correr ese riesgo fatal.
P. Jesús Álvarez, ssp
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