TRANSFIGÚRANOS, SEÑOR
Domingo 2º de cuaresma – B / 12-3-06
Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y los llevó a ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completamente. Incluso sus ropas se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo sería capaz de blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. En realidad no sabía lo que decía, porque estaban aturdidos. En eso se formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube llegaron estas palabras: - Este es mi Hijo, el Amado; escúchenlo. Y de pronto, mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos. Cuando bajaban del cerro, les ordenó que no dijeran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron el secreto, aunque se preguntaban unos a otros qué querría decir eso de "resucitar de entre los muertos". (Mc 9,2-10).
Es significativo que ya en el segundo domingo de cuaresma se ponga a nuestra consideración el relato de la transfiguración. Este hecho nos aclara el sentido de la cuaresma con sus penitencias, ayunos, limosnas, oración: conseguir la libertad, la alegría, la resurrección y la vida eterna. Que no vendamos esta inmensa herencia por nada del mundo.
Los discípulos caen en un profundo abatimiento porque el anuncio de la pasión y muerte de Jesús derrumbaba todos sus sueños de un reino temporal con Jesús. Y al no entender qué quería decir Jesús con eso de "resucitar al tercer día", tampoco podían sospechar que a través de la muerte y resurrección Jesús les abriría el camino hacia la gloria del verdadero reino mesiánico eterno, infinitamente superior a la gloria de un reino terreno.
Jesús, al ver sufrir a sus discípulos, quiere mostrarles a sus tres preferidos un anticipo de la gloria que les espera gracias a su muerte y su resurrección. Pero no acaban de creer ni de entender. Pero quizá tampoco nosotros hoy acabamos de creer y entender que el sufrimiento y la muerte no terminan en sí mismos, sino que son camino de felicidad y puerta de la vida gloriosa sin fin si los aceptamos y ofrecemos. Debemos creer en la "transfiguración" del sufrimiento en felicidad y de la muerte en vida. Tenemos que creer y vivir que Jesús resucitado está “con nosotros todos los días” y que está preparándonos un puesto en el cielo. De lo contrario viviremos esclavos del terror al sufrimiento y a la muere física.
San Pablo nos asegura: "Si sufrimos con Cristo, reinaremos con Él; si morimos con Él, viviremos con Él". "Ni ojo vio, no oído oyó, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman". "Los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con el peso de gloria que nos espera". "Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo". “Estén alegres cuando comparten los sufrimientos de Cristo”.
Las palabras de Jesús: "Quien desee venirse conmigo, cargue con su cruz de cada día y se venga conmigo", podrían interpretarse así: "Quien desee compartir ya en la tierra mi alegría de vivir, y luego mi gloria en el cielo, renuncie a las felicidades egoístas y perjudiciales, cargue conmigo las cruces de cada día, y al final también la muerte, se venga conmigo a la resurrección y a la gloria de la vida eterna".
Pocos días antes de la Transfiguración, Pedro había confesado: "Tú eres el Mesías de Dios". Y en el Tabor el Padre mismo confirma quién es Jesús: "Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo". Luego Jesús ratificará: "Quien escucha mi palabra y la cumple, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día". Hay que pasar del mero oír hablar de Jesús a escucharlo a él y hablar con él. Lo cual está a nuestro alcance por su infalible presencia continua.
Jesús, "transfigurado" por la resurrección, está todos los días con nosotros, como lo ha prometido con palabra infalible. Por la fe y el amor podemos contemplar su rostro glorioso y quedar radiantes, aun en medio del sufrimiento. Esta presencia de Cristo vivo y operante, nos transforma cada día, nos cristifica. Y así podemos vivir la experiencia de San Pablo: "Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir".
Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18
Dios puso a prueba a Abraham. «¡Abraham!», le dijo. Él respondió: «Aquí estoy». Entonces Dios le siguió diciendo: «Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que Yo te indicaré». Cuando llegaron al lugar que Dios le había indicado, Abraham erigió un altar, dispuso la leña, ató a su hijo Isaac, y lo puso sobre el altar encima de la leña. Luego extendió su mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. Pero el Ángel del Señor lo llamó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!» «Aquí estoy», respondió él. Y el Ángel le dijo: «No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único». Al levantar la vista, Abraham vio un carnero que tenía los cuernos enredados en una zarza. Entonces fue a tomar el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Luego el Ángel del Señor llamó por segunda vez a Abraham desde el cielo, y le dijo: «Juro por mí mismo --oráculo del Señor--: porque has obrado de esa manera y no me has negado a tu hijo único, Yo te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar».
Cuando Dios pide algo que nos cuesta mucho, es que piensa darnos inmensamente más de lo que nos pide. Él no se deja vencer en generosidad. A Abraham le pidió el único hijo Isaac, mas le devolvió el hijo intacto y le hizo padre de una multitud de descendientes numerosos como la arena del mar. Lo hizo padre de todos los creyentes. Dios no se anda con cálculos mezquinos como nosotros: me das, te doy tanto o menos.
La escena del monte Moria evoca la escena del huerto de los Olivos: Jesús pide al Padre que le salve la vida física; mas muere en el monte Calvario. Pero el Padre le da infinitamente más: la resurrección y el cuerpo glorioso, inmensamente más perfecto y más capaz de deleite que el cuerpo físico, y no sujeto al sufrimiento. En esta perspectiva hay que valorar y vivir todo sufrimiento: como fuente de salvación, resurrección y felicidad eterna.
Los pueblos contemporáneos de Abraham solían inmolar niños primogénitos a los ídolos; pero Dios, al no permitir que el niño Isaac fuese inmolado por su padre, demuestra que Él no quiere sacrificios humanos como ofrenda de honor y obediencia.
Pero hoy, más que nunca, se inmolan millones de niños a los ídolos del placer, del dinero y del poder. Mas no solamente niños. Y nos parece casi normal… Muy pocos luchan contra ese inmenso holocausto de inocentes cuya sangre clama al cielo pidiendo justicia. Esa horrible crueldad, ¿no está causando la autodestrucción de las sociedades opulentas?
Luchemos con todas las fuerzas y recursos por la vida y la defensa de los inocentes.
Romanos 8, 31-34
Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con Él toda clase de favores? ¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? «Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarlos?» ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aun, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?
Muchos cristianos creen que Dios espía nuestros pecados para castigarnos; y otros piensan que Dios se desentiende del hombre, pues no castiga siquiera a los peores.
Pero Dios misericordioso no piensa como nosotros: ojo por ojo y diente por diente, y lo antes posible. Tiene una paciencia infinita, y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y se salve. Y nos da tiempo para que reaccionemos y nos convirtamos.
Mas no sólo nos da tiempo, sino que nos dio a su propio Hijo para cargar en la cruz con nuestros pecados y sufrimientos, para merecernos la resurrección e interceder por nosotros. ¿Cómo podríamos desconfiar del perdón de Dios? Si Dios nos absuelve, ¿quién podrá condenarnos?
Y por el contrario: ¿Cómo podríamos despreciar tanta misericordia y burlarnos de tanto amor no correspondiendo con amor y conversión?
P. Jesús Álvarez, ssp.
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