Después de escuchar la enseñanza de Jesús, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios» (Jn 6, 60-69).
Jesús había afirmado algo totalmente nuevo: “Yo soy el pan de vida que baja del cielo. El que coma de este pan, vivirá para siempre”. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes”. Y el auditorio se “escandaliza”, no pueden aceptar que Jesús, el hijo de un simple carpintero, use un lenguaje tan desconcertante, extraño, difícil de comprender y aceptar. Y la mayoría opta por lo más fácil: abandonar.
Este abandono de Cristo, Pan de vida, sigue repitiéndose a través de la historia: casi todas las iglesias separadas y las sectas han abandonado la Eucaristía, privando a sus miembros del don más alto de Dios a los hombres: Cristo hecho Pan de Vida eterna.
Pero lo que “escandaliza” aun más es que también más del 90% de los católicos, una vez hecha la primera comunión, abandonan la Eucaristía; y no todos los que van a misa los domingos reciben la comunión, porque, en realidad, no creen en la Eucaristía. Gandhi dijo que si los católicos creyesen de verdad que Cristo está en la Eucaristía, comulgarían muchos más.
Pero lo más triste es que entre los que reciben físicamente la hostia, no son muchos los que aceptan en su vida diaria al Jesús que reciben en la Comunión. Se limitan al rito externo, prescindiendo de la Persona viva y presente de Cristo. Prefieren una vida cómoda antes que el esfuerzo de imitar a Jesús, como exige la unión eucarística con él. La Eucaristía sin fe y sin amor a Cristo resucitado presente en la Eucaristía y sin amor al prójimo, es un negro contrasentido. Como el beso hipócrita de Judas, con sus fatales consecuencias.
La catequesis eucarística debe estar fallando: se ocupa más de la doctrina y del rito, que de facilitar el encuentro real con Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Hay hambre de Cristo y muchos mueren de anemia espiritual por falta de experiencia eucarística.
Jesús afirma además que es imposible creer en él sin la ayuda del Padre. Entonces, ¿qué culpa tienen los cristianos y los católicos que no creen en la Eucaristía ni la reciben? Jesús mismo da la respuesta: “Pidan y recibirán, porque quien pide, recibe, y quien busca, encuentra”. “Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, él se lo concederá”.
Por esa oración confiada, Cristo sigue siendo el Pan de Vida diario para millones de seguidores suyos en todo el mundo y en todos los tiempos.
Estos repiten con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Creen más allá de lo que ven y tocan. Son felices por creer y amar sin ver. Esperan, acogen, aman a Jesús como único Salvador, y se asocian a su cruz, que les merecerá la resurrección y la vida eterna. Lo tienen como luz, alegría y paz; creen y viven en su presencia y amistad infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Josué 24,1-2
Josué reunió en Siquém a todas las tribus de Israel, y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus escribas, y ellos se presentaron delante del Señor. Entonces Josué dijo a todo el pueblo: «Si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: si a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes ahora habitan. Yo y mi familia serviremos al Señor». El pueblo respondió: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud, a nosotros y a nuestros padres, y el que realizó ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios. Él nos protegió en todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por donde pasamos. Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que Él es nuestro Dios».
Josué nos invita también a nosotros a decidir libre y conscientemente a quién queremos amar y servir de veras: a Dios, fuente de todo bien, de la vida y de la salvación; o a los ídolos del placer, del dinero y del poder, que terminan destruyendo a sus adoradores.
Es decisivo, para no jugarnos la vida eterna, reconocer lealmente si servimos o no a Dios en el templo de nuestra persona y de nuestra vida, y no sólo en el templo de piedra o cemento. Huyamos del autoengaño de dar por supuesto que Dios tiene su trono en nuestro corazón y nuestra vida. Estas son las pistas de verificación: “De la abundancia del corazón habla la boca”. “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. Por los frutos nos conoceremos.
Efesios 5,21-32
Hermanos: Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo. Las mujeres a su propio marido como al Señor, porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo. Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido. Los maridos amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. "Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne". Éste es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia. En cuanto a ustedes, cada uno debe amar a su propia mujer como a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido.
A partir de este texto se ha acusado de machista a san Pablo. Pero el apóstol deja bien claro que la ley suprema del matrimonio es el amor, el único valor que hace iguales y felices a las personas, a los esposos, y elimina todo machismo, que esclaviza por egoísmo a la mujer. En otro lugar dirá: “Sean esclavos unos de los otros por amor”. La esclavitud por amor es la mayor libertad y el mayor respeto. Lee el capítulo 13 de la 1ª carta a los Corintios.
P. Jesús Álvarez, ssp