PAN DE VIDA * RITOS SIN VIDA
Domingo 19°-B T.O. / 13 agosto 2006
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y Yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: "Todos serán instruidos por Dios". Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo Él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Jn 6, 41-51
Los judíos conocían a Jesús como un vecino más. Conocían su familia humilde. Pero se negaron a reconocer en su persona algo más de lo que ya sabían de él. Murmuraban porque no creían que un simple hombre pudiera tener origen divino, como daba a entender: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Y si su cuerpo es pan para comer, estaría en contra de la Ley, que prohíbe comer carne humana.
El simple conocimiento humano de Jesús les impide reconocerlo como “pan bajado del cielo”, como el Mesías de Dios. Están en la actitud de quienes creen que la razón lo explica todo. Pero “la fe tiene razones que la razón no conoce”, asegura Pascal. A quien cree, le sobran razones; a quien no quiere creer, no le bastan todas las razones del mundo, ni la evidencia, ni los milagros.
Hoy sigue siendo difícil creer y vivir la realidad de la Eucaristía; o sea: con todo lo que supone la fe en Cristo Eucaristía, “Pan bajado del cielo para la vida del mundo”, “Cuerpo de Cristo entregado para el perdón de los pecados”.
Y esa dificultad se debe en parte a que no estamos acostumbrados a escuchar a Dios que habla de continuo a nuestro corazón, pues “todos los hombres son discípulos de Dios”. Quien escucha al Padre, escucha también al Hijo, que habla en su nombre. El mismo Padre nos pidió en el Bautismo de Jesús y en la Transfiguración: “Este es mi Hijo muy amado: escúchenlo”.
También es difícil creer en el “Pan bajado del cielo”, porque implica el esfuerzo de imitar la vida de Quien es el Pan del cielo. Pero de nada vale el rito de comer la hostia si no se vive en unión con Cristo vivo que se nos da en la hostia. Comulgar la hostia sin acoger a Cristo en la vida, sin poner en práctica su Palabra, sin amarlo en el prójimo, equivale a “tragarse la propia condenación”, como afirma san Pablo. Es serio imperativo verificar qué estamos haciendo con el “Pan bajado del cielo”: ¿Acogiéndolo como Pan de Vida o realizando un rito sin vida?
Es creyente quien escucha la Palabra de Dios y la cumple, recibe el Pan eucarístico y ama al prójimo, pues en esas tres realidades se nos presenta Cristo vivo. Quien se contenta sólo con el rito y el cumplimiento de normas, es observante. El creyente vive la vida de Dios en Cristo; el observante sólo realiza ritos y obras muertas.
Solamente desde el cariño hacia Dios podemos comprender a Jesús como Pan de vida que elimina la muerte al injertar su vida divina en nuestra vida humana; vida divina que vencerá nuestra muerte con la resurrección.
La fe en Cristo -que es acogerlo con amor en la vida como enviado del Padre-, es un don de Dios al alcance de todos, como afirma el mismo Jesús: “A quien venga a mí, no lo rechazaré”; “El que cree en mí, tiene vida eterna”.
1 Reyes 19, 4-8
El rey Ajab contó a Jezabel todo lo que había hecho Elías y cómo había pasado a todos los profetas al filo de la espada. Jezabel envió entonces un mensajero a Elías para decirle: «Que los dioses me castiguen si mañana, a la misma hora, yo no hago con tu vida lo que tú hiciste con la de ellos». Él tuvo miedo, y partió en seguida para salvar su vida. Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su sirviente. Luego Elías caminó un día entero por el desierto, y al final se sentó bajo una retama. Entonces se deseó la muerte y exclamó: «¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!» Se acostó y se quedó dormido bajo la retama. Pero un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!» Él miró y vio que había a su cabecera un pan cocido sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y se acostó de nuevo. Pero el Ángel del Señor volvió otra vez, lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come, porque todavía te queda mucho por caminar!» Elías se levantó, comió y bebió, y fortalecido por ese alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta la montaña de Dios, el Horeb.
El profeta Elías logra un gran triunfo sobre la idolatría; pero la consecuencia es la persecución política a muerte. Y huye sin rumbo a través del desierto, acosado por el hambre, el miedo, el sentimiento de culpa y la desesperación. Se encuentra solo y desea morirse. Pero Dios acude en su ayuda, le proporciona alimento, y Elías se recobra y sigue hacia el monte de la fe, el Horeb o Sinaí.
Buen ejemplo para nosotros cuando nos encontramos en situaciones parecidas. Abandonarse y desesperarse no es la solución. Lo que procede es volverse a Dios, el único que nos queda a mano, ponerse en sus manos de Padre y pedirle fuerzas para continuar subiendo por el camino de la fe, que da feliz sentido eterno a una vida de sufrimiento, por difícil que sea.
Cuando nos creemos seguros y satisfechos de nuestras virtudes, de nuestra fe, prácticas, influencias, cargos, éxitos externos, adhesiones incondicionales…, es fácil que se haya excluido a Dios de la propia vida, y al fin llega la crisis, la quiebra, y vemos que estamos todavía al principio o tal vez fuera del camino que lleva a Sinaí: “Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto”.
Ef 4, 30 - 5, 2
Hermanos: No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los ha marcado con un sello para el día de la redención. Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo. Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos. Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios.
Sí, nosotros somos capaces de entristecer al mismo Espíritu Santo de Dios, a pesar de que sabemos que de él recibimos todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos. Y eso sucede cuando cedemos a la ira, a la prepotencia, al insulto, a la condena, creando un verdadero infierno en torno a nosotros.
Mas también somos capaces de ser la alegría de Dios dándole gracias, pidiéndole perdón, y amando al prójimo, sobre todo con el perdón de las ofensas. Eso mismo nos hace a la vez alegría del prójimo.
Pero el amor más grande a Dios y al prójimo consiste en imitar a Cristo, entregando nuestra vida –como sea tenemos que entregarla- por la santificación y salvación de quienes amamos, haciéndonos así ofrenda agradable a Dios. Es lo máximo que podemos hacer por nuestro prójimo, por Dios y por nosotros mismos. Y eso que está al alcance de todos.
Jesús Álvarez, ssp
No comments:
Post a Comment