Sunday, October 15, 2006

¿¡FELICES LOS RICOS!?

¿¡FELICES LOS RICOS!?

Domingo 28º tiempo ordinario-B/ 15 oct. 2006


Un hombre salió al encuentro de Jesús, se arrodilló delante de él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre”. El hombre le contestó: “Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven”. Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo: “Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme”. Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste. Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo: “¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!” Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió: “Hijos, ¡qué difícil es para los que ponen su confianza en el dinero entrar en el Reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios”. Ellos se sombraron todavía más y comentaban: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?” Jesús los miró fijamente y les dijo: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible”. (Marcos 10,17-30)

El joven rico estaba dispuesto cumplir la ley, las prácticas religiosas y también a dar algunas limosnas para ganarse el cielo. Pero Jesús le pide todo a cambio de la felicidad temporal y eterna que busca. Mas él se queda triste con sus riquezas, renunciando a la alegría y a la libertad frente a los bienes materiales y poniéndose en peligro de perder la vida eterna.


También hoy existen muchos adinerados dispuestos a hacer algunas obras buenas, pero pocos se deciden a emplear en el bien sus riquezas y a cargar con amor la cruz inevitable que lleva a la suprema riqueza: el reino de Dios, la resurrección y la vida eterna.

Jesús afirma que es muy difícil que se salven quienes ponen su confianza en el dinero, ricos o pobres, y dejan que este ídolo suplante en su corazón y en su vida a Dios y al prójimo necesitado. ¡Infelices los ricos que sólo tienen plata y los pobres que sólo ambicionan dinero!

Viene a la mente la definición que del verdadero hace la beata Teresa de Calcuta: “Rico no es quien más tiene, sino el que menos necesita”. Definición que se puede completar así: “Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita y da a los pobres lo que no necesita”. Rico es el que da de lo que tiene y de lo que es. No sólo bienes económicos, sino también bienes personales: tiempo, inteligencia, amor, profesionalidad, testimonio, fe. Así lo hizo la Madre Teresa.

El dinero y los bienes materiales son una bendición de Dios para compartir. Mas el hombre puede convertirlos en maldición a causa del egoísmo; pero también en un cúmulo de bendiciones por el amor y las obras de bien, sobre todo promoviendo la evangelización para la salvación de los hombres.

Los ricos desprendidos son los camellos cargados de tesoros que van repartiendo de lo que son y de lo que tienen para cubrir necesidades ajenas y hacer el bien. Y por eso pueden pasar por el agujero de una aguja hacia la resurrección y la gloria, porque para Dios nada hay imposible. Dios escucha al rico que convierte las riquezas materiales en moneda depositada en el banco del Reino eterno, donde no pueden ser roídas por la polilla ni arrebatadas por los ladrones. Sus nombres están escritos en el Libro de la Vida.

Cuántos reyes, poderosos y ricos, usando sus bienes y su persona como Dios quiere, han llegado a una gran santidad. Pensemos en Moisés, José, virrey de Egipto, san Mateo, san Bernardo, san Francisco de Asís…, a los que han imitado innumerables reyes, poderosos, empresarios a través de la historia.

¡Felices, pues, ricos que se hacen pobres, y con sus riquezas compran el reino de Dios en la tierra y en el cielo! Y ¡felices los pobres que lo esperan todo de Dios, a la vez que luchan por una vida digna y ayudan a otros a salir de la miseria material, moral y espiritual!

Sabiduría 7, 7-11

Oré y me fue dada la inteligencia; supliqué, y el espíritu de sabiduría vino a mí. La preferí a los cetros y a los tronos, y estimé en nada la riqueza al lado de ella. Vi que valía más que las piedras preciosas; el oro es sólo un poco de arena delante de ella, y la plata, menos que el barro. La amé más que a la salud y a la belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca se oculta. Junto con ella me llegaron todos los bienes: sus manos estaban repletas de riquezas incontables.

La verdadera sabiduría es la capacidad de ver, juzgar y sentir a las personas, las cosas, los acontecimientos con los ojos, la mente y el corazón de Dios. Lo cual se consigue con la oración: “Oré y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría”. La oración verdadera es el espacio del encuentro con el Dios vivo y escuela del conocimiento amoroso de Dios Amor, Dios Trinidad y Familia, fuente de toda sabiduría y de todos los bienes que sólo de ella derivan.

La Sabiduría es el tesoro escondido por el cual vale la pena darlo todo, pues ella nos devuelve al mil por uno todo lo que para adquirirla hayamos dejado, e inmensamente más. Darlo todo para alcanzar la sabiduría es la mejor inversión, el mejor negocio de nuestra vida. Frente a esta inversión, todas las demás inversiones son nada y vacío.

“Si alguno se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da generosamente y sin poner condiciones, y Él se la dará” (St 1, 5).

Así como la Palabra de Dios va más allá de la palabra sonido y nos comunica con la Palabra Persona, el Verbo Divino, Jesucristo, así también la Sabiduría se identifica con la Sabiduría Persona, que es el mismo Cristo Jesús.

Hebreos 4, 12-13

En efecto, la palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo, y penetra hasta donde se dividen el alma y el espíritu, los huesos y los tuétanos, haciendo un discernimiento de los deseos y pensamientos más íntimos. No hay criatura a la que su luz no pueda penetrar; todo queda desnudo y al descubierto a los ojos de aquél al que rendiremos cuentas.


La Palabra de Dios, por su eficacia, no regresa a Él sin comunicar luz: “Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sl 118), sin producir frutos de salvación. Jesús, la Palabra de Dios personificada, nos asegura: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn 15, 5).

La Palabra de Dios es como una espada tajante que separa la verdad de la mentira, la luz de las tinieblas, el bien del mal, las intenciones buenas de las malas, la vida de la muerte, la justicia de la injusticia, el amor del egoísmo, la transparencia de la hipocresía...

No podemos acercarnos a la Palabra de Dios sin dejarnos iluminar agradecidos y aceptar ser cuestionados amorosamente por ella, a fin de que nuestras vidas vayan por caminos de luz, de verdad y de bien, de resurrección y de vida eterna.

Pero tengamos bien presente que si la Palabra de Dios escrita, pronunciada, memorizada o hecha imagen, no nos llevara al encuentro con la Palabra viva, la Palabra Persona, Cristo, el Verbo de Dios, esa Palabra resultaría estéril, y al final seríamos juzgados por ella misma.

La Palabra de Dios no sólo es la que está escrita en la Biblia; también es Palabra de Dios, - que nos habla de Él -, la creación, la vida, las personas, y la que está escrita en nuestros corazones. No está lejos de nosotros, sino a nuestro alrededor y en nuestra persona, templo del Espíritu Santo, donde resuena la Palabra de Dios. Quien la escucha y la pone en práctica, se hace testigo verdadero de Cristo resucitado.

P. Jesús Álvarez, ssp

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