Jesús levantó los ojos hacia sus discípulos y les dijo: "Felices ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Felices ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Felices ustedes los que lloran, porque reirán. Felices ustedes si los hombres los odian, los expulsan, los insultan y los consideran unos delincuentes a causa del Hijo del Hombre. Alégrense en ese momento y llénense de gozo, porque les espera una recompensa grande en el cielo. Recuerden que de esa manera trataron también a los profetas en tiempos de sus padres. Pero ¡pobres de ustedes, los ricos, porque tienen ya su consuelo! ¡Pobres de ustedes los que ahora están satisfechos, porque después tendrán hambre! ¡Pobres de ustedes los que ahora ríen, porque van a llorar de pena! ¡Pobres de ustedes, cuando todos hablen bien de ustedes, porque de esa misma manera trataron a los falsos profetas en tiempos de sus antepasados!” (Lucas 6,17.20-26).
La felicidad es el objetivo de todo lo que el hombre vive, hace, dice, espera; e incluso de todo lo que sufre. Pero ¡cuánto engaño en buscar la felicidad y cuánta felicidad sin buscadores!
Ser feliz significa experimentar que la propia vida es verdadera y exitosa porque se vive con valores que no perecen y ni siquiera se pierden con la muerte; es sentirse uno mismo, persona libre, que ama y es amada, con un puesto de responsabilidad en la historia humana de cada día, con sentido de amor servicial y proyección de feliz eternidad.
También Cristo tuvo como objetivo primordial de su vida la felicidad del hombre, y la suya propia. Y nos enseñó el camino real de esa felicidad plena y eterna, que él siguió, logrando el éxito más rotundo: la resurrección y la ascensión a la gloria eterna. Y ese es el camino de la felicidad que nos marca y nos ofrece hoy: las bienaventuranzas. El que siguieron y siguen todos los suyos con la voluntad y seguridad de alcanzar la meta prometida.
Pero... ¿cuántos creen realmente que es ese el camino de la verdadera, perenne y eterna felicidad que todos buscamos? Cada religión, cada cultura, cada generación tiene sus criterios de felicidad, y no renuncian a ellos ni los mejoran, a pesar de que constatan una y mil veces que son falsos, pues son cosquillas que hacen reír, pero no hacen feliz. Son los criterios de la sociedad del poder, del tener y del placer.
Las bienaventuranzas son el programa de vida de Jesús y ofrecido a todos los que de verdad quieran lograr la mayor felicidad posible en esta tierra y su misma felicidad divina y eterna en el paraíso.
Pero, ¿cómo pueden ser felices los pobres, los que lloran, los que sufren, los que renuncian a una vida fácil de placer, los perseguidos, los que pasan hambre, los pacíficos...? Muy sencillo: ellos, con la ayuda de Dios, convierten esas infelicidades pasajeras en fuente de felicidad temporal y eterna. Así fue para Cristo y así y será es para sus verdaderos discípulos.
La pobreza es la primera de las bienaventuranzas y las sintetiza todas. Ser pobre es tener conciencia de que todo lo que somos, tenemos, amamos y esperamos son dones y propiedad de Dios, puestos en nuestras manos para gozarlos y compartirlos con gratitud. Pobre es quien no pone en lugar de Dios o por encima de él a ninguna criatura o disfrute.
Pero infelices y pobres los que son ricos a costa de los pobres, que ríen sobre la tristeza ajena, saciados gracias al hambre de otros... No tienen más futuro que la muerte y la infelicidad eterna. Dios los abandona a sus caprichos y pasiones. Ya recibieron su paga...
De cada cual depende elegir el camino real de la verdadera felicidad que traspasa el umbral de la muerte, o de la felicidad engañosa y pasajera.
Jeremias 17,5-8
Así habla Yavé: “¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos.
Dios no maldice la confianza necesaria entre las personas de buena voluntad, en función de una sana y gratificante convivencia humana en la amistad, en la mutua ayuda y en la fraternidad, en su presencia. Pero sí maldice la confianza excesiva puesta en una persona humana que lleva al hombre a volver las espaldas a Dios, porque espera del hombre lo que sólo de Dios puede dar. Pone al hombre en el lugar de Dios, y eso es y se llama idolatría.
Esta confianza maldita que excluye a Dios de la vida y pone en su lugar los ídolos del tener, del placer y del poder, vuelve la vida estéril y desértica, porque se ha cortado de única fuente de la vida: Dios. Y sólo queda una pasajera apariencia de vida, pero en realidad es muerte anticipada y la más triste “malaventuranza”.
Sin embargo, el que ha puesto su confianza en Dios, se conecta con la fuente y la corriente de aguas vivas, que hacen posible que la vida sea vida - no apariencia de vida – y produzca frutos de vida, felicidad y salvación para sí y para muchos otros. Recordemos siempre la consigna clave de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.
1 Corintios 15,12. 16-20
Ahora bien, si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos? Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo resucitar. Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados. Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos. Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo el primero y primicia de los que se durmieron.
San Pablo es el apóstol por excelencia de la resurrección. Después de la venida del Espíritu Santo los apóstoles se lanzaron a la calle para predicar, y la resurrección de Cristo era el tema esencial de la evangelización: “A Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hechos de los apóstoles 2, 32). “Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho poder” (Hechos de los apóstoles 4, 33). Se convertían por miles.
Y también hoy toda evangelización, predicación y catequesis, para ser verdadera, debe tener como tema fundamental y explícito a Cristo resucitado y la resurrección de los muertos.
Sin no se cree en Cristo resucitado, presente y actuante, vana es la fe, la catequesis y la predicación; y no hay perdón de los pecados al no creer en el único que nos puede perdonar, cosa que no puede hacer un muerto. Seríamos los más infelices de los hombres, pues no gozaríamos del Resucitado ni en esta vida ni en la otra.¡Pero no! Cristo está resucitado y cumple puntualmente con nosotros su infalible promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Vivamos y promovamos la cultura de la resurrección con una vida pascual en Cristo resucitado, y él nos dará la total bienaventuranza: la resurrección.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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