Domingo 4º de Pascua – C / 29-4-2007
44 Jornada Mundial de Oración por las vocaciones
El verdadero seguidor de Cristo conoce, escucha y obedece la voz de Jesús, Buen Pastor, y lo sigue, como las ovejas escuchan y siguen a su pastor. Y como las ovejas están seguras de que el pastor las llevará por buenos caminos y a buenos pastos, así el verdadero cristiano sabe que Cristo lo llevará por caminos seguros a los prados eternos.
Jesús aclara qué significa ser sus ovejas: escuchar su voz, ser conocidos y amados por él, conocerlo con un conocimiento amoroso y seguirlo como pastor bueno y modelo inigualable. Jesús describe, con el símbolo de las ovejas y del buen pastor, la intimidad de las relaciones entre él y sus discípulos de todos los tiempos.
Ahí está nuestra tarea diaria de cristianos, seguidores de Cristo: conocerle por el trato asiduo, la contemplación, la oración, la reflexión, la lectura de su Palabra, el amor al prójimo, su imagen viva, para así poder amarle de verdad. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, Padre, y a quien tú has enviado”.
Seguir a Jesús es más que creer unas verdades, cumplir unas normas, celebrar ritos y hacer prácticas de piedad: es aceptar su forma de vida, sus sentimientos, sus criterios, su manera de ser, de hacer y de amar; es aceptarlo y acogerlo a él como Persona viva, amabilísima, presente y actuante, manteniendo con él una relación íntima, confiada, asidua, gozosa. En eso consiste la vida plena, feliz y eterna que Jesús nos da en el tiempo y en la eternidad.
Jesús entregó la vida por nosotros, y es su voluntad que nosotros demos la vida por nuestros hermanos, puesto que debemos darla de todas maneras. Y él nos la devolverá con la resurrección, como el Padre se la devolvió a él en el día de la Pascua. Nadie podrá arrebatarnos de su mano.
Pero nosotros, abusando de la libertad - que es don suyo - podríamos abandonar al Buen Pastor y extraviarnos con riesgo de perder la vida eterna y de arrastrar a otros a la perdición. ¡Qué tremenda desgracia sería!
El Buen Pastor ha querido la colaboración de otros “pastores”: el Papa, los obispos, los sacerdotes, misioneros, diáconos, catequistas, comunicadores, escritores, autoridades, profesores, padres de familia..., para llevar a sus ovejas a buenos pastos. Las ovejas oirán y seguirán a los pastores cuya voz y conducta reflejen al Buen Pastor. Y surgirán nuevos pastores que continúen su obra salvífica.
Sólo Cristo, Buen Pastor resucitado y presente, puede dar eficacia de salvación a nuestra vida y muerte, alegrías, sufrimientos, oración, palabras, acciones, como él asegura: “Yo soy la puerta de las ovejas; quien entra por mí, encontrará pastos; pero quien entra por otra parte (con otros intereses), es ladrón y bandido”. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero separados de mí, no pueden hacer nada”.
Por eso la primera tarea y compromiso de los pastores consiste en estar unidos a Cristo, acoger a Cristo, vivir en Cristo para engendrar a otros a la vida en Cristo. En eso consiste el éxito de la vida y de la misión de los pastores y fieles. A cada uno de nosotros Dios nos ha asignado una “parcela de salvación”, formada por personas en cuya salvación nos ha encomendado colaborar. Tenemos que localizarlas, empezando por la propia familia, y comprometernos.
44 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Copia de la mayor parte del mensaje pontificio, resaltando algunas ideas relevantes. Cada vez escasean más los sacerdotes, y aumenta la necesidad y demanda del servicio sacerdotal; pero, paradójicamente, también escasea entre el pueblo cristiano el interés eficiente por crear ambientes vocacionales, especialmente en las familias cristianas y parroquias, por promocionar las vocaciones y hacer oración insistente por las mismas.
Venerados Hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
Para la Jornada de este año propongo a la atención de todo el pueblo de Dios este tema, nunca más actual: «La vocación al servicio de la Iglesia comunión».
El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en las Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la relación entre Cristo y la Iglesia, señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó, en su núcleo originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado a Jesús, se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su apremiante invitación: «Síganme, los haré pescadores de hombres» (Marcos 1, 17; cf Mateo 4, 19)… Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con él (cf Marcos 3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente invocación: «Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos» (Juan 17, 26). La misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión con Dios.
La Eucaristía es el manantial de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su pasión: «Padre… que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Juan 17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover vocaciones es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la Iglesia-comunión, porque quien vive en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta, aprende ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del Señor.
El cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante «educación» para escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que ayudó a Samuel a captar lo que Dios le pedía y a realizarlo con prontitud (cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo puede darse en un clima de íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración. Según el explícito mandato del Señor, hemos de implorar el don de la vocación en primer lugar rezando incansablemente y juntos al «dueño de la mies». La invitación está en plural: «Rueguen por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mateo 9, 38)... «Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mateo 18, 19). El buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos y con insistencia, para que Él envíe vocaciones al servició de la Iglesia-comunión.
Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio Vaticano II puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros presbíteros en una auténtica comunión eclesial. Leemos a este propósito en «Presbyterorum ordinis»: «Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo» (n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio, la Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores dabo vobis», subrayando que el sacerdote «es servidor de la Iglesia-comunión porque -unido al Obispo y en estrecha relación con el presbiterio- construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios» (n. 16). Es indispensable que en el pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la plena comunión, y el obispo y los presbíteros han de favorecerla en armonía con toda otra vocación y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por ejemplo, en su «proprium» está al servicio de esta comunión, como señala la Exhortación apostólica post-sinodal «Vita consecrata» de mi venerado Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad» (n. 41).
En el centro de toda comunidad cristiana está la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye así a construir la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que «el amor eucarístico» motiva y fundamenta la actividad vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en la Encíclica «Deus caritas est», las vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía...
Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera comunidad en la que «todos perseveraban unánimes en la oración» (cf Hechos 1, 14), para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad, signo elocuente del amor divino a todos los hombres. La Virgen, que respondió con prontitud a la llamada del Padre diciendo: «Aquí está la esclava del Señor» (Lucas 1, 38), interceda para que no falten en el pueblo cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes que, en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda la humanidad. Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el número de las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador de salvación.
Queridos hermanos y hermanas a los que el Señor llama a vocaciones particulares en la Iglesia, quiero encomendaros de manera especial a María, para que ella que comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lucas 8, 21), os enseñe a escuchar a su divino Hijo. Que os ayude a decir con la vida: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebreos 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi recuerdo especial en la oración y mi bendición de corazón para todos.
Vaticano, 10 febrero 2007