Jesús emprendió la subida hacia Jerusalén. Cuando se acercaban a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos y les dijo: "Vayan al pueblo de enfrente y al entrar en él encontrarán atado un burrito que no ha sido montado por nadie hasta ahora. Desátenlo y tráiganmelo. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, contéstenle que el Señor lo necesita." Fueron los dos discípulos y hallaron todo tal como Jesús les había dicho. Mientras soltaban el burrito llegaron los dueños y les preguntaron: "¿Por qué desatan ese burrito?" Contestaron: "El Señor lo necesita." Trajeron entonces el burrito y le echaron sus capas encima para que Jesús se montara. La gente extendía sus mantos sobre el camino a medida que iba avanzando. Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos comenzó a alabar a Dios a gritos, con gran alegría, por todos los milagros que habían visto. Decían: "¡Bendito el que viene como rey en nombre del Señor! ¡Paz en la tierra y gloria en lo más alto de los cielos!" Algunos fariseos que se encontraban entre la gente dijeron a Jesús: "Maestro, reprende a tus discípulos." Pero él contestó: "Yo les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras." Lucas 19, 28-40.
Jesús marcha hacia Jerusalén, y de allí irá a la etapa del Calvario con destino a la meta de la resurrección. El había frustrado varias veces el intento del pueblo de proclamarlo rey. Pero ahora se deja aclamar rey, porque el Padre está a punto de glorificarlo como soberano de cielos y tierra, y él está pronto a glorificar al Padre por su obediencia y fidelidad en el amor hasta la muerte de cruz. Y declara que si el pueblo dejara de vitorearlo, lo aclamarían las mismas piedras. Sin embargo ese mismo pueblo lo rechazará al día siguiente.
Rechazamos y crucificamos de nuevo a Cristo en cualquier prójimo que hagamos objeto de injusticia, sufrimiento, difamación, desprecio, rencor, indiferencia… Jesús nos advierte: “Todo lo que hagan a uno de estos, a mí me lo hacen”. Para bien o para mal.
Sin embargo, no somos sólo capaces de crucificar, sino que está a nuestro alcance contribuir con Cristo crucificado al máximo bien del prójimo: trabajar, orar y sufrir, como Jesús y con él, por la conversión, salvación, resurrección y gloria de nuestros hermanos y de nuestros enemigos.
Así el trabajo, la oración y el sufrimiento se vuelven pascuales, porque adquieren sentido y fuerza de resurrección para nosotros y para muchos otros, a la vez que vivimos el máximo amor: “Nadie tiene un amor tan grande como quien da la vida por los que ama”.
La pasión de Cristo tiene relación con el pecado del mundo y con nuestro propio pecado, pues sólo la pasión de Jesús tiene poder para destruir el pecado. Él cargó con nuestros pecados y sufrió en lugar de nosotros. “Me amó y se entregó por mí”, exclama agradecido san Pablo. La gratitud es la expresión del amor a quien nos ama.
La Semana Santa no puede reducirse a “compadecer” los dolores que Jesús sufrió hace más de dos mil años. Porque “Cristo ya no muere más” ni sufre en su cuerpo glorioso. Más bien considerémonos protagonistas de su pasión en la pasión actual del prójimo a causa de nuestros pecados. Y dediquémonos a arrancar las cruces ajenas.
Pero cuando nos sentamos crucificados, “alegrémonos de compartir los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”, como aconseja san Pablo.
Isaías 50,4-7
El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, éll despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.
Las palabras de Isaías preanuncian la pasión de Jesús, quien pasó toda su vida consolando y arrancando cruces, y ahora carga libremente con su cruz inevitable para librar a los hombres de la máxima cruz: la desesperación, la muerte y la ruina eterna, y merecernos la resurrección y la vida gloriosa con él para siempre.
En el huerto de Getsemaní vio tan claro el horrible sufrimiento que le esperaba, que pidió a gritos y con lágrimas de sangre, brotadas de todo su cuerpo, ser liberado de tal tormento. Pero aceptó decidido y con paz la pasión cuando se centró en el premio inmenso y eterno que le esperaba tras el tormento: la resurrección y la gloria para él y los suyos.
Por eso aceptó la condena en base a calumnias, y no evitó golpes, salivazos, injurias, burlas, corona de espinas, cruz, desnudez, clavos, crucifixión, desafíos...
Ciertas cruces sólo son soportables sin desesperación, si nos centramos, como Jesús, en lo que se está gestando a través de nuestra cruz unida a la suya: la resurrección y la gloria eterna junto a Cristo, con todos los suyos. “No importa el cómo si hay un porqué”. Unámonos a él pidiéndole ayuda.
Filipenses 2,6-11
Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor».
Jesús esconde su condición divina bajo la condición humana para rescatar al hombre de su condición pecadora mediante la fidelidad amorosa al Padre en la humillación, el sufrimiento y la muerte, que le abren el camino de la resurrección y la glorificación.
El Padre no planificó la pasión y la muerte de Jesús, su Hijo. Como tampoco maquinó la muerte de Abel a manos de Caín. Ni siquiera en el peor de los padres terreno es justificable y admisible tanta crueldad contra un hijo.
La pasión y muerte de Jesús la causaron hombres malvados y prepotentes, aliados con las fuerzas del mal. Entonces, ¿cómo se habla de voluntad de Dios respecto de la muerte de Jesús?: “Si no puede pasar de mí este cáliz, hágase tu voluntad”.
Pero la voluntad de Dios sobre Jesús no es la muerte, sino “que todos los hombres se salven” por su fidelidad, obediencia y amor al Padre, a pesar del sufrimiento y la muerte planificados por los agentes del mal y de las tinieblas. Jesús acoge el dolor para hacerlo felicidad, y entra en el reino de la muerte para convertirla en puerta de la resurrección.Dios opone su plan de resurrección y vida al plan de sufrimientos y muerte ideado por los malvados, sirviéndose del mismo plan de estos y de su victoria para derrotarlos mediante la resurrección de Cristo y de los hombres, meta definitiva del plan misericordioso de Dios.
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