Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran. Estaban de paso en Jerusalén judíos piadosos, llegados de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y entre el gentío que acudió al oír aquel ruido, cada uno los oía hablar en su propia lengua. Todos quedaron muy desconcertados y se decían, llenos de estupor y admiración: "Pero estos ¿no son todos galileos? ¡Y miren cómo hablan! Cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios."
Los discípulos, unidos en torno a la Madre de Jesús, compartían el miedo y el sufrimiento, la oración confiada y la esperanza. Estaban cerrados en el Cenáculo, pero no encerrados en sí mismos. Por otra parte, si se hubieran dispersado, no habría sido posible el milagro de Pentecostés.
Y así el milagro se prolonga en la calle y en las plazas: la gente escucha y se convierte al oírlos hablar con valentía sobre Jesús resucitado. Antes de su pasión el Maestro decía a sus discípulos: “En esto reconocerán que ustedes son mis discípulos: si se aman unos a otros”; y oraba así por ellos: “Padre, que sean uno, como nosotros somos uno, para que el mundo crea”. Vivían unidos y les creían.
La unión en el amor de Cristo es la primera condición – y la primera palabra creíble - de la eficacia salvadora en la evangelización. La unión con y en Cristo es el lenguaje que todo el mundo entiende. Pero la falta de unión hace incomprensible e inaceptable el mensaje de Jesús.
Grupos, comunidades, catequistas, familias cristianas, clero y laicos, sólo harán creíble el Evangelio si viven esa unión en torno a Cristo resucitado, que sigue enviando su Espíritu a quienes lo desean, lo piden y lo acogen.
1 Corintios 12, 3 - 7. 12 - 13
Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Parecería que san Pablo exagera al afirmar que por nuestras solas fuerzas no podemos decir ni siquiera: “Jesús es el Señor”. Pero no se trata de pronunciar una frase, sino de creer y vivir que Jesús es el Hijo de Dios, muerto y resucitado, vivo y presente entre nosotros; lo cual es imposible sin la ayuda del Espíritu Santo.
Asimismo, sólo es posible por la acción del Espíritu santo el que cada cual asuma con gozo, convicción y gratitud activa sus talentos para cumplir su misión en el mundo, en la Iglesia, en la familia, en el grupo o comunidad, como valiosa aportación a la obra de la liberación y salvación encabezada por Cristo en el Espíritu. Sin envidia, ni rivalidades, ni privilegios, ni indiferencia. Estamos en la “era del Espíritu Santo”: supliquemos sus dones como hicieron los apóstoles en intensa oración unidos con María, la Madre de Jesús, Madre y Reina de los Apóstoles.