Dios es glorificado en Jesús porque él ha realizado en sí el proyecto humano del Padre al crear al hombre a su imagen y al redimirlo: en Cristo la imagen se ha identificado con el original, pues “el Hijo del hombre” es a la vez “el Hijo de Dios”.
Y Jesús va a ser glorificado, reconocido por el Padre mediante el premio de la resurrección y la gloria por su fidelidad inquebrantable hasta la muerte.
Jesús está de despedida y dice a los discípulos que ellos no pueden ir con él por ahora; pero no les dice que no lo encontrarán, como les dijo a los escribas y fariseos, que lo rechazaron. Ellos sí lo encontrarán, pues los acompañará en sus obras de evangelización y salvación a favor de los hombres, y les dará la fortaleza de imitarlo hasta el amor más grande: “dar la vida por los que se ama”; y, al recuperar la vida como él a través de la resurrección, lo encontrarán para siempre en la gloria eterna. Y como fue para los discípulos de entonces, lo será para los de hoy, nosotros, si lo imitamos como ellos.
De camino hacia su glorificación por la muerte y la resurrección, Jesús deja a los discípulos su testamento entrañable: “Ámense unos a otros como yo los he amado”. No es un consejo, sino un mandato, la síntesis de todos los mandamientos. Cumplido ese mandato, todos los demás están cumplidos: “Ama y haz lo que quieras”, declara san Agustín. Sólo puede salvar y salvarnos el amor al prójimo fundado en el amor de Dios.
El amor cualitativo goza con las cualidades de las personas y las cosas; y el amor solidario goza identificándose con las personas amadas, con sus ideales y necesidades. Este es el amor verdadero que da plenitud a la vida, nos hace adultos, nos salva y da fuerza de salvación a nuestra vida y obras. De él habla San Pablo en 1 Corintios 13, donde afirma: “Si no tengo amor, nada soy”.
Este amor tiene tres grados: amar al prójimo como a nosotros mismos; amarlo como amamos a Jesús; amarlo como Jesús lo ama: “Ámense como yo los amo”. Este tercer grado es el amor pleno, a imitación del amor de Cristo.
Este amarse como Jesús nos ama, testimonia la presencia de Cristo Resucitado, acogido entre los suyos por la fe hecha amor. “La señal por la que conocerán que ustedes son discípulos míos, será que se amen unos a otros”. Ningún otro signo es válido si falta este. Ni siquiera la Eucaristía, que más bien se hace escándalo cuando no está motivada y vivida en ese amor fraterno.
El amor fraterno es el distintivo original del cristiano frente a tantas otras religiones. Sin amor de nada sirve la fe, la alegría, el sufrimiento, la vida y la muerte. Sólo el amor verdadero a Dios y al prójimo nos puede merecer la felicidad en esta vida y al final la vida eterna a través de la resurrección. Nada es tan grave como no tener ese amor. Es necesario pedirlo y cultivarlo.
Si queremos verificar la seriedad y autenticidad de nuestra fe, verifiquemos la calidad de nuestro amor. Nos va en ello la alegría de vivir, de morir y resucitar.
Hechos 14, 21 - 27
La verdadera evangelización no se limita a predicar la Palabra de Dios, sino que debe confortar y animar a la perseverancia, pues sólo “quien persevere hasta el fin, se salvará”. Tarde o temprano el verdadero cristiano se verá afligido por tribulaciones y contrariedades, a imitación de Cristo.
Otra tarea ineludible de la evangelización consiste en “establecer presbíteros”, que animen a las comunidades, las cuales deberán apoyarlos con “la oración y el ayuno” para que su trabajo pastoral y salvífico sea eficaz. La escasez de sacerdotes y de vocaciones al sacerdocio se debe a la falta de responsabilidad, de iniciativas, de oración y sufrimientos ofrecidos por los sacerdotes y las vocaciones sacerdotales , tanto por parte de los fieles como de los pastores.
Y el verdadero evangelizador no se conforma con “su grupito” del 7% que acude al templo, sino que se preocupa y ocupa en evangelizar al 93% de los bautizados alejados y a los no creyentes. Y comparte con los fieles la misma preocupación misionera, implicándolos en ella. De lo contrario no cumpliría el mandato de Jesús: “Vayan y evangelicen a todas las gentes”.
Apocalipsis 21, 1 - 5
Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar no existe ya. Y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: "Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado." Y el que estaba sentado en el trono dijo: "Ahora todo lo hago nuevo". Luego me dijo: "Escribe, que estas palabras son ciertas y verdaderas."
Esta tierra y este universo maravillosos, que sólo Dios sabe cuántos millones de años tiene, y cuántos ha de durar todavía, dejarán un día el puesto a otra tierra y a otro cielo inmensamente más maravillosos, por obra del mismo Creador.
Así Jesús realizará en plenitud las “delicias que encuentra al estar con los hijos de los hombres”. Y a la vez saciará el ansia infinita del hombre de estar con Dios y con todos los hombres redimidos y resucitados.
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