Los bienes materiales: dinero, posesiones, carrera, puesto de trabajo, cualidades y capacidades, son bienes mínimos frente a los bienes eternos. Pero la buena administración de eso poco nos hace dignos de gozar lo máximo en la eternidad. Los bienes temporales valen cuanto vale el amor con que se administran y se comparten.
Se dice que con dinero se puede comprar todo. ¿Todo? Con dinero se puede comprar una casa, pero no el calor de un hogar; un placer, pero no el amor; una compañía, pero no una amistad; un libro, pero no la sabiduría; una medicina, pero no la salud; una droga, pero no la paz; la comida, pero no la vida; un reloj, pero no el tiempo; una golosina, pero no el aire que respiramos; una luz, pero no el sol; un crucifijo, pero no la fe; una tumba en el cementerio, pero no un puesto en el cielo; un amuleto o un ídolo, pero no al Dios verdadero.
Los más grandes bienes y la verdadera felicidad no se compran con dinero. Pero Dios nos regala cada día eso que no podemos comprar, y que tal vez no se lo agradecemos ni de palabra y menos con la vida y el compartir con los necesitados, olvidando que agradecer y compartir es la mejor manera de que Dios nos los multiplique y conserve, nos dé el ciento por uno en esta vida y luego la vida eterna.
Los bienes materiales también están entre los dones que Dios ha creado para todos, con el fin de que todos puedan llevar una vida humana digna, colaborar en la salvación de los demás, y así vivir felices en este mundo y merecer nuestra salvación.
Pero el dinero se convierte en ídolo sucio y destructor cuando se busca por sí mismo y para sí mismo, excluyendo a otros -personas y pueblos- en la pobreza y el hambre. La cantidad de pobres es la medida del fracaso de los sistemas económicos y militares, de la falsa solidaridad y de la globalización egoísta de la riqueza.
San Juan Bosco decía: “Quien nada en la abundancia, pronto se olvida de Dios”. Es un hipócrita el rico que nada en abundancia y se cree religioso porque dobla la rodilla ante Dios, pero no se inclina ni abre el corazón ante el sufrimiento de los hijos de Dios.
“Quien tiene mucho, es rico; quien necesita poco, es más rico; quien comparte todo, es el más rico”. Nacimos para compartir, para ser felices haciendo felices a los demás, compartiendo con los ellos incluso sus sufrimientos y los nuestros.
Vale la vida usar la sabiduría, la sagacidad y la inteligencia previsora en la administración de lo poco que somos, tenemos y amamos. La felicidad que se pretende encontrar en el lujo y en la abundancia, sólo se consigue en el compartir. Se perderá todo lo que se haya disfrutado con egoísmo excluyente, pues “¿qué le importa al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”
Quien comparte sus riquezas materiales, humanas y espirituales, es acreedor a la bienaventuranza de Jesús: “Felices los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos”. No es posible casar el amor y adoración a Dios con el disfrute egoísta, idolátrico de las riquezas.
Que Dios nos conceda la bendición de saber si estamos sirviéndolo a El o al dinero, y nos conceda la valentía de servirle a él, poniendo el dinero al servicio del bien, de la vida y de la felicidad ajena, para así conquistar la felicidad temporal y eterna.
No es de cristianos gastar más en cuidar un perro o en juegos de azar que en ayudas a los necesitados.
Escuchen esto, ustedes, los que pisotean al indigente para hacer desaparecer a los pobres del país. Ustedes dicen: «¿Cuándo pasará el novilunio para que podamos vender el grano, y el sábado, para dar salida al trigo? Disminuiremos la medida, aumentaremos el precio, falsearemos las balanzas para defraudar; compraremos a los débiles con dinero y al indigente por un par de sandalias, y venderemos hasta los desechos del trigo». El Señor lo ha jurado por el orgullo de Jacob: Jamás olvidaré ninguna de sus acciones.
Esta profecía de Amós es totalmente actual, pues la explotación de los débiles y pobres de hoy es mucho más amplia, refinada y corrupta que en aquellos tiempos. Quien tiene dinero, impone sus leyes en el comercio, en la política, en el gobierno, en la comunicación, en el trabajo, en la medicina, en la diversión... y hasta en la religión.
No es nada fácil librarse de fascinación por el dinero. Se necesita un gran esfuerzo, pero es absolutamente necesario, pues si no dominamos el dinero, seremos dominados por él; pervertirá nuestra vida cristiana con la hipocresía, y seremos cómplices de un mundo injusto y corrupto, cuyos únicos valores son los que rentan dinero, y sin otra alternativa que la lucha encarnizada con incontables vencidos y muertos…
¡Dios nos libre de tan fatal complicidad! Y nosotros luchemos en serio por librarnos.
Querido hijo: Ante todo, te recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y de tranquilidad, y llevar una vida piadosa y digna. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, porque Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre Él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos. Éste es el testimonio que Él dio a su debido tiempo, y del cual fui constituido heraldo y Apóstol para enseñar a los paganos la verdadera fe. Digo la verdad, y no miento. Por lo tanto, quiero que los hombres oren constantemente, levantando las manos al cielo con recta intención, sin arrebatos ni discusiones.
La recomendación de san Pablo a orar por todos los hombres, y en particular por las autoridades, responde a los dichos bíblicos: “Dios quiere que todos los hombres se salven”; “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
Todos somos responsables, junto con Cristo, de la salvación de todos los hombres, ofreciendo, unidos a él, nuestras oraciones, acciones de gracias y cruces.
La oración y el sufrimiento ofrecido son medios a nuestro alcance para mover la omnipotencia de Dios a fin de que ilumine a los hacen tanto mal, reconozcan sus errores e injusticias, comprendan que sus caminos de perversión los llevan hacia una fatal infelicidad, a lo contrario de lo que buscan, y así se conviertan, mejoren su actuar.
Esa es nuestra mejor aportación para disminuir tanta maldad e injusticia y propiciar que podamos disfrutar de paz, progreso y bienestar, y llevar una vida religiosa y humanamente digna. Es la aportación que agrada a Dios, como dice san Pablo.
Siempre será más útil orar y ofrecer por quienes hacen el mal, que condenarlos, dejando a Dios el juicio condenatorio contra ellos o la misericordia para ellos. Al fin y al cabo, todos somos pecadores y necesitamos misericordia. Jesús nos dice: “No condenen y no serán condenados; sean misericordiosos y obtendrán misericordia ”.
Y no nos dejemos contagiar por tanta maldad como hay a nuestro alrededor.
P. Jesús Álvarez, ssp.
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